En mi sueño, yo estaba tumbado boca arriba, y ella tenía la cabeza apoyada en mi hombro. Solo la moqueta nos separaba del suelo de cemento. Me rodeaba el pecho con el brazo. Estábamos simplemente tumbados, durmiendo. Dios mío, ayúdame. El único adolescente del país que sueña con dormir con chicas, y solo dormir. Pero entonces sonó el móvil. Mis manos tardaron dos tonos más en encontrar a tientas el teléfono, que estaba encima de la moqueta sin enrollar. Eran las 3:18 de la madrugada. El que me llamaba era Ben.
—Buenos días, Ben —le dije.
—¡¡¡¡¡¡SÍÍÍ!!!!!! —me gritó.
Supe de inmediato que no era el momento de explicarle todo lo que había descubierto e imaginado sobre Margo. Casi me llegaba su tufo a alcohol. Aquella única palabra, tal y como la había gritado, tenía más signos de exclamación que cualquier cosa que me hubiera dicho en toda su vida.
—Entiendo que el baile va bien.
—¡SÍÍÍ! ¡Quentin Jacobsen! ¡El Q! ¡El mejor Quentin del país! ¡Sí! —Su voz se alejó, aunque seguía oyéndola—. A ver, callaos todo el mundo, espera, callaos… ¡TENGO A QUENTIN DENTRO DEL TELÉFONO! —Oí una aclamación y luego volvió la voz de Ben—. ¡Sí, Quentin! ¡Sí! Colega, tienes que venir.
—¿Adónde? —le pregunté.
—¡A casa de Becca! ¿Sabes dónde está?
Resultó que sabía perfectamente dónde estaba. Había estado en su sótano.
—Sé dónde está, pero son las tantas de la madrugada, Ben. Y estoy en…
—¡SÍÍÍ! Tienes que venir ahora mismo. ¡Ahora mismo!
—Ben, tengo cosas más importantes que hacer —le contesté.
—¡TE HA TOCADO CONDUCIR!
—¿Qué?
—¡Que te ha tocado conducir! ¡Sí! ¡Te ha tocado! ¡Me alegro de que hayas contestado! ¡Es fantástico! ¡Tengo que estar en casa a las seis! ¡Y te ha tocado llevarme! ¡SÍÍÍÍÍÍ!
—¿No puedes quedarte a pasar la noche? —le pregunté.
—¡NOOO! Buuu. Un buuu para Quentin. ¡Venga, todos! ¡Buuuu, Quentin! —Y me abuchearon—. Están todos borrachos. Ben, borracho. Lacey, borracha. Radar, borracho. Nadie puede conducir. En casa a las seis. Se lo prometí a mi madre. ¡Buuu, Quentin, dormilón! ¡Te ha tocado conducir! ¡SÍÍÍ!
Respiré hondo. Si Margo hubiera querido aparecer, habría aparecido antes de las tres.
—Estaré allí dentro de media hora.
—¡¡¡¡¡¡SÍ SÍ SÍ SÍ SÍ SÍ SÍ SÍ SÍ SÍ SÍ SÍÍÍÍÍÍ!!!!!! ¡SÍ! ¡SÍ!
Ben seguía afirmando cuando colgué el teléfono. Me quedé un momento tumbado, diciéndome a mí mismo que tenía que levantarme, y por fin me levanté. Gateé por los Agujeros de Trol medio dormido, pasé por la biblioteca, llegué al despacho, abrí la puerta de atrás del edificio y me metí en el coche.
Llegué a la urbanización de Becca Arrington poco antes de las cuatro. A ambos lados de su calle había decenas de coches aparcados, y sabía que dentro habría todavía más gente, porque muchos habían llegado en limusina. Encontré sitio a un par de coches del Chuco.
Nunca había visto a Ben borracho. Unos años atrás me había bebido una botella de «vino» rosado en una fiesta de la banda de música. Tenía tan mal sabor al tragarlo como al vomitarlo. Fue Ben el que se sentó conmigo en el baño estilo Winnie the Pooh de Cassie Hiney mientras yo lanzaba proyectiles de líquido rosa hacia un cuadro de Ígor. Creo que la experiencia nos amargó a los dos las borracheras para siempre. Bueno, hasta esa noche.
