El límite de velocidad baja de noventa a setenta, y luego a sesenta. Cruzamos unas vías de tren y llegamos a Roscoe. Avanzamos despacio por una población adormecida con una cafetería, una tienda de ropa, una tienda de todo a un dólar y un par de escaparates cerrados con tablones.
—Puedo imaginármela aquí —digo inclinándome hacia delante.
—Sí —admite Ben—. Tío, de verdad que no quiero allanar edificios. No creo que me vaya muy bien en las cárceles de Nueva York.
Aunque la idea de explorar estos edificios no me parece especialmente alarmante, ya que todo el pueblo da la impresión de estar desierto. No hay nada abierto. Pasado el centro, la carretera cruza la autovía, y en esa carretera solo está el vecindario de Roscoe y una escuela primaria. Los gruesos y altos árboles hacen que las modestas casas de madera parezcan enanas.
Nos metemos en otra autovía y aumentamos la velocidad, aunque Radar sigue conduciendo despacio. Hemos hecho poco más de un kilómetro cuando vemos a la izquierda un camino sin asfaltar y sin un cartel que nos indique su nombre.
—Puede ser esto —digo.
—Es el camino de una casa —contesta Ben.
Pero Radar gira de todas formas. Lo cierto es que parece el camino de una casa, abierto en la tierra apisonada. A nuestra izquierda crece la hierba, que alcanza la altura de los neumáticos. No veo nada, aunque me temo que sería fácil esconderse en cualquier parte de este campo. Avanzamos un trecho, y la carretera va a parar a una granja victoriana. Damos media vuelta y regresamos a la autovía de dos carriles, más al norte. La autovía gira hacia Cat Hollow Road y seguimos hasta que vemos una carretera sin asfaltar idéntica a la anterior, esta vez a la derecha, que conduce a una especie de granero derruido de madera gris. En los campos, a ambos lados de nosotros, hay enormes balas cilíndricas de heno, pero la hierba ha empezado a crecer. Radar no supera los diez kilómetros por hora. Buscamos algo raro. Alguna falla en este paisaje perfectamente idílico.
—¿Creéis que puede haber sido el Supermercado Agloe? —pregunto.
—¿Ese granero?
—Sí.
—No sé —me contesta Radar—. ¿Los supermercados parecen graneros?
Dejo escapar un largo soplido entre los labios fruncidos.
—No sé.
—Es ese… mierda, ¡es su coche! —grita Lacey a mi lado—. ¡Sí sí sí sí sí su coche su coche!
Radar detiene el monovolumen mientras sigo el dedo de Lacey, que señala más allá del campo, detrás del edificio. Un destello plateado. Me agacho, coloco la cara al lado de la suya y veo el arco del techo del coche. Sabe Dios cómo ha llegado hasta allí, porque no hay ningún camino.
Radar para, salgo de un salto y corro hasta el coche. Vacío. Abierto. Abro el maletero. También vacío. Solo hay una maleta abierta y sin nada. Miro a mi alrededor y me dirijo hacia lo que ahora creo que son los restos del Supermercado Agloe. Ben y Radar me adelantan mientras corro por el campo segado. Entramos en el granero no por la puerta, sino por uno de los grandes agujeros que se han formado al caerse la pared de madera.
Dentro del edificio el sol entra por los muchos agujeros del techo e ilumina partes del suelo de madera podrido. Mientras la busco, tomo nota mentalmente de todo lo que veo: las tablas del suelo mojadas. El olor a almendras, como ella. Una vieja bañera con patas en forma de garra en una esquina. Está tan lleno de agujeros que el edificio es a la vez interior y exterior.
Siento que alguien me tira fuerte de la camiseta. Giro la cabeza y veo a Ben, que desplaza los ojos hacia un rincón de la estancia. Tengo que atravesar con la mirada un gran haz de luz que entra por el techo, pero veo ese rincón. Dos paneles de plexiglás de aproximadamente un metro de altura, sucios y tintados de color gris, se apoyan entre sí formando un ángulo pegado a la pared de madera. Es un cubículo triangular, si un cubículo puede ser triangular.
Y lo que sucede con las ventanas tintadas es que dejan pasar la luz, así que veo la inquietante escena, aunque en una escala de grises: Margo Roth Spiegelman está sentada en una silla de oficina de piel negra, inclinada sobre un pupitre de escuela, escribiendo. Lleva el pelo mucho más corto —el flequillo desigual por encima de las cejas y todo alborotado, como para resaltar la asimetría—, pero es ella. Está viva. Ha trasladado su despacho de un centro comercial abandonado de Florida a un granero abandonado de Nueva York, y la he encontrado.
Nos acercamos a Margo los cuatro, pero no parece vernos. Sigue escribiendo. Al final, alguien —quizá Radar— dice:
—¿Margo, Margo?
Margo se levanta de puntillas, con las manos en las paredes del improvisado cubículo. Si le sorprende vernos, sus ojos no lo muestran. Aquí está Margo Roth Spiegelman, a metro y medio de mí, con los labios agrietados, sin maquillar, con las uñas sucias y los ojos mudos. Nunca había visto sus ojos muertos hasta ese punto, pero quizá nunca antes había visto sus ojos. Me observa. Estoy seguro de que está observándome a mí, no a Lacey, Ben o Radar. No me había sentido tan observado desde que los ojos sin vida de Robert Joyner me miraron en Jefferson Park.
Se queda un buen rato en silencio, y me asustan demasiado sus ojos para acercarme a ella. «Yo y este misterio nos enfrentamos aquí», escribió Whitman.
—Dadme cinco minutos —dice por fin.
Vuelve a sentarse y sigue escribiendo.
La observo escribir. Parece la misma de siempre, excepto en que está un poco sucia. No sé por qué, pero siempre pensé que estaría diferente. Más mayor. Que apenas la reconocería cuando por fin volviera a verla. Pero aquí está, la observo a través del plexiglás, y parece Margo Roth Spiegelman, la chica a la que conozco desde que tenía dos años, la chica que era una idea que amaba.
