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Había dormido una media hora cuando sonó el despertador. Las 6:32. Pero durante diecisiete minutos ni me enteré de que estaba sonando el despertador, hasta que sentí unas manos en los hombros y oí la voz lejana de mi madre.

—Buenos días, dormilón —me dijo.

—Uf —le contesté.

Me sentía bastante más cansado que a las 5:55, y me habría saltado las clases, pero no tenía ni una falta de asistencia, y aunque era consciente de que no tener faltas de asistencia no era especialmente impresionante ni necesariamente admirable, quería seguir con esa racha. Además, quería ver cómo Margo reaccionaba conmigo.

Cuando entré en la cocina, mi padre estaba contándole algo a mi madre mientras desayunaban en la barra. Al verme, mi padre interrumpió lo que estaba diciendo y me preguntó:

—¿Qué tal has dormido?

—De maravilla —le dije.

Y era verdad. Había dormido poco, pero bien.

Sonrió.

—Estaba contándole a tu madre que tengo un sueño recurrente y angustioso —me explicó—. Estoy en la universidad, en clase de hebreo, aunque el profesor no habla hebreo y los exámenes no son en hebreo. Son en una jerga incomprensible. Pero todo el mundo actúa como si esa lengua inventada, con un alfabeto inventado, fuera hebreo. Así que tengo delante ese examen y debo escribir en una lengua que no sé empleando un alfabeto que no puedo descifrar.

—Interesante —le dije, aunque en realidad no me lo parecía. No hay nada más aburrido que los sueños de los demás.

—Es una metáfora de la adolescencia —intervino mi madre—. Escribir en una lengua (la edad adulta) que no entiendes y emplear un alfabeto (la interacción social madura) que no reconoces.

Mi madre trabajaba con adolescentes locos en centros de menores y cárceles. Creo que por eso yo nunca le preocupaba. Como no me dedicaba a decapitar roedores ni me meaba en mi propia cara, estaba claro que era un triunfador.

Una madre normal podría haber dicho: «Oye, tienes pinta de estar de bajón después de haberte pegado un atracón de metanfetaminas y hueles a algo parecido a algas. ¿Por casualidad hace un par de horas estabas bailando con Margo Roth Spiegelman, a la que acababa de morder una serpiente?». Pero no. Mis padres preferían los sueños.

Me duché y me puse una camiseta y unos vaqueros. Iba tarde, pero siempre iba tarde.

—Vas tarde —me dijo mi madre cuando volví a la cocina.

Intenté despejarme lo suficiente como para recordar cómo atarme las zapatillas de deporte.

—Soy consciente —le contesté medio dormido.

Mi madre me llevó al instituto. Me senté en el asiento en el que se había sentado Margo. Mi madre apenas habló en el trayecto, por suerte, porque iba completamente dormido, con la cabeza apoyada en la ventanilla del coche.

Cuando mi madre me dejó en el instituto, vi que la plaza del aparcamiento de los alumnos de último curso en la que solía aparcar Margo estaba vacía. La verdad es que no podía culparla por llegar tarde. Sus amigos no quedaban tan temprano como los míos.

Al acercarme a los chicos de la banda, Ben gritó:

—Jacobsen, ¿estaba soñando o…? —Le hice un discreto gesto con la cabeza y cambió la segunda parte de la frase—. ¿O tú y yo vivimos anoche una aventura salvaje en la Polinesia francesa, viajando en un barco hecho de plátanos?

—Un barco precioso —le contesté.

Radar me miró, alzó las cejas y se dirigió hacia un árbol. Lo seguí.

—He preguntado a Angela si quería ir al baile con Ben. Ni borracha.

Miré a Ben, que estaba charlando animadamente. Una cucharilla de plástico bailaba en su boca mientras hablaba.

—Qué mierda —dije—. Pero está bien. Quedaremos los dos y nos pegaremos una sesión maratoniana de Resurrection o algo así.

