Al día siguiente encontré a Ben junto a la puerta de la sala de ensayo, charlando con Lacey, Radar y Angela a la sombra de un árbol de ramas bajas. Me resultaba difícil oírlos hablar del baile, de que Lacey se había peleado con Becca o de lo que fuera. Estaba esperando la oportunidad de contarles lo que había visto, pero cuando por fin la tuve me di cuenta de que en realidad no tenía nada nuevo que contar.
—Revisé a fondo dos pseudovisiones, pero no encontré nada.
Nadie pareció especialmente interesado, excepto Lacey, que meneaba la cabeza mientras contaba lo de las pseudovisiones.
—Anoche leí en internet que los suicidas rompen relaciones con las personas con las que están enfadados. Y regalan sus cosas. La semana pasada Margo me dio cinco vaqueros porque me dijo que a mí me irían mejor, y no es verdad, porque ella tiene muchas más curvas.
Lacey me caía bien, pero entendí lo que me había contado Margo de que siempre estaba menoscabándola.
Al contárnoslo, empezó a llorar. Ben le pasó un brazo por la cintura, y ella apoyó la cabeza en su hombro, lo que no le resultó fácil, porque con tacones era más alta que él.
—Lacey, tenemos que encontrarla. En fin, habla con tus amigos. ¿Habló alguna vez de ciudades de papel? ¿Habló de algún lugar en concreto? ¿Había alguna urbanización en alguna parte que significara algo para ella?
Lacey se encogió de hombros, todavía apoyada en Ben.
—Colega, no la presiones —me advirtió Ben.
Suspiré, pero no dije nada.
—Estoy en internet —dijo Radar—, pero su nombre de usuario no ha entrado en el Omnictionary desde que se marchó.
Y de repente volvieron al tema del baile. Lacey levantó la cabeza del hombro de Ben con aire triste y distraído, pero intentó sonreír mientras Radar y Ben intercambiaban historias sobre la compra de flores.
El día transcurrió como siempre, a cámara lenta y con mil miradas lastimeras al reloj. Pero todavía era más insoportable, porque cada minuto que perdía en el instituto era otro minuto que no conseguía encontrarla.
La única clase remotamente interesante aquel día fue literatura, cuando la doctora Holden me destrozó el final de Moby Dick dando por sentado, equivocadamente, que todos lo habíamos leído y hablando del capitán Ahab y de su obsesión por encontrar y matar a la ballena blanca. Pero fue divertido ver como se emocionaba a medida que hablaba.
—Ahab es un loco que despotrica del destino. En toda la novela no se ve que quiera otra cosa, ¿verdad? Tiene una única obsesión. Y como es el capitán del barco, nadie puede detenerlo. Podéis argumentar (de hecho, tenéis que argumentar si decidís hacer el trabajo de final de curso sobre Moby Dick) que Ahab está loco porque está obsesionado. Pero también podríais argumentar que hay algo trágicamente heroico en librar una batalla que está condenado a perder. ¿Es la esperanza de Ahab una especie de locura o es el símbolo de lo humano?
Tomé apuntes de todo lo que pude pensando que seguramente podría hacer el trabajo de fin de curso sin haber leído el libro. Mientras la doctora Holden hablaba, pensé que era una lectora fuera de lo corriente. Y me había dicho que le gustaba Whitman. Así que cuando sonó el timbre, saqué Hojas de hierba de la mochila y volví a cerrarla despacio mientras todo el mundo se marchaba corriendo a su casa o a las actividades extraescolares. Esperé detrás de un compañero que le pidió prórroga para entregar un trabajo.
—Mi lector de Whitman favorito —me dijo la doctora Holden cuando el alumno salió.
Forcé una sonrisa.
—¿Conoce a Margo Roth Spiegelman? —le pregunté.
Se sentó a su mesa y me indicó con un gesto que me sentara también yo.
—Nunca la he tenido en clase —me contestó la doctora Holden—, pero he oído hablar de ella, claro. Sé que se ha escapado.
—Bueno, me dejó este libro de poemas antes de… desaparecer.
Le tendí el libro, y la doctora Holden empezó a hojearlo despacio. Mientras pasaba las páginas le dije:
—He dado muchas vueltas a los versos marcados. Al final del «Canto de mí mismo» señala eso sobre la muerte. Eso de «Si quieres encontrarte conmigo, búscame bajo la suela de tus zapatos».
—Te dejó este libro —murmuró la doctora Holden como para sí.
—Sí —le contesté.
