Sigo conduciendo. Giramos hacia el norte y nos metemos en la I-95 para subir por la costa de Florida, aunque no exactamente por la costa. Aquí todo son pinos demasiado delgados para su altura, como yo. Pero básicamente solo veo la carretera, adelanto coches y de vez en cuando nos adelanta alguno, estoy siempre atento a los que van delante y a los que van detrás, a los que se acercan y a los que salen del carril.
Ahora Lacey y Ben se han sentado juntos, Radar está en el asiento de atrás y juegan a una estúpida versión del veo veo que consiste en decir solo cosas que no pueden verse físicamente.
—Veo veo algo trágicamente a la última —dice Radar.
—¿La sonrisa torcida hacia la derecha de Ben? —pregunta Lacey.
—No —le contesta Radar—. Y no seas tan empalagosa con Ben. Es repugnante.
—¿La idea de viajar hasta Nueva York sin llevar nada debajo de la toga, cuando los de los coches que nos adelantan dan por sentado que llevas un traje?
—No —le contesta Radar—. Eso solo es trágico.
—Al final te gustarán los vestidos —dice Lacey sonriendo—. Disfrutas de la brisa.
—¡Ya sé! —digo yo—. Ves un viaje por carretera de veinticuatro horas en un monovolumen. Está a la última porque los viajes por carretera siempre están a la última, y es trágico porque la gasolina que chupa este coche destruirá el planeta.
Radar dice que no y siguen intentando adivinarlo. Me mantengo en ciento quince kilómetros por hora, rezo para que no me pongan una multa y juego al veo veo metafísico. Lo trágicamente a la última resulta ser no conseguir devolver las togas alquiladas a tiempo. Dejo atrás a toda velocidad un coche de policía parado en la mediana de hierba. Sujeto el volante con fuerza, con las dos manos, convencido de que va a perseguirnos y a hacernos parar. Pero no. Quizá el poli sabe que voy a esa velocidad porque no me queda más remedio.