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Reinhard Ernst, sentado en su amplio despacho de la Cancillería, repasó nuevamente los descuidados caracteres de la nota:

Cnel. Ernst:

Espero el informe sobre ese Estudio Waltham que ha decidido preparar. He reservado un rato del lunes para inspeccionarlo.

Adolf Hitler

Limpió las gafas de marco de alambre. Mientras volvía a ponérselas se preguntó qué revelaría esa grafía desordenada sobre quien la había escrito. La forma, en particular, era llamativa. «Adolf» era un relámpago comprimido; «Hitler», aunque un poco más legible, se inclinaba extraña y marcadamente hacia abajo y hacia la derecha.

Ernst giró en su silla para mirar por la ventana. Se sentía como un comandante de ejército que, aun enterado de que el enemigo se acerca y va a atacar, no sabe cuándo, con qué tácticas, dónde establecerá las líneas de ataque, de dónde procederá la maniobra. Era consciente de que la batalla sería decisiva, y de que el destino de sus ejércitos, mejor dicho, del país entero, estaba en juego.

No exageraba la gravedad de su dilema, pues Ernst sabía de Alemania algo que pocos percibían y no estaban dispuestos a admitir en voz alta: que Hitler no detentaría el poder por mucho tiempo.

El Führer tenía demasiados enemigos, tanto dentro como fuera del país. Era César, era Macbeth, era Ricardo. Cuando su locura se agotara sería expulsado o asesinado; incluso era posible que muriera por su propia mano, tan asombrosamente maniacos eran sus ataques de ira. Y tras su muerte otros llenarían el inmenso vacío. No sería Göring, tampoco: sus apetitos físicos y anímicos conspiraban en su contra para arruinarlo. Ernst pensaba que, desaparecidos los dos Führer (y con Goebbels llorando a Hitler, su amor perdido), los nacionalsocialistas se marchitarían. Entonces emergería un estadista prusiano de centro: otro Bismarck, tal vez imperial, pero razonable y brillante.

Y hasta era posible que Ernst tuviera algo que ver con esa transformación. Pues a falta de una bala o una bomba, la única amenaza segura contra Adolf Hitler y el Partido era el Ejército alemán.

En junio del año 34, durante la llamada Noche de los Cuchillos Largos, Hitler y Göring habían asesinado o arrestado a gran parte de la plana mayor de las Tropas de Asalto. Se consideró que la purga era necesaria, sobre todo para apaciguar al Ejército regular, celoso de la enorme milicia de los Camisas Pardas. Hitler había sopesado por un lado a la horda de matones; por el otro, a los militares alemanes, herederos directos de los batallones Hohenzollern del siglo XIX. Y sin un momento de vacilación eligió a los últimos. Dos meses después, a la muerte del presidente Hindenburg, dio dos pasos para cimentar su posición. Primero, se declaró Führer sin restricciones de la nación. Segundo (y mucho más importante), requirió que las Fuerzas Armadas alemanas pronunciaran un juramento personal de lealtad a él.

Tocqueville había dicho que en Alemania nunca habría una revolución, pues la policía no lo permitiría. No, a Hitler no le preocupaba la posibilidad de un alzamiento popular; su único miedo era el Ejército.

Y era a ese Ejército nuevo y preclaro al que Ernst había dedicado su vida desde el fin de la guerra. Un ejército que protegiera a Alemania y a sus ciudadanos de todas las amenazas, tal vez hasta del mismo Hitler, en último término.

Sin embargo, se dijo, Hitler aún no había desaparecido y él no podía permitirse el lujo de ignorar al autor de esa nota, que lo atribulaba tanto como el rumor distante de los vehículos blindados aproximándose en la noche.

«Cnel. Ernst: Espero el informe…».

Había albergado la esperanza de que la intriga iniciada por Göring se diluyera, pero ese delgado trozo de papel significaba que no era así. Comprendió que debía actuar deprisa y prepararse para repeler el ataque.

Después de un debate difícil, el coronel tomó una decisión. Se guardó la carta en el bolsillo y se levantó del escritorio para abandonar la oficina. Dijo a su secretaria que regresaría en media hora.

