Son las 2:40 de la madrugada. Lacey está durmiendo. Radar está durmiendo. Yo conduzco. La carretera está desierta. Incluso la mayoría de los camioneros se han ido a dormir. Durante muchos minutos no veo luces de frente. Ben va a mi lado y me da conversación para mantenerme despierto. Charlamos sobre Margo.
—¿Has pensado cómo vamos a encontrar Agloe? —me pregunta.
—Bueno, tengo una ligera idea de dónde está el cruce —le contesto—. Y solo es un cruce.
—¿Y Margo va a estar en una esquina, sentada en el maletero del coche, esperándote con la barbilla apoyada en las manos?
—Sería un detalle —le contesto.
—Colega, tengo que decirte que me preocupa un poco que… si las cosas no van como las has planeado, te lleves una gran decepción.
—Solo quiero encontrarla —le digo, y es verdad.
Solo quiero que esté viva y a salvo. Encontrarla. Que el hilo siga su curso. Lo demás es secundario.
—Sí, pero… No sé —dice Ben. Noto que está mirándome muy serio—. Pero… Pero recuerda que algunas veces las personas no son como crees que son. Por ejemplo, siempre había pensado que Lacey estaba buenísima, que era increíble y guay, pero ahora, cuando realmente estoy con ella… no es lo mismo. Las personas son diferentes cuando puedes olerlas y verlas de cerca, ¿sabes?
—Lo sé —le contesto.
Sé que durante mucho tiempo me he equivocado, y mucho, imaginándola.
—Solo digo que antes era fácil que me gustara Lacey. Es fácil que te guste alguien desde la distancia. Pero cuando deja de ser algo increíble e inalcanzable y empieza a ser una chica normal, con una extraña relación con la comida, bastante cascarrabias y mandona… entonces básicamente tiene que empezar a gustarme una persona totalmente diferente.
Siento que me arden las mejillas.
—¿Estás diciéndome que en realidad no me gusta Margo? Después de todo esto… Ya llevo doce horas metido en este coche y crees que no me importa Margo porque no… —Me interrumpo—. ¿Crees que porque tienes novia puedes subirte a la montaña y pegarme un sermón? A veces eres tan…
Me callo porque al final de la luz de los faros veo algo que no tardará en matarme.
En medio de la autopista hay dos vacas tan tranquilas. Aparecen en mi campo de visión de golpe, una vaca con manchas negras en el carril de la izquierda, y en nuestro carril una criatura inmensa, del tamaño de nuestro coche, totalmente inmóvil, con la cabeza girada hacia atrás, mirándonos con los ojos en blanco. Es absolutamente blanca, una enorme pared blanca de vaca que no podemos saltar, ni pasar por debajo, ni esquivarla. Solo podemos chocar con ella. Sé que Ben también la ve, porque oigo que deja de respirar.
Dicen que la vida pasa ante tus ojos, pero en mi caso no es así. Nada pasa ante mis ojos aparte de esa enorme extensión de pelo blanco, ahora a solo un segundo de nosotros. No sé qué hacer. No, no es ese el problema. El problema es que no hay nada que hacer, salvo chocarse contra esa pared blanca, matarla y matarnos nosotros. Piso el freno, pero por costumbre, sin expectativas. No hay manera de evitarlo. No sé por qué, pero levanto las manos, como si me rindiera. Pienso en la cosa más banal del mundo: que no quiero que pase. No quiero morir. No quiero que mis amigos mueran. Y para ser sincero, mientras el tiempo se ralentiza y tengo las manos en el aire, me permito pensar en una cosa más, y pienso en Margo. Le echo la culpa de esta ridícula y fatal persecución… por ponernos en peligro, por convertirme en un gilipollas que se pasa la noche sin dormir y conduce demasiado deprisa. No iría a morirme de no haber sido por ella. Me habría quedado en casa, como siempre, y habría estado seguro, y habría hecho la única cosa que siempre he querido hacer, que es crecer.
Aunque he abandonado el control de la nave, me sorprende ver una mano en el volante. Giramos antes de que me dé cuenta de por qué estamos girando, y entonces veo que Ben está girando el volante hacia él, girando en un desesperado intento de evitar la vaca, y de repente estamos en el arcén y luego en la hierba. Oigo los neumáticos mientras Ben gira el volante con fuerza en la dirección contraria. Dejo de mirar. No sé si cierro los ojos o si sencillamente dejo de ver. Mi estómago choca con mis pulmones y se aplastan entre sí. Algo afilado me golpea en la mejilla. Nos paramos.
No sé por qué, pero me toco la cara. Retiro la mano y veo una mancha de sangre. Me toco los brazos, como si me abrazara a mí mismo, aunque solo estoy comprobando si están ahí, y lo están. Me miro las piernas. Están ahí. Hay cristales. Miro alrededor. Se han roto las botellas. Ben me mira. Se toca la cara. Parece que está bien. Se pasa las manos por el cuerpo como yo. Su cuerpo todavía funciona. Solo me mira. Veo la vaca por el retrovisor. Y ahora, con retraso, Ben grita. Me mira y grita con la boca muy abierta, un grito grave, gutural y aterrorizado. Deja de gritar. Algo me pasa. Siento que me desmayo. Me arde el pecho. Entonces trago aire. Había olvidado respirar. Había contenido la respiración todo ese tiempo. Me siento mucho mejor cuando la recupero. «Inspirar por la nariz, espirar por la boca».
—¿Quién está herido? —grita Lacey.