Siguió pasando las páginas y señaló con la uña la cita marcada en fluorescente verde.
—¿Qué es esto de los goznes? Es un gran momento en el poema, en el que Whitman… Bueno, lo oyes gritarte: «¡Abre las puertas! De hecho, ¡arráncalas!».
—Me dejó algo dentro de la bisagra de mi puerta.
La doctora Holden se rió.
—Uau. Inteligente. Pero es un poema muy bueno… No me gusta nada que se reduzca a una lectura literal. Y parece que ha reaccionado muy enigmáticamente ante un poema que al final es muy optimista. El poema trata de nuestra conexión, de que todos nosotros compartimos las mismas raíces, como hojas de hierba.
—Pero, bueno, por lo que marcó, parece una especie de nota de suicidio —le dije.
La doctora Holden volvió a leer las últimas estrofas y me miró.
—Es un gran error resumir este poema en algo sin esperanza. Espero que no sea el caso, Quentin. Si lees todo el poema, no entiendo cómo puedes llegar a otra conclusión que la de que la vida es sagrada y valiosa. Pero… quién sabe. Quizá echó un vistazo para encontrar lo que estaba buscando. A menudo leemos los poemas así. Pero si fue el caso, malinterpretó totalmente lo que Whitman estaba pidiéndole.
—¿Y qué le pedía?
Cerró el libro y me miró tan fijamente que no pude sostenerle la mirada.
—¿Qué crees tú?
—No lo sé —le contesté mirando un montón de trabajos corregidos encima de su mesa—. He intentado leerlo entero un montón de veces, pero no he llegado muy lejos. Prácticamente solo leo las partes que Margo tiene marcadas. Lo leo para intentar entenderla a ella, no a Whitman.
Cogió un lápiz y escribió algo en la parte de atrás de un sobre.
—Sigue. Estoy escribiéndolo.
—¿El qué?
—Lo que acabas de decir —me explicó.
—¿Por qué?
—Porque creo que es exactamente lo que Whitman habría querido. Que consideraras el «Canto de mí mismo» no un mero poema, sino una vía para entender otra cosa. Pero me pregunto si no deberías leerlo como poema, no leer solo esos fragmentos en busca de citas y pistas. Creo que hay conexiones interesantes entre el poeta del «Canto de mí mismo» y Margo Spiegelman… Ese carisma salvaje y ese espíritu viajero. Pero los poemas no funcionan si solo los lees a trozos.
—De acuerdo, gracias —le dije.
Cogí el libro y me levanté. No me sentía mucho mejor.
Aquella tarde volví en coche con Ben y me quedé en su casa hasta que fue a buscar a Radar para ir a una especie de fiesta previa al baile en casa de nuestro amigo Jake, cuyos padres no estaban en la ciudad. Ben me pidió que me apuntara, pero no me apetecía.
Volví a mi casa andando y crucé el parque en el que Margo y yo habíamos encontrado al muerto. Recordé aquella mañana, y al recordarla sentí que se me revolvían las tripas, no por el muerto, sino porque recordaba que ella lo había visto primero. Ni siquiera en el parque infantil de nuestro barrio había sido capaz de encontrar un cadáver por mí mismo… ¿Cómo demonios iba a encontrarlo en ese momento?
Intenté volver a leer el «Canto de mí mismo» al llegar a casa aquella noche, pero, pese al consejo de la doctora Holden, seguía pareciéndome un batiburrillo de palabras sin sentido.
Al día siguiente me desperté temprano, poco después de las ocho, y encendí el ordenador. Ben estaba conectado, así que le mandé un mensaje.
QTHERESURRECTION: ¿Qué tal la fiesta?
FUEUNAINFECCIONRENAL: Aburrida, claro. Todas las fiestas a las que voy son aburridas.
QTHERESURRECTION: Siento no haber ido. Te has levantado pronto. ¿Quieres venir a jugar al Resurrection?
FUEUNAINFECCIONRENAL: ¿Estás de broma?
QTHERESURRECTION: No…
FUEUNAINFECCIONRENAL: ¿Sabes qué día es?
QTHERESURRECTION: Sábado, 15 de mayo.
FUEUNAINFECCIONRENAL: Colega, el baile empieza dentro de once horas y cuarenta minutos. Tengo que recoger a Lacey en menos de nueve horas. Todavía no he limpiado y abrillantado el Chuco, que, por cierto, lo dejaste hecho una pena. Luego tengo que ducharme, afeitarme, sacarme los pelos de la nariz y sacarme brillo también yo. Joder, no empecemos. Tengo mucho que hacer. Mira, te llamo luego si puedo.
