Margo se escapaba tan a menudo que en el instituto no se organizaban patrullas para buscarla, pero todos sentíamos su ausencia. El instituto no es ni una democracia ni una dictadura. Tampoco, como suele creerse, un estado anárquico. El instituto es una monarquía por derecho divino. Y cuando la reina se va de vacaciones, las cosas cambian. En concreto, a peor. Por ejemplo, el segundo año, cuando Margo recorría Mississippi, Becca soltó al mundo la historia de Ben el Sangriento. Y esa vez no fue diferente. La niña que se dedicaba a tapar agujeros se había marchado. La inundación era inevitable.
Aquella mañana, como por una vez fui puntual, Ben me llevó al instituto en coche. Encontramos a todo el mundo extrañamente silencioso ante la puerta de la sala de ensayo.
—Tío —dijo nuestro amigo Frank muy serio.
—¿Qué pasa?
—Chuck Parson, Taddy Mac y Clint Bauer han cogido el Tahoe de Clint y se han llevado por delante doce bicis de alumnos de primero y segundo.
—No me jodas —le contesté negando con la cabeza.
—Y ayer alguien colgó nuestros números de teléfono en el baño de los chicos con… bueno, con guarradas —añadió nuestra amiga Ashley.
Volví a menear la cabeza y yo también me quedé en silencio. No podíamos denunciarlos. Lo habíamos intentado muchas veces antes del instituto, y el resultado inevitable había sido que nos acosaran todavía más. En general solo podíamos esperar a que alguien como Margo les recordara lo inmaduros y gilipollas que eran.
Pero Margo me había enseñado un modo de iniciar la contraofensiva. Y estaba a punto de decir algo cuando vi de reojo a un tipo alto corriendo hacia nosotros. Llevaba un pasamontañas negro y un sofisticado cañón de agua de color verde en las manos. Al pasar me dio un golpe en el hombro, perdí el equilibrio y aterricé de lado en el cemento agrietado. Al llegar a la puerta, se giró y me gritó:
—Te dedicas a putearnos, así que te vamos a empalizar.
La voz no me sonaba de nada.
Ben y otro amigo me ayudaron a levantarme. Me dolía el hombro, pero no quería frotármelo.
—¿Estás bien? —me preguntó Radar.
—Sí, muy bien.
Entonces sí que me froté el hombro.
Radar negó con la cabeza.
—Alguien debería explicarle que, aunque es posible dar una paliza, y también pegar una paliza, no es posible empalizar a nadie.
Me reí. Alguien señaló el aparcamiento, levanté la mirada y vi a dos chavalines de primero acercándose a nosotros con la camiseta mojada y colgando.
—¡Eran meados! —nos gritó uno de ellos.
El otro no dijo nada. Se limitaba a apartar las manos de la camiseta, lo que no terminaba de funcionar. Vi chorretones resbalándole desde las mangas hasta los brazos.
—¿Meados animales o humanos? —preguntó alguien.
—¡Cómo voy a saberlo! ¿Qué pasa, que soy un experto en meados?
Me acerqué al chaval y le apoyé la mano en la cabeza, que era lo único que parecía totalmente seco.
—Esto no va a quedar así —le dije.
Sonó el segundo timbre y Radar y yo corrimos a clase de cálculo. Mientras me sentaba a mi mesa, me di un golpe en el brazo, y el dolor me subió hasta el hombro. Radar me señaló su libreta, en la que había escrito una nota rodeada por un círculo: «Hombro OK?».
Escribí en la esquina de mi libreta: «Comparado con los chavalines, he pasado la mañana en un campo de arcoíris jugueteando con animalitos».
Radar se rió tan alto que el señor Jiminez le lanzó una mirada. Escribí: «Tengo un plan, pero tenemos que descubrir quién era».
Radar escribió «Jasper Hanson» y lo rodeó varias veces con un círculo. Me sorprendió.
«¿Cómo lo sabes?».
Radar escribió: «¿No lo has visto? El muy imbécil llevaba la camiseta de fútbol con su nombre».
Jasper Hanson era un alumno de tercero. Siempre había pensado que era un chaval tranquilo y majete, de esos un poco torpes que te preguntan: «Tío, ¿qué tal?». No esperaba verlo lanzando géiseres de pis a los de primero. Sinceramente, en la jerarquía gubernamental del instituto Winter Park, Jasper Hanson era como el ayudante adjunto del subsecretario de Atletismo y Actividades Ilícitas. Cuando un tipo así asciende a vicepresidente ejecutivo de Armamento Urinario, hay que tomar cartas en el asunto de inmediato.
Así que en cuanto llegué a casa aquella tarde, me creé una cuenta de correo y escribí inmediatamente a mi viejo amigo Jason Worthington.
De: mvengador@gmail.com
A: jworthington90@yahoo.com
Asunto: Usted, yo, la casa de Becca Arrington, su pene, etc.
