8

Mientras caminaba hacia la concurrida plaza en busca de un taxi, Paul echaba de vez en cuando una mirada hacia atrás. Iba fumando su Chesterfield y contemplaba el panorama, las tiendas, los peatones, siempre alerta a cualquier cosa que se saliera de lo normal.

Entró en un cuarto de baño público, que estaba inmaculado, y ocupó un cubículo. Allí apagó el cigarrillo y lo dejó caer en el inodoro, junto con las colillas y la bolita de pulpa donde le habían apuntado la dirección de Käthe Richter. Luego redujo las fotos de Ernst a docenas de trocitos diminutos e hizo correr el agua.

Ya de nuevo en la calle apartó de sí las difíciles imágenes de Max y su muerte triste, innecesaria, para concentrarse en el trabajo que tenía ante sí. Hacía años que no mataba a nadie con un rifle. Tenía buena puntería con las armas largas. Se decía que las armas de fuego igualaban a la gente, pero eso no era del todo cierto. Una pistola pesa alrededor de un kilo y medio; un rifle, seis o más. Para sostener un arma con absoluta firmeza se requiere fuerza; la potencia de sus brazos había ayudado a Paul a ser el mejor tirador de su escuadrón.

Sin embargo, tal como había explicado a Morgan, cuando debía despachar a alguien prefería hacerlo con pistola.

Y siempre se acercaba todo lo posible.

Nunca decía una palabra a su víctima; nunca se enfrentaba a ella ni le permitía saber lo que estaba por pasar. Aparecía por detrás, si era posible, tan en silencio como cabía en un hombre de su tamaño, y le disparaba a la cabeza para matarlo instantáneamente. Jamás se habría comportado como el sádico Bugsy Siegel o como Dutch Schultz, recientemente fallecido, que mataban lentamente, entre tormentos e insultos. Su tarea de sicario no tenía nada que ver con la ira, el placer ni la áspera satisfacción de la venganza; se trataba simplemente de cometer un mal para eliminar un mal mayor.

Y Paul Schumann insistía en pagar el precio de esta hipocresía: la proximidad del homicidio lo hacía sufrir. Esas muertes lo asqueaban, lo empujaban a un túnel de pesar y culpa. Cada vez, que mataba moría también una parte de él. Cierta vez, tras emborracharse en un mísero bar de irlandeses, en el West Side, había llegado a la conclusión de que era lo opuesto a Cristo: él moría para que otros pudieran morir también. Habría querido estar como una cuba para no recordar nunca más esa idea. Pero se le había quedado grabada.

Aun así, probablemente Morgan tenía razón con respecto al rifle. Una vez su amigo Damon Runvon había dicho que uno sólo puede ser un triunfador si está dispuesto a dar el paso hacia el abismo. Paul lo hacía a menudo, desde luego, pero también sabía cuándo detenerse. Nunca había sido suicida. En varias ocasiones había postergado la tarea porque las probabilidades estaban en su contra. Cinco de seis podían ser aceptables, pero más que eso… Él no…

Lo sobresaltó un fuerte ruido. A pocos metros de distancia algo atravesó el escaparate de una librería y cayó a la acera. Una estantería. Después, algunos libros. Paul echó un vistazo dentro de la tienda; un hombre de mediana edad se apretaba la cara ensangrentada. Al parecer lo habían golpeado en la mejilla. Una mujer, llorando, lo aferraba por el brazo. Los dos estaban atemorizados. Los rodeaban cuatro hombrones de uniforme pardo claro. Debían de ser Tropas de Asalto. Camisas Pardas. Uno de ellos tenía un libro en la mano y gritaba al tendero:

—¡No se permite vender esta mierda! ¡Es ilegal! Esto es un pasaje a Oranienburg.

—Pero si es Thomas Mann —protestó el hombre—. No dice nada contra el Führer ni contra nuestro Partido. Yo…

El Camisa Parda lo golpeó en la cara con el libro abierto y repitió, con voz burlona:

—Pero si es… —Otro golpe furioso—. Thomas… —Otro, y se quebró el lomo del libro—. Mann…

Ese maltrato enfureció a Paul, pero no era asunto suyo. No podía permitirse el lujo de llamar la atención. Cuando iba a continuar su camino, uno de los Camisas Pardas aferró a la mujer por un brazo y la empujó hacia fuera. Ella chocó violentamente contra Paul y cayó a la acera. Estaba tan aterrada que ni siquiera pareció reparar en él. Le sangraban las rodillas y las palmas, cortadas por los fragmentos del escaparate.

El que parecía ser jefe de los Camisas Pardas arrastró al hombre afuera.

Destruid el local ordenó a sus amigos. Los otros comenzaron a derribar estantes y mostradores, a arrancar los cuadros y golpear las recias sillas contra el suelo, tratando de quebrarlas. El jefe echó un vistazo a Paul; luego descargó un potente puñetazo al vientre del librero, que soltó un gruñido y vomitó, tendido boca abajo. El Camisa Parda se acercó a la mujer y la cogió por los cabellos. Cuando estaba a punto de golpearla en la cara, Paul le sujetó el brazo, llevado por el instinto.

