De pie en la esquina, con un sobado ejemplar del Berlin Journal en las manos, Paul estudiaba el restaurante Jardín Estival: mujeres enguantadas que bebían café, hombres que acababan la cerveza a grandes tragos y se tocaban los mostachos con servilletas de hilo bien planchadas, para quitar la espuma. Gente que disfrutaba del sol de la tarde, fumando.
Paul Schumann, completamente inmóvil, miraba y miraba.
Descabalado…
Igual que cuando uno compone, retirando las letras de metal de su caja para formar palabras y frases.
«Cuidado con las pes y las cus», advertía su padre constantemente; «esas letras son fáciles de confundir, pues el tipo es el anverso exacto de la letra impresa».
Ahora estudiaba el Jardín Estival con idéntica atención. No había reparado en el Camisa Parda que lo observaba desde la cabina telefónica, frente al pasaje Dresden. Para un sicario era un error imperdonable; no volvería a cometerlo.
Pasados algunos minutos aún no había detectado ningún peligro inmediato, pero ¿qué sabía uno? Tal vez la gente que él observaba era simplemente lo que aparentaba: tíos normales que habían salido a comer y a hacer algún recado en aquella pesada y perezosa tarde de sábado, sin ningún interés por la gente que estaba en la calle. Pero quizá eran tan suspicaces y mortíferamente leales a los nazis como Heinsler, el hombre del Manhattan.
«Quiero al Führer…».
Arrojó el diario a una papelera y cruzó la calle para entrar en el restaurante.
—Una mesa para tres, por favor —dijo al jefe de camareros.
—Donde guste, donde guste —respondió el atribulado hombre. Paul ocupó una mesa dentro. Echó una mirada disimulada a su alrededor. Nadie le prestaba atención.
Al menos eso parecía. Pasó un camarero:
—¿Qué desea?
—Por ahora una cerveza.
—¿De qué tipo? —Y comenzó a nombrar marcas que él nunca había oído.
—La primera. En vaso grande.
El camarero se acercó hacia el bar y regresó un momento después, trayendo un vaso alto Pilsen. Paul bebió con ansia, pero descubrió que el sabor le disgustaba: era casi dulce, como de fruta. Apartó el vaso y encendió un cigarrillo, que sacó de la cajetilla por debajo de la mesa para que nadie viera la etiqueta norteamericana. Al levantar la vista, vio que Reginald Morgan entraba a paso tranquilo, mirando en derredor.
Al ver a Paul se acercó a él y lo saludó en alemán:
—Cuánto me alegra volver a verte, amigo.
Después de estrecharle la mano se sentó al otro lado de la mesa. Se enjugó con un pañuelo la cara húmeda; sus ojos tenían una expresión atribulada.
—Por un pelo. La Schupo ha llegado justo cuando me alejaba.
—¿Te ha visto alguien?
—No, no creo. Salí por el otro extremo del callejón.
—¿Estamos seguros aquí? —preguntó Paul, mirando a ambos lados—. ¿No sería mejor salir?
—No. A esta hora sería más sospechoso llegar a un restaurante y retirarse de inmediato, sin haber comido. Esto no es como Nueva York: cuando se trata de la comida los berlineses no se dejan meter prisa. Las oficinas cierran durante dos horas para que la gente pueda almorzar como Dios manda. Y también desayunan dos veces. —Morgan se dio unas palmaditas en el vientre—. Ya comprenderás por qué me alegró que me destinaran aquí.
Echó una ojeada rápida alrededor y agregó:
—Toma. —Empujó un grueso libro hacia su compañero—. Ya ves que no me he olvidado de devolvértelo.
En la cubierta se leían las palabras alemanas Mein Kampf, que Paul tradujo como «mi lucha», y el nombre de Hitler. ¿El tío había escrito un libro?
—Gracias. No había prisa, hombre.
Aplastó su cigarrillo en el cenicero, pero en cuanto estuvo frío se lo guardó en el bolsillo, para no dejar rastros que pudieran delatar su paradero.
Morgan se inclinó hacia delante, sonriente, como si le estuviera contando un chascarrillo soez:
—Dentro del libro hay cien marcos. Y la dirección de la casa donde te alojarás. Es una pensión. Está cerca de la plaza Lützow, al sur del Tiergarten. Te he apuntado también cómo llegar.
—¿Está en la planta baja?
—¿El apartamento? No sé. No he preguntado. ¿Estás pensando en las posibles vías de escape?
De hecho, estaba pensando en la madriguera del borracho Malone, con sus puertas y ventanas clausuradas y el grupo de marines armados que lo esperaban para darle la bienvenida.