Ben se acercó.

—¿Estáis disimulando? Porque sé que estáis hablando del drama del baile sin pavas que es mi vida.

Se dio media vuelta y se dirigió adentro. Radar y yo lo seguimos y cruzamos hablando la sala de ensayo, donde los alumnos de primero y de segundo charlaban sentados entre un montón de fundas de instrumentos.

—¿Por qué quieres ir? —le pregunté.

—Colega, es nuestro baile de graduación. Es mi última oportunidad para pasar a ser un grato recuerdo del instituto para alguna pava.

Miré al techo.

Sonó el primer timbre, lo que significaba que faltaban cinco minutos para que empezaran las clases, y todo el mundo se puso a correr como perros de Pavlov. Los pasillos se llenaron de gente. Ben, Radar y yo nos detuvimos junto a la taquilla de Radar.

—Bueno, ¿por qué me llamaste a las tres de la madrugada para pedirme la dirección de Chuck Parson?

Estaba pensando cómo responder a su pregunta cuando vi a Chuck Parson viniendo hacia nosotros. Le pegué un codazo a Ben y le señalé a Chuck con los ojos. Por cierto, Chuck había decidido que la mejor estrategia era afeitarse la ceja izquierda.

—Qué coñazo —dijo Ben.

Al momento Chuck me empujó contra la taquilla y acercó su cara a la mía, una bonita cara sin cejas.

—¿Qué miráis, gilipollas?

—Nada —le contestó Radar—. Seguro que no estamos mirándote las cejas.

Chuck pegó un empujón a Radar, golpeó la taquilla con la palma de la mano y se marchó.

—¿Se lo has hecho tú? —me preguntó Ben, incrédulo.

—No se lo digáis a nadie —les dije a los dos. Y añadí en voz baja—: Estaba con Margo Roth Spiegelman.

Ben alzó la voz emocionado.

—¿Anoche estabas con Margo Roth Spiegelman? ¿A las tres de la madrugada? —Asentí—. ¿Solos? —Asentí—. Joder, si te has enrollado con ella, tienes que contarme hasta el último detalle. Tienes que escribirme un ensayo sobre el aspecto y el tacto de las tetas de Margo Roth Spiegelman. Treinta páginas como mínimo.

—Quiero que hagas un dibujo realista a lápiz —me pidió Radar.

—También aceptamos una escultura —añadió Ben.

Radar alzó una mano. Se la choqué obedientemente.

—Sí, me preguntaba si sería posible que escribieras una sextina sobre las tetas de Margo Roth Spiegelman. Tus palabras clave son: «Rosadas», «Redondas», «Firmes», «Suculentas», «Flexibles» y «Blandas» —me dijo Radar.

—Personalmente —dijo Ben—, creo que al menos una de las palabras debería ser «turturturtur».

—Creo que no conozco esa palabra —añadí.

—Es el sonido que hago con la boca cuando meto la cara entre las tetas de una pava.

En ese punto Ben imitó lo que haría en el improbable caso de que su cara se topara alguna vez con unas tetas.

—Ahora mismo —dije—, aunque no saben por qué, miles de chicas de todo el país sienten que un escalofrío de miedo y asco les recorre la columna vertebral. De todas formas, no me enrollé con ella, pervertido.

—Siempre igual —me contestó Ben—. Soy el único tío que conozco con huevos para darle a una pava lo que quiere y el único que no tiene oportunidades de hacerlo.

—Qué extraña casualidad —le dije.

La vida era como siempre, solo que estaba más cansado. Había esperado que la noche anterior cambiara mi vida, pero no había sido así. Al menos de momento.

Sonó el segundo timbre y nos fuimos inmediatamente a clase.

