19

El lunes por la mañana, tras tres largas horas a solas con ochocientas palabras de Ovidio, crucé los pasillos con la sensación de que iba a salírseme el cerebro por las orejas. Pero me había ido bien. Tuvimos hora y media para comer y para despejarnos antes del segundo turno de exámenes. Radar estaba esperándome en mi taquilla.

—Acabo de catear español —me dijo.

—Seguro que te ha ido bien.

Radar tenía una buena beca para Dartmouth. Era muy inteligente.

—Tío, no lo sé. Casi me duermo en el oral. Pero es que me he pasado la mitad de la noche despierto haciendo un programa. Es increíble. Tecleas una categoría (puede ser tanto una zona geográfica como una especie animal) y luego puedes leer en una sola página las primeras líneas de unos cien artículos del Omnictionary que tratan sobre ese tema. Pongamos que estás buscando una especie de conejo en concreto, pero no te acuerdas del nombre. Puedes leer la introducción de las veintiuna especies de conejo en la misma página en tres minutos.

—¿Has hecho ese programa la noche antes de los exámenes finales? —le pregunté.

—Sí, ya lo sé, ¿vale? Bueno, te lo mandaré por correo. Es una frikada.

Entonces apareció Ben.

—Q, te juro por Dios que Lacey y yo estuvimos en el chat hasta las dos de la mañana liados con la página que nos pasaste. Y ahora que hemos trazado todas las rutas que Margo podría haber hecho entre Orlando y esos cinco puntos, me doy cuenta de que he estado equivocado en todo momento. No está en Orlando. Radar tiene razón. Volverá para la graduación.

—¿Por qué?

—Está perfectamente cronometrado. Ir en coche desde Orlando a Nueva York, a las montañas de Chicago, a Los Ángeles y volver a Orlando son exactamente veintitrés días. Además, es una broma de anormal, pero es cosa de Margo. Haces que todo el mundo piense que te has quitado de en medio. Te rodeas de un halo de misterio para que todos te presten atención. Y justo cuando empieza a esfumarse el interés, apareces en la graduación.

—No —le dije—. Imposible.

Ya conocía mejor a Margo. Sí que creía que le gustaba llamar la atención, pero Margo no se tomaba la vida a risa. No se había quitado de en medio para engañarnos.

—Te lo digo, colega. Búscala en la graduación. Allí estará.

Negué con la cabeza. Como todo el mundo tenía la misma hora para comer, la cafetería estaba hasta los topes, así que ejercimos nuestro derecho como alumnos de último curso y fuimos en coche al Wendy’s. Intenté centrarme en el examen de cálculo, pero empecé a sentir que la historia tenía más hilos. Si Ben tenía razón en lo de los veintitrés días de viaje, el dato era sin duda interesante. Quizá era lo que había planificado en su libreta negra, un largo y solitario viaje por carretera. No lo explicaba todo, pero encajaba con el talante planificador de Margo. Y tampoco me acercaba a ella. Bastante difícil era ya localizar un punto en un trozo de mapa arrugado para que encima el punto se moviera.

Después de un largo día de exámenes finales, volver al cómodo hermetismo del «Canto de mí mismo» era casi un alivio. Había llegado a una parte rara del poema. Después de haber estado escuchando y oyendo a la gente, y viajando con ella, Whitman deja de escuchar y de viajar y empieza a convertirse en otras personas. Como si habitara en ellas. Cuenta la historia de un capitán de barco que salvó a todo el mundo menos a sí mismo. El poeta dice que puede contar esa historia porque se ha convertido en el capitán. Y escribe: «Yo soy el hombre, yo padecí, yo estaba allí». Unos versos después queda todavía más claro que Whitman ya no necesita escuchar para convertirse en otra persona: «No pregunto al herido cómo se siente, soy el herido».

Dejé el libro y me tumbé de lado, mirando por la ventana que siempre había estado entre nosotros. No basta con verla o escucharla. Para encontrar a Margo Roth Spiegelman tienes que convertirte en Margo Roth Spiegelman.

Y había hecho muchas de las cosas que quizá ella había hecho. Había conseguido unir a la pareja más inverosímil del baile. Había acallado a los perros de la guerra de castas. Había conseguido sentirme cómodo en la casa encantada y llena de ratas en la que Margo lo había planificado todo. Había visto. Había escuchado. Pero todavía no podía convertirme en la persona herida.

Al día siguiente hice como pude los exámenes de física y política, y el martes me quedé hasta las dos de la madrugada terminando el trabajo de fin de curso de literatura sobre Moby Dick. Decidí que Ahab era un héroe. No tenía especiales motivos para tomar esa decisión —sobre todo teniendo en cuenta que no había leído el libro—, pero lo decidí y actué en consecuencia.