—En efecto.
—Mira, échale un vistazo. Si no te convence tal vez puedas cambiar de sitio. La encargada parece bien dispuesta. Se llama Käthe Richter.
—¿Es nazi?
Morgan respondió, en voz baja:
—No uses esa palabra. Te delatarás. «Nazi», en la jerga de los bávaros, significa «inocentón», El apócope correcto es «nazo», pero tampoco se usa mucho por aquí. Debes decir «nacionalsocialista». Algunos usan las siglas: NSDAP. También puedes decir «el Partido». Y dilo en tono de reverencia. En cuanto a la señorita Richter, no parece estar a favor ni en contra. —Morgan señaló la cerveza con un gesto—. ¿No te gusta?
—Agua con meados.
Morgan se echó a reír.
—Es cerveza de trigo. La beben los niños. ¿Por qué la has pedido?
—Había mil tipos diferentes. Nunca los había oído nombrar.
—Pediré yo por ti. —Cuando llegó el camarero dijo—: Por favor, tráiganos dos cervezas Pschorr. Salchichas y pan. Con coles y pepinillos en vinagre. Y mantequilla, si es que hoy tienen.
—Sí, señor. —El hombre se llevó la copa de Paul. Morgan continuó:
—Dentro del libro hay también un pasaporte ruso con tu foto y rublos por valor de cien dólares. En caso de emergencia, ve a la frontera con Suiza. Los alemanes te dejarán pasar, felices de librarse de otro ruso. No te quitarán los rublos, pues no se les permite gastarlos. A los suizos no les importará que seas bolchevique; te recibirán encantados de que gastes tu dinero allí. Ve a Zurich y haz llegar un mensaje a la Embajada de Estados Unidos. Gordon se ocupará de sacarte. Ahora bien: después de lo que ha sucedido en el pasaje Dresden debemos tener muchísimo cuidado. Como te he dicho, es obvio que en la ciudad está sucediendo algo. En la calle hay muchas más patrullas que de costumbre. Tropas de Asalto, lo cual no es tan extraño, puesto que no tienen otra cosa en qué pasar el tiempo que desfilar y patrullar. Pero también hay gente de la SS y de la Gestapo.
—¿Qué son?
—La SS… ¿Has visto esos dos que están fuera, en la terraza? Los de uniforme negro.
—Sí.
—Originariamente eran la guardia personal de Hitler. Ahora son otro ejército privado. En general visten de negro, pero algunos van de uniforme gris. La Gestapo es la policía secreta; van de paisano. Son pocos, pero muy peligrosos. Su jurisdicción es, principalmente, el delito político. Pero en la Alemania de hoy cualquier cosa puede ser considerada un delito político. Escupir en la acera es una ofensa contra el honor del Führer, de modo que te envían a la cárcel de Moabit o a un campo de concentración.
Llegaron la comida y la cerveza Pschorr; Paul bebió de inmediato la mitad de su vaso. Era espesa y rica.
—Esta sí que es buena.
—¿Te gusta? Una vez aquí caí en la cuenta de que jamás podría volver a beber cerveza norteamericana. Para hacerla bien se requieren años de aprendizaje. Es un oficio tan respetado como un título universitario. Berlín es la capital cervecera de Europa, pero la mejor se hace en Munich, allá en Baviera.
Paul comió con apetito. Pero la cerveza y la comida no eran lo más importante que tenía en la mente.
—Tendremos que actuar deprisa —susurró. En su profesión, cada hora pasada cerca del sitio del trabajo a realizar aumentaba el riesgo de ser atrapado—. Necesito información y un arma.
Morgan asintió.
—Mi contacto vendrá en cualquier momento. Tiene información detallada sobre… el hombre que vas a visitar. Y esta tarde iremos a una casa de empeño. El propietario tiene un buen rifle para ti.
—¿Un rifle? —Paul frunció el entrecejo. Morgan inquirió, preocupado:
—¿No sabes usar un rifle?
—Claro que sé. Fui soldado de infantería. Pero acostumbro operar a corta distancia.
—¿Sí? ¿Te resulta más fácil?
—No es cuestión de facilidad, sino de eficacia.
—Pues mira, Paul: tal vez sea posible, aunque lo veo muy difícil, que puedas acercarte a tu blanco lo suficiente como para matarlo con una pistola. Pero te atraparían, sin duda, con tantos Camisas Pardas y hombres de la SS y la Gestapo rondando por ahí. Entonces tu muerte sería lenta y desagradable, te lo aseguro. Pero hay otro motivo para que utilices un rifle: tendrás que matarlo en público.