Querido señor Worthington:
1. Deberá entregar doscientos dólares en efectivo a cada una de las doce personas cuyas bicicletas destrozaron sus amigos con el Chevy Tahoe. No debería suponerle un problema, dada su inmensa riqueza.
2. El tema de las pintadas en el baño de los chicos debe concluir.
3. ¿Cañones de agua? ¿Con meados? ¿De verdad? Madure un poco.
4. Debería tratar a los compañeros con respeto, especialmente a los que son socialmente menos afortunados que usted.
5. Probablemente debería aleccionar a los miembros de su clan para que se comporten también con consideración.
Soy consciente de que cumplir alguna de estas tareas resultará muy difícil. Pero en ese caso también resultará muy difícil no compartir con todo el mundo la fotografía adjunta.
Cordialmente,
su amistoso vecino Némesis
A los doce minutos llegó su respuesta.
Mira, Quentin, porque sí, sé que eres tú. Sabes que no fui yo el que chorreó con meados a los chicos de primero. Lo siento, pero no controlo lo que hacen los demás.
Mi respuesta:
Señor Worthington:
Entiendo que no controle a Chuck y Jasper. Pero, ya ve, estoy en una situación similar a la suya. No controlo al diablillo que está sentado en mi hombro izquierdo. El diablo me dice: «IMPRIME LA FOTO IMPRIME LA FOTO CUÉLGALA POR TODO EL INSTITUTO HAZLO HAZLO HAZLO». Pero en el hombro derecho tengo un angelito blanco. Y el ángel me dice: «Hombre, me juego el cuello a que esos chicos de primero reciben su dinero a primera hora de la mañana del lunes».
También yo, angelito, también yo.
Mis mejores deseos,
Su amistoso vecino Némesis.
No me contestó, aunque no era necesario. Ya nos lo habíamos dicho todo.
Ben se pasó por mi casa después de cenar y estuvimos jugando al Resurrection parando más o menos cada media hora para llamar a Radar, que había salido con Angela. Le dejamos once mensajes, cada uno más impertinente y lascivo que el anterior. Eran las nueve pasadas cuando sonó el timbre.
—¡Quentin! —gritó mi madre.
Ben y yo supusimos que era Radar, así que paramos el juego y salimos al comedor. Chuck Parson y Jason Worthington estaban en la entrada. Me acerqué a ellos.
—Hola, Quentin —dijo Jason.
Lo saludé con la cabeza. Jason lanzó una mirada a Chuck, que me miró y murmuró:
—Perdona, Quentin.
—¿Por qué? —le pregunté.
—Por decirle a Jasper que disparara meados a los chavales de primero —murmuró. Hizo una pausa y siguió diciendo—: Y por lo de las bicis.
Ben abrió los brazos, como si fuera a abrazarlo.
—Ven aquí, colega —le dijo.
—¿Qué?
—Que vengas —le repitió.
Chuck dio un paso adelante.
—Más cerca —dijo Ben.
Chuck avanzó hasta la entrada, a un paso de Ben. Y de repente, Ben le pegó un puñetazo en la barriga. Chuck apenas se encogió. Dio un paso atrás para darle a Ben, pero Jase lo agarró del brazo.
—Tranquilo, colega —le dijo Jase—. Tampoco te ha dolido tanto.
Me tendió la mano para que se la estrechara.
—Me gusta que tengas huevos, colega. Bueno, eres un capullo. Pero da igual.
Le estreché la mano.
Se metieron en el Lexus de Jase, dieron marcha atrás y se marcharon. En cuanto cerré la puerta, Ben soltó un fuerte rugido.
—Ayyyyyyyyyyyyyyyyyy. Joder, mi mano. —Ben intentó cerrar el puño e hizo una mueca de dolor—. Creo que Chuck Parson se había metido un libro en la barriga.
—Se llaman abdominales —le expliqué.
—Sí, claro. He oído hablar de ellos.
Le di una palmadita en la espalda y volvimos a la habitación a seguir jugando al Resurrection. Justo habíamos quitado la pausa cuando Ben dijo:
—Por cierto, ¿te has dado cuenta de que Jase dice «colega»? He vuelto a ponerlo de moda. Y solo con la fuerza de mi genialidad.
—Sí, te pasas el viernes por la noche jugando y curándote la mano, que te has roto intentando pegarle un puñetazo a un tipo. No me extraña que Jase Worthington haya decidido arrimarse a tu árbol.
—Al menos soy bueno al Resurrection —me dijo.
Y me disparó por la espalda, aunque estábamos jugando en equipo.
Jugamos un rato más, hasta que Ben se acurrucó en el suelo, con el mando pegado al pecho, y se quedó dormido. Yo también estaba cansado. Había sido un día largo. Suponía que Margo estaría de vuelta el lunes, pero aun así me sentí un poco orgulloso de haber sido la persona que había detenido la tormenta.