Ya sabía que Ben estaría borracho. Lo había oído al teléfono. Nadie sobrio dice «sí» tantas veces por minuto. Sin embargo, cuando pasé entre varias personas que estaban fumando en el césped de Becca y abrí la puerta de su casa, no esperaba ver a Jase Worthington y a otros dos jugadores de béisbol sujetando a un Ben con esmoquin, patas arriba, sobre un barril de cerveza. Tenía metido en la boca el grifo del barril, y toda la sala lo miraba. Todos cantaban al unísono: «Dieciocho, diecinueve, veinte», y por un momento pensé que estaban haciéndole una putada o algo así. Pero no. Mientras chupaba del grifo como si fuera la leche de su madre, pequeños chorros de cerveza le resbalaban a ambos lados de la boca, porque estaba sonriendo. «Veintitrés, veinticuatro, veinticinco», gritaban todos entusiasmados. Al parecer, estaba sucediendo algo importante.
Toda la escena me resultaba trivial y bochornosa. Chicos de papel con su diversión de papel. Me abrí camino hacia Ben entre la multitud y me sorprendió encontrarme con Radar y Angela.
—¿Qué mierda es esto? —les pregunté.
Radar dejó de contar y me miró.
—¡Sí! —exclamó—. ¡Ha llegado el conductor! ¡Sí!
—¿Por qué todo el mundo se dedica a decir «sí»?
—Buena pregunta —me gritó Angela.
Resopló y suspiró. Parecía tan molesta como yo.
—¡Sí, joder, es una buena pregunta! —dijo Radar con un vaso rojo de plástico lleno de cerveza en cada mano.
—Los dos son suyos —me explicó Angela con un tono tranquilo.
—¿Por qué no te han pedido a ti que los lleves a casa? —le pregunté.
—Te querían a ti —me contestó—. Pensaron que así vendrías.
Miré al techo. Angela miró también al techo compadeciéndome.
—Debe de gustarte mucho —le dije señalando con la cabeza a Radar, que levantó los dos vasos de cerveza y siguió contando.
Parecían todos muy orgullosos de saber contar.
—Incluso ahora es monísimo —me contestó.
—Qué asco —le dije.
Radar me dio un golpecito con un vaso de cerveza.
—¡Mira a nuestro Ben! Es como un sabio autista en un keg stand. Parece que quiere batir un récord o algo así.
—¿Qué es un keg stand? —le pregunté.
—Eso —me contestó Angela señalando a Ben.
—Ah —dije—. Bueno, es… Vaya, ¿no es muy duro estar colgado cabeza abajo?
—Al parecer, el keg stand más largo de la historia de Winter Park es de sesenta y dos segundos —me explicó—. Lo consiguió Tony Yorrick.
Tony Yorrick era un tipo gigantesco que se graduó cuando nosotros estábamos en primero de instituto y que en ese momento jugaba en el equipo de fútbol americano de la Universidad de Florida.
No tenía nada en contra de que Ben batiera un récord, pero no pude unirme al grupo, que gritaba: «¡Cincuenta y ocho, cincuenta y nueve, sesenta, sesenta y uno, sesenta y dos, sesenta y tres!». Entonces Ben sacó la boca del grifo y gritó:
—¡SÍÍÍ! ¡SOY EL MEJOR! ¡QUE TIEMBLE EL MUNDO!
Jase y varios jugadores de béisbol le dieron la vuelta y se lo subieron a hombros. Entonces Ben me vio, me señaló y soltó el más apasionado «SÍÍÍ» que he oído en mi vida. Vaya, ni los jugadores de fútbol se entusiasman tanto cuando ganan la copa del mundo.
Ben saltó de los hombros de los jugadores de béisbol, aterrizó agachado, en una incómoda postura, y luego se tambaleó hasta ponerse de pie. Me pasó un brazo por el hombro.
—¡SÍ! —repitió—. ¡Quentin está aquí! ¡El gran Quentin! ¡Un aplauso para Quentin, el mejor amigo del puto campeón del mundo de keg stand!
Jase me pasó la mano por la cabeza y me dijo:
—¡Ese eres tú, Q!
