14

Dormí unas horas y luego pasé la mañana leyendo atentamente las guías de viajes que había encontrado el día anterior. Esperé a las doce para llamar a Ben y a Radar. Llamé primero a Ben.

—Buenos días, su señoría —le dije.

—Oh, Dios mío —dijo Ben con un tono que destilaba la más abyecta miseria—. Oh, Jesusito de mi vida, ven a consolar a tu hermano Ben. Oh, Señor, cólmame de tu gracia.

—Tengo un montón de novedades sobre Margo —le dije entusiasmado—, así que tienes que venir. Voy a llamar también a Radar.

Ben no pareció haberme oído.

—Oye, ¿cómo es posible que cuando mi madre ha entrado en mi habitación esta mañana, a las nueve, y he estirado los brazos, hayamos descubierto una lata de cerveza pegada en mi mano?

—Pegaste un montón de latas de cerveza para hacerte una espada, y luego te la pegaste a la mano.

—Oh, sí. La espada de cerveza. Me suena de algo.

—Ben, pásate por aquí.

—Colega, estoy hecho una mierda.

—Entonces me pasaré yo por tu casa. ¿A qué hora?

—Colega, no puedes venir. Tengo que dormir diez mil horas. Tengo que beberme diez mil litros de agua y tomarme diez mil ibuprofenos. Te veré mañana en el instituto.

Respiré hondo e intenté no parecer defraudado.

—Crucé Florida central en plena noche para llegar sobrio a la fiesta más borracha del mundo y dejar tu culo gordo en casa, y es…

Habría seguido hablando, pero me di cuenta de que Ben había colgado. Me había colgado. Gilipollas.

A medida que pasaba el tiempo iba cabreándome cada vez más. Una cosa era que Margo le importara una mierda, pero la verdad era que a Ben también le había importado una mierda yo. Quizá nuestra amistad siempre había sido por conveniencia, porque no tenía a nadie mejor con quien jugar a videojuegos. Pero a partir de entonces ya no tenía que ser amable conmigo ni preocuparse por las cosas que me importaban, porque tenía a Jase Worthington. Tenía el récord del instituto de keg stand. Había ido al baile con una tía buena. Había aprovechado la primera oportunidad para pasarse al grupo de los imbéciles insulsos.

Cinco minutos después de que me colgara volví a llamarlo al móvil. Como no me contestó, le dejé un mensaje: «¿Quieres ser guay como Chuck, Ben el Sangriento? ¿Es lo que siempre has querido? Pues felicidades. Ya lo has conseguido. Y te lo mereces, porque eres un mierda. No hace falta que me llames».

Luego llamé a Radar.

—Hola —le dije.

—Hola —me contestó—. Acabo de potar en la ducha. ¿Puedo llamarte luego?

—Claro —le dije intentando no parecer enfadado.

Solo quería que alguien me ayudara a analizar el mundo de Margo. Pero Radar no era Ben. Me llamó a los dos minutos.

—Era tan asqueroso que he potado mientras lo limpiaba, y luego, mientras lo limpiaba por segunda vez, he vuelto a potar. Es como una máquina que no para. Si sigo comiendo, puedo pasarme el resto de la vida potando.

—¿Puedes venir? ¿O puedo pasarme yo por tu casa?

—Sí, claro. ¿Qué pasa?

—Margo estuvo viva en el centro comercial abandonado por lo menos una noche después de que desapareciera.

—Voy para allá. Cuatro minutos.

Radar apareció por mi ventana al cabo de cuatro minutos exactos.

—Que sepas que me he cabreado con Ben —le dije mientras trepaba.

—Estoy demasiado resacoso para mediar entre vosotros —me contestó con tono calmado. Se tumbó en la cama, con los ojos medio cerrados, y se frotó el pelo, casi rapado—. Es como si me hubiera caído encima un rayo. —Resopló—. Bueno, ponme al día.

Me senté en la silla del escritorio y le conté a Radar lo de mi noche en el edificio por el que había pasado Margo, intentando no dejarme ningún detalle significativo. Sabía que Radar era mejor que yo con los rompecabezas, así que esperaba que ensamblara las piezas de este.

No dijo nada hasta que le comenté:

—Y entonces Ben me llamó y fui a la fiesta.

—¿Tienes ese libro, el de las esquinas dobladas? —me preguntó.

Me levanté, lo busqué con la mano debajo de la cama y lo saqué. Radar lo levantó, entrecerró los ojos por el dolor de cabeza y lo hojeó.

—Apunta —me dijo—: Omaha, Nebraska. Sac City, Iowa. Alexandria, Indiana. Darwin, Minnesota. Hollywood, California. Alliance, Nebraska. Ya está. Son los lugares que a Margo —bueno, o a quien leyera este libro— le parecieron interesantes. —Se incorporó, me levantó de la silla y se giró hacia el ordenador. Radar tenía un talento increíble para seguir hablando mientras tecleaba—. Hay un grupo de mapas que te permite entrar múltiples destinos y te ofrece diversos itinerarios. No creo que Margo conociera el programa, pero quiero echar un vistazo.

—¿Cómo sabes toda esa mierda? —le pregunté.