—¿Por qué? —preguntó Paul.
—El senador ha dicho que, en el Partido y en el Gobierno alemán, todos saben lo crucial que es Ernst para el rearme. Es importante que quien lo reemplace sepa que, si continúa con lo que él estaba haciendo, también estará en peligro. Si Ernst muere «discretamente» Hitler lo ocultará todo y asegurará que falleció por accidente o enfermedad.
—Pues bien, lo haré en público —dijo el sicario—. Con un rifle. Pero tendré que ver esa arma, familiarizarme con ella, buscar un buen lugar para el operativo, examinarlo con anticipación, evaluar la luz y las brisas, ver cómo llegar y cómo salir.
—Por supuesto. Tú eres el experto. Lo que digas.
Paul acabó de comer.
—Después de lo que ha pasado en el callejón tendré que esconderme. Iré a la Villa Olímpica a por mis cosas y me mudaré cuanto antes a la pensión. ¿La habitación ya está lista?
Morgan contestó afirmativamente.
Él bebió un poco más de cerveza; luego se puso el libro de Hitler en el regazo y lo hojeó hasta hallar el pasaporte, el dinero y la dirección. Cogió la tira de papel donde le habían apuntado los datos de la pensión. Después de guardar el libro en el portafolio, memorizó la dirección y las indicaciones para encontrarla, usó tranquilamente el papel para limpiar la cerveza volcada en la mesa y lo amasó entre los dedos hasta reducirlo a pulpa. Luego deslizó la bola en el bolsillo, junto con las colillas de los cigarrillos, para deshacerse de ellos más adelante.
Morgan enarcó una ceja.
—Ya me habían dicho que eras de los buenos.
Paul señaló su portafolio con la cabeza.
—Mi lucha —susurró—. El libro escrito por Hitler. ¿De qué trata exactamente?
—Alguien dijo que era una colección de ciento sesenta mil errores gramaticales. Se supone que desarrolla la filosofía de Hitler, pero básicamente es una estupidez impenetrable. Aun así, tal vez te convenga conservarlo. —Morgan sonrió—. En Berlín escasean muchas cosas. En este momento cuesta conseguir papel higiénico.
Una risa breve. Luego Paul preguntó.
—Este hombre que esperamos… ¿cómo sabes que podemos confiar en él?
—En la Alemania actual la confianza es algo extraño. El riesgo es tan grave y tan presente que no puedes confiar en alguien sólo porque crea en tu misma causa.
En el caso de mi contacto, su hermano era sindicalista y las Tropas de Asalto lo mataron; por eso simpatiza con nosotros. Pero como no estoy dispuesto a jugarme la vida a esa única carta, además le he pagado mucho dinero. Aquí tienen un dicho: «Si de su pan como, su canción canto». Pues bien, Max come una buena cantidad de mi pan. Y se encuentra en la precaria posición de haberme vendido material muy útil para mí y comprometedor para él. Ahí tienes un ejemplo perfecto de cómo funciona aquí la confianza: tienes que sobornar o amenazar. Y yo prefiero hacer ambas cosas simultáneamente.
Se abrió la puerta y Morgan entornó los ojos.
—Ah, ahí está —susurró.
Un hombre flaco, que vestía traje de mecánico, entró en el restaurante con un saco pequeño echado al hombro. Miró a su alrededor, parpadeando para acostumbrar la vista a la penumbra. Morgan agitó la mano y el hombre se les acercó. Estaba obviamente nervioso; sus ojos iban de Paul a los otros parroquianos, a los camareros, a las sombras de los corredores que conducían a los cuartos de baño y a la cocina, para volver finalmente a Paul.
En la Alemania actual, «ellos» es todo el mundo.
Se sentó a la mesa, primero de espaldas a la puerta. Luego cambió de asiento para ver el resto del restaurante.
—Buenas tardes —saludó Morgan.
—Heil Hitler.
—Heil —respondió Paul.
—Este amigo mío ha pedido que lo llamemos Max. Ha trabajado para el hombre que vienes a ver. En los alrededores de su casa. Lleva provisiones; conoce al ama de llaves y al jardinero. Vive en la misma zona, Charlottenburg, al oeste de aquí.
Max no quiso comida ni cerveza; sólo pidió café, en el que echó un terrón de azúcar que dejó un residuo polvoriento en la superficie. Lo revolvió con vigor.
—Necesito saber de él todo lo que puedas decirme —susurró Paul.