El hombre giró en redondo, haciendo volar la saliva que escapaba de su boca, totalmente abierta en su cara cuadrada. Miró fijamente a los ojos azules del intruso.

—¿Quién eres tú? ¿Sabes quién soy yo? Hugo Felstedt, de la Brigada de Tropas de Asalto del Castillo de Berlín. ¡Alexander! ¡Stefan!

Paul apartó suavemente a la mujer, que se inclinó para ayudar al librero a levantarse. El hombre se estaba limpiando la boca, lagrimeando por el dolor y la humillación.

Dos Camisas Pardas emergieron de la tienda.

—¿Quién es este? —preguntó uno.

—¡Su credencial! ¡Ya! —gritó Felstedt.

Paul había boxeado toda su vida, pero evitaba las peleas callejeras. De niño su padre solía decirle, severamente, que no debía competir en ninguna prueba si no había quien vigilara las reglas. Le prohibía pelear en el patio de la escuela y en los callejones. «¿Me escuchas, hijo?». Paul aseguraba: «Sí, papá, claro que sí». Sin embargo, a veces no había más remedio que enfrentarse a Jake McGuire o a Bill Carter e intercambiar algunos golpes. No habría sabido decir que esas ocasiones eran diferentes, pero uno sabía, sin lugar a dudas, que no podía retirarse.

Y a veces (muchas, quizá) uno podía, pero no quería.

Y eso era todo.

Evaluó a aquel hombre. Era como ese chico, el teniente Manielli. Joven y musculoso, pero todo pura fachada. El norteamericano apoyó el peso del cuerpo en la punta de los pies, buscó el equilibrio y golpeó a Felstedt en el vientre con un derechazo casi invisible.

El hombre se quedó boquiabierto y retrocedió, tratando de respirar; se palpaba el pecho como buscando el corazón.

—¡Puerco! —exclamó uno de los otros con voz aguda, espantada. Y acercó la mano a su pistola.

Paul se adelantó como bailando, le sujetó la derecha para apartarla de la pistolera y le aplicó un gancho de izquierda a la cara. En el boxeo no hay dolor como el de un buen golpe en la nariz; cuando se partió el cartílago, al correr la sangre por el uniforme color camello, el hombre lanzó un aullido escalofriante y retrocedió hasta la pared, tambaleante, vertiendo lágrimas a torrentes.

Hugo Felstedt había caído de rodillas y ya le daba igual el corazón: se apretaba el vientre; ahora era él quien daba arcadas patéticamente.

El tercer Camisa Parda quiso desenfundar su arma. Paul se adelantó deprisa, con los puños cerrados.

—No —le advirtió, sereno.

Súbitamente el hombre huyó calle arriba, gritando:

—Voy por ayuda… voy por ayuda…

El cuarto Camisa Parda salió de la librería. Cuando vio que Paul se le acercaba gritó:

—¡No me haga daño, por favor!

Sin apartar los ojos de él, Paul se arrodilló para abrir el portafolio y comenzó a revolver los papeles, buscando la pistola. Por un momento bajó la vista; entonces el Camisa Parda se inclinó para recoger unos fragmentos de cristal y se los arrojó. El sicario los esquivó, pero el hombre se lanzó contra él y lo alcanzó en la mejilla con unos nudillos metálicos. Aunque apenas lo rozó, Paul quedó aturdido y cayó hacia atrás, sobre su portafolio, en un pequeño jardín lleno de maleza que se abría junto a la tienda. El Camisa Parda saltó tras él. Se enzarzaron.

El hombre no tenía mucha fuerza ni era buen luchador, pero aun así Paul tardó un momento en poder levantarse. Furioso por haberse dejado coger por sorpresa, aferró la muñeca del hombre y la retorció con violencia, hasta oír que algo se quebraba.

—Ay —susurró el Camisa Parda. Cayó al suelo y se desmayó.

Felstedt estaba rodando para sentarse. Se limpió el vómito de la cara.

Paul cogió la pistola que el otro llevaba en el cinturón y la arrojó al tejado de un edificio cercano. Luego se volvió hacia el librero y la mujer.

—Huid. Largaos.

Ellos lo miraron fijamente, mudos.

—¡Ya! —murmuró él, seco.

Se oyó un silbato calle arriba. Algunos gritos.

—¡Corred! —ordenó Paul.

El librero volvió a limpiarse la boca y echó una última mirada a los restos de su tienda. La mujer le rodeó los hombros con un brazo. Ambos se alejaron deprisa.

Por la calle Rosenthaler, desde el extremo opuesto, cinco o seis Camisas Pardas corrían hacia Paul.

—Cerdo judío —murmuró el hombre de la nariz quebrada—. Ahora sí que estás perdido.

El norteamericano recogió el portafolio y metió dentro las cosas que se habían esparcido. Luego echó a correr hacia un callejón cercano. Una mirada atrás: el grupo de Camisas Pardas venía en su persecución. ¿De dónde diablos habían salido tantos? Al salir del callejón se encontró en una calle de edificios residenciales, puestos, restaurantes decrépitos y tiendas baratas. Se detuvo entre la multitud para mirar en derredor.

Pasó junto a un vendedor ambulante de ropa usada; en cuanto el hombre apartó la vista, él arrebató una chaqueta verde oscuro de entre las prendas masculinas.