—Por cierto —me dijo Radar al oído—, somos como héroes para esta peña. Angela y yo hemos venido porque Ben me ha dicho que me recibirían como a un rey. Vaya, coreaban mi nombre. Al parecer, todos creen que Ben es divertidísimo, y por eso les caemos simpáticos nosotros también.
—Uau —exclamé dirigiéndome tanto a Radar como a todos los demás.
Ben se apartó de nosotros y lo vi agarrando a Cassie Hiney. Le puso las manos en los hombros y ella puso las suyas en las de Ben.
—Mi pareja esta noche casi ha sido la reina del baile —le dijo Ben.
—Lo sé —repuso Cassie—. Es genial.
—He deseado besarte cada día en los últimos tres años —dijo Ben.
—Creo que deberías hacerlo —le contestó Cassie.
—¡SÍ! —exclamó Ben—. ¡Impresionante!
Pero no besó a Cassie. Se giró y me dijo:
—¡Cassie quiere besarme!
—Sí —le contesté.
—Es impresionante —dijo.
Y luego pareció olvidarse tanto de Cassie como de mí, como si la idea de besar a Cassie Hiney fuera mejor que besarla en realidad.
—Esta fiesta es genial, ¿verdad? —preguntó Cassie.
—Sí —le contesté.
—Nada que ver con las fiestas de la banda, ¿eh? —preguntó.
—Sí —repuse yo.
—Ben está sonado, pero me encanta —me dijo.
—Sí.
—Y tiene los ojos muy verdes —añadió.
—Ay, ay.
—Todas dicen que tú eres más mono, pero me gusta Ben.
—Vale —le contesté.
—Esta fiesta es genial, ¿verdad? —dijo.
—Sí —le contesté.
Hablar con una persona borracha era como hablar con un niño de tres años muy alegre y con serias lesiones cerebrales.
Mientras Cassie se alejaba, Chuck Parson se acercó a mí.
—Jacobsen —me dijo de manera casual.
—Parson —le contesté.
—Tú me afeitaste la puta ceja, ¿verdad?
—En realidad no te la afeité —le contesté—. Utilicé crema depilatoria.
Me pegó un manotazo bastante fuerte en todo el pecho.
—Eres un capullo —me dijo, aunque se reía—. Hay que tener cojones, colega. Y ahora eres como un kapo de mierda. Bueno, quizá solo estoy borracho, pero ahora mismo me encanta tu culo de capullo.
—Gracias —le contesté.
Me sentía totalmente al margen de aquella mierda, de aquel rollo de que se acaba el instituto y tiene que quedar claro que en el fondo todos nos queremos mucho. Y me imaginé a Margo en aquella fiesta, o en miles de fiestas como aquella. La vida vista con sus ojos. La imaginé escuchando las chorradas de Chuck Parson y pensando en largarse, tanto viva como muerta. Imaginaba los dos caminos con igual claridad.
—¿Quieres una cerveza, comepollas? —me preguntó Chuck.
Podría haber olvidado que estaba ahí, pero la peste a alcohol de su aliento hacía difícil pasar por alto su presencia. Negué con la cabeza y se marchó.
Quería volver a casa, pero sabía que no podía meter prisa a Ben. Seguramente era el mejor día de su vida. Tenía derecho a disfrutarlo.
Así que encontré una escalera y me dirigí al sótano. Había pasado tantas horas a oscuras que me apetecía seguir estándolo. Solo quería tumbarme en algún sitio medio tranquilo y medio oscuro, y seguir imaginando a Margo. Pero al pasar por la habitación de Becca oí unos ruidos amortiguados —para ser exacto, gemidos—, así que me detuve en la puerta, que estaba entreabierta.
Vi los dos tercios superiores de Jase, sin camisa, encima de Becca, que lo rodeaba con las piernas. No estaban desnudos, pero iban en camino. Y quizá una buena persona se habría marchado, pero la gente como yo no tiene muchas oportunidades de ver a gente como Becca Arrington desnuda, de modo que me quedé en la puerta fisgando. Entonces se dieron la vuelta, Becca quedó encima de Jason, suspiraba mientras lo besaba y empezaba a bajarse la blusa.
