12

Al entrar en el aparcamiento observé que habían tapado con cinta adhesiva azul el agujero que habíamos hecho en el conglomerado. Me pregunté quién habría estado allí después de nosotros.

Avancé con el coche hasta la parte de atrás y aparqué al lado de un contenedor oxidado por el que no había pasado un camión de basura en décadas. Supuse que podría colarme entre la cinta adhesiva si era necesario, y me dirigía hacia la fachada cuando observé que en las puertas de acero de la parte de atrás de las tiendas no se veían las bisagras.

Gracias a Margo había aprendido un par de cosas sobre bisagras, así que entendí por qué no habíamos tenido suerte al tirar de aquellas puertas: se abrían hacia dentro. Me acerqué a la puerta del despacho de la empresa hipotecaria y empujé. Se abrió sin ofrecer la más mínima resistencia. Joder, qué idiotas éramos. Sin duda la persona que se ocupaba del edificio sabía que la puerta no estaba cerrada con llave, lo cual hacía que la cinta adhesiva pareciera todavía más fuera de lugar.

Me quité la mochila que me había preparado por la mañana, saqué la potente linterna de mi padre y pasé la luz por toda la sala. Algo de tamaño considerable corrió por las vigas. Me estremecí. Varias lagartijas se movieron en el foco de luz.

Se veía un único rayo de luz procedente de un agujero del techo, en la esquina delantera de la sala, y desde el otro lado del conglomerado se filtraba algo de luz, pero prácticamente dependía de la linterna. Recorrí las filas de mesas observando los objetos que habíamos encontrado en los cajones y que habíamos dejado allí. Era absolutamente espeluznante ver mesa tras mesa con el mismo calendario: febrero de 1986. Febrero de 1986. Febrero de 1986. Junio de 1986. Febrero de 1986. Me giré y enfoqué a una mesa situada en el centro de la sala. Habían cambiado el calendario a junio. Me incliné y observé el papel del calendario esperando ver el bloque dentado que queda después de haber arrancado las páginas, o alguna marca de bolígrafo en la página, pero la única diferencia respecto a los demás calendarios era la fecha.

Me coloqué la linterna entre el cuello y el hombro, y empecé a buscar otra vez en los cajones, prestando especial atención a la mesa de junio: servilletas, lápices con punta, informes de hipotecas dirigidas a un tal Dennis McMahon, un paquete vacío de Marlboro Light y un frasco casi lleno de esmalte de uñas rojo.

Cogí la linterna con una mano, el pintaúñas con la otra, y lo observé de cerca. Era tan rojo que casi parecía negro. Había visto antes ese color aquella noche. En el salpicadero del monovolumen. De pronto, las carreras por las vigas y los crujidos del edificio se volvieron irrelevantes. Sentí una euforia perversa. No podía saber si era el mismo frasco, por supuesto, pero sin duda era el mismo color.

Giré el frasco y vi sin el menor género de duda una diminuta mancha de espray azul en la parte externa del vidrio. De sus dedos manchados de espray. Entonces estuve seguro. Había estado allí después de que nos separáramos aquella mañana. Quizá todavía estaba allí. Quizá solo salía por la noche. Quizá había puesto la cinta en el conglomerado para mantener la privacidad.

En aquel momento decidí quedarme hasta el día siguiente. Si Margo había dormido allí, también yo podría hacerlo. Y así empezó una breve conversación conmigo mismo.

Yo: Pero hay ratas.

Yo: Sí, pero parece que se quedan en el techo.

Yo: Pero hay lagartijas.

Yo: Oh, vamos. De pequeño les cortabas la cola. Las lagartijas no te dan miedo.

Yo: Pero hay ratas.

Yo: Pero las ratas no pueden hacerte daño. Les asustas más tú a ellas que ellas a ti.

Yo: Vale, pero ¿qué pasa con las ratas?

Yo: Cállate.