La hizo un rebuño y corrió hacia otro callejón para ponérsela. Pero a poca distancia se oyeron gritos:

—¡Allí! ¿Es ese? ¡Eh, tú! ¡Alto!

A su izquierda, otros tres Camisas Pardas lo estaban señalando. La noticia del incidente había corrido como la pólvora. Paul entró apresuradamente en el callejón; era más largo y más oscuro que el primero. Más gritos a su espalda. Luego, un disparo. Oyó el chasquido seco de la bala contra los ladrillos, cerca de su cabeza, y se volvió a mirar. Tres o cuatro uniformados más se habían unido a sus perseguidores.

En este país hay muchísima gente que te perseguirá por el solo hecho de verte correr…

Paul escupió violentamente contra la pared y se esforzó por llenarse los pulmones de aire. Un momento después salía del callejón hacia otra calle, aún más transitada que la primera. Después de inspirar profundamente se perdió entre la muchedumbre que hacía las compras del sábado. Había tres o cuatro callejuelas que se abrían desde esa avenida.

¿Por cuál?

Más gritos detrás de él; las Tropas de Asalto salieron corriendo a la calle. No había tiempo. Escogió el callejón más cercano.

Mal hecho. Las únicas salidas eran cinco o seis puertas, todas cerradas.

Iba a correr nuevamente hacia la entrada, pero se detuvo. Ya eran diez o doce los Camisas Pardas que deambulaban entre la multitud, avanzando sin pausa hacia ese lugar. Casi todos pistola en mano. Los acompañaban muchachos vestidos como los que habían bajado la bandera en la Villa Olímpica el día anterior.

Se apretó contra los ladrillos de la pared, tratando de calmar la respiración.

«Menudo follón», pensó, furioso.

Metió en el portafolio el sombrero, la corbata y la chaqueta de su traje. Luego se puso la americana verde.

Dejó el maletín a sus pies para sacar la pistola. Verificó que estuviera cargada y con una bala en la recámara. Luego, con el brazo contra la pared, apoyó el arma en el antebrazo y se inclinó poco a poco hacia fuera, apuntando al hombre que iba delante: Felstedt.

Para ellos sería difícil descubrir de dónde había venido el disparo. Era de esperar que se dispersaran para refugiarse; así le darían la oportunidad de perderse entre las hileras de puestos cercanos. Era arriesgado, pero en pocos minutos estarían en ese callejón. ¿Qué alternativas tenía?

Cada vez más cerca…

Tocar el hielo…

Fue aumentando lentamente la presión contra el gatillo; apuntaba al pecho del hombre; la mira flotaba en el punto donde la banda diagonal de piel, entre el cinturón y el hombro, cubría el corazón.

—No —le susurró una voz apresurada al oído.

Paul se dio la vuelta, bajando la pistola hacia el hombre que se le había acercado sigilosamente por detrás. Era un cuarentón de traje muy gastado; tenía un mostacho poblado y el pelo abundante, peinado hacia atrás con brillantina. Era varios centímetros más bajo que Paul y el vientre se abultaba sobre el cinturón. En las manos llevaba una gran caja de cartón.

—Ya puede apuntar eso hacia otra parte —dijo con calma, señalando la pistola con la cabeza.

El sicario no movió el arma.

—¿Quién es usted?

—Sería mejor dejar la conversación para más tarde. Ahora tenemos asuntos más urgentes. —Pasó frente a Paul para mirar hacia un lado—. Son diez o doce. Debe de haber hecho algo muy gordo.

—He zurrado a tres de ellos.

El alemán enarcó una ceja sorprendida.

—Buff, pues le aseguro, señor, que si mata a uno o dos en pocos minutos habrá aquí cien más. Lo perseguirán hasta cazarlo. Y mientras tanto bien pueden matar a diez o doce personas inocentes. Yo lo ayudaré a escapar.

Paul dudó.

—Si no hace lo que le digo lo matarán. Lo único que saben hacer bien es matar y desfilar.

—Deje esa caja.

El hombre obedeció y Paul le levantó la chaqueta para mirarle la cintura; luego le indicó por gestos que girara en un círculo.

—No voy armado.

El mismo gesto impaciente.

El alemán giró. Paul le palpó los bolsillos y las piernas. No iba armado.

—Lo estaba observando —dijo el hombre—. He visto que se quitaba la americana y el sombrero. Ha hecho bien. Con esa corbata tan vistosa se destacaba como una virgen en la Nollendorfplatz. Pero es probable que lo registren. Debe deshacerse de esa ropa. —Señaló el portafolio con la cabeza.

Alguien corría a poca distancia. Paul dio un paso atrás, analizando la situación. El consejo tenía sentido. Sacó las prendas del maletín y se acercó a un cubo de basura.

—No, allí no —dijo el hombre—. En Berlín, si quiere deshacerse de algo, no lo arroje a los cubos de basura, pues lo encontrará la gente que busca sobras. Y no los tire a los contenedores, si no quiere que lo hallen los hombres de la Gestapo, los Hombres V o los Hombres A de la SD; tienen por costumbre revisar los desperdicios. El único lugar seguro es la cloaca. Nadie revisa las cloacas… al menos por ahora.