—Sí, sí, te lo diré. —Pero el hombre quedó en silencio; continuaba mirando en derredor. Usaba la suspicacia tal como utilizaba loción para aplastarse el pelo ralo. A Paul su intranquilidad le resultó irritante, por no decir peligrosa. Max abrió el saco y le ofreció una carpeta verde oscuro. El sicario se apoyó en el respaldo, para que nadie pudiera ver el contenido, y la abrió. Se encontró ante cinco o seis fotografías arrugadas; en ellas se veía a un hombre que vestía un traje de calle cortado a medida, como corresponde a un caballero minucioso y detallista. Parecía estar en la cincuentena; tenía la cabeza redonda y pelo corto, gris o blanco. Usaba gafas de montura de alambre.
Paul preguntó:
—¿Son de él con seguridad? ¿No puede ser un doble?
—Él no usa dobles. —El hombre bebió un sorbo de café con manos trémulas y volvió a mirar a su alrededor.
Paul acabó de observarlas. Iba a pedir a Max que se quedara con las fotos y las destruyera al llegar a su casa, pero el hombre parecía demasiado nervioso; el norteamericano lo imaginó despavorido, olvidándolas en el tranvía o en el metro. Entonces deslizó la carpeta al interior del portafolio, junto al libro de Hitler; más tarde se desharía de ellas.
—Bien —dijo inclinándose hacia delante—, háblame de él. Dime todo lo que sepas.
Max le transmitió lo que sabía de Reinhard Ernst. El coronel conservaba la disciplina y el porte militares, aunque hacía ya algunos años que no lo era. Se levantaba temprano y trabajaba muchas horas, seis o siete días a la semana. Se ejercitaba con regularidad y era un tirador experto. A menudo llevaba una pequeña pistola automática. Su despacho estaba en el edificio de la Cancillería, el de la calle Wilhelm; iba y venía conduciendo su propio coche, rara vez acompañado por un guardia. El coche era un Mercedes descapotable.
Paul analizó lo que acababa de oír.
—Esa Cancillería… ¿Va allí todos los días?
—Por lo general, sí. Pero a veces viaja a los astilleros. Recientemente, también a las fábricas de Krupp.
—¿Quién es Krupp?
—Sus empresas, fábricas de municiones y blindados.
—Y en la Cancillería, ¿dónde aparca?
—No lo sé, señor. Nunca he estado allí.
—¿Podrías averiguar dónde estará en los próximos días? ¿Cuándo irá a la oficina?
—Sí, lo intentaré. —Una pausa—. No sé si… —Max dejó apagar la voz.
—¿Qué? —lo instó Paul.
—También sé algunas cosas de su vida personal. De su esposa, su nuera, su nieto. ¿Quiere conocer esa faceta de su vida? ¿O prefiere no saberlo?
Tocar el hielo.
—No —susurró Paul—. Dímelo todo.
Circulaban por la calle Rosenthaler, a toda la velocidad que permitía el pequeño motor, rumbo al restaurante Jardín Estival. Konrad Janssen dijo a su jefe:
—Una pregunta, señor.
—¿Si?
—El inspector Krauss esperaba descubrir que el asesino era un extranjero. Y tenemos pistas de que en verdad el sospechoso lo es. ¿Por qué no se lo ha dicho?
—Las pistas sólo insinúan que podría serlo. Tampoco son muy concluyentes. Lo único que sabemos es que podría hablar con acento y que ha silbado para llamar a un taxi.
—Sí, señor, pero ¿no habríamos debido mencionarlo? Nos convendría contar con los recursos de la Gestapo.
El obeso Kohl jadeaba y sudaba profusamente por aquel calor. Le gustaba el verano, pues la familia podía disfrutar del Tiergarten y el Luna Park o almorzar al aire libre en Wannsee o en el río Havel. Pero en cuanto al clima, a él le gustaba el otoño. Se enjugó la frente antes de responder:
—No, Janssen, no deberíamos haberlo mencionado ni deberíamos buscar la ayuda de la Gestapo. Le diré por qué. En primer lugar, desde la consolidación del mes pasado, la Gestapo y la SS hacen cuanto pueden por privar a la Kripo de su independencia. Debemos mantenerla hasta donde sea posible y para eso conviene que trabajemos solos. En segundo lugar, algo que es muchísimo más importante: los «recursos» de la Gestapo suelen reducirse a arrestar a quien parezca siquiera remotamente culpable. Y, a veces, a arrestar a quienes son inocentes a todas luces, pero cuya reclusión podría ser conveniente.