Al final no importó que hubiera ratas, al menos no mucho, porque estaba en un sitio en el que Margo había estado viva. Estaba en un sitio que la había visto después de mí, y aquella calidez hacía que el centro comercial fuera un lugar casi cómodo. Bueno, no me sentía como un niño en brazos de su mamá, pero ya no me quedaba sin respiración cada vez que oía un ruido. Y al sentirme más cómodo, me resultó más fácil explorar. Sabía que quedaban cosas por encontrar, y ya estaba listo para encontrarlas.

Me metí por un Agujero de Trol y llegué a la sala del laberinto de estanterías. Recorrí los pasillos un buen rato. Al final me metí en el siguiente Agujero de Trol y gateé hasta la sala vacía. Me senté en la moqueta enrollada contra la pared del fondo. La pintura blanca desconchada crujió al apoyar la espalda. Me quedé allí un rato, el tiempo suficiente para que el rayo dentado de luz que entraba por un agujero del techo se desplazara tres centímetros por el suelo mientras me acostumbraba a los sonidos.

Al rato me aburrí y gateé por el último Agujero de Trol hasta la tienda de souvenirs. Rebusqué entre las camisetas. Saqué la caja de folletos turísticos de la vitrina y los hojeé en busca de algún mensaje escrito a mano de Margo, pero no encontré nada.

Volví a la sala que me descubrí a mí mismo llamando la biblioteca. Hojeé los Reader’s Digests y encontré una pila de National Geographics de la década de 1960, pero la caja estaba tan cubierta de polvo que estaba claro que Margo no había sacado su contenido.

No empecé a encontrar indicios de que alguien había estado allí hasta que volví a la sala vacía. En la pared desconchada de la moqueta descubrí nueve agujeros de chincheta. Cuatro agujeros formaban una especie de cuadrado, y los otros cinco estaban dentro del cuadrado. Pensé que quizá Margo había pasado allí tiempo suficiente como para colgar algún póster, aunque a primera vista no pareció que faltara ninguno cuando inspeccionamos su habitación.

Desenrollé parte de la moqueta e inmediatamente encontré algo más: una caja chafada que en su momento había contenido veinticuatro barritas de cereales. Me descubrí a mí mismo imaginando a Margo allí, sentada en la moqueta enrollada y enmohecida, apoyada contra la pared y comiéndose una barrita de cereales. Está sola y no tiene otra cosa que comer. Quizá una vez al día va en coche a una tienda a comprarse un bocadillo y algún Mountain Dew, pero la mayor parte del día la pasa en esta moqueta o cerca de ella. Me pareció una imagen demasiado triste para ser real. Demasiado solitaria y nada propia de Margo. Pero los indicios de los últimos diez días parecían conducir a una sorprendente conclusión: Margo era —al menos buena parte del tiempo— muy poco propia de Margo.

Desenrollé un poco más la moqueta y encontré una manta azul de punto, casi tan fina como un periódico. La cogí, me la llevé a la cara y sí, sí. Su olor. El champú de lilas y la loción de almendras, y más allá, la débil suavidad de su piel.

Y volví a imaginármela: desenrolla parte de la moqueta todas las noches para no clavarse la cadera en el hormigón cuando duerme de lado. Se mete debajo de la manta, utiliza el resto de la moqueta como almohada y se duerme. Pero ¿por qué aquí? ¿Por qué está aquí mejor que en su casa? Y si está tan bien, ¿por qué marcharse? Es lo que no conseguía imaginar, y caigo en la cuenta de que no podía imaginármelo porque no conocía a Margo. Conocía su olor, y sabía cómo actuaba conmigo, y sabía cómo actuaba con los demás, y sabía que le gustaba el Mountain Dew, la aventura y los gestos dramáticos, y sabía que era divertida, inteligente y en general superior a todos nosotros. Pero no sabía qué la había llevado allí, o qué la había retenido allí, o qué había hecho que se marchara de allí. No sabía por qué tenía miles de discos, pero nunca había dicho a nadie que le gustaba la música. No sabía qué hacía por las noches, en la oscuridad, con la puerta cerrada, en la sellada privacidad de su habitación.