Paul vio una rejilla a poca distancia y, aunque de mala gana, metió allí las prendas.

Su corbata de la suerte…

—Ahora le daré algo para contribuir a su papel de fugitivo de los Camisas de Estiércol. —El hombre sacó varios gorros del bolsillo de su americana y escogió uno de lona clara para entregárselo a Paul—. Póngaselo. —El sicario lo hizo—. Ahora, la pistola. Debe deshacerse de ella. Comprendo que vacile, pero realmente le servirá de muy poco. Ninguna arma tiene tantas balas como para detener a todas las Tropas de Asalto de la ciudad, mucho menos una mísera Luger. ¿Sí o no?

El instinto volvió a decirle que el hombre tenía razón. Se agachó para arrojar la pistola por la rejilla. Muy por debajo del nivel de la calle se oyó un chapoteo.

—Y ahora sígame. —El hombre recogió la caja. Al ver que Paul vacilaba le susurró—: Ha de estar preguntándose cómo confiar en mí si no me conoce. Pues le diré, señor: dadas las circunstancias, la verdadera pregunta es cómo NO confiar en mí. Pero será usted quien decida. Tiene unos diez segundos. —Rio—. ¿No es siempre así? Cuanto más importante es la decisión, menos tiempo hay para tomarla.

Se acercó a una puerta y forcejeó con una llave hasta abrirla. Luego echó una mirada atrás. Paul lo siguió al interior de un almacén. El alemán cerró la puerta y echó la llave. Por la grasienta ventana Paul vio que el grupo de Camisas Pardas entraba en el callejón y, después de examinarlo, seguían de largo.

El recinto estaba atestado de cajones y polvorientas botellas de vino. El hombre hizo una pausa; luego señaló una caja con la cabeza.

—Coja eso. Será testigo de lo que digamos. Y además es posible que le saquemos provecho.

Paul lo miró, enfadado.

—Podría haberme hecho dejar la ropa y la pistola aquí, en su almacén. No hacía falta arrojarlas a la basura.

El hombre proyectó el labio inferior.

—Ah, sí, sólo que este sitio no es exactamente mío.

A ver, esa caja. Por favor, que debemos darnos prisa, señor.

El americano puso el portafolio sobre la caja, la alzó y siguió a su compañero. Salieron a una polvorienta habitación frontal. El hombre echó un vistazo por la cochambrosa ventana. Cuando estaba a punto de abrir la puerta Paul dijo:

—Espere.

Se tocó la mejilla; el corte hecho por los nudillos de bronce sangraba un poco. Pasó la mano por algunos estantes sucios y se tocó la cara para disimular la herida; luego, por la americana y los pantalones. Las manchas llamarían menos la atención que la sangre.

—Bien —dijo el alemán, mientras abría la puerta de par en par—. Ahora es un trabajador sudoroso. Y yo seré su jefe. Por aquí. —Giró directamente hacia un grupo de tres o cuatro Camisas Pardas, que hablaban con una mujer apoyada contra una farola; ella retenía a un diminuto caniche con una correa roja.

Paul vaciló.

—Venga. No pierda tiempo.

Cuando casi habían dejado atrás a los Camisas Pardas, uno de ellos los llamó.

—Eh, ustedes, alto. Queremos ver sus credenciales. Este y uno de sus compañeros se plantaron delante de Paul y el alemán. Furioso por haber abandonado su arma, Paul echó un vistazo al costado. El hombre del callejón frunció el entrecejo.

—Nuestras credenciales, sí, sí. Lo siento mucho, caballeros, Pero ya comprenderán ustedes que hoy nos hemos visto obligados a trabajar, como ya ven. —Señaló las cajas con un movimiento de cabeza—. No estaba planeado. Una entrega urgente.

—Deben llevar su documentación con ustedes en todo momento.

Paul dijo:

—Es que vamos muy cerca.

—Buscamos a un hombre corpulento, de traje gris y sombrero pardo. Va armado. ¿Han visto ustedes a alguien así? Ambos se consultaron con una mirada.

—No —dijo Paul. El segundo Camisa Parda los palpó a ambos. Luego cogió el portafolio para mirar dentro. Sacó el ejemplar de Mein Kampf; Paul vio el bulto donde estaban escondidos los rublos y el pasaporte ruso. El alemán del callejón se apresuró a decir:

—Ahí no hay nada que pueda interesarles. Ahora recuerdo que sí tenemos las credenciales. Busque usted en la caja que lleva mi empleado.

Los Camisas Pardas intercambiaron una mirada. El que tenía el libro volvió a arrojarlo dentro, dejó el portafolio en el suelo y desgarró la tapa de la caja que Paul sostenía.

—Ya verán ustedes que somos los Hermanos Burdeos.

Uno de los agentes se echó a reír. El alemán continuó:

—Pero hay que asegurarse. Podrían coger dos de esas para comprobarlo.

Los hombres sacaron varias botellas de vino tinto. Luego les hicieron señas de que podían continuar la marcha. Paul recogió el portafolio y ambos continuaron calle arriba.

Dos manzanas más allá el alemán señaló la acera de enfrente.