Y solo ahora, cuando cierra la libreta, la mete en una mochila que tiene a su lado, se levanta y se acerca a nosotros, me doy cuenta de que esa idea es no solo equivocada, sino también peligrosa. Qué engañoso creer que una persona es algo más que una persona.
—Hola —le dice a Lacey sonriendo.
Abraza primero a Lacey, luego le da la mano a Ben y por último a Radar. Alza las cejas y dice:
—Hola, Q.
Y me abraza rápidamente y sin apretar. Quiero que se quede ahí. Quiero que suceda algo. Quiero sentirla sollozar contra mi pecho, con las lágrimas resbalando por sus sucias mejillas hasta mi camiseta. Pero se limita a abrazarme rápidamente y se sienta en el suelo. Me siento frente a ella. Ben, Radar y Lacey se sientan también en línea conmigo, de modo que estamos los cuatro delante de Margo.
—Me alegro de verte —digo al rato con la sensación de estar rompiendo una oración silenciosa.
Se aparta el flequillo a un lado. Parece estar decidiendo qué decir exactamente antes de decirlo.
—Yo… bueno… bueno… pocas veces me quedo sin palabras, ¿verdad? No he hablado mucho últimamente. Supongo que deberíamos empezar por: ¿qué demonios hacéis aquí?
—Margo —dice Lacey—. Por Dios, estábamos muy preocupados.
—No teníais que preocuparos —le contesta Margo alegremente—. Estoy bien. —Levanta los dos pulgares—. Estoy OK.
—Podrías habernos llamado para decírnoslo —dice Ben con cierto tono de frustración—. Nos habríamos ahorrado un viaje que ha sido un infierno.
—Según mi experiencia, Ben el Sangriento, cuando te marchas de un sitio, lo mejor es marcharte. ¿Por qué te has puesto un vestido, por cierto?
Ben se ruboriza.
—No lo llames así —interviene Lacey.
Margo lanza una mirada a Lacey.
—Vaya, ¿te has enrollado con él? —Lacey no dice nada—. No me digas que te has enrollado con él —dice Margo.
—Te lo digo —le contesta Lacey—. Y te digo que es genial. Y te digo que eres una zorra. Y te digo que me largo. Encantada de verte, Margo. Gracias por aterrorizarme y hacerme sentirme como una mierda durante todo el último mes de mi último año de instituto, y por ser una zorra cuando te buscamos por todas partes para asegurarnos de que estás bien. Ha sido un placer conocerte.
—Para mí también. Sin ti, ¿cómo habría sabido lo gorda que estaba?
Lacey se levanta y sale pisando fuerte. Sus pasos vibran en el suelo destartalado. Ben sale detrás de ella. Echo una ojeada y veo que Radar se ha levantado también.
—No te conocía hasta que supe de ti por tus pistas —dice Radar—. Tus pistas me gustan más que tú.
—¿De qué mierda está hablando? —me pregunta Margo.
Radar no contesta. Se limita a marcharse.
También yo debería marcharme, por supuesto. Ellos son más amigos míos que Margo, sin duda. Pero tengo preguntas que hacerle. Mientras se levanta y se dirige de nuevo a su cubículo, empiezo por la más obvia:
—¿Por qué te comportas como una niña mimada?
Se gira, me agarra por la camiseta y me grita a la cara:
—¿De qué coño vas presentándote aquí sin avisar?
—¿Cómo narices iba a avisarte si desapareciste de la faz de la Tierra?
Veo que parpadea y sé que no tiene respuesta, así que sigo. Me ha decepcionado. Por… por… No sé. Por no ser la Margo que esperaba. Por no ser la Margo que pensé que por fin había imaginado correctamente.
—Daba por sentado que tendrías una buena razón para no haberte puesto en contacto con nadie desde aquella noche. Pero… ¿esta es tu razón? ¿Para poder vivir como una vagabunda?
Me suelta la camiseta y se aleja de mí.
—¿Y ahora quién está siendo un niño mimado? Me marché de la única manera que puede uno marcharse. Arrancas tu vida de golpe, como una tirita. Y entonces tú eres tú, y Lace es Lace, y cada quien es quien es, y yo soy yo.
—Pero yo no pude ser yo, Margo, porque pensé que estabas muerta. Casi todo el tiempo. Así que tuve que hacer todo tipo de mierdas que jamás habría hecho.
Ahora me grita y me coge de la camisa para colocarse cara a cara.
—Tonterías. No has venido para asegurarte de que estoy bien. Has venido porque querías salvar a la pobrecita Margo de su naturaleza problemática para que estuviera tan agradecida a mi caballero de brillante armadura que me quitara la ropa y te suplicara que me hicieras tuya.
—¡Gilipolleces! —grito, y en buena medida lo son—. Solo estabas jugando con nosotros, ¿verdad? Solo querías asegurarte de que incluso después de marcharte a divertirte por ahí, todo seguía girando a tu alrededor.
Y ella me grita también, más alto de lo que habría creído posible.
—¡Ni siquiera te he decepcionado yo, Q! ¡Te ha decepcionado la idea de mí que te metiste en la cabeza desde que éramos niños!
Intenta girarse, pero la agarro por los hombros y la sujeto frente a mí.
—¿Has pensado alguna vez lo que significaba marcharte? ¿Has pensado en Ruthie? ¿En mí, en Lacey o en cualquiera de las personas a las que les importabas? No. Claro que no. Porque si no te pasa a ti, no le pasa a nadie. ¿Verdad, Margo? ¿Verdad?
Ya no se enfrenta a mí. Se suelta, se gira y vuelve a su despacho. Pega una patada a las paredes de plexiglás, que resuenan contra el escritorio y la silla antes de caer al suelo.
—CÁLLATE CÁLLATE IMBÉCIL.
—Muy bien —le contesto.
El hecho de que Margo pierda totalmente los papeles hace que yo recupere los míos. Intento hablar como mi madre.
—Me callo. Estamos los dos enfadados. Por mi parte… hay muchas cosas sin resolver.
Se sienta en la silla, con los pies apoyados en lo que había sido la pared de su despacho. Mira hacia un rincón del granero. Nos separan al menos tres metros.