El cuartel general de la Kripo contenía seiscientos calabozos, cuya finalidad había sido, en otros tiempos, la misma de las comisarías de policía de todas partes: retener a los delincuentes arrestados hasta que fueran llevados a juicio o puestos en libertad. En los tiempos que corrían, esas celdas estaban llenas a rebosar con los acusados de vagos crímenes políticos; eran vigiladas por los de la SA, jóvenes brutales de uniforme pardo con brazaletes blancos. Esos calabozos eran una simple parada transitoria en el camino a un campo de concentración o al cuartel general de la Gestapo, en la calle Prince Albrecht. A veces, al cementerio.
Kohl continuó:
—No, Janssen. Nosotros somos artesanos que practicamos el refinado arte del trabajo policial, no granjeros sajones armados con guadañas para segar a los ciudadanos por decenas en la persecución de un solo culpable.
—Sí, señor.
—No lo olvide nunca. —Meneó la cabeza—. Ach, qué difícil es hacer este trabajo en las arenas movedizas morales que nos rodean. —Mientras detenía el coche junto al bordillo echó un vistazo a su ayudante—. Por esto que he dicho, Janssen, usted podría hacerme arrestar y enviar a Oranienburg por un año, ¿sabe?
—No diré nada, señor.
Kohl apagó el motor. Ambos bajaron y caminaron al trote la amplia acera, rumbo al Jardín Estival. Al acercarse Willi Kohl detectó un aroma a sauerbraten bien marinados; eran lo que daba fama a ese lugar.
Janssen llevaba un ejemplar de El observador del pueblo, periódico nacionalsocialista, en cuya primera plana se destacaba una foto de Göring con un elegante sombrero, de corte nada habitual en Berlín. Al pensar en esos accesorios el jefe desvió una mirada hacia su ayudante; la clara tez del joven estaba enrojeciendo bajo el sol de julio. ¿Acaso los muchachos de hoy no sabían que los sombreros se habían inventado para algo?
Ya cerca del restaurante le indicó por gestos que aminorara el paso. Se detuvieron junto a una farola para estudiar el Jardín Estival. A esa hora ya no quedaban muchos parroquianos. Dos oficiales de la SS pagaron y se retiraron; mejor así, pues, por los motivos que acababa de explicar a Janssen, prefería no decir nada sobre el caso. Quedaban sólo un hombre de mediana edad, vestido con traje tradicional, y un jubilado.
Kohl reparó en las gruesas cortinas, que los protegían de la observación desde dentro. Hizo a Janssen un gesto con la cabeza y ambos entraron en la terraza; el inspector preguntó a cada uno de los comensales si había visto entrar en el restaurante a un hombre corpulento.
El jubilado asintió con la cabeza.
—¿Un hombre corpulento? Sí, detective. No me he fijado bien, pero creo que ha entrado hace unos veinte minutos.
—¿Aún está allí?
—Que yo haya visto, no ha salido.
Janssen se puso rígido, como un sabueso al olfatear el rastro.
—¿Llamamos a la Orpo, señor?
Era la Policía del Orden, uniformada, alojada en barracas y siempre lista, como lo insinuaba el nombre, para mantener el orden mediante el uso de fusiles, pistolas automáticas y cachiporras. Pero Kohl volvió a pensar en el caos que estallaría si se la llamaba, sobre todo contra un sospechoso armado en un restaurante lleno de clientes.
—No, creo que no, Janssen. Seremos más sutiles. Dé la vuelta usted al restaurante y espere junto a la puerta trasera. Si sale alguien, con o sin sombrero, deténgalo. Recuerde que nuestro sospechoso va armado. Sea cauto y discreto.
—Sí, señor.
El joven se detuvo ante el callejón y, con un saludo nada cauto, giró en la esquina y desapareció.
Kohl se adelantó con aire casual y se detuvo, como si estudiara la lista de especialidades exhibida en la pared. Luego se acercó un poco más; sentía cierto desasosiego; notaba también el peso del revólver en el bolsillo. Antes de que los nacionalsocialistas asumieran el poder eran pocos los detectives de la Kripo que iban armados. Pero hacía ya varios años desde que Göring, por entonces ministro del Interior, expandió las muchas fuerzas policiales del país, había ordenado que todos los policías llevaran armas y, para espanto de Kohl y sus colegas de la Kripo, que las usaran libremente. Llegó a promulgar un edicto por el cual se podía reprender al policía que no disparara contra un sospechoso, aunque no por disparar contra alguien que resultara inocente.