Recorrió un pasillo y luego otro, pasando junto a los ubicuos trabajos de construcción de ese edificio viejo y polvoriento. Por doquier había obreros, atareados a pesar de ser fin de semana. La construcción era la gran metáfora de la Nueva Alemania: una nación que surgía de entre las cenizas de Versalles, reconstruida según la filosofía hitleriana, tantas veces citada, de «alinear» con el nacionalsocialismo a todos los ciudadanos y todas las instituciones del país.

Un pasillo más, bajo un severo retrato del Führer en escorzo, con la vista algo elevada, como ante una visión del glorioso futuro del país.

Ernst salió al viento arenoso, calentado por el ardiente sol de la tarde.

Heil, coronel.

Saludó con una inclinación de cabeza a los dos guardias armados con máuser con bayonetas. El saludo le divertía. Era costumbre llamar por su título completo a quienes tuvieran un rango próximo al gabinete, pero eso de «señor plenipotenciario» resultaba incómodo e irrisorio.

Bajó por la calle Wilhelm hasta dejar atrás la Voss y la Príncipe Albrecht; a la altura del número 8 dirigió un vistazo a la derecha: la sede principal de la Gestapo, en el antiguo hotel y Escuela de Artes y Oficios. Continuó en dirección sur, hasta su cafetería favorita, donde pidió un café. Permaneció allí sólo un momento antes de ir a la cabina telefónica. Marcó un número y, después de introducir algunas monedas en la ranura, obtuvo conexión.

Atendió una voz de mujer.

—Buenos días.

—Buenos días, ¿la señora Keitel?

—No, señor. Soy la asistenta.

—¿Puede ponerse el doctor-profesor Keitel? Soy Reinhard Ernst.

—Un momento, por favor.

Instantes después llegó por la línea una suave voz masculina.

—Buen día, coronel, aunque caluroso.

—La verdad es que sí, Ludwig… Hemos de vernos. Hoy mismo. Ha surgido un asunto urgente con respecto al estudio. ¿Estarás disponible?

—¿Urgente?

—Muchísimo. ¿Puedes venir a mi oficina? No puedo abandonar mi despacho, pues espero novedades de Inglaterra sobre ciertos asuntos. A las cuatro de la tarde, ¿te va bien?

—Sí, por supuesto.

Cortaron y Ernst volvió a su café.

¡A qué medidas ridículas debía recurrir, simplemente para usar un teléfono que no estuviera pinchado por los sirvientes de Göring! «He visto la guerra desde dentro y desde fuera», pensó. «El campo de batalla es horroroso, sí, horroroso hasta lo inconcebible. Pero cuán pura y limpia es la guerra, aun angelical, comparada con una lucha en la que no tienes a los enemigos enfrente, sino a tu lado».

Desde el centro de Berlín hasta la Villa Olímpica había veintitrés kilómetros de carretera amplia y perfectamente nivelada. El taxista silbaba alegremente; contó a Paul Schumann que esperaba hacer muchos viajes bien pagados durante esas Olimpiadas.

De pronto el hombre enmudeció; de la radio surgía una ponderosa música clásica. El Opel estaba equipado con dos: una para informar al taxista de dónde se le requería y la otra para las transmisiones públicas.

—Beethoven —comentó el conductor—. Precede a todas las transmisiones oficiales. Escuchemos.

Un momento después la música se desvaneció poco a poco y una voz ronca, apasionada, comenzó a hablar:

«En primer lugar, no es aceptable tratar con frivolidad esta cuestión de las infecciones; es necesario comprender que la buena salud podría depender, y en verdad depende, de hallar maneras de tratar, no sólo los síntomas de la enfermedad, sino también su fuente. Miremos las aguas contaminadas de un estanque, campo de cultivo para los gérmenes. Pero un río caudaloso no ofrece el mismo clima para esos peligros. Nuestra campaña continuará localizando y secando estos charcos estancados, para que los gérmenes, así como los mosquitos y las moscas que los portan, no tengan lugar donde multiplicarse. Más aún…».