—¿Cómo demonios me habéis encontrado?
—Pensé que querías que te encontráramos —le contesto.
Hablo en voz tan baja que me sorprende que me oiga, pero gira la silla para mirarme.
—Puedo jurarte que no.
—El «Canto de mí mismo» —le digo—. Guthrie me llevó a Whitman. Whitman me llevó a la puerta. La puerta me llevó al centro comercial abandonado. Descubrimos cómo leer la pintada oculta. No entendía lo de «ciudades de papel», porque también significa urbanizaciones que no se han llegado a construir, así que pensé que habías ido a una de esas urbanizaciones y que nunca volverías. Pensé que estabas muerta en uno de esos sitios, que te habías matado y por alguna razón querías que yo te encontrara. Así que fui a un montón de urbanizaciones a buscarte. Pero luego encajé el mapa de la tienda de souvenirs con los agujeros de chincheta. Empecé a leer el poema con más atención y pensé que probablemente no ibas de un lado a otro, que te habías encerrado a planificar. A escribir en esa libreta. Encontré Agloe en el mapa, vi tu comentario en la página del Omnictionary, me salté la graduación y vine en coche hasta aquí.
Se pasa una mano por el pelo, pero ya no es lo bastante largo para que le caiga en la cara.
—Odio este corte de pelo —me dice—. Quería cambiar de imagen, pero… es ridículo.
—A mí me gusta —le digo—. Te enmarca muy bien la cara.
—Siento haber sido tan zorra —me dice—. Tienes que entenderlo… Bueno, aparecéis por aquí de la nada y me acojonáis…
—Podrías haberte limitado a decir: «Chicos, me estáis acojonando» —le digo.
Se burla.
—Sí, claro, porque esa es la Margo Roth Spiegelman que todo el mundo conoce y a la que todo el mundo quiere. —Se queda un momento callada y luego dice—: Sabía que no debía haber escrito eso en el Omnictionary. Solo pensé que sería divertido que lo encontraran después. Pensé que la poli llegaría a encontrarme, pero no a tiempo. El Omnictionary tiene mil millones de páginas. Nunca pensé…
—¿Qué?
—He pensado mucho en ti, si eso responde a tu pregunta. Y en Ruthie. Y en mis padres. Por supuesto, ¿vale? Quizá soy la persona más tremendamente egocéntrica de la historia del mundo. Pero ¿crees que lo habría hecho si no lo hubiera necesitado? —Mueve la cabeza. Se inclina por fin hacia mí, con los codos en las rodillas, y hablamos. A cierta distancia, pero da igual—. No se me ocurría otra manera de marcharme sin que me arrastraran de vuelta.
—Me alegro de que no estés muerta —le digo.
—Sí, yo también —me contesta. Sonríe, y es la primera vez que veo esa sonrisa que tanto he echado de menos—. Por eso tuve que marcharme. Por jodida que sea la vida, siempre es mejor que la muerte.
Suena mi móvil. Es Ben. Contesto.
—Lacey quiere hablar con Margo —me dice.
Me acerco a Margo, le paso el teléfono y me quedo ahí mientras ella escucha con los hombros encorvados. Oigo los ruidos procedentes del teléfono, y entonces oigo a Margo interrumpiendo a Lacey.
—Oye —le dice—, lo siento mucho. Solo estaba muy asustada.
Y silencio. Lacey empieza a hablar de nuevo, y al final Margo se ríe y dice algo. Siento que deberían tener cierta privacidad, así que voy a echar un vistazo. Contra la pared del despacho, pero en la esquina opuesta del granero, Margo ha montado una especie de cama: cuatro palés con una colchoneta hinchable encima. Su reducida colección de ropa, perfectamente doblada, está en otro palé, al lado de la cama. Hay un cepillo y pasta de dientes, además de una taza grande de plástico. Estas cosas están encima de dos libros: La campana de cristal, de Sylvia Plath, y Matadero cinco, de Kurt Vonnegut. Me cuesta creer que haya estado viviendo así, con esta irreconciliable mezcla de pulcra zona residencial y espeluznante deterioro. Y también me cuesta creer el tiempo que he perdido creyendo que estaba viviendo de cualquier otra manera.
—Están en un motel del parque. Lace me ha dicho que se marchan mañana por la mañana, contigo o sin ti —me dice Margo a mi espalda.
Cuando dice «ti» en lugar de «nosotros», pienso por primera vez lo que va a venir después.
—Soy casi autosuficiente —me dice, ya a mi lado—. Hay una letrina, pero en bastante mal estado, así que suelo ir al baño en la parada de camiones al este de Roscoe. También hay duchas, y las de las mujeres están bastante limpias, porque no hay muchas camioneras. Y tienen internet. Es como si esto fuera mi casa, y la parada de camiones fuera mi casita en la playa.
Me río.
Se adelanta, se arrodilla y mira debajo de los palés de la cama. Saca una linterna y un trozo cuadrado de plástico.
—Es lo único que he comprado en todo el mes, aparte de gasolina y comida. Solo me he gastado unos trescientos dólares.
Cojo el cuadrado y veo por fin que es un tocadiscos a pilas.
—Me traje un par de discos —me dice—. Pero conseguiré más en la ciudad.
—¿La ciudad?
—Sí, hoy me voy a Nueva York. De ahí lo del Omnictionary. Voy a empezar a viajar en serio. En un principio, hoy era el día en que pensaba marcharme de Orlando. Iba a ir a la graduación, a hacer todas las sofisticadas bromas de la noche de graduación contigo, y pensaba marcharme a la mañana siguiente. Pero no aguanté más. De verdad que no podía aguantar ni una hora más. Y cuando me enteré de lo de Jase… Pensé: «Lo tengo todo planificado. Sencillamente cambio la fecha». Pero lamento haberte asustado. Intenté no asustarte, pero la última parte fue muy precipitada. No ha sido mi mejor trabajo.
Como planes de huida precipitados llenos de pistas, me parecieron bastante impresionantes. Pero sobre todo me sorprendía que me hubiera incluido en sus planes desde el principio.