—Allí. El lugar que indicaba parecía ser un club nocturno decorado con banderas nazis. Un letrero de madera rezaba:

Cafetería Aria.

—¿Está loco, hombre? —preguntó el americano.

—¿No he acertado hasta ahora, amigo mío? Entre, por favor. En ningún lugar estará más seguro. Aquí los Camisas de Estiércol no son bien recibidos; tampoco pueden pagarlo. Estará a salvo mientras no haya zurrado a un oficial de la SS o a un alto funcionario del Partido. No lo ha hecho, ¿verdad?

Paul sacudió la cabeza. Aunque de mala gana, siguió a su compañero al interior. Inmediatamente comprendió qué había querido decir al referirse al precio de admisión. Un letrero ponía:

20 U$S / 40 DM.

«Joder», pensó. En el sitio más caro que había visitado en Nueva York, el Debonair Club, se cobraban cinco dólares. ¿Cuánto dinero llevaba encima? Esa suma era casi la mitad de lo que Morgan le había dado. Pero el portero, al reconocer al alemán de los mostachos, les hizo señas de que pasaran sin cobrarles nada.

Atravesaron una cortina hacia un bar pequeño y oscuro, atestado de antigüedades y cachivaches, carteles de películas y botellas polvorientas.

—¡Otto! —El encargado del bar estrechó la mano a su compañero.

Otto dejó su caja en la barra e indicó a Paul que hiciera otro tanto.

—¿No ibas a entregar una sola caja?

—Es que mi camarada me ha ayudado a cargar con otra; hay diez botellas sólo en esa. Con esto el total asciende a setenta marcos, ¿verdad?

—He pedido una sola caja. Necesito una sola. Pagaré sólo una.

Mientras los hombres discutían Paul se concentró en la potente voz que surgía de una radio grande, detrás del mostrador:

«La ciencia moderna ha descubierto mil maneras de proteger el cuerpo contra las enfermedades. Sin embargo, si usted no aplica estas sencillas normas de higiene, puede enfermar gravemente. Con tantos visitantes extranjeros en la ciudad es posible que haya nuevas cepas de infección. Por eso es vital tener en cuenta las reglas sanitarias».

Acabadas las negociaciones, al parecer a su entera satisfacción, Otto echó un vistazo por la ventana.

—Aún rondan por ahí. Tomemos una cerveza. Le permitiré pagarme una.

Notó que Paul miraba la radio; pese a lo alto del volumen, sólo él parecía prestarle atención.

—Ah, ¿le gusta la voz grave de nuestro ministro de Propaganda? Es dramática, ¿no? Pero visto en persona es un enano. Tengo contactos en toda la calle Wilhelm y todos los edificios del Gobierno. A sus espaldas le llaman «Mickey Mouse». Vayamos a la trastienda, que no soporto esta cháchara. Todos los establecimientos deben tener una radio para transmitir los discursos de los Líderes del Partido. Y cuando los transmiten es obligatorio subir el sonido. No hacerlo es ilegal. Aquí tienen la radio delante para cumplir con las reglas, pero el verdadero club está en la trastienda. Diga, ¿prefiere los hombres o las mujeres?

—¿Perdón?

—¿Hombres o mujeres? ¿Qué prefiere?

—No tengo ningún interés en…

—Comprendo, pero como debemos esperar a que los Camisas Pardas se cansen de perseguirlo, dígame, por favor: ¿qué preferiría mirar mientras tomamos esa cerveza a la que tan generosamente ha accedido a invitarme? ¿Hombres que bailan como hombres, hombres que bailan como mujeres o mujeres que bailan como lo que son?

—Mujeres.

—Bien, yo también. Ahora en Alemania ser homosexual está prohibido por la ley. Pero es sorprendente el número de nacionalsocialistas que parecen disfrutar de la mutua compañía, y no sólo para hablar de política. Por aquí.

Atravesó una cortina de terciopelo azul.

La segunda sala era, al parecer, para hombres a los que les gustaban las mujeres. Estaba pintada de negro y decorada con farolillos chinos, cintas de papel y trofeos de caza, tan polvorientos como las banderas nazis que pendían del techo. Se sentaron ante una desvencijada mesa de mimbre.

Paul devolvió a su compañero la gorra de lona, que desapareció en el bolsillo del hombre, junto con las otras.

—Gracias.

Otto inclinó la cabeza.

—Nada, ¿para qué estamos los amigos? —Y buscó con la vista a un camarero, hombre o mujer.

—Regresaré enseguida. —Paul se levantó para ir al lavabo.

Allí se lavó de la cara las manchas de tierra y sangre; luego se peinó el pelo hacia atrás con loción; así parecía más corto y más oscuro, lo cual le daba un aspecto algo diferente del hombre que buscaban los Camisas Pardas.

El corte de la mejilla no era grande, pero a su alrededor se había formado un moratón. Al salir del lavabo se escurrió por detrás del escenario, en busca del camerino de artistas. En el extremo opuesto un hombre se había sentado a fumar un puro y leer un periódico. Sin que él le prestara la menor atención, Paul hundió el dedo en un pote. De nuevo en el lavabo, untó la magulladura con el cosmético. Tenía alguna experiencia en cuestiones de maquillaje: todo buen boxeador conoce la importancia de ocultar las lesiones al adversario.