—¿Crees que estoy buena? —le preguntó.
—Sí, sí, estás buenísima, Margo —le contestó Jase.
—¿Qué? —dijo Becca, furiosa.
Y no tardé en darme cuenta de que no iba a ver a Becca desnuda. Empezó a gritar. Me aparté de la puerta, pero Jase me vio.
—¿A ti qué te pasa? —me gritó.
—Pasa de él —gritó Becca—. ¿A quién le importa una mierda? ¿Qué pasa conmigo? ¿Por qué estás pensando en ella y no en mí?
Me pareció el mejor momento para retirarme, así que cerré la puerta y me metí en el baño. Tenía que mear, pero sobre todo necesitaba alejarme de las voces humanas.
Siempre tardo un par de segundos en empezar a mear después de haber preparado todo el equipo, así que esperé un segundo y luego empecé a mear. Acababa de llegar a la fase en la que te estremeces de alivio cuando desde la bañera me llegó una voz femenina.
—¿Quién está ahí?
—¿Lacey? —pregunté.
—¿Quentin? ¿Qué mierda estás haciendo aquí?
Quería detener la meada, pero no podía, claro. Mear es como un buen libro: cuando empiezas, es muy muy difícil parar.
—Bueno, mear —le contesté.
—¿Qué tal? —me preguntó desde el otro lado de la cortina.
—Bien, bien.
Sacudí las últimas gotas, me subí la cremallera y me ruboricé.
—¿Quieres darte una vuelta por la bañera? —me preguntó—. No estoy tirándote los tejos.
Tardé un momento en contestar.
—Claro —dije por fin.
Aparté la cortina. Lacey me sonrió y subió las rodillas hasta el pecho. Me senté frente a ella, con la espalda pegada a la fría porcelana. Entrelazamos los pies. Llevaba unos pantalones cortos, una camiseta sin mangas y unas chanclas muy monas. Se le había corrido un poco la pintura alrededor de los ojos. Llevaba el pelo medio recogido, todavía con el peinado del baile, y tenía las piernas bronceadas. Hay que decir que Lacey Pemberton era muy guapa. No era el tipo de chica que podía hacerte olvidar a Margo Roth Spiegelman, aunque sí era el tipo de chica que podía hacerte olvidar un montón de cosas.
—¿Qué tal el baile? —le pregunté.
—Ben es muy dulce —me contestó—. Me he divertido. Pero luego me he peleado con Becca, me ha llamado puta, se ha puesto de pie en el sofá, ha pedido a todo el mundo que se callara y ha dicho que tengo una enfermedad de transmisión sexual.
Hice una mueca.
—Joder —exclamé.
—Sí. Estoy perdida. Es que… Joder, qué mierda, de verdad, porque… es tan humillante, y ella sabía que sería humillante, y… qué mierda. Entonces me he metido en la bañera, y Ben ha bajado, pero le he pedido que me dejara sola. No tengo nada en contra de Ben, pero no me escuchaba demasiado. Está borracho. Ni siquiera la tengo. La tuve. Ya está curada. Da igual. Pero no soy una guarra. Fue un tío. Un comemierda. Joder, no me creo que se lo contara. Tendría que habérselo contado solo a Margo, sin Becca delante.
—Lo siento —le dije—. El problema es que Becca está celosa.
—¿Por qué iba a estar celosa? Es la reina del baile. Está saliendo con Jase. Es la nueva Margo.
Tenía el culo dolorido contra la porcelana, así que intenté recolocarme. Mis rodillas tocaron las suyas.
—Nadie será jamás la nueva Margo —añadí—. De todas formas, tienes lo que ella realmente quiere. Gustas a la gente. Creen que eres más guapa que ella.
Lacey se encogió de hombros tímidamente.
—¿Crees que soy superficial?
—Bueno, sí. —Pensé en mí mismo en la puerta de la habitación de Becca, esperando que se quitara la blusa—. Pero yo también lo soy. Como todo el mundo.
Muchas veces había pensado: «Ojalá tuviera el cuerpo de Jase Worthington. Andaría como si supiera andar. Besaría como si supiera besar».
