Aunque solo faltaba una semana para los exámenes finales, pasé la tarde del lunes leyendo el «Canto de mí mismo». Quería ir a las dos últimas pseudovisiones, pero Ben necesitaba su coche. Ya no buscaba pistas en el poema tanto como intentaba sobre todo buscar a la propia Margo. Esa vez había leído más o menos la mitad del «Canto de mí mismo» cuando me encontré con otra parte que me descubrí a mí mismo leyendo y releyendo.
«Ahora no haré otra cosa que escuchar», escribe Whitman. Y en las dos páginas siguientes solo escucha: el pito de vapor, el sonido de la voz humana, el coro de la ópera… Se sienta en la hierba y deja que el sonido penetre en su cuerpo. Y eso es lo que también intentaba yo, supongo: escuchar todos los pequeños sonidos de Margo, porque antes de que alguno de ellos pudiera tener sentido había que escucharlo. Durante mucho tiempo no había escuchado realmente a Margo —la había visto gritando y había pensado que estaba riéndose—, y entonces descubría que era eso lo que tenía que hacer. Intentar, aun cuando nos separara una enorme distancia, escuchar su ópera.
Ya que no podía oír a Margo, al menos podía oír lo que ella había oído alguna vez, así que me descargué el álbum de versiones de Woody Guthrie. Me senté ante el ordenador, con los ojos cerrados y los codos en la mesa, y escuché una voz cantando con un tono menor. Intenté escuchar, en una canción que no había escuchado antes, la voz que después de doce días me costaba recordar.
Seguía escuchando, en ese momento otro de sus favoritos, Bob Dylan, cuando mi madre llegó a casa.
—Papá llegará tarde —me dijo desde el otro lado de la puerta cerrada—. Estaba pensando en hacer hamburguesas de pavo.
—Suena bien —le contesté.
Volví a cerrar los ojos y a escuchar la música. No me levanté de la silla hasta que mi padre me llamó para cenar, un álbum y medio después.
Durante la cena mis padres hablaron de la política de Oriente Próximo. Aunque estaban perfectamente de acuerdo, se dedicaban a hablar a grito pelado y decir que fulano era un mentiroso, que mengano era un mentiroso y un ladrón, y que casi todos ellos debían dimitir. Me centré en la hamburguesa de pavo, que estaba buenísima, bañada en ketchup y cubierta de cebolla frita.
—Bueno, basta —dijo mi madre al rato—. Quentin, ¿cómo te ha ido el día?
—Muy bien —le contesté—. Preparándome para los exámenes finales, supongo.
—No me puedo creer que sea tu última semana de clases —dijo mi padre—. Parece que fue ayer…
—Sí —dijo mi madre.
En mi cabeza una voz dijo: ATENCIÓN NOSTALGIA ALERTA ATENCIÓN ATENCIÓN ATENCIÓN. Mis padres son buena gente, pero con tendencia a ataques de ingente sentimentalismo.
—Estamos muy orgullosos de ti —dijo mi madre—, pero, Dios, te echaremos de menos el próximo otoño.
—Sí, bueno, no habléis antes de tiempo. Todavía puedo suspender literatura.
Mi madre se rió y luego dijo:
—Ah, adivina a quién vi ayer en la Asociación de Jóvenes Cristianos. A Betty Parson. Me dijo que Chuck irá a la Universidad de Georgia en otoño. Me alegré por él. Siempre ha luchado mucho.
—Es un gilipollas —dije.
—Bueno —dijo mi padre—, era un matón. Y su conducta era deplorable.
Típico de mis padres. Para ellos nadie era sencillamente un gilipollas. A la gente siempre le pasaba algo que iba más allá de ser un capullo: tenían trastornos de socialización, o trastorno límite de personalidad, o lo que sea.
Mi madre cogió el hilo.
—Pero Chuck tiene dificultades de aprendizaje. Tiene todo tipo de problemas… como cualquiera. Sé que para ti es imposible ver así a tus compañeros, pero cuando te haces mayor, empiezas a verlos (a los malos chicos, a los buenos y a todos) como personas. Son solo personas que merecen cariño. Diferentes niveles de enfermedad, diferentes niveles de neurosis y diferentes niveles de autorrealización. Pero, mira, siempre me ha caído bien Betty y siempre he tenido esperanzas con Chuck. Así que está bien que vaya a la universidad, ¿no crees, Quentin?
—Sinceramente, mamá, no me importa lo más mínimo.
Pero pensé que si todo el mundo somos personas, ¿por qué mis padres odiaban tanto a los políticos de Israel y de Palestina? No hablaban de ellos como si fueran personas.
Mi padre terminó de masticar algo, dejó el tenedor en la mesa y me miró.
—Cuanto más tiempo llevo en mi trabajo —me dijo—, más cuenta me doy de que los seres humanos carecemos de buenos espejos. Es muy difícil para cualquiera mostrarnos cómo se nos ve, y para nosotros mostrar a cualquiera cómo nos sentimos.
—Muy bonito —dijo mi madre. Me gustaba que se gustaran entre sí—. Pero, en el fondo, ¿no es eso también lo que hace tan difícil que entendamos que los demás son seres humanos exactamente igual que nosotros? Los idealizamos como dioses o los descartamos como animales.
—Cierto. La conciencia también cierra ventanas. Creo que nunca lo había pensado en este sentido.
Me apoyé en el respaldo de la silla y escuché. Escuchaba cosas sobre mi madre, sobre ventanas y sobre espejos. Chuck Parson era una persona. Como yo. Margo Roth Spiegelman también era una persona. Nunca había pensado en ella así, la verdad. En todas mis elucubraciones previas había un fallo. Siempre —no solo desde que se había marchado, sino desde hacía diez años— la había imaginado sin escucharla, sin saber que su ventana estaba tan cerrada como la mía. Y por eso no me la imaginaba como una persona que pudiera tener miedo, que pudiera sentirse aislada en una sala llena de gente, que pudiera avergonzarse de su colección de discos porque era demasiado personal para compartirla. Alguien que quizá leía libros de viajes para escapar porque tenía que vivir en una ciudad de la que escapa tanta gente. Alguien que —como nadie pensaba que era una persona— no tenía a nadie con quien hablar.
Y de repente entendí cómo se sentía Margo Roth Spiegelman cuando no estaba siendo Margo Roth Spiegelman: vacía. Se sentía rodeada por un muro infranqueable. Pensé en ella durmiendo en la moqueta con solo aquel trocito dentado de cielo por encima de su cabeza. Quizá se sentía cómoda allí porque la Margo persona vivía siempre así, en una habitación abandonada, con las ventanas tapadas, en la que solo entraba luz por los agujeros del techo. Sí. El error fundamental que siempre había cometido —y que, para ser justos, ella siempre me inducía a cometer— era el siguiente: Margo no era un milagro. No era una aventura. No era algo perfecto y precioso. Era una chica.