—Ya me pondrás al corriente —le dije intentando sonreír—. Bueno, me pregunto muchas cosas. Qué habías planificado y qué no. Qué significaba cada cosa. Por qué las pistas iban dirigidas a mí. Por qué te marchaste… Esas cosas.
—Hum, vale, vale. Para contarte esa historia, tenemos que empezar por otra.
Se levanta y sigo sus pasos, que evitan hábilmente los trozos de suelo podridos. Vuelve a su despacho, mete la mano en la mochila y saca la libreta negra. Se sienta en el suelo, cruza las piernas y da palmaditas al trozo de suelo que está a su lado. Me siento. Apoya la mano en la libreta cerrada.
—Esto se remonta a hace mucho tiempo —me dice—. Cuando estaba en cuarto, empecé a escribir un relato en esta libreta. Era una especie de historia de detectives.
Pienso que si le quitara la libreta, podría hacerle chantaje. Podría utilizarla para que volviera a Orlando, ella podría buscarse un trabajo para el verano y vivir en un apartamento hasta que empezara la universidad, y al menos tendríamos el verano. Pero me limito a escucharla.
—Bueno, no me gusta chulear, pero es una obra literaria brillante como pocas. Es broma. Son las estúpidas divagaciones llenas de deseos y magia de cuando tenía diez años. La protagonista es una niña llamada Margo Spiegelman, que es como era yo a los diez años, menos en que sus padres son amables y ricos y le compran todo lo que quiere. A Margo le gusta un chico llamado Quentin, que es como tú en todo, menos en que es valiente, heroico, estaría dispuesto a morir por protegerme y todo eso. También está Myrna Mountweazel, que es igual que Myrna Mountweazel, pero tiene poderes mágicos. Por ejemplo, en el relato todo el que acaricia a Myrna Mountweazel no puede mentir durante diez minutos. Y Myrna habla. Claro que habla. ¿Alguna vez un niño de diez años ha escrito un libro sobre un perro que no sepa hablar?
Me río, aunque sigo pensando en la Margo de diez años a la que le gusta el Quentin de diez años.
—Bueno, pues en el relato —sigue diciendo Margo— Quentin, Margo y Myrna Mountweazel están investigando la muerte de Robert Joyner, y su muerte es exactamente igual que aquella muerte real, pero en lugar de haberse disparado a sí mismo en la cara, le ha disparado alguien. Y la historia trata de nosotros descubriendo quién lo mató.
—¿Quién lo mató?
Se ríe.
—¿Quieres que te cuente el final?
—Bueno —le contesto—, mejor lo leo.
Abre la libreta y me muestra una página. El texto es indescifrable, no porque Margo tenga mala letra, sino porque encima de las líneas horizontales hay líneas verticales.
—Escribo cruzado —me dice—. Es muy difícil que lo descifre alguien que no sea yo. Bueno, vale, te contaré el final, pero antes tienes que prometerme que no vas a enfadarte.
—Te lo prometo —le contesto.
—Resulta que el crimen lo cometió el hermano alcohólico de la hermana de la exmujer de Robert Joyner, que estaba loco porque había sido poseído por el espíritu de un malvado gato del Egipto antiguo. Como he dicho, un relato de primera. Pero, bueno, en la historia, tú, yo y Myrna Mountweazel nos enfrentamos al asesino, que intenta dispararme, pero tú saltas, te colocas delante y mueres heroicamente en mis brazos.
Me río.
—Genial. La historia era tan prometedora, con la chica guapa a la que le gusto, el misterio y la intriga, y resulta que la palmo.
—Bueno, sí —me dice sonriendo—. Pero tenía que matarte, porque el otro único final posible era acabar en la cama, y la verdad es que no estaba emocionalmente preparada para escribir esas cosas a los diez años.
—Lo entiendo —le digo—. Pero cuando lo revises, quiero un poco de acción.
—Quizá después de que el malo te haya disparado. Un beso antes de morir.
—Muy amable.
Podría levantarme, acercarme a ella y besarla. Podría. Pero todavía puedo estropear demasiadas cosas.
—En fin, terminé el relato en quinto. Unos años después decido que me marcho a Mississippi. Y entonces escribo todos mis planes para el épico acontecimiento en esta libreta, encima del relato anterior, y al final me voy. Cojo el coche de mi madre, hago casi dos mil kilómetros y dejo pistas en la sopa. Ni siquiera me gustó el viaje, la verdad. Me sentí muy sola. Pero me encanta haberlo hecho, ¿eh? Entonces empiezo a superponer más historias, bromas e ideas para emparejar a ciertas chicas con ciertos chicos, enormes campañas de empapelado de casas, más viajes en coche y muchas otras cosas. La libreta está medio llena cuando empezamos el último año y es entonces cuando decido que voy a hacer una sola cosa más, algo grande, y luego me marcharé.
Va a seguir hablando, pero tengo que detenerla.
—Me pregunto si era cosa del sitio o de la gente. ¿Qué habría pasado si la gente que te hubiera rodeado hubiera sido diferente?
—¿Cómo puedes separar una cosa de la otra? La gente es el sitio, y el sitio es la gente. Y bueno, no pensaba que hubiera nadie más de quien pudiera ser amiga. Pensaba que todos estaban asustados, como tú, o que les daba igual, como a Lacey. Y…
—No estoy tan asustado como piensas —le digo.
Y es verdad. Solo me doy cuenta de que es verdad cuando ya lo he dicho. Pero aun así.
—Ya estoy llegando a esa parte —dice casi quejándose—. Cuando estoy en primero, Gus me lleva al Osprey… —Niego con la cabeza, confundido—. El centro comercial abandonado. Y empiezo a ir por mi cuenta cada dos por tres, solo para pasar el rato y escribir mis planes. Y hacia el último año, todos los planes empezaron a girar en torno a la última escapada. Y no sé si es porque leía mi viejo relato cuando iba, pero enseguida te incluí en mis planes. La idea era que íbamos a hacer todas esas cosas juntos —como entrar en el SeaWorld, que estaba en el plan original— y yo te presionaría para que fueras un capullo. Esa noche te liberaría. Y luego desaparecería y tú siempre me recordarías.