Willi Kohl no había disparado un arma desde 1918. Sin embargo, al visualizar el cráneo destrozado de la víctima del pasaje Dresden se alegraba de tener ese revólver. Acomodó la chaqueta de modo que pudiera extraerlo con celeridad, en caso necesario, e inspiró hondo. Luego empujó la puerta.
Se quedó petrificado como una estatua, presa del pánico. El interior del jardín Estival estaba bastante oscuro, mientras que sus ojos venían habituados al sol intenso del exterior; durante un momento quedó cegado. «Qué tontería», pensó, enfadado consigo mismo. Habría debido tenerlo en cuenta. Allí estaba, con la palabra «Kripo» escrita en toda su persona, blanco fácil para cualquier sospechoso armado.
Dio un paso hacia dentro y cerró la puerta a su espalda. En su algodonoso campo visual había gente que se movía por todo el restaurante. Algunos parecían estar de pie. Y alguien avanzaba hacia él.
Kohl dio un paso atrás, alarmado, y acercó la mano al bolsillo que contenía el revólver.
—¿Una mesa, señor? Puede sentarse donde guste. Bizqueó. Poco a poco empezaba a recobrar la vista.
—¿Señor? —repitió el camarero.
—No. Busco a alguien.
Por fin volvía a ver normalmente. En el restaurante había sólo diez o doce comensales. Ninguno era corpulento ni llevaba sombrero pardo y traje claro. Se dirigió hacia la cocina.
—Señor, no puede…
Mostró su credencial al camarero.
—Sí, señor —dijo el hombre con timidez.
Kohl atravesó la cocina, donde el calor aturdía, y abrió la puerta trasera.
—¿Janssen?
—Por aquí no ha salido nadie, señor.
El aspirante a inspector se reunió con su jefe y ambos regresaron al comedor. Kohl llamó por señas al camarero.
—¿Cómo se llama, señor?
—Johann.
—Diga, Johann: en los últimos veinte minutos, ¿ha visto aquí a un hombre con un sombrero como este? —E hizo una señal a Janssen, que mostró la foto de Göring.
—Pues sí, lo he visto. Él y sus compañeros se han retirado hace un momento. Me ha parecido algo sospechoso; se han ido por la puerta lateral.
Señalaba una mesa vacía. Kohl suspiró con disgusto: era una de las dos mesas que estaban junto a las ventanas. La cortina era gruesa, sí, pero vio una pequeña abertura en uno de los lados; sin duda el sospechoso los había visto hablar con los comensales de la terraza.
—¡Venga, Janssen!
El jefe y su ayudante salieron deprisa por la puerta lateral y atravesaron un jardín anémico, uno entre los millares que había esparcidos por toda la ciudad; a los berlineses les encantaba cultivar flores y plantas, pero la tierra era tan escasa que se veían obligados a sembrar sus jardines en cualquier parche polvoriento que encontraran. Sólo había un camino para salir de allí; conducía a la calle Rosenthaler. Ambos se dirigieron hasta allí a toda prisa y miraron hacia ambos lados de la congestionada calle. No había señales del sospechoso.
Kohl estaba furioso. Si Krauss no lo hubiera distraído habrían tenido más posibilidades de interceptar al hombrón del sombrero. Pero sobre todo estaba furioso consigo mismo por su propio descuido en la terraza, momentos atrás.
—Con tanta prisa —murmuró al joven— hemos quemado la corteza, pero tal vez se pueda salvar algo de la hogaza restante.
Giró para regresar sigilosamente hacia la puerta principal del Jardín Estival.
Paul, Morgan y ese hombre esmirriado y nervioso que conocían con el nombre de Max estaban quince metros más allá, en la calle Rosenthaler, en un pequeño grupo de tilos. Observaban al hombre del traje blanco y a su joven ayudante; desde el jardín lateral miraron hacia ambos lados antes de regresar a la puerta principal.
—No es posible que nos busquen —dijo Morgan.
—Buscaban a alguien —apuntó Paul—. Han salido por la puerta de atrás un minuto después que nosotros. Eso no puede ser una coincidencia.
Max preguntó con voz trémula:
—¿Podrían ser de la Gestapo? ¿O de la Kripo?
—¿Qué es la Kripo? —preguntó Paul.
—Policía Criminal. Detectives que visten de paisano.
—Eran de la policía, desde luego —anunció el norteamericano. No tenía dudas. Lo había sospechado apenas los vio acercarse al Jardín Estival. Había escogido la mesa de la ventana expresamente para vigilar la calle. Le habían llamado la atención, por supuesto: un hombre fornido, con sombrero panamá, y uno más joven y más delgado, de traje verde; ambos interrogaban a los comensales de la terraza. Luego el más joven se había alejado, probablemente para cubrir la puerta trasera, mientras el de traje blanco examinaba el menú durante más tiempo del normal.