La reducida semana de exámenes implicaba que el miércoles fuera nuestro último día de clase. Y durante todo el día me resultó difícil no pasear por ahí pensando en todo lo que hacía por última vez. La última vez que formaba un corro junto a la puerta de la sala de ensayo, a la sombra del roble que ha protegido a generaciones de frikis de la banda. La última vez que comía pizza en la cafetería con Ben. La última vez que me sentaba en ese instituto a escribir un trabajo con una mano metida en un libro azul. La última vez que miraba el reloj. La última vez que veía a Chuck Parson merodeando por los pasillos con una sonrisa medio desdeñosa. Joder. Empezaba a sentir nostalgia de Chuck Parson. Debía de estar enfermo.

Algo así debió de sentir también Margo. Mientras hacía sus planes, sin duda sabía que se marcharía, y seguramente ni siquiera ella pudo ser del todo inmune a aquel sentimiento. Había pasado buenos momentos en aquel instituto. Y el último día es muy difícil recordar los malos, porque en cualquier caso había hecho su vida allí, como yo. La ciudad era papel, pero los recuerdos no. Todo lo que había hecho allí, todo el amor, la pena, la compasión, la violencia y el rencor seguían manando desde mi interior. Aquellas paredes de hormigón encaladas. Mis paredes blancas. Las paredes blancas de Margo. Durante mucho tiempo habíamos estado cautivos entre ellas, atrapados en su estómago, como Jonah.

A lo largo del día me descubrí pensando que quizá aquel sentimiento era la razón por la que Margo lo había planificado todo de forma tan compleja y precisa. Aunque quieras marcharte, es muy difícil. Necesitó preparación, y quizá sentarse en aquel centro comercial a escribir sus planes era una labor tanto intelectual como emocional, su manera de imaginarse a sí misma en su destino.

Ben y Radar tenían un ensayo maratoniano con la banda para asegurarse de que tocarían «Pompa y circunstancia» en la graduación. Lacey se ofreció a llevarme a casa, pero decidí vaciar mi taquilla, porque la verdad era que no me apetecía volver al instituto y tener que sentir de nuevo mis pulmones ahogándose en aquella obstinada nostalgia.

Mi taquilla era un auténtico agujero de mierda, mitad cubo de la basura y mitad almacén de libros. Recordé que cuando Lacey abrió la taquilla de Margo, los libros estaban perfectamente apilados, como si tuviera la intención de ir a clase al día siguiente. Coloqué una papelera en el banco y abrí mi taquilla. Lo primero que hice fue despegar una foto de Radar, Ben y yo sonriendo de oreja a oreja. La metí en mi mochila y empecé el asqueroso proceso de revolver entre la porquería acumulada durante todo un año —chicles envueltos en trozos de papel de libreta, bolis sin tinta, servilletas grasientas— y tirarla a la papelera. Mientras lo hacía, pensaba: «Nunca volveré a hacer esto, nunca volveré a estar aquí, esta taquilla no volverá a ser mía, Radar y yo no volveremos a escribirnos notas en la clase de cálculo, nunca volveré a ver a Margo en el pasillo». Era la primera vez en mi vida que tantas cosas no volverían a suceder.

Y al final fue demasiado. No pude quitarme de encima aquel sentimiento y se me hizo insoportable. Extendí los brazos, los metí hasta el fondo de la taquilla y lo empujé todo —fotos, notas y libros— a la papelera. Dejé la taquilla abierta y me marché. Al pasar por la sala de ensayo, oí al otro lado de la pared el sonido amortiguado de «Pompa y circunstancia». Seguí andando. Fuera hacía calor, aunque no tanto como de costumbre. Era soportable. «En casi todo el camino hasta casa hay aceras», pensé. Y seguí andando.

Y por paralizantes y tristes que fueran todos aquellos «nunca más», me pareció perfecto marcharme así por última vez. Una marcha pura. La forma más depurada posible de liberación. Todo lo importante, menos una foto malísima, estaba en la basura, pero me sentía genial. Empecé a correr, porque quería poner todavía más distancia entre el instituto y yo.

Marcharse es muy duro… hasta que te marchas. Entonces es lo más sencillo del mundo.

Mientras corría, sentí que por primera vez me convertía en Margo. Lo sabía: «No está en Orlando. No está en Florida». Marcharse es fantástico en cuanto te has marchado. Si hubiera ido en coche, no a pie, seguramente también habría seguido adelante. Margo se había marchado y no iba a volver ni para la graduación ni para ninguna otra cosa. Estaba seguro.

Me marcho, y marcharme es tan estimulante que sé que no puedo volver atrás. ¿Y entonces? ¿Me dedico a marcharme de sitios una y otra vez? ¿Emprendo un viaje eterno?

Ben y Radar pasaron por mi lado a medio kilómetro de Jefferson Park. Ben pegó un frenazo justo delante de Lakemont, pese a que la carretera estaba llena de coches. Corrí al coche y subí. Querían jugar al Resurrection en mi casa, pero tuve que decirles que no, porque estaba más cerca de Margo que nunca.