El reloj era siempre implacable, pero sentir que estaba cerca de desatar los nudos hizo que el martes pareciera haberse detenido. Habíamos decidido ir al centro comercial abandonado justo después de clase, así que la espera se me hizo insoportable. Cuando el timbre sonó por fin, después de la clase de literatura, corrí escaleras abajo, y estaba casi en la puerta cuando me di cuenta de que no podíamos marcharnos hasta que Ben y Radar hubieran salido del ensayo. Me senté a esperarlos y saqué de mi mochila una ración de pizza envuelta en servilletas de papel que me había sobrado de la comida. Todavía no me había comido una cuarta parte cuando Lacey Pemberton se sentó a mi lado. Le ofrecí un trozo, pero me dijo que no.
Hablamos de Margo, claro. El problema que compartíamos.
—Lo que tengo que descubrir es el sitio —le dije limpiándome el aceite de la pizza en los pantalones—. Pero ni siquiera sé si voy por buen camino con las pseudovisiones. A veces pienso que vamos totalmente desencaminados.
—Sí, no sé. Sinceramente, dejando de lado todo lo demás, me gusta descubrir cosas de ella. Quiero decir, cosas que no sabía. No tenía ni idea de quién era en realidad. La verdad es que siempre había pensado en ella como una amiga guapa y loca que hace todo tipo de locuras bonitas.
—Cierto, pero no se ponía a hacer esas cosas por las buenas —le dije—. Quiero decir que todas sus aventuras tenían cierta… No sé.
—Elegancia —añadió Lacey—. Es la única persona joven totalmente elegante que conozco.
—Sí.
—Por eso me cuesta imaginarla en una sala asquerosa, oscura y llena de polvo.
—Sí —le dije—. Y con ratas.
Lacey acercó las rodillas al pecho y adoptó la posición fetal.
—Qué asco. Tampoco eso es propio de Margo.
No sé cómo Lacey se adjudicó el asiento del copiloto, aunque era la más bajita de todos. Ben conducía. Suspiré ruidosamente cuando Radar, que estaba sentado a mi lado, sacó su ordenador de bolsillo y empezó a trabajar en el Omnictionary.
—Estoy borrando las gamberradas de la página de Chuck Norris —me dijo—. Por ejemplo, aunque estoy de acuerdo en que es especialista en patadas circulares, no creo que sea correcto decir: «Las lágrimas de Chuck Norris curan el cáncer, pero desgraciadamente nunca ha llorado». Pero, bueno, borrar las gamberradas solo me exige un cuatro por ciento del cerebro.
Entendí que Radar intentaba hacerme reír, pero yo solo quería hablar de una cosa.
—No estoy convencido de que esté en una pseudovisión. Quizá ni siquiera se refería a eso con lo de «ciudades de papel», ¿sabes? Tenemos muchas pistas de sitios, pero nada concreto.
Radar levantó la mirada un segundo y volvió a bajarla hacia la pantalla.
—Personalmente, creo que está lejos, haciendo una ridícula gira por lugares turísticos y creyendo equivocadamente que ha sabido dejar suficientes pistas para encontrarla. Así que creo que ahora mismo está en Omaha, Nebraska, viendo la bola de sellos más grande del mundo, o en Minnesota, echando un vistazo a la bola de cuerda más grande del mundo.
—Entonces ¿crees que Margo está haciendo una gira turística por el país en busca de las bolas más grandes del mundo? —preguntó Ben mirando por el retrovisor.
Radar asintió.
—Bueno —siguió diciendo Ben—, alguien tendría que decirle que volviera a casa, porque aquí mismo, en Orlando, Florida, puede encontrar las bolas más grandes del mundo. Están en una vitrina especial conocida como «mi escroto».
Radar se rió.
—Lo digo en serio —siguió diciendo Ben—. Tengo las bolas tan grandes que, cuando pides patatas fritas en el McDonald’s, puedes elegir entre cuatro tamaños: pequeño, mediano, grande y mis bolas.
Lacey le lanzó una mirada y le dijo:
—Comentario fuera de lugar.
—Perdón —murmuró Ben—. Creo que Margo está en Orlando. Observando cómo la buscamos. Y observando que sus padres no la buscan.
—Yo sigo apostando por Nueva York —dijo Lacey.
—Todo es posible —repuse.
Una Margo para cada uno de nosotros… y cada una era más un espejo que una ventana.
El centro comercial parecía igual que un par de días antes. Ben aparcó y los llevé hasta el despacho por la puerta que se abría empujando.
—No encendáis todavía las linternas —les dije cuando ya estábamos todos dentro—. Esperad a que los ojos se acostumbren a la oscuridad. —Sentí unas uñas recorriéndome el brazo—. Tranquila, Lace.
—Ups —dijo Lacey—. Me he equivocado de brazo.
Entendí que buscaba el de Ben.