Regresó a la mesa, donde Otto estaba haciendo gestos a la camarera, una morena joven y bonita. Pero la chica estaba atareada. El hombre lanzó un suspiro de irritación y miró a Paul con atención.

—Hombre, es obvio que no eres de aquí, pues no sabes nada de nuestra cultura. Me refiero a la radio. Y a los Camisas de Estiércol; si fueras alemán no los habrías provocado peleando con ellos. Pero hablas perfectamente el idioma. Con un acento muy leve, que no es francés, ni eslavo ni español. ¿A qué raza canina perteneces?

—Te agradezco la ayuda, Otto. Pero hay cosas que prefiero reservarme.

—No importa. He decidido que debes de ser norteamericano o inglés. Norteamericano, probablemente. Lo sé por vuestras películas… ese modo de armar las frases… Sí, ¿un norteamericano audaz, con buenos cojones? Eres del país de los vaqueros heroicos, que se cargan ellos solos a toda una tribu de indios. Pero ¿dónde se ha metido esa camarera? —Miró alrededor, alisándose los bigotes—. A ver, vamos a presentarnos.

Me llamo Otto Wilhelm Friedrich Georg Webber. ¿Y tú…? Claro que tal vez prefieres no decir tu nombre.

—Me parece más prudente.

Webber rio entre dientes.

—Conque has zurrado a tres de ellos, con lo que te has ganado la eterna estima de los Camisas Pardas y de sus bestezuelas.

—¿Quiénes?

—Las Juventudes Hitlerianas. Los chicos que corretean entre los pies de las Tropas de Asalto. —Webber echó un vistazo a los nudillos enrojecidos de Paul—. ¿Es posible que te guste el boxeo, señor Sin Nombre? Tienes aspecto de atleta. Puedo conseguirte entradas para las Olimpiadas. No queda ninguna, como has de saber, pero yo puedo conseguirlas. Asientos para todo el día, en buen sitio.

—No, gracias.

—También puedo hacerte entrar a una de las fiestas olímpicas. En algunas estará Max Schmeling.

—¿Schmeling? —Paul enarcó una ceja. Admiraba al campeón de peso pesado, el más famoso de Alemania; justo el mes anterior había estado en el Yankee Stadium para ver la pelea de Schmeling con Joe Louis. Para asombro de todos, el alemán derribó al Bombero Pardo en el duodécimo round. La velada había costado a Paul seiscientos ocho dólares: ocho por el billete y seis de cien por la apuesta perdida. Webber continuó:

—Irá con su esposa, Anny Ondra. Es bellísima. Actriz, ¿sabes? Pasarás una noche inolvidable. Sería bastante cara, pero eso tiene solución. Tendrás que ir de esmoquin, claro está. También puedo conseguírtelo. Por una pequeña comisión.

—Paso.

—Vaya —murmuró el alemán, como si Paul hubiera cometido el error de su vida.

La camarera se detuvo junto al sicario, sonriéndole.

—Me llamo Liesl. ¿Y tú?

—Hermann —dijo Paul.

—¿Qué te pongo?

—Cerveza para los dos. Para mí una Pschorr.

Ach —exclamó Webber, desdeñando esa elección—. Para mí lager berlinesa, de fermentación baja. Jarra grande.

Ella le echó una mirada fría, como si en alguna ocasión anterior el hombre la hubiera dejado sin propina. Acto seguido miró a Paul fijamente a los ojos; luego le dedicó una sonrisa coqueta y se alejó hacia otra mesa.

—Tiene usted una admiradora, señor «No Hermann». Bonita, ¿verdad?

—Muy bonita.

Webber le guiñó un ojo.

—Si quieres, puedo…

—No —replicó Paul con firmeza.

El alemán enarcó una ceja y dirigió su atención hacia el escenario, donde daba vueltas una mujer con el pecho desnudo. Tenía los brazos flácidos y las tetas caídas; aun desde lejos se le veían arrugas en torno a la boca, que mantenía una sonrisa feroz; la mujer se movía al son cascado de un gramófono.

—Aquí, por la tarde, no hay música en vivo —explicó Webber—. Pero por la noche tocan bandas buenas. Metales… me encantan los metales. Tengo un disco que escucho a menudo, de John Philip Sousa, ese gran director británico.

—Lamento informarte de que es norteamericano.

—¡No me digas!

—Es la verdad.

—Qué país ha de ser ese, Estados Unidos. Tienen un cine estupendo y millones de automóviles, según se dice. Y ahora me entero de que también tienen a John Philip Sousa.

Paul contempló a la camarera que se aproximaba, meneando las esbeltas caderas. La mujer dejó las cervezas en la mesa. Al parecer, en esos tres o cuatro minutos de ausencia se había puesto más perfume. Paul le devolvió la sonrisa con otra bien grande; luego echó un vistazo a la cuenta. Como no estaba familiarizado con la moneda alemana y no quería llamar la atención contando monedas, le dio un billete de cinco marcos, calculando que sería dos dólares y pico.