»Al final el plan ocupa unas setenta páginas, y está a punto de cumplirse, ha ido todo muy bien, pero descubro lo de Jase y decido marcharme. Inmediatamente. No necesito graduarme. ¿Qué sentido tiene graduarse? Pero antes tengo que atar los cabos sueltos. Así que todo ese día, en el instituto, llevo la libreta conmigo, intentando como una loca adaptar el plan a Becca, Jase, Lacey y todo el que no era tan amigo mío como yo pensaba, intentando que se me ocurrieran ideas para que todo el mundo supiera lo mucho que me habían decepcionado antes de abandonarlos para siempre.
»Pero todavía quería hacerlo contigo. Todavía me gustaba la idea de convertirte quizá en algo parecido al héroe de puta madre de mi relato infantil.
»Y entonces me sorprendes —me dice—. Para mí habías sido un chico de papel todos estos años… Dos dimensiones como personaje en el papel y otras dos dimensiones diferentes, pero también planas, como persona. Pero aquella noche resultó que eras real. Y acaba siendo tan raro, divertido y mágico que vuelvo a mi habitación por la mañana y te echo de menos. Quiero pasar a buscarte, salir por ahí y charlar, pero ya he decidido marcharme, así que tengo que marcharme. Y entonces, en el último segundo, se me ocurre mandarte al Osprey. Dejártelo a ti para que te ayude a seguir avanzando por el camino de no ser un gatito asustado.
»Y sí, eso es todo. Pienso en algo rápidamente. Pego el póster de Woody en la parte de fuera de la persiana, rodeo con un círculo la canción del disco y marco los dos versos del “Canto de mí mismo” en un color diferente del que había utilizado cuando lo leí. Luego, cuando ya te has ido al instituto, me cuelo por tu ventana y meto el trozo de periódico en la puerta. Esa misma mañana voy al Osprey, en parte porque todavía no me siento preparada para marcharme, y en parte porque quiero dejártelo limpio. En fin, el caso es que no quería que te preocuparas. Por eso cubrí la pintada. No sabía que conseguirías verla. Arranqué las páginas del calendario que había utilizado y quité también el mapa, que había tenido colgado desde que vi que incluía Agloe. Y entonces, como estoy cansada y no tengo adónde ir, duermo allí. En realidad, al final paso allí dos noches, intentando reunir el valor, supongo. Y también, no sé, pensé que quizá lo encontrarías enseguida. Y entonces me fui. Tardé dos días en llegar aquí. Y aquí he estado desde entonces.
Parece haber terminado, pero me queda otra pregunta.
—¿Y por qué precisamente aquí?
—Una ciudad de papel para una chica de papel —me contesta—. Leí lo de Agloe en un libro de «cosas sorprendentes» cuando tenía diez u once años. Y nunca me lo quité de la cabeza. La verdad es que cada vez que subía al SunTrust Building (incluida la última vez que fui contigo), lo que pensaba al mirar hacia abajo no era que todo era de papel. Miraba hacia abajo y pensaba que yo era de papel. Yo era la persona débil y plegable, no los demás. Y esa es la cuestión. A la gente le encanta la idea de una chica de papel. Siempre le ha encantado. Y lo peor es que a mí me encantaba también. Lo cultivaba, ¿sabes?
»Porque es genial ser una idea que a todo el mundo le gusta. Pero no podía ser la idea de mí misma, no del todo. Y Agloe es un lugar en el que una creación de papel se convierte en real. Un punto en el mapa se convirtió en un lugar real, más real de lo que las personas que crearon ese punto habrían imaginado. Pensé que quizá aquí la silueta de papel de una chica podría empezar a convertirse en real. Y me parecía una manera de decirle a esa chica a la que le preocupaba la popularidad, la ropa y todo lo demás: “Irás a las ciudades de papel. Y nunca volverás”.
—La pintada —le dije—. Por Dios, Margo, he recorrido muchas urbanizaciones abandonadas buscando tu cadáver. De verdad pensé… De verdad pensé que estabas muerta.
Se levanta, rebusca un momento en su mochila, saca La campana de cristal y me lee.
—«Pero cuando llegó el momento de hacerlo, la piel de mi muñeca parecía tan blanca e indefensa que no pude. Era como si lo que yo quería matar no estuviera en esa piel, ni en el ligero pulso azul que saltaba bajo mi pulgar, sino en alguna parte más profunda, más secreta y mucho más difícil de alcanzar».
Vuelve a sentarse a mi lado, muy cerca, frente a mí. La tela de nuestros vaqueros se toca sin que nuestras rodillas lleguen a rozarse.
—Sé de lo que habla —dice Margo—. Ese algo más profundo y más secreto. Son como grietas dentro de ti. Como líneas defectuosas en las que las cosas no encajan bien.
—Me gusta —le digo—. O como grietas en el casco de un barco.
—Sí, sí.
—Al final te hundes.
—Exacto —me dice.
Ahora estamos dialogando.
—No puedo creerme que no quisieras que te encontrara.
—Perdona. Si vas a sentirte mejor, estoy impresionada. Además, está bien tenerte aquí. Eres un buen compañero de viaje.
—¿Es una propuesta? —le pregunto.
—Puede ser —me contesta sonriendo.
El corazón lleva tanto tiempo dándome vueltas en el pecho que esta especie de borrachera me parece casi soportable, pero solo casi.
—Margo, si vuelves a casa a pasar el verano… mis padres han dicho que puedes vivir con nosotros, o puedes buscar trabajo y un apartamento para el verano, y luego empezarán las clases y no tendrás que volver a vivir con tus padres.
—No es solo por ellos. Volvería a quedarme atrapada y nunca saldría de allí. No son solo los cotilleos, las fiestas y toda esa mierda, sino la perspectiva de vivir la vida como hay que vivirla: universidad, trabajo, marido, hijos y todas esas gilipolleces.
