En cuanto mi madre llegó a casa el viernes, le dije que iba a un concierto con Radar, cogí el coche y me dirigí a las afueras del condado de Seminole para ver Collier Farms. Resultó que todas las demás urbanizaciones que aparecían en los folletos existían, la mayoría de ellas al norte de la ciudad. Las habían terminado hacía tiempo.
Solo reconocí el desvío hacia Collier Farms porque me había convertido en un experto en caminos sin asfaltar difíciles de ver. Pero Collier Farms era diferente de las demás pseudovisiones que había visitado. Estaba extremadamente descuidada, como si llevara cincuenta años abandonada. No supe si era más antigua que las otras o si la tierra baja y pantanosa había hecho que todo creciera más deprisa, pero en cuanto me metí por el desvío me resultó imposible seguir avanzando, porque todo el camino estaba cubierto de gruesos arbustos.
Salí del coche y seguí a pie. La maleza me arañaba las pantorrillas y a cada paso que daba se me hundían las zapatillas en el fango. No pude evitar esperar que hubiera montado una tienda de campaña en algún trozo del terreno a unos metros por encima del resto para que el agua de la lluvia no se quedase estancada. Caminaba despacio porque había más cosas que ver que en cualquiera de las demás pseudovisiones, más lugares en los que esconderse, y porque sabía que aquel complejo estaba directamente relacionado con el centro comercial abandonado. El suelo estaba tan lleno de maleza que tenía que avanzar muy despacio por cada nuevo escenario y comprobar que todos los sitios fueran lo bastante grandes para que cupiera una persona. Al final de la calle vi entre el barro una caja de cartulina azul y blanca, y por un momento me pareció la misma caja de barritas de cereales que había encontrado en el centro comercial. Pero no. Era la caja destrozada de un pack de doce cervezas. Volví con esfuerzo al coche y me dirigí a un lugar llamado Logan Pines, más al norte.
Tardé una hora en llegar. Había dejado atrás el Bosque Nacional de Ocala, ya casi fuera del área metropolitana de Orlando, cuando me llamó Ben.
—¿Qué pasa?
—¿Has ido a esas ciudades de papel? —me preguntó.
—Sí, ya casi he llegado a la última. Todavía no he encontrado nada.
—Oye, colega, los padres de Radar han tenido que marcharse de la ciudad a toda prisa.
—¿Pasa algo? —le pregunté.
Sabía que los abuelos de Radar eran muy mayores y vivían en una residencia de ancianos de Miami.
—Sí, escúchame: ¿recuerdas al tipo de Pittsburgh que tenía la segunda colección más grande del mundo de Santa Claus negros?
—Sí, ¿y?
—Acaba de palmar.
—Estás de broma.
—Colega, yo no hago bromas sobre el fallecimiento de coleccionistas de Santa Claus negros. Al tipo le ha dado un derrame cerebral, y los viejos de Radar están volando a Pennsylvania para intentar comprar toda su colección. Así que vamos a invitar a la peña.
—¿Quiénes?
—Tú, Radar y yo. Somos los anfitriones.
—No sé —le dije.
Nos quedamos un momento en silencio y luego Ben me llamó por mi nombre completo.
—Quentin —me dijo—, sé que quieres encontrarla. Sé que es lo más importante para ti. Perfecto. Pero nos graduamos la semana que viene. No estoy pidiéndote que dejes de buscarla. Estoy pidiéndote que vengas a una fiesta con tus dos mejores amigos, a los que conoces desde hace media vida. Estoy pidiéndote que pases dos o tres horas bebiendo cócteles de vino como una nenaza, y otras dos o tres horas vomitando dichos cócteles por la nariz. Y luego puedes seguir paseándote por urbanizaciones abandonadas.
Me molestaba que Ben solo quisiera hablar de Margo cuando se trataba de una aventura que le atraía, que pensara que me equivocaba centrándome más en ella que en mis amigos, porque ella no estaba, pero ellos sí. Pero Ben era Ben, como había dicho Radar. Y, de todas formas, no tenía nada más que buscar después de Logan Pines.
—Iré a esta última y luego me pasaré por casa de Radar.
Había depositado grandes esperanzas en Logan Pines porque era la última pseudovisión de Florida central, o al menos la última de la que yo tenía noticias. Pero no vi ninguna tienda de campaña mientras recorría con la linterna en la mano su única calle sin salida. Ningún indicio de hoguera. Ningún envoltorio de comida. Ni rastro de gente. Ni rastro de Margo. Al final del camino encontré un agujero de hormigón hundido en la tierra, pero no habían construido nada encima. Era solo el agujero, como la boca abierta de un muerto, rodeado de una maraña de zarzas y maleza de casi un metro de altura. No entendía por qué Margo habría querido que viera estos sitios. Y si había ido a las pseudovisiones para no volver, conocía un lugar que yo no había descubierto en mis investigaciones.