Radar también estaba conectado, así que le mandé un mensaje.
QTHERESURRECTION: ¿Qué le pasa a Ben?
OMNICTIONARIAN96: Para el carro, vaquero.
QTHERESURRECTION: Perdona, solo me cabrea que piense que el baile es tan importante.
OMNICTIONARIAN96: Pues vas a cabrearte bastante cuando sepas que me he levantado tan temprano solo porque tengo que ir a recoger mi esmoquin, ¿verdad?
QTHERESURRECTION: Joder. ¿En serio?
OMNICTIONARIAN96: Q, mañana, pasado mañana, el día siguiente y todos los días que me quedan de vida estaré encantado de participar en tu investigación. Pero tengo novia. Quiere que el baile de graduación sea bonito. Yo también quiero que el baile de graduación sea bonito. No es culpa mía que Margo Roth Spiegelman no quisiera que nuestro baile de graduación fuera bonito.
No supe qué decir. Quizá tenía razón. Quizá Margo merecía que la olvidaran. Pero, en cualquier caso, yo no podía olvidarla.
Mi madre y mi padre estaban aún en la cama, viendo una película antigua en la tele.
—¿Puedo coger el coche? —pregunté.
—Claro, ¿por qué?
—He decidido ir al baile de graduación —contesté de inmediato. Se me ocurrió la mentira mientras la decía—. Tengo que recoger un esmoquin y pasarme por casa de Ben. Iremos los dos solos.
Mi madre se incorporó sonriendo.
—Bueno, estupendo, cariño. Te lo pasarás genial. ¿Volverás para que podamos hacerte fotos?
—Mamá, ¿de verdad necesitas fotos mías yendo al baile solo? Quiero decir, ¿no ha sido mi vida ya lo bastante humillante?
Se rió.
—Llama antes del toque de queda —me dijo mi padre.
El toque de queda era a las doce de la noche.
—Claro —le contesté.
Fue tan fácil mentirles que me descubrí a mí mismo preguntándome por qué hasta aquella noche con Margo apenas lo había hecho.
Tomé la I-4 hacia Kissimmee y los parques temáticos, pasé a la I-Drive, desde donde Margo y yo nos habíamos metido en el SeaWorld, y luego tomé la autopista 27 hacia Haines City. En esa zona hay muchos lagos, y alrededor de los lagos de Florida siempre se congregan los ricos, de modo que parecía poco probable encontrar una pseudovisión. Pero la página de internet que había consultado ofrecía detalles concretos sobre un terreno embargado en el que nadie había llegado a edificar. Lo reconocí de inmediato, porque el acceso a todas las demás urbanizaciones estaba vallado, mientras que en Quail Hollow había un simple letrero de plástico clavado en el suelo. Al entrar vi carteles de plástico de EN VENTA, UBICACIÓN IDEAL y GRANDES OPORTUNIDADES DE URBANIZACIÓN.
A diferencia de las pseudovisiones anteriores, alguien se ocupaba del mantenimiento de Quail Hollow. No habían construido casas, pero las parcelas estaban señaladas con postes y el césped estaba recién podado. Todas las calles estaban asfaltadas y tenían placas con el nombre. En el centro de la urbanización habían construido un lago perfectamente circular y, por alguna razón, lo habían vaciado. Mientras me acercaba con el coche vi que debía de tener un metro de profundidad y unos ciento cincuenta de diámetro. Una manguera zigzagueaba por el fondo hasta el centro, donde se alzaba una fuente de acero y aluminio. Me descubrí a mí mismo alegrándome de que el lago estuviera vacío, porque así no tendría que mirar fijamente el agua preguntándome si Margo estaba en el fondo, esperando que me pusiera un traje de buzo para encontrarla.
Estaba seguro de que no podía estar en Quail Hollow. Lindaba con demasiadas urbanizaciones para ser un buen sitio para esconderse, tanto si estabas vivo como si estabas muerto. Pero, de todas formas, miré, y mientras recorría las calles en coche me sentía cada vez más desesperanzado. Quería alegrarme de que no estuviera allí. Pero si no era Quail Hollow, sería la siguiente, o la siguiente, o la siguiente. O quizá nunca la hallaría. ¿Era lo mejor que podía pasar?
Terminé la ronda sin haber encontrado nada y volví a la autopista. Compré algo de comer en un restaurante con servicio para coches y comí conduciendo hacia el oeste, hacia el pequeño centro comercial abandonado.