Se ha desabrochado el cinturón, se incorpora y se inclina hacia la parte de atrás. Cuando me giro, veo que la puerta de atrás se ha abierto, y por un momento pienso que Radar ha salido disparado del coche, pero de repente se levanta. Se pasa las manos por la cara.
—Estoy bien. Estoy bien. ¿Estáis todos bien? —pregunta.
Lacey ni siquiera contesta. Salta hacia delante, entre Ben y yo. Se apoya en la cocina y mira a Ben.
—Cariño, ¿dónde te has hecho daño?
Tiene los ojos llenos de agua, como una piscina en un día lluvioso.
—EstoybienestoybienQestásangrando.
Se gira hacia mí, y no debería llorar, pero lloro, no porque me duela, sino porque estoy asustado, yo levanté las manos, y Ben nos ha salvado, y ahora esta chica me mira, y me mira como mira una madre, y no debería romperme, pero me rompo. Sé que el corte en la mejilla no es grave, e intento decirlo, pero sigo llorando. Lacey presiona el corte con los dedos, delgados y suaves, y grita a Ben que le dé algo que sirva como venda, y de repente tengo una franja de la bandera de la Confederación pegada a la mejilla, justo a la derecha de la nariz.
—Apriétalo un momento —me dice—. No es nada. ¿Te has hecho algo más?
Le digo que no. Entonces me doy cuenta de que el coche sigue en marcha, que está parado solo porque todavía estoy pisando el freno. Quito la marcha y lo apago. Al apagarlo, oigo que pierde líquido. Más que gotear, chorrea.
—Creo que deberíamos salir —dice Radar.
Mantengo la bandera de la Confederación pegada a la cara. Sigo oyendo el ruido del líquido.
—¡Es gasolina! ¡Va a explotar! —grita Ben.
Abre la puerta del copiloto y sale corriendo, aterrorizado. Salta una valla y corre por un campo de heno. Yo también salgo, aunque no tan deprisa. Radar también está fuera, y mientras Ben sale por patas, se ríe.
—Es la cerveza —dice.
—¿Qué?
—Se han roto todas las cervezas —vuelve a decir señalando la nevera, que está abierta y de la que chorrean litros de líquido espumoso.
Intentamos llamar a Ben, que no nos oye porque se dedica a gritar ¡VA A EXPLOTAR! corriendo por el campo. Su toga vuela a la luz grisácea del amanecer y se le ve el culo huesudo.
Oigo un coche, así que me giro y miro hacia la autopista. La bestia blanca y su amiga con manchas han llegado tranquilamente, sanas y salvas, a la otra cuneta, impasibles. Al volver a girarme veo que el monovolumen está contra la valla.
Estoy valorando los daños cuando Ben vuelve por fin de mala gana. Al girar, debimos de rozar la valla, porque en la puerta corredera hay un bollo profundo, tan profundo que si te acercas, ves el coche por dentro. Pero, por lo demás, parece inmaculado. No hay más abolladuras. Ninguna ventana rota. Ninguna rueda pinchada. Voy a cerrar la puerta de atrás y observo las 210 botellas de cerveza rotas, todavía burbujeantes. Lacey se acerca a mí y me pasa un brazo por los hombros. Contemplamos los dos el riachuelo de espuma fluyendo hacia la zanja de la cuneta.
—¿Qué ha pasado? —me pregunta.
Se lo cuento: estábamos muertos, pero Ben consiguió girar el coche en la dirección correcta, como si fuera una brillante bailarina vehicular.
Ben y Radar se han metido debajo del monovolumen. Ninguno de los dos sabe una mierda de coches, pero supongo que así se sienten mejor. Por un lado asoma el dobladillo de la toga de Ben y su culo al aire.
—Tío —grita Radar—, parece que está perfecto.
—Radar —le digo—, el coche ha dado unas ocho vueltas. Seguro que no está perfecto.
—Pues parece perfecto —dice Radar.
—Eh —digo agarrando las New Balance de Ben—. Eh, venga, sal de ahí.
Sale arrastrándose, le tiendo la mano y tiro de él para que se levante. Se ha manchado las manos de grasa. Lo abrazo. Si yo no hubiera soltado el volante, y si él no hubiera asumido el control tan hábilmente, estoy seguro de que estaría muerto.
—Gracias —le digo golpeándole en la espalda, seguramente demasiado fuerte—. Eres el mejor copiloto que he visto en mi vida.
Me da una palmada en la mejilla con su mano grasienta.
—Lo he hecho para salvarme a mí mismo, no a ti —contesta—. No he pensado en ti ni un segundo, créeme.
Me río.
—Ni yo en ti —le contesto.
Ben me mira a punto de sonreír.
—Bueno, era una puta vaca enorme. Más que una vaca, era una ballena de tierra.
Me río.
Radar sale de debajo del coche.
—Tío, de verdad que creo que está perfecto. Solo hemos perdido cinco minutos. Ni siquiera tenemos que aumentar la velocidad de crucero.
Lacey observa el monovolumen abollado frunciendo los labios.
—¿Qué opinas? —le pregunto.
—Vamos —me contesta.
—Vamos —vota Radar.
Ben hincha las mejillas y resopla.
—Sobre todo porque me gusta presionar al grupo: vamos.
—Vamos —digo yo—. Pero os aseguro que no vuelvo a conducir.
Le paso a Ben las llaves y subimos al coche. Radar nos guía por un pequeño terraplén y volvemos a meternos en la autopista. Estamos a 872 kilómetros de Agloe.