Tardé una hora y media en volver a Jefferson Park. Aparqué el coche en casa, me puse un polo y mis únicos vaqueros decentes, recorrí Jefferson Way hasta Jefferson Court y luego giré a la derecha hasta Jefferson Road. En Jefferson Place, la calle de Radar, había ya varios coches aparcados a ambos lados. Solo eran las nueve menos cuarto.
Abrí la puerta y me encontré con Radar, que llevaba en las manos un montón de Santa Claus negros de yeso.
—Tengo que guardar los más bonitos —me dijo—, no sea que alguno se rompa.
—¿Necesitas ayuda? —le pregunté.
Radar me señaló con la cabeza el comedor. En las mesas a ambos lados del sofá había tres juegos de muñecas rusas con forma de Santa Claus negros. Mientras metía unos dentro de los otros no pude evitar observar que en realidad eran muy bonitos. Estaban pintados a mano con todo lujo de detalles. Aunque no se lo dije a Radar, porque temía que me matara a golpes con la lámpara del Santa Claus negro del comedor.
Llevé las muñecas rusas a la habitación de invitados, donde Radar estaba guardando Santa Claus en un tocador con mucho cuidado.
—¿Sabes? Cuando los ves todos juntos, te preguntas cómo imaginamos nuestros mitos.
Radar miró al techo.
—Sí, me descubro a mí mismo preguntándome cómo imagino mis mitos todas las mañanas, cuando estoy comiéndome mis cereales con una puta cuchara de Santa Claus negro.
Sentí una mano frotándome el hombro. Era Ben, que movía los pies a toda velocidad, como si estuviera meándose.
—Nos hemos besado. Bueno, me ha besado ella. Hace unos diez minutos. En la cama de los padres de Radar.
—¡Qué asco! —exclamó Radar—. No os enrolléis en la cama de mis padres.
—Uau, pensaba que ya habías superado esa fase —le dije a Ben—. ¿No eras tan chulito?
—Cállate, colega. Estoy acojonado —me contestó mirándome con los ojos casi bizcos—. No creo que sea muy bueno.
—¿En qué?
—Besando. Y bueno, ella ha besado mucho más que yo en los últimos años. No quiero morrear tan mal que me deje. Tú gustas a las chicas —me dijo, lo que solo era cierto, y con suerte, si se entendía por «chicas» las chicas de la banda—. Colega, estoy pidiéndote consejo.
Estuve tentado de preguntarle por los interminables rollos que nos pegaba sobre las diversas maneras de excitar cuerpos diversos, pero me limité a decirle:
—Hasta donde yo sé, hay dos normas básicas: 1) No muerdas nada sin permiso, y 2) La lengua humana es como el wasabi. Es muy potente y debe utilizarse con moderación.
De repente le brillaron los ojos de pánico. Hice una mueca y dije:
—Está detrás de mí, ¿verdad?
—«La lengua humana es como el wasabi» —repitió Lacey con una voz profunda y ridícula que esperé que no se pareciera a la mía. Me giré—. La verdad es que creo que la lengua de Ben es como el protector solar. Es bueno para la salud y debes aplicarlo generosamente.
—Estoy a punto de potar —dijo Radar.
—Lacey, acabas de quitarme las ganas de seguir hablando —añadí.
—Ojalá pudiera dejar de imaginármelo —contestó Radar.
—La mera idea es tan ofensiva que está prohibido decir «la lengua de Ben Starling» en la tele —dije yo.
—El castigo por violar esta norma son diez años de cárcel o un chupeteo de Ben Starling —añadió Radar.
—Todo el mundo… —dije.
—Prefiere… —dijo Radar sonriendo.
—La cárcel —dijimos los dos a la vez.
Y entonces Lacey besó a Ben delante de nosotros.
—Dios mío —exclamó Radar pasándose las manos por delante de la cara—, Dios mío, me he quedado ciego. Me he quedado ciego.
—Basta, por favor —supliqué yo—. Estáis molestando a los Santa Claus negros.
La fiesta acabó con las veinte personas metidas en la sala de estar de la segunda planta de la casa de Radar. Me apoyé en una pared, con la cabeza a escasos centímetros de un Santa Claus negro pintado sobre terciopelo. La gente se había amontonado en uno de esos sofás por módulos. Al lado de la tele había un frigorífico con cervezas, pero nadie bebía. Se contaban historias entre sí. Había oído la mayoría de ellas —historias de la banda, de Ben Starling, de los primeros besos—, pero Lacey no, y de todas formas seguían siendo divertidas. Me quedé bastante al margen hasta que Ben dijo:
—Q, ¿cómo vamos a graduarnos?
—Sin ropa debajo de la toga —le contesté sonriendo.
—¡Sí!
Ben dio un trago a su refresco.
—Yo ni siquiera me llevaré ropa para no rajarme —dijo Radar.
—¡Yo tampoco! Q, jura que no te llevarás ropa.
Sonreí.
—Jurado queda —le dije.
—¡Me apunto! —exclamó nuestro amigo Frank.