Durante la primera clase de cálculo me sentí tremendamente cansado. Bueno, estaba cansado desde que me había despertado, pero combinar el cansancio con el cálculo me pareció injusto. Para mantenerme despierto me dediqué a escribirle una nota a Margo —teniendo en cuenta que no iba a mandársela, era un simple resumen de mis momentos favoritos de la noche anterior—, pero ni siquiera así lo conseguía. En un determinado momento mi boli dejó de moverse y sentí que mi campo visual se reducía cada vez más, de modo que intenté recordar si la visión en túnel era un síntoma de cansancio. Llegué a la conclusión de que debía de serlo, porque ante mí veía una sola cosa, al señor Jiminez en la pizarra, era lo único que mi cerebro procesaba, y cuando el señor Jiminez dijo «¿Quentin?», me quedé muy confuso, porque lo único que sucedía en mi universo era que el señor Jiminez escribía en la pizarra, así que no entendía cómo podía ser una presencia acústica y visual a la vez.

—¿Sí? —le pregunté.

—¿Has oído la pregunta?

—¿Sí? —volví a preguntar.

—¿Y has levantado la mano para contestar?

Levanté los ojos, y por supuesto tenía la mano levantada, pero no sabía cómo había llegado hasta allí. Lo único que más o menos sabía era cómo bajarla. Tras un considerable esfuerzo, mi cerebro consiguió decirle a mi brazo que bajara, y mi brazo consiguió bajar.

—Solo quería preguntar si puedo ir al baño —dije por fin.

—Ve —me contestó el profesor.

Y entonces alguien levantó la mano y preguntó algo sobre las ecuaciones diferenciales.

Me dirigí al baño, me eché agua en la cara, me acerqué al espejo por encima del lavabo y me observé. Me froté los ojos para eliminar la rojez, pero no pude. Y entonces se me ocurrió una idea brillante. Entré en un retrete, bajé la tapa, me senté, me apoyé en la pared y me quedé dormido. El sueño duró unos dieciséis milisegundos, hasta que sonó el timbre de la segunda hora. Me levanté y me dirigí a clase de latín, luego a física y por fin llegó la hora de comer. Encontré a Ben en la cafetería.

—Necesito una siesta —le dije.

—Vamos a comer al Chuco —me contestó.

El Chuco era un Buick de quince años que habían conducido impunemente los tres hermanos mayores de Ben, así que, cuando le llegó a él, era básicamente cinta adhesiva y masilla. Su nombre completo era Churro de Coche, pero lo llamábamos Chuco para abreviar. El Chuco no funcionaba con gasolina, sino con el inagotable combustible de la esperanza. Te sentabas en el abrasador asiento de plástico y esperabas a que arrancara, luego Ben giraba la llave y el motor daba un par de vueltas, como un pez fuera del agua dando los últimos aletazos antes de morir. Seguías esperando y el motor volvía a girar un par de veces más. Esperabas más y al final arrancaba.

Ben encendió el Chuco y puso el aire acondicionado a tope. Tres de las cuatro ventanillas no se abrían, pero el aire acondicionado funcionaba de maravilla, aunque los primeros minutos no era más que aire caliente que salía de los conductos y se mezclaba con el aire rancio del coche. Recliné al máximo el asiento del copiloto hasta quedarme casi tumbado y se lo conté todo: Margo en mi ventana, el Walmart, la venganza, el SunTrust Building, la entrada en una casa que no era, el SeaWorld y el echaré de menos salir por ahí contigo.

Ben no me interrumpió ni una vez —era un buen amigo cuando se trataba de no interrumpir—, pero nada más acabar me hizo la pregunta más apremiante para él.

—Espera, cuando dices que Jase Worthington la tiene pequeña, ¿cómo de pequeña exactamente?

—Es posible que se le encogiera, porque estaba superagobiado, pero ¿has visto alguna vez un lápiz? —le pregunté, y Ben asintió—. Bueno, pues ¿has visto alguna vez la goma de un lápiz? —Volvió a asentir—. Bueno, pues ¿has visto alguna vez las virutas de goma que quedan en el papel cuando has borrado algo? —Asintió otra vez—. Diría que tres virutas de largo por una de ancho.