El problema es que yo sí creo en la universidad, en el trabajo y quizá en los hijos algún día. Creo en el futuro. Quizá es una tara de mi carácter, pero en mi caso es congénita.
—Pero la universidad te amplía las oportunidades —le digo por fin—. No te las limita.
Sonríe con suficiencia.
—Gracias, orientador universitario Jacobsen —me dice, y cambia de tema—. Pensaba mucho en ti metido en el Osprey. En si te acostumbrarías. En si dejarías de preocuparte por las ratas.
—Así fue —le contesto—. Empezó a gustarme. La verdad es que pasé allí la noche del baile.
Sonríe.
—Increíble. Me imaginaba que al final te gustaría. Nunca me aburría en el Osprey, pero era porque en algún momento tenía que volver a casa. Cuando llegué aquí sí que me aburría. No hay nada que hacer. He leído mucho desde que llegué. No conocer a nadie me ponía cada vez más nerviosa. Y esperaba que esa soledad y ese nerviosismo me hicieran volver atrás. Pero no ha sido así. Es lo único que no puedo hacer, Q.
Asiento. Lo entiendo. Imagino que es duro volver atrás cuando las palmas de tu mano abarcan continentes. Pero lo intento una vez más.
—¿Y qué pasará después del verano? ¿Qué pasará con la universidad? ¿Qué pasará con el resto de tu vida?
Se encoge de hombros.
—¿Qué pasará?
—¿No te preocupa el futuro?
—El futuro está formado por ahoras —me contesta.
No tengo nada que decir. Estoy dándole vueltas cuando Margo dice:
—Emily Dickinson. Como te he dicho, estoy leyendo mucho.
Creo que el futuro merece que creamos en él. Pero es difícil llevarle la contraria a Emily Dickinson. Margo se levanta, se cuelga la mochila de un hombro y me tiende la mano.
—Vamos a dar un paseo.
Mientras salimos, Margo me pide el teléfono. Teclea un número y cuando voy a apartarme para dejarla hablar me sujeta del brazo para que me quede con ella. Camino a su lado hacia el campo mientras habla con sus padres.
—Hola, soy Margo… Estoy en Agloe, Nueva York, con Quentin… Vaya… Bueno, no, mamá, solo estoy pensando cómo contestarte con sinceridad… Mamá, vamos… No lo sé, mamá… Decidí trasladarme a un lugar ficticio. Eso es lo que pasó… Sí, bueno, de todas formas no creo que vaya por ahí… ¿Puedo hablar con Ruthie?… Hola, guapa… Sí, bueno, yo te quise primero… Sí, lo siento. Fue un error. Pensé… No sé lo que pensé, Ruthie, pero fue un error y a partir de ahora te llamaré. Quizá no llamaré a mamá, pero te llamaré a ti… ¿Los miércoles?… Los miércoles no puedes. Hum. Vale. ¿Qué día te va bien?… Los martes… Sí, cada martes… Sí, incluido este martes. —Margo cierra los ojos y aprieta los dientes—. Muy bien, Ruthers, ¿puedes pasarme a mamá?… Te quiero, mamá. Todo irá bien. Te lo prometo… Sí, vale, tú también. Adiós.
Se detiene y cuelga el teléfono, pero se lo queda un minuto. Lo aprieta tan fuerte que las puntas de los dedos empiezan a ponérsele rojas. Luego lo deja caer al suelo. Su grito es breve, pero ensordecedor, y mientras resuena soy consciente por primera vez del miserable silencio de Agloe.
—Se cree que lo que tengo que hacer es complacerla, que no debería desear otra cosa, y cuando no la complazco… me echa. Ha cambiado las cerraduras. Es lo primero que me ha dicho. Por Dios.
—Lo siento —le digo apartando la hierba amarillenta, que nos llega a las rodillas, para coger el teléfono—. Pero ¿bien con Ruthie?
—Sí, es muy maja. Me odio a mí misma por… ya sabes… no haber hablado con ella.
—Sí —le digo.
Me da un empujón en broma.
—¡Se supone que deberías hacer que me sintiera mejor, no peor! —me dice—. ¡Es tu papel!
—No sabía que lo que tenía que hacer era complacerla, señorita Spiegelman.
Se ríe.
—Ay, me comparas con mi madre. Qué insulto. Pero me lo merezco. Bueno, ¿qué tal te ha ido? Si Ben está saliendo con Lacey, seguro que tú estás pegándote orgías todas las noches con un montón de animadoras.
Caminamos despacio por el campo desigual. No parece grande, pero a medida que avanzamos me doy cuenta de que no hay manera de que nos acerquemos a los árboles del fondo. Le cuento que me salté la graduación y lo del milagroso giro del Dreidel. Le cuento lo del baile, la pelea de Lacey con Becca y mi noche en el Osprey.
—Fue la noche en que supe que no había duda de que habías estado allí —le digo—. La manta todavía olía como tú.
Y cuando se lo digo, su mano roza la mía, y se la cojo porque me da la impresión de que ahora ya no hay tanto que estropear. Me mira.
—Tenía que marcharme. No debería haberte asustado, fue una estupidez, tendría que haberme ido de otra manera, pero tenía que irme. ¿Lo entiendes ahora?
—Sí —le digo—, pero creo que ya puedes volver. De verdad lo creo.
—No, no lo crees —me contesta.
Y tiene razón. Me lo ve en la cara. Por fin entiendo que no puedo ser ella, y que ella no puede ser yo. Quizá Whitman tenía un don que yo no tengo. Por lo que a mí respecta, tengo que preguntarle al herido dónde tiene la herida, porque no puedo convertirme en el herido. El único herido que puedo ser es yo mismo.
Pisoteo la hierba y me siento. Margo se tumba a mi lado, con la mochila como almohada. Me tumbo boca arriba también yo. Saca un par de libros de la mochila y me los pasa para que me hagan de almohada. Una antología de poemas de Emily Dickinson y Hojas de hierba.
—Tenía dos ejemplares —me dice sonriendo.
—Es buenísimo —le digo—. No podrías haber elegido mejor.