Poco a poco la sala empezó a dibujarse en gris borroso. Veía las mesas alineadas, todavía esperando a los empleados. Encendí la linterna, y los demás encendieron también las suyas. Ben y Lacey se dirigieron juntos hacia el Agujero de Trol para inspeccionar las demás salas. Radar vino conmigo a la mesa de Margo. Se arrodilló para observar de cerca el calendario congelado en el mes de junio.
Estaba inclinándome a su lado cuando oí pasos rápidos acercándose a nosotros.
—Gente —murmuró Ben agachándose detrás de la mesa de Margo y tirando de Lacey.
—¿Qué? ¿Dónde?
—¡En la otra sala! —dijo—. Llevan máscaras. Parecen polis. Vámonos.
Radar enfocó su linterna hacia el Agujero de Trol, pero Ben la bajó de un manotazo.
—¡Tenemos que salir de aquí!
Lacey me miraba con los ojos como platos, seguramente un poco cabreada, porque le había prometido que no correría peligro, y no parecía cierto.
—Vale —susurré—. Vale, todo el mundo fuera, por la puerta. Tranquilos pero deprisa.
Acababa de dar un paso cuando oí un vozarrón gritando: ¿QUIÉN ANDA AHÍ?
Mierda.
—Ejem —dije—, solo hemos venido a echar un vistazo.
Menuda gilipollez estrafalaria. Una luz blanca procedente del Agujero de Trol me cegó. Podría haber sido Dios en persona.
—¿Cuáles son vuestras intenciones?
La voz imitaba ligeramente el acento británico.
Observé a Ben, que se acercó a mí. Me sentí mejor acompañado.
—Estamos investigando una desaparición —dijo Ben muy seguro de sí mismo—. No íbamos a romper nada.
La luz se apartó y parpadeé hasta que vi tres figuras, las tres con vaqueros, camiseta y una máscara con dos filtros redondos. Una de ellas se subió la máscara a la frente y nos miró. Reconocí la perilla y la boca grande.
—¿Gus? —dijo Lacey levantándose.
Era el vigilante del SunTrust.
—Lacey Pemberton. Por Dios, ¿qué estáis haciendo aquí? Y sin máscaras… Aquí hay toneladas de asbesto.
—¿Qué haces tú aquí?
—Explorando —contestó.
Ben se sintió lo bastante seguro como para acercarse a los otros dos chicos y tenderles la mano. Se presentaron como As y el Carpintero. Me atrevería a suponer que eran seudónimos.
Cogimos sillas de oficina con ruedas y nos sentamos formando más o menos un círculo.
—¿Fuisteis vosotros los que rompisteis el tablón? —preguntó Gus.
—Bueno, fui yo —le explicó Ben.
—Lo cerramos con cinta porque no queríamos que nadie más entrara. Si desde la carretera se ve que se puede entrar, vendría un montón de gente que no tiene ni puta idea de explorar. Vagabundos, adictos al crack y todo eso.
Di un paso hacia ellos.
—Entonces vosotros… bueno… ¿sabíais que Margo estuvo aquí? —pregunté.
Antes de que Gus contestara, As habló sin quitarse la máscara. Su voz era ligeramente modulada, pero resultaba fácil entenderlo.
—Tío, Margo se pasaba la vida aquí. Nosotros solo venimos un par de veces al año. Hay asbesto y, en fin, tampoco es nada del otro mundo. Pero seguramente la hemos visto, no sé, más de la mitad de las veces que hemos venido en los dos últimos años. Estaba buena, ¿eh?
—¿Estaba? —preguntó Lacey con énfasis.
—Se ha escapado, ¿no?
—¿Qué sabéis del tema? —les preguntó Lacey.
—Nada, por favor. Hace un par de semanas vi a Margo con él —dijo Gus señalándome—. Y luego me dijeron que se había escapado. Unos días después se me ocurrió que podría estar aquí, así que vinimos.
—Nunca he entendido por qué le gustaba tanto este lugar. Apenas hay nada —dijo el Carpintero—. Explorar aquí no tiene gracia.
—¿Qué es eso de «explorar»? —preguntó Lacey a Gus.
—Exploración urbana. Entramos en edificios abandonados, los exploramos y hacemos fotos. Ni cogemos ni dejamos nada. Somos simples observadores.
—Es un hobby —dijo As—. Gus solía dejar que Margo se apuntara a explorar con nosotros cuando todavía íbamos al instituto.
—Tenía muy buen ojo, aunque solo tenía trece años —dijo Gus—. Encontraba la manera de entrar en cualquier sitio. En aquella época lo hacíamos de vez en cuando, pero ahora salimos unas tres veces por semana. Hay sitios por todas partes. En Clearwater hay un psiquiátrico abandonado. Es increíble. Se puede ver dónde ataban a los locos para darles electrochoques. Y cerca de aquí, hacia el oeste, hay una antigua cárcel. Pero Margo no estaba realmente metida en el tema. Le gustaba entrar, pero luego quería quedarse.
—Sí, joder, era un fastidio —añadió As.