Ben había tragado mucha mierda de tipos como Jason Worthington y Chuck Parson, así que pensé que tenía derecho a divertirse un poco. Pero ni siquiera se rió. Se limitó a mover la cabeza despacio, anonadado.

—Joder, Margo es de puta madre.

—Lo sé.

—Es una de esas personas que o muere trágicamente a los veintisiete años, como Jimi Hendrix y Janis Joplin, o de mayor gana el primer Premio Nobel de Genialidad.

—Sí —le dije.

Rara vez me cansaba de hablar de Margo Roth Spiegelman, pero rara vez estaba tan cansado. Me recliné sobre el reposacabezas de plástico rajado y me quedé dormido al momento. Cuando me desperté, tenía encima de las rodillas una hamburguesa del Wendy y una nota: «He tenido que irme a clase, colega. Nos vemos después del ensayo».

Más tarde, después de mi última clase, traduje a Ovidio apoyado en la pared exterior de cemento de la sala de ensayo intentando ignorar las disonancias procedentes del interior. Siempre me quedaba en el instituto durante la hora extra de ensayo, porque marcharme antes que Ben y que Radar implicaba la insoportable humillación de ser el único alumno de último curso del autobús.

Cuando salieron, Ben llevó a Radar a su casa, hacia el «centro» de Jefferson Park, cerca de donde vivía Lacey, y luego me acompañó a mí. Vi que el coche de Margo tampoco estaba aparcado en su casa, así que no se había saltado las clases para dormir. Se habría saltado las clases por otra de sus aventuras, una aventura sin mí. Seguramente pasaría el día extendiendo crema depilatoria en las almohadas de otros enemigos o algo así. Entré en casa sintiéndome un poco abandonado, aunque por supuesto Margo sabía que de todas formas no habría ido con ella, porque no querría perder un día de clase. Y quién sabía si habría sido solo un día. Quizá se había ido a otra excursión de tres días por Mississippi o se había unido temporalmente al circo. Pero no sería ninguna de las dos cosas, por supuesto. Era algo que no podía imaginar, que nunca imaginaría, porque yo no podía ser Margo.

Me preguntaba con qué historias volvería a casa esa vez. Y me preguntaba si se sentaría frente a mí a la hora de comer y me las contaría. Pensé que quizá a eso se refería cuando me dijo que echaría de menos salir conmigo. Sabía que se iría a alguna parte para tomarse otro de sus breves descansos de Orlando, la ciudad de papel. Pero cuando volviera, ¿quién sabía? No podría pasar las últimas semanas de clase con los amigos que siempre había tenido, así que después de todo quizá las pasaría conmigo.

No tuvo que pasar mucho tiempo para que los rumores empezaran a correr. Ben me llamó aquella noche, después de cenar.

—He oído decir que no contesta el teléfono. Alguien ha comentado en Facebook que dijo que quizá se mudaría a un almacén secreto de Tomorrowland, en Disneyland.

—Qué tontería —le dije.

—Ya lo sé. Vaya, Tomorrowland es de lejos la parte más cutre. Y alguien dijo que ha conocido a un tipo en la red.

—Ridículo —insistí.

—Vale, muy bien, pero ¿entonces?

—Andará por ahí divirtiéndose por su cuenta en algo que no podemos ni imaginar —le contesté.

Ben soltó una risita.

—¿Estás diciendo que le gusta divertirse sola?

Gruñí.

—Venga ya, Ben. Quiero decir que estará haciendo sus cosas. Montándose historias. Poniendo el mundo patas arriba.

Aquella noche me tumbé de lado en mi cama y observé el invisible mundo al otro lado de la ventana. Intentaba dormirme, pero los ojos se me abrían cada dos por tres para controlar. No podía evitar esperar que Margo Roth Spiegelman volviera a mi ventana y arrastrara mi cansado culo por otra noche inolvidable.