Paul escuchó durante un momento más, pero aquellas divagaciones repetitivas lo aburrían. Cerró los oídos a esa cháchara sin sentido para contemplar el paisaje bañado de sol, las casas, las posadas, los bonitos suburbios del oeste de la ciudad, que daban paso a zonas menos pobladas. El conductor abandonó la autovía de Hamburgo y se detuvo frente a la entrada principal de la Villa Olímpica. Paul le pagó. El hombre le dio las gracias enarcando una ceja, pero no dijo nada; permanecía prendido de las palabras que manaban de la radio. Schumann pensó pedirle que esperara, pero decidió que sería más prudente buscar a otro para que lo llevara de regreso a la ciudad.

La Villa ardía bajo el sol de la tarde. El viento olía a salitre, como el aire del océano, pero era seco como alumbre y venía cargado de una arenilla fina. Paul mostró su pase y continuó caminando; el sendero, perfectamente trazado, pasaba junto a hileras de árboles distribuidos a espacios regulares, que se elevaban en línea recta desde el centro de redondos discos de mantillo tendidos en el césped verde y perfecto. La bandera alemana ondeaba elegante en el viento caliente: roja, blanca y negra.

«Ach, sin duda usted sabe…».

Ya en la residencia de los norteamericanos, esquivando la zona de recepción y a su soldado alemán, se deslizó hasta su cuarto por la puerta trasera. Después de cambiarse hundió la chaqueta verde en un cesto lleno de ropa sucia, puesto que no había cloacas a mano; se puso pantalones de franela de color crema, una camisa de tenis y un jersey ligero. Luego se peinó el pelo de otra manera, hacia un lado. El maquillaje había desaparecido, pero eso no tenía remedio. Cuando salía con su maleta y el portafolio una voz le llamó:

—Eh, Paul.

Al levantar la vista se encontró con Jesse Owens, que regresaba a la residencia vestido con ropa de gimnasia.

—¿Qué haces? —preguntó Owens.

—Voy a la ciudad. Debo trabajar.

—Hombre, esperábamos que te quedaras. Anoche te perdiste una buena ceremonia. ¡Hay que ver la comida que sirven aquí! Estupenda.

—Ya sé que es fantástica, pero tengo que irme. Debo hacer unas entrevistas en la ciudad.

Owens se acercó un poco más e hizo un gesto al ver el corte y el moratón que Paul tenía en la cara. Luego su vista aguda bajó a los nudillos, que estaban enrojecidos por la pelea.

—Espero que tus otras entrevistas vayan mejor que la de esta mañana. Parece que en Berlín escribir sobre deporte es oficio peligroso.

—Ha sido una caída. Nada grave.

—Para ti tal vez no —comentó el atleta, divertido—. Pero ¿para el tío sobre el que has caído?

Paul no pudo evitar una sonrisa. El corredor era sólo un chaval, pero tenía un aire mundano. Tal vez ser negro en el sur o en el Medio Oeste te hacía madurar más deprisa. Igual que costearse uno mismo los estudios en plena Depresión.

De la misma forma que su terrible oficio le había cambiado a él bien pronto.

—¿Qué es lo que haces aquí, Paul? —susurró el corredor.

—Sólo hago mi trabajo —respondió él lentamente—. Nada más. Oye, ¿qué se sabe de Stoller y Glickman? Espero que no los hayan descalificado.

—No, todavía figuran como participantes. —Owens frunció el entrecejo—. Pero corren rumores feos.

—Que tengan suerte. Y tú también, Jesse. A ver si nos lleváis una medalla de oro.

—Haremos lo posible. ¿Nos veremos después?

—Tal vez.

Paul le estrechó la mano y se alejó hacia la entrada de la Villa, donde aguardaba una fila de taxis.

—Eh, Paul.

Se volvió. El hombre más veloz del mundo le despedía, con una sonrisa enorme.

El sondeo entre los vendedores y la gente sentada en los bancos de la calle Rosenthaler había resultado inútil (no obstante, Janssen confirmó que había aprendido varios tacos nuevos cuando una florista entendió que la estaba importunando, no para comprar algo, sino para hacer preguntas). Kohl descubrió que se había producido un tiroteo a poca distancia, pero se trataba de un asunto de la SS, quizá uno de sus «asuntos menores de seguridad» tan celosamente guardados, y ninguno de la guardia de élite se dignaría hablar de eso con los de la Kripo.