Y quizá era lo que necesitaba más que nada. Necesitaba descubrir cómo era Margo cuando no estaba siendo Margo.

Me tumbé un rato con la manta que olía a ella y miré el techo. Por un agujero veía un trocito del cielo de la tarde, como un lienzo dentado pintado de azul. Era el sitio perfecto para dormir. Podían verse las estrellas por la noche sin mojarte si llovía.

Llamé a mis padres. Contestó mi padre y le dije que estábamos en el coche, que íbamos a buscar a Radar y a Angela, y que me quedaría con Ben toda la noche. Me pidió que no bebiera, le dije que no bebería, me dijo que estaba orgulloso de mí por haber decidido ir al baile de graduación y me pregunté si lo estaría por haber decidido hacer lo que en realidad estaba haciendo.

El sitio era un aburrimiento. Quiero decir que en cuanto pasabas de los roedores y del misterioso crujido de las paredes, como si fuera a caerse el edificio, no había nada que hacer. Ni internet, ni tele, ni música. Me aburría, así que seguía despistándome el hecho de que hubiera elegido ese lugar, porque Margo siempre me había parecido una persona con una tolerancia muy limitada al aburrimiento. Quizá le gustaba la idea de vivir en plan pobre. Lo dudo. Margo llevaba vaqueros de marca cuando nos colamos en el SeaWorld.

La ausencia de estímulos alternativos me llevó de nuevo al «Canto de mí mismo», el único regalo que sin duda había dejado para mí. Me trasladé a una zona del suelo de cemento que tenía manchas de agua, exactamente debajo del agujero del techo, me senté con las piernas cruzadas e incliné el libro para que el rayo de luz le cayera justo encima. Y por alguna razón pude por fin leerlo.

El caso es que el poema empieza muy lento, con una especie de larga introducción, pero hacia el verso noventa Whitman empieza por fin a contar una historia, así que empecé por ahí. Whitman está sentado en la hierba (él dice tendido), y entonces:

Un niño me preguntó: ¿Qué es la hierba?, trayéndola a manos llenas,

¿Cómo podría contestarle? Yo tampoco lo sé.

Sospecho que es la bandera de mi carácter tejida con esperanzada tela verde.

Ahí estaba la esperanza de la que me había hablado la doctora Holden. La hierba era una metáfora de la esperanza. Pero eso no es todo. Sigue diciendo:

O el pañuelo de Dios,

una prenda fragante dejada caer a propósito,

La hierba es una metáfora de la grandeza de Dios, o algo así.

O sospecho que la hierba misma es un niño…

Y algo después:

O un jeroglífico uniforme,

que significa: crezco por igual en las regiones vastas y en las estrechas,

crezco por igual entre los negros y los blancos.

Así que quizá la hierba es una metáfora de que somos iguales y estamos básicamente conectados, como me había dicho la doctora Holden. Y luego dice de la hierba:

Y ahora se me figura que es la cabellera suelta y hermosa de las

tumbas.

Así que la hierba es también la muerte. Crece encima de nuestros cuerpos enterrados. La hierba era muchas cosas diferentes a la vez. Era desconcertante. La hierba es una metáfora de la vida, y de la muerte, y de la igualdad, y de que estamos conectados, y de los niños, y de Dios, y de la esperanza.

No lograba descubrir cuál de estas ideas era el meollo del poema, suponiendo que alguna lo fuera. Pero pensar en la hierba y en las diferentes maneras de verla me hizo pensar en todas las maneras en que había visto y mal visto a Margo. Las maneras de verla no eran pocas. Me había centrado en lo que había sido de ella, pero allí, intentando entender la multiplicidad de la hierba y con el olor de la manta todavía en la garganta, me daba cuenta de que la pregunta más importante era a quién estaba buscando. Pensé que si resultaba tan complicado responder a la pregunta «¿Qué es la hierba?», también debía de ser complicado responder a la pregunta «¿Quién es Margo Roth Spiegelman?». Como una metáfora inasible por su amplitud, en lo que me había dejado había lugar para imaginar infinitamente, para una serie infinita de Margos.