—Uf, recuerda que me paso la vida entera en el Omnictionary. En la hora desde que he llegado a casa esta mañana y me he metido en la ducha, he reescrito de arriba abajo la página de los peces abisales Lophiiformes. Tengo un problema. Vale, mira esto.

Me incliné y vi varias rutas trazadas en un mapa de Estados Unidos. Todas empezaban en Orlando y terminaban en Hollywood, California.

—¿Estará en Los Ángeles? —sugirió Radar.

—Puede ser —le contesté—. Pero no hay manera de saber su ruta.

—Cierto. Y ninguna otra pista apunta a Los Ángeles. Lo que le dijo a Jase apunta a Nueva York. El «irás a ciudades de papel y nunca volverás» parece apuntar a una pseudovisión de esta zona. El pintaúñas, ¿no apunta también a que quizá sigue por aquí? Creo que ya solo nos falta añadir la localización de la bola de palomitas más grande del mundo a nuestra lista de posibles localizaciones de Margo.

—El viaje coincidiría con una de las citas de Whitman: «El viaje que he emprendido es eterno».

Radar siguió encorvado delante del ordenador, y yo fui a sentarme en la cama.

—Oye, ¿puedes imprimir un mapa de Estados Unidos para que marque los puntos? —le pregunté.

—Puedo marcarlos aquí.

—Ya, pero me gustaría tener el mapa a la vista.

La impresora arrancó a los dos segundos y colgué el mapa de Estados Unidos al lado del de las pseudovisiones. Clavé una chincheta en cada uno de los seis lugares que Margo (o alguien) había señalado en el libro. Intenté mirarlos como si formaran una constelación, descubrir si formaban una forma o una letra, pero no vi nada. La distribución era totalmente azarosa, como si se hubiera vendado los ojos y hubiera disparado dardos al mapa.

Suspiré.

—¿Sabes lo que estaría bien? —me preguntó Radar—. Encontrar alguna prueba de que revisó su e-mail o cualquier otra cosa en internet. La busco todos los días. Tengo una alerta por si entra en el Omnictionary con su nombre de usuario. Y rastreo las IP de los que buscan las palabras «ciudades de papel». Es increíblemente frustrante.

—No sabía que estabas haciendo tantas cosas —le dije.

—Sí, bueno, solo hago lo que me gustaría que hicieran conmigo. Sé que no era amiga mía, pero se merece que la encontremos, ¿sabes?

—A menos que no quiera —le dije.

—Sí, supongo que es posible. Todo es posible.

Asentí.

—En fin —siguió diciendo—, ¿podemos pasar a los videojuegos?

—La verdad es que no estoy de humor.

—Pues ¿llamamos a Ben?

—No. Ben es un gilipollas.

Radar me miró de reojo.

—Por supuesto. ¿Sabes cuál es tu problema, Quentin? Siempre esperas que la gente no sea quien es. Quiero decir que yo podría odiarte por llegar siempre tarde, por preocuparte solo de Margo Roth Spiegelman y por no preguntarme nunca cómo me va con mi novia… pero me importa una mierda, tío, porque eres así. Mis padres tienen una tonelada de Santa Claus negros, pero está bien. Ellos son así. A veces estoy tan obsesionado con una página web que no contesto cuando me llaman mis amigos o mi novia, y también está bien. Así soy yo. Me aprecias igualmente. Y yo te aprecio a ti. Eres divertido e inteligente, y es verdad que apareces tarde, pero al final siempre apareces.

—Gracias.

—Sí, bueno, en realidad no estaba echándote piropos. Solo digo que tienes que dejar de pensar que Ben debería ser como tú, y Ben tiene que dejar de pensar que tú deberías ser como él, y a ver si os calmáis los dos de una puta vez.

—Muy bien —dije por fin.

Y llamé a Ben. La noticia de que Radar estaba en mi casa y quería jugar a videojuegos hizo que se recuperara de la resaca milagrosamente.

—Bueno —dije después de colgar—, ¿qué tal Angela?

Radar se rió.

—Muy bien, tío. Está muy bien. Gracias por preguntar.

—¿Todavía eres virgen? —le pregunté.

—No quisiera ser indiscreto, pero sí. Uf, y esta mañana hemos tenido nuestra primera bronca. Hemos ido a desayunar a Waffle House y ha empezado a decir que los Santa Claus negros son fantásticos, que mis padres son geniales por coleccionarlos, porque es importante no dar por sentado que toda la gente guay de nuestra cultura, como Dios y Santa Claus, es blanca, y que los Santa Claus negros fortalecen a toda la comunidad afroamericana.

—La verdad es que creo que estoy de acuerdo con ella —le dije.

—Sí, bueno, como idea está bien, pero resulta que es una gilipollez. No pretenden expandir el dogma del Santa Claus negro. Si fuera eso, harían Santa Claus negros. Pero lo que hacen es intentar comprar todas las reservas mundiales. En Pittsburgh hay un viejo que tiene la segunda colección más grande del mundo, y siempre intentan comprársela.

Ben habló desde la puerta. Al parecer, llevaba un rato allí.

—Radar, que no hayas conseguido zumbarte a esa pava es la mayor tragedia humana de nuestro tiempo.

—¿Qué hay, Ben? —le dije.

—Gracias por llevarme a casa anoche, colega.