—Ni siquiera hacía fotos —dijo el Carpintero—. Ni buscaba cosas por ahí. Solo quería entrar y sentarse. ¿Os acordáis de la libreta negra? Se sentaba en un rincón y escribía, como si estuviera en su casa haciendo deberes o algo así.
—Sinceramente, nunca entendió de qué iba el tema —dijo Gus—. La aventura. En realidad, parecía bastante deprimida.
Quería dejar que siguieran hablando, porque pensaba que todo lo que dijeran me ayudaría a imaginar a Margo, pero de repente Lacey se levantó y pegó una patada a su silla.
—¿Y nunca se os ocurrió preguntarle por qué estaba deprimida? ¿O por qué se pasaba el día en estos tugurios de mierda? ¿Nunca te lo has planteado?
Estaba delante de él, gritándole desde arriba, así que Gus se levantó también. Era casi un palmo más alto que ella.
—Por Dios, que alguien tranquilice un poco a esta zorra —dijo el Carpintero.
—¿Qué has dicho? —gritó Ben.
Y antes de que me diera cuenta de lo que estaba pasando, Ben pegó un empujón al Carpintero, que resbaló aparatosamente de la silla y fue a parar al suelo. Ben se sentó a horcajadas encima del tipo y empezó a pegarle, a darle fuertes bofetadas y puñetazos en la máscara.
—¡NO ES UNA ZORRA! ¡ESO LO SERÁS TÚ!
Me levanté y agarré a Ben por un brazo mientras Radar lo sujetaba por el otro.
—¡Estoy muy cabreado! —gritó mientras lo apartábamos—. ¡Estaba divirtiéndome pegando a ese tipo! ¡Quiero volver a pegarle!
—Ben —le dije, intentando parecer tranquilo, con el tono que suele emplear mi madre—, Ben, ya está. Ya lo has dejado claro.
Gus y As levantaron al Carpintero.
—Joder, nos vamos de aquí, ¿vale? Todo vuestro.
As cogió su equipo fotográfico y los tres salieron corriendo por la puerta trasera. Lacey empezó a explicarme de qué lo conocía.
—Él estaba en el último curso cuando nosotros…
Pero le indiqué con la mano que lo dejara correr. No importaba.
Radar sabía lo que importaba. Volvió inmediatamente al calendario y acercó los ojos a dos centímetros del papel.
—Creo que no escribieron nada en la página de mayo —dijo—. El papel es muy fino y no veo marcas. Pero no puedo asegurarlo.
Se puso a buscar más pistas y vi las linternas de Lacey y de Ben metiéndose por un Agujero de Trol, pero yo me quedé en el despacho imaginándome a Margo. Pensé en ella yendo a edificios abandonados con aquellos tipos, cuatro años mayores que ella. Aquella era la Margo a la que había visto. Pero la que se quedaba en los edificios no era la Margo que siempre había imaginado. Mientras todos los demás salen a explorar, a hacer fotos y a saltar por las paredes, Margo se sienta en el suelo a escribir.
—¡Q! ¡Tenemos algo! —gritó Ben desde la puerta.
Me sequé el sudor de la cara con las dos mangas y me agarré a la mesa para levantarme. Crucé la sala, gateé por el Agujero de Trol y me dirigí hacia las tres linternas que recorrían la pared por encima de la moqueta enrollada.
—Mira —dijo Ben trazando un cuadrado en la pared con el foco—. ¿Te acuerdas de los agujeritos que nos comentaste?
—Sí.
—Deben de haber sido cosas clavadas aquí —dijo Ben—. Por el espacio que hay entre los agujeros, creemos que postales o fotos que quizá se llevó al marcharse.
—Sí, puede ser —le contesté—. Ojalá encontráramos la libreta de la que ha hablado Gus.
—Sí. Cuando lo ha dicho, he recordado esa libreta —dijo Lacey. El foco de mi linterna le iluminaba solo las piernas—. Siempre llevaba una encima. Nunca la vi escribiendo, pero supuse que era una agenda o algo así. Vaya, nunca le pregunté por esa libreta. Me he cabreado con Gus, que ni siquiera era amigo suyo, pero ¿alguna vez le pregunté algo yo?
—De todas formas, no te habría contestado —le dije.
No era honesto fingir que Margo no había participado en su propia confusión.
Seguimos dando vueltas por allí durante una hora, y justo cuando estaba convencido de que habíamos hecho el viaje en balde, mi linterna pasó por los folletos que estaban colocados en forma de casa la primera vez que entramos. Uno de los folletos era de Grovepoint Acres. Esparcí los demás conteniendo la respiración. Corrí a buscar mi mochila, que estaba al lado de la puerta, volví corriendo con un boli y una libreta, y anoté los nombres de todas las urbanizaciones que aparecían en los folletos. Reconocí una de inmediato: Collier Farms, una de las dos urbanizaciones de mi lista a las que todavía no había ido. Terminé de copiar los nombres y volví a meter la libreta en la mochila. Llamadme egoísta, pero si la encontraba, prefería hacerlo yo solo.