Sin embargo, al regresar al cuartel general descubrieron que había ocurrido un milagro: en el despacho de Willi Kohl estaban las fotografías de la víctima y de las huellas digitales encontradas en el pasaje Dresden.

—Mire esto, Janssen —dijo el inspector, señalando con un gesto las lustrosas copias pulcramente alineadas.

Se sentó ante el maltrecho escritorio que tenía en el Alex, el enorme y vetusto edificio de la Kripo, así apodado en honor de la plaza y el vecindario que lo rodeaba: Alexanderplatz. Al parecer se estaban remozando todos los edificios del Estado, salvo ese. La Policía Criminal seguía alojada desde hacía años en la misma construcción cochambrosa. De cualquier modo a Kohl no le molestaba, pues estaba a cierta distancia de la calle Wilhelm, lo cual brindaba al organismo cierta autonomía práctica, aunque en lo administrativo ya no tuviera ninguna.

Además podía considerarse afortunado por tener despacho propio, un cuarto de cuatro metros por seis con escritorio, mesa y tres sillas. Sobre el sencillo roble de la mesa había miles de hojas, un cenicero, un portapipas y diez o doce fotografías enmarcadas de su esposa, sus hijos y sus padres.

Se balanceó hacia delante en la chirriante silla de madera para inspeccionar las fotografías de la escena del crimen y las de las impresiones dactilares.

—Usted tiene talento, Janssen. Estas son bastante buenas.

—Gracias, señor. —El joven las miraba, asintiendo con la cabeza.

Kohl lo observó con atención. Él había ido ascendiendo de rango por la vía tradicional. Cuando era niño, aunque era hijo de un agricultor prusiano, le fascinaban Berlín y el trabajo policial por los libros que leía. A los dieciocho años llegó a la gran ciudad y consiguió empleo como oficial uniformado de la Schupo; después de cursar el entrenamiento básico en el famoso Instituto Policial de Berlín, ascendió a cabo y a sargento; mientras tanto obtuvo un certificado de estudios universitarios. Después, ya casado y con dos hijos, pasó a la Escuela de Oficiales y se incorporó a la Kripo, donde con el correr de los años ascendió de inspector auxiliar a inspector jefe.

Su joven protegido, en cambio, seguía un camino diferente, mucho más común en los nuevos tiempos.

Varios años atrás Janssen se había graduado en una buena universidad; después de aprobar el examen eliminatorio de Jurisprudencia y estudiar en el instituto policial, a esa temprana edad había sido aceptado como aspirante a inspector, bajo la dirección de Kohl.

A menudo era difícil hacerlo hablar; Janssen era reservado. Estaba casado con una morena robusta y esperaban el segundo hijo. El joven sólo se animaba cuando hablaba de su familia y de su pasión por el ciclismo y las caminatas. Hasta que la proximidad de las Olimpiadas obligó a toda la policía a trabajar tiempo extra, los inspectores trabajaban en miércoles sólo media jornada; a mediodía Janssen solía ponerse los pantalones cortos en un lavabo de la Kripo y salía a caminar con su hermano o con su esposa.

Cualesquiera que fuesen sus aficiones, el hombre era inteligente y ambicioso; Kohl se consideraba muy afortunado por poder contar con él. Desde hacía varios años la Kripo sufría una hemorragia de oficiales con talento que pasaban a la Gestapo, donde el sueldo era mejor y había más oportunidades. Cuando Hitler llegó al poder la Kripo tenía doce mil detectives en todo el país; ahora ese número había descendido a ocho mil. Y de estos, muchos eran antiguos investigadores de la Gestapo, transferidos a cambio de jóvenes oficiales; y a decir verdad, en su mayoría eran borrachuzos incompetentes.

Zumbó el teléfono. Él atendió.

—Aquí Kohl.

—Inspector, soy Schreiber, el empleado con quien usted ha hablado hoy. Heil Hitler.