—Pero no de la misma manera. Ben y yo somos superficiales de la misma manera. A ti no te importa una mierda caer bien a los demás.
Lo que en parte era cierto, y en parte no.
—Me importa más de lo que quisiera —le dije.
—Sin Margo todo es una mierda —repuso.
También ella estaba borracha, pero su modalidad de borrachera no me molestaba.
—Sí —admití.
—Quiero que me lleves a ese sitio —me dijo—. Al centro comercial. Ben me lo contó.
—Sí, podemos ir cuando quieras —le contesté.
Le conté que había pasado allí la noche, que había encontrado un frasco de pintaúñas y una manta de Margo.
Lacey se quedó un momento callada, respirando por la boca. Cuando por fin lo dijo, fue casi en un susurro. Parecía una pregunta, aunque lo pronunció como una afirmación:
—Está muerta, verdad.
—No lo sé, Lacey. Lo pensaba hasta esta noche, pero ahora no lo sé.
—Ella muerta, y nosotros… haciendo todo esto.
Pensé en los versos marcados de Whitman: «Si nadie en el mundo lo sabe, estoy satisfecho, / Si todos y cada uno lo saben, estoy satisfecho».
—Quizá es lo que quería, que la vida siguiera —dije.
—No suena a mi Margo —comentó.
Y pensé en mi Margo, en la Margo de Lacey, en la Margo de la señora Spiegelman, y en todos nosotros observando su imagen en un espejo distinto de una casa de los espejos. Iba a decir algo, pero la boca abierta de Lacey se terminó de abrir del todo y apoyó la cabeza en las frías baldosas del baño, dormida.
No decidí despertarla hasta que dos personas entraron en el baño a mear. Eran casi las cinco de la madrugada y tenía que llevar a Ben a su casa.
—Lace, despierta —le dije rozándole la sandalia con mi zapato.
Movió la cabeza.
—Me gusta que me llamen así —me dijo—. ¿Sabes que ahora mismo eres mi mejor amigo?
—Me alegro mucho —le contesté, aunque estaba borracha y cansada, y mentía—. Mira, vamos a subir los dos, y si alguien dice algo de ti, defenderé tu honor.
—Vale —me dijo.
Así que subimos juntos.
La fiesta se había dispersado un poco, pero todavía quedaban varios jugadores de béisbol, incluido Jase, encima del barril de cerveza. La mayoría estaban durmiendo en sacos de dormir tirados por el suelo. Había varios apretujados en un sofá cama. Angela y Radar estaban tumbados juntos en un sofá de dos plazas. A Radar le colgaban las piernas por un lado. Iban a quedarse a dormir.
Estaba a punto de preguntar a los tipos que había junto al barril si habían visto a Ben cuando entró corriendo en la sala. Llevaba en la cabeza un gorro azul de bebé y blandía una espada hecha con ocho latas vacías de Milwaukee’s Best Light, que supuse que había pegado.
—¡TE HE VISTO! —gritó Ben apuntándome con la espada—. ¡HE AVISTADO A QUENTIN JACOBSEN! ¡SÍ! ¡Ven aquí! ¡Arrodíllate!
—¿Qué? Ben, cálmate.
—¡DE RODILLAS!
Me arrodillé obedientemente y lo miré.
Levantó la espada de latas de cerveza y me dio un golpecito en cada hombro.
—Por el poder de la espada de latas de cerveza pegadas, por la presente te nombro mi conductor.
—Gracias —le dije—. No eches la pota en el coche.
—¡SÍ! —gritó.
Y cuando intentaba levantarme, me empujó hacia abajo con la mano que tenía libre y volvió a pasarme por los hombros la espada de latas de cerveza.
—Por la fuerza de la espada de latas de cerveza, por la presente declaro que en la graduación no llevarás ropa debajo de la toga.
—¿Qué?
Me levanté.
—¡SÍ! ¡Radar, tú y yo! ¡En pelotas debajo de la toga! ¡En la graduación! ¡Será increíble!
—Bueno —le dije—, será muy erótico.
—¡SÍ! —me contestó—. ¡Jura que lo harás! Ya he conseguido que Radar lo jurara. RADAR, LO HAS JURADO, ¿VERDAD?