—Fue una decisión impulsiva aquella mañana, de verdad. Recordé el fragmento sobre las puertas y pensé que era perfecto. Pero luego, al llegar aquí, volví a leerlo. No lo había leído desde el segundo año de instituto y, sí, me gustó. He intentado leer un montón de poesía. Intentaba descubrir… qué fue lo que me sorprendió de ti aquella noche. Y durante mucho tiempo he pensado que fue cuando citaste a T. S. Eliot.
—Pero no era eso —le digo—. Te sorprendieron mis bíceps y mi elegante salida por la ventana.
Sonríe.
—Cállate y déjame piropearte, gilipuertas. No fue ni la poesía ni tus bíceps. Lo que me sorprendió fue que, a pesar de tus ataques de ansiedad y todo eso, realmente eras como el Quentin de mi relato. Bueno, llevaba años escribiendo encima de esa historia, y cada vez que escribía, leía también esa página, y siempre me reía y me decía… No te ofendas, pero me decía: «Joder, no me creo que pensara que Quentin Jacobsen era un supertío bueno, superleal defensor de la justicia». Pero… bueno… lo eras.
Podría girarme, y ella también podría girarse. Y podríamos besarnos. Pero ¿qué sentido tiene besarla ahora? Es algo que no irá a ninguna parte. Los dos contemplamos el cielo sin nubes.
—Las cosas nunca suceden como imaginas —me dice.
El cielo es como un cuadro monocromático contemporáneo, su ilusión de profundidad me atrae y me eleva.
—Sí, es verdad —le digo. Pero lo pienso un segundo y añado—: Pero también es verdad que si no imaginas, nunca pasa nada.
Imaginar no es perfecto. No puedes meterte dentro de otra persona. Nunca me habría imaginado la rabia de Margo cuando la encontramos, ni la historia que estaba escribiendo. Pero imaginar que eres otra persona, o que el mundo es otra cosa, es la única manera de entrar. Es la máquina que mata fascistas.
Se gira hacia mí, apoya la cabeza en mi hombro y nos quedamos tumbados, como nos imaginé en la hierba del SeaWorld. Hemos necesitado miles de kilómetros y muchos días, pero aquí estamos: su cabeza sobre mi hombro, su respiración en mi cuello y el enorme cansancio de los dos. Estamos ahora como habría deseado estar entonces.
Cuando me despierto, la mortecina luz del día hace que parezca que todo es importante, desde el cielo amarillento hasta los tallos de hierba por encima de mi cabeza, que oscilan a cámara lenta como una reina de la belleza. Me coloco de lado y veo a Margo Roth Spiegelman arrodillada y con las manos en el suelo a unos metros de mí, los vaqueros se le ajustan a sus piernas. Tardo un momento en darme cuenta de que está cavando. Me arrastro hasta ella y empiezo a cavar a su lado. La tierra debajo de la hierba está seca como polvo entre mis dedos. Me sonríe. Me late el corazón a la velocidad del sonido.
—¿Qué estamos cavando? —le pregunto.
—No es la pregunta correcta —me dice—. La pregunta es: ¿para quién estamos cavando?
—De acuerdo. ¿Para quién estamos cavando?
—Estamos cavando tumbas para la pequeña Margo, el pequeño Quentin, la cachorrilla Myrna Mountweazel y el pobre Robert Joyner muerto —me contesta.
—Creo que apoyo esos entierros —le digo.
La tierra es grumosa y seca, perforada por el paso de insectos como un hormiguero abandonado. Hundimos las manos en el suelo una y otra vez, y cada puñado de tierra arrastra una pequeña nube de polvo. Abrimos un agujero grande y profundo. La tumba debe ser apropiada. No tardo en llegar a los codos. Se me ensucia la manga de la camiseta cuando me seco el sudor de la mejilla. Las mejillas de Margo están cada vez más rojas. Me llega su olor, y huele como aquella noche antes de que saltáramos al foso en el SeaWorld.
—Nunca he pensado en él como en una persona real —me dice.
Mientras habla, aprovecho la ocasión para hacer una pausa y me siento en cuclillas.
—¿En quién, en Robert Joyner?
Sigue cavando.
—Sí. Bueno, ya sabes, fue algo que me sucedió a mí. Pero antes de que fuera una figura menor en el drama de mi vida, era… en fin, la figura central del drama de su propia vida.
Yo tampoco he pensado nunca en él como persona. Un tipo que jugó en la tierra como yo. Un tipo que se enamoró como yo. Un tipo al que se le rompieron los hilos, que no sintió que las raíces de su hoja de hierba estuvieran conectadas con el campo, un tipo que estaba chiflado. Como yo.
—Sí —digo al rato, mientras vuelvo a cavar—. Siempre fue solo un cadáver para mí.
—Ojalá hubiéramos podido hacer algo —dice Margo—. Ojalá hubiéramos podido demostrar lo heroicos que éramos.
—Sí. Habría estado bien decirle que, fuera lo que fuese, no tenía por qué ser el fin del mundo.
—Sí, aunque al final lo que sea te mate.
Me encojo de hombros.
—Sí, lo sé. No estoy diciendo que pueda sobrevivirse a todo. Solo que puede sobrevivirse a todo, menos a lo último.
Vuelvo a hundir la mano. La tierra aquí es mucho más oscura que en Orlando. Lanzo un puñado a la pila que está detrás de nosotros y me siento. Se me está ocurriendo una idea e intento abrirme camino hacia ella. Nunca he dicho tantas palabras seguidas a Margo en nuestra larga y notoria relación, pero ahí va, mi última actuación para ella.
—Cuando pensaba en él muriendo, que admito que no ha sido muchas veces, siempre pensaba en lo que dijiste, en que se le habían roto los hilos por dentro. Pero hay mil maneras de verlo. Quizá los hilos se rompen, o quizá nuestros barcos se hunden, o quizá somos hierba y nuestras raíces son tan interdependientes que nadie está muerto mientras quede alguien vivo. Lo que quiero decir es que no nos faltan las metáforas. Pero debes tener cuidado con la metáfora que eliges, porque es importante. Si eliges los hilos, estás imaginándote un mundo en el que puedes romperte irreparablemente. Si eliges la hierba, estás diciendo que todos estamos infinitamente interconectados, que podemos utilizar ese sistema de raíces no solo para entendernos unos a otros, sino para convertirnos los unos en los otros. Las metáforas implican cosas. ¿Entiendes lo que te digo?