—Sí, sí, Heil. —En el trayecto de regreso al Alex desde el Jardín Estival, Kohl y Janssen se habían detenido en Tietz, la gran tienda que dominaba el costado norte de la Alexanderplatz, cerca del cuartel general de la Kripo. En la sección de artículos para caballeros, el jefe había mostrado al empleado la foto de Göring, preguntando qué clase de sombrero era ese. El hombre no lo sabía, pero prometió averiguarlo—. ¿Ha tenido suerte? —le preguntó Kohl.

Ach, sí, sí, ya tengo la respuesta. Es un Stetson. Fabricado en Estados Unidos. Como usted sabe, el ministro Göring tiene un gusto excelente.

El inspector no hizo comentarios sobre eso.

—¿Es un sombrero común aquí?

—No, señor. Bastante raro. Y caro, como usted puede imaginar.

—¿Dónde se pueden comprar en Berlín?

—En verdad, señor, no lo sé. Me han dicho que el ministro los encarga especialmente a Londres.

Kohl le dio las gracias y cortó. Luego dijo a Janssen lo que acababa de saber.

—Quizá el hombre es norteamericano —dijo su ayudante—. Pero tal vez no, puesto que Göring usa el mismo tipo de sombrero.

—Un pequeño acertijo, Janssen. Pero ya descubrirá que muchas piezas pequeñas suelen brindar una imagen del crimen más clara que una sola pieza grande. —Sacó del bolsillo los sobres con las pistas y seleccionó el que contenía la bala.

La Kripo tenía su propio laboratorio forense, que databa de los tiempos en que la fuerza policial prusiana había sido la más importante de la nación (o acaso del mundo: en los días de la Weimar la Kripo resolvía el noventa y siete por ciento de los homicidios de Berlín). Pero también el laboratorio había sido saqueado por la Gestapo, tanto en cuanto a equipo como personal; los técnicos que trabajaban en el cuartel general estaban sobrecargados de trabajo y eran mucho menos competentes que antes. Por ende Willi Kohl había asumido la responsabilidad de adquirir pericia en ciertos aspectos criminológicos. Pese a la falta de interés personal por las armas de fuego, había hecho un verdadero estudio de balística, imitando el enfoque del mejor laboratorio del mundo: el del FBI de Washington, dirigido por J. Edgar Hoover.

Hizo caer la bala en una hoja de papel limpio y, con el monóculo en un ojo, buscó un par de pinzas para examinarla minuciosamente.

—Mire usted, que tiene mejor vista —pidió.

El aspirante a inspector cogió cuidadosamente la bala y el monóculo, mientras Kohl retiraba una carpeta del estante. Contenía fotografías y dibujos de muchos tipos de balas. Era un archivador grande, de varios cientos de páginas, pero el inspector lo había organizado por calibres y por número de surcos y planos (las bandas dejadas en el proyectil de plomo por el cañón) y por su torsión hacia la derecha o la izquierda. Apenas cinco minutos después Janssen halló una que coincidía.

—Bien, esa es una buena noticia —dijo Kohl.

—¿Por qué?

—Nuestro homicida ha utilizado un arma fuera de lo común. Es una nueve milímetros de cartucho largo. Muy probablemente del modelo A de la Spanish Star. Es rara, por suerte para nosotros. Y tal como usted ha señalado, es un arma nueva o muy poco usada. Roguemos que sea lo primero. Usted que maneja bien las palabras, Janssen: por favor, envíe un telegrama a todos los distritos policiales de la zona. Que pregunten en las armerías si en alguna se ha vendido en los últimos meses una Star Modelo A, nueva o poco usada, o municiones para esa arma. No: que sea en el último año. Quiero el nombre y la dirección de todos los compradores.

—Sí, señor.

El joven aspirante a inspector apuntó la información. Cuando salía hacia la sala de teletipos Kohl añadió:

—Espere: añada a su mensaje, como posdata, una descripción de nuestro sospechoso. Y aclare que va armado. —El inspector recogió las fotografías más claras de las huellas digitales del sospechoso y la tarjeta con las de la víctima. Luego suspiró—. Y ahora debo tratar de actuar con diplomacia. Ach, cómo detesto hacer eso.