Paul se había puesto súbitamente de pie; dejó algún dinero en la mesa (sólo billetes, en los que las impresiones digitales eran casi imposibles de detectar) y ordenó:
—Larguémonos, ahora mismo.
Seguido por Morgan y Max, que estaba despavorido, cruzó la puerta lateral. Esperaron delante del pequeño jardín hasta que el policía hubo entrado en el restaurante; luego se alejaron a paso rápido por la calle Rosenthaler.
—Policía —murmuraba ahora Max, como si estuviera al borde del llanto. No, no…
Había allí demasiada gente para cazarte… demasiada para seguirte, demasiada para delatarte.
Haría cualquier cosa por él y por el Partido…
Paul volvió a mirar calle abajo, hacia el jardín Estival. No los seguía nadie. Aun así sintió, como una corriente eléctrica, la urgencia por extraer de Max todo lo que supiera de Ernst, para continuar con el operativo.
Se giró hacia él diciendo:
—Necesito saber… —Pero se le apagó la voz. Max había desaparecido.
—¿Dónde está?
Morgan también se volvió.
—Goddamn —maldijo en inglés.
—¿Nos ha traicionado?
—No puedo creerlo. Lo arrestarían a él también. Pero… —Perdió la voz al mirar más allá de Paul—. ¡No!
El sicario se dio la vuelta bruscamente. Max estaba a dos calles de allí, entre varias personas detenidas por dos hombres de uniforme negro, a quienes al parecer no había visto.
—Un control de seguridad de la SS.
Max miraba en derredor, nervioso, esperando su turno de ser interrogado por los agentes de la SS. Lo vieron secarse la cara, con la expresión culpable de un adolescente. Paul susurró:
No tiene por qué preocuparse. Tiene los documentos en regla. Nos ha entregado las fotos de Ernst. Mientras no se deje llevar por el pánico no le pasará nada.
«Cálmate», Paul se dirigió al hombre, en silencio. «No mires hacia aquí».
En ese momento Max, con una sonrisa, dio un paso hacia los de la SS.
—Saldrá bien —anunció Morgan.
«No», pensó Paul. «Está a punto de huir».
Justo en ese momento el hombre giró en redondo y huyó. Los de la SS apartaron a la pareja con la que estaban hablando y echaron a correr tras él.
—¡Deténgase! ¡Alto!
—¡No! —Susurró Morgan—. ¿Por qué ha hecho eso? ¿Por qué?
«Porque estaba muerto de miedo», pensó Paul.
Max era más delgado que los guardias de la SS, con sus voluminosos uniformes, y comenzaba a ganar distancia.
«Tal vez pueda escapar. Tal vez…».
Sonó un disparo y Max cayó al pavimento, con la sangre floreciéndole en la espalda. Paul miró hacia atrás. Quien había disparado era un tercer oficial de la SS, al otro lado de la calle. Malherido, Max comenzó a arrastrarse hacia el bordillo. En ese momento llegó el primero de los dos guardias, jadeante. Desenfundó el arma y disparó a la cabeza del pobre hombre; luego se apoyó contra una farola para recuperar el aliento.
—Vamos —susurró Paul—. ¡Vámonos ya!
Giraron en redondo para marchar por Rosenthaler hacia el norte, junto con los otros peatones que se alejaban a paso firme de la escena de los disparos.
—Santo Dios —murmuró Morgan—. Pasé todo un mes ganándomelo, alentándolo mientras averiguaba detalles sobre la vida de Ernst. ¿Y ahora qué haremos?
—No sé, pero habrá que decidirse muy pronto, antes de que alguien relacione a ese hombre —una mirada hacia el cuerpo tendido en la calle— con Ernst.
Morgan, suspirando, reflexionó por un momento.
—No conozco a nadie más que esté cerca de nuestro objetivo. Pero tengo a un hombre en el Ministerio de Información.
—¿Tienes a alguien allí mismo?
—Los nacionalsocialistas son paranoicos, pero tienen un fallo aún mayor: la vanidad. Con tantos agentes como tienen apostados, no se les ocurre pensar que alguien podría infiltrarse entre ellos. Mi hombre es un simple empleado, pero podría averiguar algo.
Se detuvieron en una esquina transitada. Paul dijo:
—Iré a la Villa Olímpica por mis cosas para mudarme a la pensión.