Liesl interpretó que la diferencia era su propina y le dio las gracias cogiéndole calurosamente una mano entre las suyas. Él temió que lo besara. No sabía cómo pedirle el cambio; decidió apuntar la pérdida como lección sobre las costumbres alemanas. Con otra mirada de adoración, Liesl se apartó de la mesa, pero de inmediato se puso mohína ante la perspectiva de atender otras. Webber chocó su jarra contra la de Paul y ambos dieron un buen trago.

El alemán lo observó atentamente.

—Dime, ¿a qué triles te dedicas?

—¿Triles?

—Cuando te he visto en el callejón, con esa pistola, he pensado: «Ach, este tío no es soci ni kosi…».

—¿Qué?

Socia. Socialdemócrata. Era un partido político importante hasta que lo prohibieron por ley. Los kosis son los comunistas; no sólo están prohibidos por ley, sino que los han liquidado. No, tú no eres un agitador; eres uno de los nuestros, un trilero, un artista de los negocios oscuros. —Echó una mirada a la sala—. No te preocupes. Mientras no alcemos la voz se puede hablar sin peligro. Aquí no hay micrófonos. Tampoco hay lealtad hacia el Partido entre estas paredes. Al fin y al cabo, siempre es más digna de confianza la polla que la conciencia. Y de conciencia los nacionalsocialistas no tienen ni pizca. Anda, dime, ¿qué triles haces?

—No soy trilero. He venido por las Olimpiadas.

—¿De veras? —Webber le guiñó un ojo—. Este año debe de haber un deporte nuevo que no conozco.

—Soy cronista. Escribo sobre deportes.

—Vaya, escribes. Un escritor que pelea con los Camisas Pardas, no dice su nombre, anda por la calle con una Luger de pacotilla y se cambia de ropa para desorientar a sus perseguidores. Y luego se cambia el peinado y se maquilla. —Webber se tocó la mejilla con una sonrisa comprensiva.

—Es que he tropezado con unos Camisas Pardas que estaban atacando a una pareja. Y lo he impedido. En cuanto a la Luger, se la he robado a uno de ellos.

—Sí, sí, lo que tú digas. ¿Conoces a Al Capone?

—Claro que no, hombre —respondió Paul, exasperado.

Webber lanzó un fuerte suspiro, sinceramente desencantado.

—Me mantengo informado sobre los crímenes de Estados Unidos. Como tantos otros, aquí en Alemania. Nos pasamos el rato leyendo novelas de crímenes, ¿sabes? Muchas se desarrollan en Norteamérica. Seguí con mucho interés la historia de John Dillinger. Fue traicionado por una mujer de vestido rojo y lo mataron en un callejón, cuando salían del cine. Menos mal que pudo ver la película antes de que lo mataran. Murió llevándose ese pequeño placer. Aunque habría sido aún mejor que hubiera podido ver la película, emborracharse y acostarse con la mujer antes de que lo mataran. Esa habría sido una muerte perfecta. Sí: a pesar de lo que digas, creo que eres un verdadero mafioso, señor John Dillinger. ¡Liesl, bella Liesl! ¡Trae más cerveza! Mi amigo va a pagar otras dos.

Webber tenía la jarra vacía; la de Paul aún estaba llena en sus tres cuartas partes.

—No, para mí no —dijo a la camarera—. Sólo para él.

Antes de desaparecer rumbo a la barra ella le arrojó otra mirada de adoración; el brillo de sus ojos y lo esbelto de su silueta le hicieron pensar en Marion. Se preguntó cómo estaría, qué haría en esos momentos. En Estados Unidos eran seis o siete horas menos.

«Llámame», había dicho la última vez, convencida de que él iba a Detroit por asuntos de negocios. Paul había descubierto que era posible hacer una llamada telefónica al otro lado del Atlántico, pero costaba casi cincuenta dólares el minuto. Además, ningún sicario competente dejaba semejante pista de su paradero.

Observó a los nazis del público: algunos eran soldados o de la SS, con inmaculados uniformes negros o grises; otros, comerciantes. En su mayoría estaban ebrios; algunos bien avanzados en la borrachera de la tarde. Todos sonreían animosamente, pero parecían aburridos por ese espectáculo pretendidamente sensual tan poco turbador.

Cuando llegó la camarera traía dos cervezas. Puso una frente a Webber, a quien por lo demás no prestó ninguna atención, y dijo a Paul:

—Puede pagar la de su amigo, pero la suya es un regalo mío. —Le cogió la mano para cerrársela en torno al asa—. Veinticinco pfennigs.

—Gracias —dijo él; probablemente, con el cambio del billete de cinco habría podido pagar un barril entero. Esta vez le dio un marco.

Ella se estremeció de placer, como si Paul le hubiera puesto un anillo de diamantes, y le dio un beso en la frente.

—Que la disfrutes —dijo. Y se fue.

Ach, te ha hecho el descuento para clientes habituales. A mí me cobra cincuenta. Claro que los extranjeros suelen pagar un marco con setenta y cinco.

Webber bebió un tercio de la jarra. Luego se limpió la espuma de los mostachos con el dorso de la mano y sacó una cajetilla de cigarrillos.