Radar giró ligeramente la cabeza y abrió un poco los ojos.
—Lo he jurado —murmuró.
—Bueno, pues entonces yo también lo juro —le dije.
—¡SÍ! —Y se volvió hacia Lacey—: Te quiero.
—Yo también te quiero, Ben.
—No, yo te quiero. No como una hermana quiere a su hermano ni como un amigo quiere a su amigo. Te quiero como un tipo totalmente borracho quiere a la mejor chica del mundo.
Sonrió.
Di un paso adelante con la intención de evitar que siguiera haciendo el ridículo y le puse una mano en el hombro.
—Si tenemos que estar en tu casa a las seis, deberíamos ir saliendo —le dije.
—Vale —me contestó—. Voy a darle las gracias a Becca por esta increíble fiesta.
Lacey y yo lo seguimos al piso de abajo, donde abrió la puerta de la habitación de Becca y dijo:
—¡Tu fiesta ha molado un huevo! ¡Aunque tú das asco! Tu corazón no bombea sangre, sino mierda. Pero gracias por la cerveza.
Becca estaba sola, tumbada encima de la colcha y mirando al techo. Ni siquiera miró a Ben. Se limitó a murmurar:
—Uf, vete a la mierda, imbécil. Espero que tu pareja te pegue las ladillas.
—Encantado de hablar contigo —le contestó Ben sin un ápice de ironía.
Y cerró la puerta. Creo que ni se había enterado de que acababan de insultarle.
Volvimos a subir y nos dirigimos a la puerta.
—Ben —le dije—, vas a tener que dejar la espada aquí.
—Vale —me contestó.
Cogí el extremo de la espada y tiré, pero Ben se negó a soltarla. Estaba a punto de empezar a gritarle que era un borracho de mierda cuando me di cuenta de que no podía soltar la espada.
—Ben, ¿te has pegado la espada a la mano? —le preguntó Lacey riéndose.
—Sí —le contestó Ben—, me la he pegado con Super Glue. Así nadie me la robará.
—Bien pensado —dijo Lacey, impávida.
Lacey y yo conseguimos despegar todas las latas menos la que estaba pegada a la mano de Ben. Por más que tirara, su mano iba detrás, como si la lata fuera el hilo y su mano la marioneta.
—Tenemos que irnos —dijo Lacey por fin.
Y nos fuimos. Sentamos a Ben en el asiento de atrás y le abrochamos el cinturón. Lacey se sentó a su lado porque «así controlo que no vomite, se pegue un golpe con la lata de cerveza y se mate, o algo así».
Pero estaba tan ido que Lacey no tuvo problema en hablarme de él.
—Tengo algo que decir sobre la insistencia, ¿sabes? —me dijo mientras avanzábamos por la autopista—. Bueno, sé que insiste demasiado, pero ¿por qué iba a ser malo? Y además es muy dulce, ¿verdad?
—Supongo —le contesté.
A Ben le colgaba la cabeza, como si no la tuviera unida a la columna vertebral. No me pareció especialmente dulce, pero bueno.
Llevé primero a Lacey al otro extremo de Jefferson Park. Cuando Lacey se inclinó y le dio un pico, se espabiló lo suficiente para murmurar: «Sí».
Lacey se acercó a la puerta del conductor de camino a su casa.
—Gracias —me dijo.
Asentí.
Crucé la urbanización. Ya no era de noche, pero todavía no había amanecido. Ben roncaba flojito en el asiento de atrás. Aparqué delante de su casa, salí del coche, abrí la puerta corredera del monovolumen y le desabroché el cinturón de seguridad.
—Hora de irse a casa, Benners.
Olisqueó, movió la cabeza y se despertó. Levantó las manos para frotarse los ojos y pareció sorprenderse de ver una lata de Milwaukee’s Best Light pegada en su mano. Intentó cerrar el puño y abollar un poco la lata, pero no se la pudo arrancar. La miró un minuto y movió la cabeza.
—La Bestia está pegada a mí —observó.
Saltó del coche y avanzó tambaleándose por la acera de su casa. Cuando llegó al porche, se giró sonriendo. Lo saludé con la mano. La cerveza me devolvió el saludo.