Tuve que acotarla, y supuse que tenía que haber cosas que estaba viendo mal o que no estaba viendo. Quería arrancar el techo para que entrara la luz y verlo todo a la vez, no cada cosa por separado con la linterna. Aparté la manta de Margo y grité lo bastante alto para que me oyeran las ratas:

—¿Voy a encontrar algo aquí?

Volví a las mesas del despacho, pero cada vez parecía más obvio que Margo solo había utilizado la del cajón con el pintaúñas y el calendario en el mes de junio.

Gateé por un Agujero de Trol, volví a la biblioteca y recorrí de nuevo las estanterías metálicas abandonadas. Busqué en todos los estantes marcas sin polvo que indicaran que Margo los había utilizado para algo, pero no encontré ninguno. Pero de repente el foco de la linterna pasó por algo que estaba en un estante de una esquina de la sala, justo al lado del escaparate con la plancha de conglomerado. Era el lomo de un libro.

El libro se titulaba Roadside America y se había publicado en 1998, después de que se abandonara aquel lugar. Lo hojeé sujetando la linterna entre el cuello y el hombro. El libro ofrecía una relación de cientos de atracciones turísticas, desde la bola de cuerda más grande del mundo, en Darwin, Minnesota, hasta la bola de sellos más grande del mundo, en Omaha, Nebraska. Alguien había doblado las esquinas de varias páginas, al parecer al azar. El libro no tenía mucho polvo. Quizá el SeaWorld había sido solo la primera parada de una especie de torbellino de aventuras. Sí. No era ninguna tontería. Así era Margo. De alguna manera descubrió aquel sitio, fue a recoger provisiones, pasó una noche o dos y siguió su camino. Me la imaginaba dando tumbos entre trampas para turistas.

Mientras los últimos rayos de luz entraban por los agujeros del techo, encontré más libros en otros estantes: Guía general de Nepal, Grandes atracciones de Canadá, América en coche, Guía Fodor de las Bahamas y Vamos a Bután. No parecía que hubiera la menor relación entre los libros, excepto que todos eran de viajes y la fecha de publicación era posterior al abandono del edificio. Me metí la linterna debajo de la barbilla, cargué en los brazos la pila de libros, que me llegaba desde la cintura hasta el pecho, y los llevé a la sala vacía, que entonces imaginaba que era el dormitorio.

De modo que resultó que sí pasé la noche del baile de graduación con Margo, solo que no como había soñado. En lugar de irrumpir en el baile juntos, me senté, me apoyé en su moqueta enrollada, con su manta de punto tapándome las rodillas, y me puse a leer las guías de viajes a la luz de la linterna, inmóvil en la oscuridad mientras las cigarras cantaban a mi alrededor.

Quizá se había sentado allí, en la ruidosa oscuridad, y sintió que le invadía la desesperación, y quizá le resultó imposible no pensar en la muerte. Podía imaginármelo, por supuesto.

Pero también podía imaginarme lo siguiente: Margo comprando esos libros en diversos mercadillos, comprando todas las guías de viajes que caían en sus manos a precio de saldo. Luego yendo allí —incluso antes de que desapareciera— para leerlas alejada de miradas indiscretas. Leyéndolas e intentando decidir adónde dirigirse. Sí. Viajaría y se escondería, un globo volando por el cielo, haciendo cientos de kilómetros al día con la ayuda de un perpetuo viento de cola. Y la imaginaba viva. ¿Me había llevado hasta allí para darme las pistas para que descifrara el itinerario? Quizá. Por supuesto, yo estaba bien lejos de haber descifrado el itinerario. A juzgar por los libros, podía estar en Jamaica, Namibia, Topeka o Pekín. Pero no había hecho más que empezar a mirar.