Margo asiente.
—Me gustan los hilos —sigo diciendo—. Siempre me han gustado. Porque así lo siento. Pero creo que los hilos hacen que el dolor parezca más fatal de lo que es. No somos tan frágiles como nos harían creer los hilos. Y también me gusta la hierba. La hierba me ha traído hasta ti, me ha ayudado a imaginarte como una persona real. Pero no somos brotes diferentes de la misma planta. Yo no puedo ser tú. Tú no puedes ser yo. Puedes imaginarte a otro… pero nunca perfectamente, ¿sabes?
»Quizá es más como has dicho antes, que todos estamos agrietados. Cada uno de nosotros empieza siendo un recipiente hermético. Y pasan cosas. Personas que nos dejan, o que no nos quieren, o que no nos entienden, o que no las entendemos, y nos perdemos, nos fallamos y nos hacemos daño. Y el recipiente empieza a agrietarse por algunos sitios. Y, sí, en cuanto el recipiente se agrieta, el final es inevitable. En cuanto empieza a entrar la lluvia dentro del Osprey, ya nunca será remodelado. Pero está todo ese tiempo desde que las grietas empiezan a abrirse hasta que por fin nos desmoronamos. Y solo en ese tiempo podemos vernos unos a otros, porque vemos lo que hay fuera a través de nuestras grietas, y lo que hay dentro se nos ve también a través de ellas. ¿Cuándo nos vimos tú y yo cara a cara? No hasta que me viste entre mis grietas, y yo a ti entre las tuyas. Hasta ese momento solo veíamos ideas del otro, como mirar tu persiana, pero sin ver lo que había dentro. Pero cuando el recipiente se rompe, la luz puede entrar. Y puede salir.
Se lleva los dedos a los labios, como si estuviera concentrándose, o como si me ocultara la boca, o como si quisiera sentir sus palabras.
—Eres especial —me dice por fin.
Me mira. Mis ojos, sus ojos y nada entre ellos. No voy a ganar nada besándola, pero ya no pretendo ganar nada.
—Hay algo que tengo que hacer —le digo.
Asiente ligeramente, como si supiera qué es ese algo. Y la beso.
El beso acaba un rato después, cuando me dice:
—Puedes venir a Nueva York. Será divertido. Será como besarnos.
—Besarnos es especial —le digo.
—Estás diciéndome que no —me contesta.
—Margo, toda mi vida está allí, y no soy tú, y…
Pero no puedo decir nada más, porque vuelve a besarme, y en el momento en que me besa sé sin la menor duda que llevamos caminos distintos. Se levanta y se dirige hacia donde estábamos tumbados para coger su mochila. Saca la libreta, vuelve a la tumba y deja la libreta en el suelo.
—Te echaré de menos —susurra.
Y no sé si habla conmigo o con la libreta. Y tampoco yo sé con quién hablo cuando digo:
—Yo también. Ve con Dios, Robert Joyner.
Lanzo un puñado de tierra sobre la libreta.
—Ve con Dios, joven y heroico Quentin Jacobsen —dice Margo lanzando también un puñado de tierra.
—Ve con Dios, valiente ciudadana de Orlando Margo Roth Spiegelman —digo lanzando otro puñado.
—Ve con Dios, mágica cachorrilla Myrna Mountweazel —dice Margo lanzando otro puñado.
Empujamos la tierra sobre el libro y apisonamos el suelo. La hierba no tardará en volver a crecer. Para nosotros será la cabellera suelta y hermosa de las tumbas.
Volvemos al Supermercado Agloe cogidos de la mano, que están ásperas por la tierra. Ayudo a Margo a cargar en el coche sus cosas: la ropa, los artículos de aseo y la silla. El momento es tan valioso que, en lugar de facilitar la conversación, la hace más difícil.
Estamos frente al aparcamiento de un motel de una sola planta cuando la despedida es inevitable.
—Conseguiré un móvil y te llamaré —me dice—. Y te escribiré e-mails. Y comentarios misteriosos en la página de las ciudades de papel del Omnictionary.
Sonrío.
—Te escribiré un e-mail cuando lleguemos a casa —le digo—, y espero respuesta.
—Prometido. Y nos veremos. No vamos a dejar de vernos.
—A finales de verano quizá pueda ir a verte, antes de que empiecen las clases —le digo.
—Sí —me contesta—. Sí, buena idea.
Sonrío y asiento. Se gira y estoy preguntándome si lo decía en serio cuando veo que encorva los hombros. Está llorando.
—Nos vemos entonces. Y entretanto te escribiré —digo.
—Sí —me contesta sin girarse, con voz ronca—. Yo también te escribiré.
Decir estas cosas evita que nos desmoronemos. Y quizá imaginando esos futuros podemos hacerlos reales, o quizá no, pero en cualquier caso tenemos que imaginarlos. La luz se desborda y lo inunda todo.
Estoy en este aparcamiento pensando que nunca he estado tan lejos de casa, y aquí está la chica a la que amo y a la que no puedo seguir. Espero que sea la misión del héroe, porque no seguirla es lo más duro que he hecho en mi vida.
Pienso que subirá al coche, pero no lo hace. Al final se gira hacia mí y veo sus ojos mojados. El espacio físico que nos separa se desvanece. Tocamos las cuerdas rotas de nuestros instrumentos por última vez.
Siento sus manos en mi espalda. Y aunque está oscuro, no cierro los ojos mientras la beso, y Margo tampoco. Está tan cerca de mí que puedo verla, porque incluso ahora aparece el signo externo de la luz invisible, incluso por la noche en este aparcamiento a las afueras de Agloe. Después de besarnos nos miramos tan de cerca que nuestras frentes se tocan. Sí, la veo casi a la perfección en esta agrietada oscuridad.