Y entonces los chicos empezaron a sumarse a la idea. Por alguna razón, las chicas se resistían.
—Tu negativa hace que me cuestione el sentido de nuestro amor —dijo Radar a Angela.
—No lo entiendes —comentó Lacey—. No es que nos dé miedo. Es solo que ya hemos elegido el vestido.
—Exacto —dijo Angela señalando a Lacey.
—Más os vale que no haga viento —añadió Angela.
—Espero que sí haga viento —dijo Ben—. A las bolas más grandes del mundo les sienta bien el aire fresco.
Lacey, avergonzada, se llevó una mano a la cara.
—Eres un novio desafiante —comentó—. Gratificante, pero desafiante.
Nos reímos.
Era lo que más me gustaba de mis amigos, que nos bastaba con sentarnos a contar historias. Historias ventana e historias espejo. Yo solo escuchaba. Las historias que tenía en mente no eran tan divertidas.
No podía evitar pensar que el instituto y todo lo demás se acababa. Me gustaba estar algo apartado de los sofás, observándolos. No me importaba que fuera un poco triste. Me limitaba a escuchar dejando que toda la alegría y toda la tristeza de aquel final giraran a mi alrededor, cada una intensificando la otra. Casi todo el tiempo parecía que fuera a explotarme el pecho, pero no era exactamente una sensación desagradable.
Me marché justo antes de las doce. Algunos iban a quedarse hasta más tarde, pero yo tenía que estar en casa a esa hora, y además no me apetecía quedarme. Mi madre estaba medio dormida en el sofá, pero se espabiló nada más verme.
—¿Te lo has pasado bien?
—Sí —le contesté—. Ha sido una fiesta muy tranquila.
—Como tú —me dijo sonriendo.
Aquel ataque sentimental me pareció un tanto hilarante, pero no dije nada. Se levantó, tiró de mí y me dio un beso en la mejilla.
—Me gusta mucho ser tu madre —me dijo.
—Gracias —le contesté.
Me metí en la cama con el libro de Whitman y pasé las páginas hasta la parte que me había gustado, donde se dedica a escuchar ópera y a la gente.
Después de escucharlo todo, escribe: «Iracundas y amargas olas me cortan, casi me ahogo». Pensé que era perfecto. Escuchas a las personas para poder imaginarlas, oyes todas las cosas terribles y maravillosas que las personas se hacen a sí mismas y a los demás, pero al final escuchar te ahoga todavía más que la gente a la que intentas escuchar.
Recorrer pseudovisiones e intentar escuchar a Margo no resquebraja tanto el caso de Margo Roth Spiegelman como me resquebraja a mí. Unas páginas después —escuchando y ahogándose—, Whitman empieza a escribir sobre los viajes que puede hacer con la imaginación, y enumera todos los lugares a los que puede ir tumbado en la hierba. «Las palmas de mis manos abarcan continentes», escribe.
Pienso en mapas, en cómo de niño observaba de vez en cuando un atlas, y el mero hecho de observarlo era como estar en otro sitio. Eso era lo que tenía que hacer. Tenía que oír e imaginar mi camino en su mapa.
Pero ¿no lo había intentado? Levanté la mirada hacia los mapas que estaban por encima del ordenador. Había intentado trazar sus posibles viajes, pero Margo representaba demasiadas cosas, como la hierba. Parecía imposible ubicarla en los mapas. Era demasiado pequeña y el espacio que abarcaban los mapas, demasiado grande. Eran más que una pérdida de tiempo. Eran la representación física de la ineficacia de todo aquello, mi absoluta incapacidad de desarrollar palmas que abarcaran continentes, de tener una cabeza que imaginara correctamente.
Me levanté, me dirigí a los mapas y tiré de ellos. Las chinchetas se desprendieron con el papel y cayeron al suelo. Arrugué los mapas y los lancé a la papelera. De vuelta a la cama pisé una chincheta, como un idiota, y aunque estaba enfadado, agotado y me había quedado sin pseudovisiones y sin ideas, tuve que recoger todas las chinchetas esparcidas por la moqueta para no pisarlas después. Lo que me pedía el cuerpo era pegarle un puñetazo a la pared, pero tuve que recoger las putas chinchetas. Cuando hube acabado, volví a meterme en la cama y le pegué un puñetazo a la almohada con los dientes apretados.
Intenté seguir leyendo el libro de Whitman, pero entre la lectura y el no dejar de pensar en Margo, me sentí lo bastante ahogado por esa noche, así que al final dejé el libro. Ni me molesté en levantarme a apagar la luz. Me quedé mirando la pared, parpadeando cada vez más. Y cada vez que abría los ojos veía el trozo de pared en el que habían estado los mapas, los cuatro agujeros formando un rectángulo, y los agujeros dentro del rectángulo, repartidos al azar. Había visto antes un dibujo similar. En la sala vacía, por encima de la moqueta.
Un mapa. Con puntos marcados.