—Estos son horrorosos, pero me gustan bastante. —Se los ofreció a Paul, pero este negó con la cabeza—. Son hojas de col remojadas en agua de tabaco y nicotina. Ahora es difícil encontrar puros de verdad.

—¿A qué te dedicas? Además de importar vinos. Webber, riendo, le echó una mirada coquetona. Hizo un esfuerzo por inhalar ese humo acre y luego dijo, pensativo:

—A muchas cosas diferentes. En general, lo que hago es comprar y vender cosas difíciles de conseguir. Últimamente hay mucha demanda de material militar.

No me refiero a armas, desde luego, sino a insignias, cantimploras, cinturones, botas, uniformes. Aquí todo el mundo adora los uniformes. Mientras el marido está en el trabajo, la mujer sale a comprarle uniformes, aunque no tenga rango ni afiliación. Hasta los niños los usan, ¡incluso los bebés! Medallas, barras, cintas, charreteras, insignias. Y también los vendo al Gobierno para los soldados de verdad. Ahora hemos vuelto a tener reclutamiento. Nuestro Ejército está aumentando. Necesita uniformes. Y la tela es difícil de conseguir. Yo tengo gente que me vende uniformes; luego los altero un poco y los vendo al Ejército.

—Los robas a una fuente gubernamental para vendérselos a otra.

—Ay, señor John Dillinger, qué divertido eres. —Miró al otro lado del salón—. Un momento. ¡Hans, ven aquí! ¡Hans!

Apareció un hombre vestido de esmoquin, quien miró a Paul con aire suspicaz. Webber le aseguró que era un amigo. Luego dijo:

—Ha llegado a mis manos una cantidad de mantequilla. ¿La quieres?

—¿Cuánto?

—¿Cuánta mantequilla o cuánto cuesta?

—Ambas cosas, desde luego.

—Diez kilos. Setenta y cinco marcos.

—Si es como la de la última vez, quieres decir seis kilos de mantequilla mezclada con cuatro de aceite de carbón, grasa animal, agua y colorante amarillo. Es demasiado dinero por tan poca mantequilla.

—Pues te la cambio por dos cajones de champán francés.

—Uno.

—¿Diez kilos por un cajón? —Webber parecía indignado.

—Seis kilos, como he explicado.

—Dieciocho botellas.

El jefe de camareros dijo, encogiéndose de hombros:

—Si le añades colorante, acepto. El mes pasado hubo diez o doce parroquianos que no quisieron tocar tu mantequilla blanca. ¿Quién podría reprochárselo?

Cuando el hombre se hubo ido, Paul acabó su cerveza y sacó un Chesterfield de la cajetilla, siempre maniobrando bajo la mesa, para que nadie viera la marca norteamericana. Hicieron falta cuatro intentos para encender el cigarrillo: las cerillas baratas provistas por el club se rompían una tras otra. Webber las señaló con la cabeza.

—No me las eches en cara, amigo. No las vendí yo. Después de inhalar profundamente el humo del Chesterfield, Paul preguntó:

—¿Por qué me has ayudado, Otto?

—Porque estabas en aprietos, claro está.

—Haces buenas obras, ¿eh? —El norteamericano enarcó una ceja.

Su compañero se acarició los bigotes.

—Bueno, te seré franco: en estos tiempos las oportunidades son mucho más difíciles de encontrar.

—Y yo soy una oportunidad.

—Quién sabe, señor John Dillinger. Tal vez sí, tal vez no. Si no, no he perdido nada, salvo una hora bebiendo cerveza con un amigo nuevo, lo cual no es pérdida en absoluto. Sí, tal vez ambos podamos extraer beneficios de esto. —Se levantó para acercarse a la ventana y miró por entre las gruesas cortinas—. Creo que ya puedes salir sin peligro. No sé qué haces en nuestra vibrante ciudad, pero es posible que yo sea el hombre que te conviene. Conozco a mucha gente, gente que ocupa puestos importantes. No, no me refiero a los altos cargos, sino a la gente que más conviene conocer en nuestro tipo de trabajo.

—¿Qué gente?

—Gente pequeña, bien situada. ¿Has oído ese chiste sobre el pueblecillo de Baviera que reemplazó su veleta por un funcionario? ¿Por qué? Porque los funcionarios saben mejor que nadie de dónde sopla el viento. ¡Ja! —Rio con ganas. Luego volvió a ponerse solemne y vació su jarra de cerveza—. La verdad es que aquí me estoy muriendo. Muero de aburrimiento. Echo de menos los viejos tiempos. Anda, déjame un mensaje o ven a verme. Generalmente estoy aquí. En este salón o en el bar.

—Apuntó la dirección en una servilleta y la empujó hacia su compañero.

Paul echó un vistazo al cuadrado de papel; después de memorizar la dirección, se la devolvió.

Webber lo observaba.

—Ah, pero si eres un cronista de deportes muy espabilado, ¿verdad?

Caminaron hacia la puerta. Paul le estrechó la mano.

—Gracias, Otto.

Ya fuera, el alemán le dijo:

—Y ahora adiós, amigo mío. Espero volver a verte. —Luego frunció el entrecejo—. ¿Y yo? Yo debo ponerme a buscar tintura amarilla. Ach mira en qué se ha convertido mi vida. Grasa y colorante.