—La casa de empeño donde conseguiremos el rifle queda cerca de la estación Oranienburger. Te esperaré en la plaza Noviembre de 1923, bajo la gran estatua de Hitler. Digamos… a las cuatro y media. ¿Tienes mapa?
La encontraré.
Los hombres se estrecharon la mano y, con una última mirada la multitud que rodeaba al infortunado Max, echaron a andar con rumbos diferentes. Otra sirena llenaba las calles de esa ciudad limpia, ordenada, llena de gente cortés y sonriente… que había sido escenario de dos homicidios en otras tantas horas.
No, se dijo Paul; el desdichado Max no lo había traicionado. Pero comprendió que existía una complicación mucho más preocupante: esos dos policías o agentes de la Gestapo habían seguido a Morgan, a Paul o a ambos, desde el pasaje Dresden hasta el Jardín Estival, sin ayuda de nadie, y habían estado a pocos minutos de capturarlos. El trabajo policíaco era allí mucho mejor que en Nueva York. «¿Quiénes diablos son?», se preguntó.
—Johann —preguntó Willi Kohl al camarero—, ¿cómo vestía, exactamente, ese hombre del sombrero pardo?
—Traje gris claro, camisa blanca y una corbata verde que me ha parecido bastante llamativa.
—¿Y era corpulento?
—Mucho, señor. Pero sin ser gordo. Tal vez sea preparador físico.
—¿Alguna otra característica?
—Que yo haya visto, no.
—¿Era extranjero?
—No sé. Pero hablaba un alemán impecable. Tal vez con un leve acento.
—¿Color de pelo?
—No sabría decirle. Más oscuro que claro.
—¿Edad?
—Ni joven ni viejo.
Kohl suspiró.
—¿Y has dicho que tenía «compañeros»?
—Sí, señor. Él ha sido el primero en llegar. Luego se le ha unido otro hombre. Bastante más bajo. Vestía traje negro o gris oscuro; no recuerdo la corbata. Y después otro más, con ropa de mecánico; de treinta a cuarenta años. Un obrero, parecía. Ha venido bastante después.
—El hombre corpulento, ¿traía una maleta o un portafolio de piel?
—Sí, Pardo.
—¿Sus compañeros también hablaban en alemán?
—Sí.
—¿Has oído algo de la conversación?
—No, inspector.
—¿Y la cara del hombre? El del sombrero —preguntó Janssen.
Una vacilación.
—No le he visto la cara. A sus compañeros tampoco.
—¿Les has atendido, pero sin verles las caras? —inquirió Kohl.
—No prestaba atención. Ya ve usted que aquí dentro hay poca luz. Y en este oficio… tanta gente… Uno mira, pero rara vez ve, ¿comprende?
Eso debía de ser verdad. Pero Kohl también sabía que, desde la llegada de Hitler al poder, tres años atrás, la ceguera se había convertido en la enfermedad nacional. Los alemanes eran tan capaces de denunciar a un conciudadano por «crímenes» que no habían presenciado como incapaces de recordar detalles de los delitos que sí habían visto. Saber demasiado podía significar un viaje al cuartel general de la Kripo, el Alex, o al de la Gestapo, en la calle Príncipe Albrecht, para examinar interminables fotografías de delincuentes fichados. Nadie iba de buen grado a esos lugares: el testigo de hoy podía ser el detenido de mañana.
Los ojos del camarero barrían el suelo, atribulados. La frente se le cubrió de sudor. Kohl se compadeció de él.
—Tal vez si pudieras añadir alguna otra observación, en vez de una descripción de la cara, podríamos dispensarte de ir a la sede policial. Si por casualidad recuerdas algo útil.
El hombre levantó la vista, aliviado.
—Trataré de ayudarte —dijo el inspector—. Comencemos por cosas concretas. ¿Qué ha comido y bebido?
—Ah, eso sí. Al principio me ha pedido una cerveza de trigo. Me dio la sensación de que no la había probado nunca: después de beber apenas un sorbo la ha dejado a un lado. En cambio se ha bebido toda la Pschorr que su compañero pidió para él.
—Bien. —Kohl nunca sabía, en los comienzos, qué podían revelar más adelante esos detalles. Tal vez el estado o el país del que provenía el sospechoso; quizá algo más específico. Pero valía la pena apuntarlo, cosa que hizo en su ajada libreta, después de lamer la punta del lápiz—. ¿Y de comer?
—Salchicha y coles. Con mucho pan y margarina. Los dos han pedido lo mismo. El tipo corpulento se lo ha comido todo; parecía hambriento. Su compañero se ha dejado la mitad.
—¿Y el tercer hombre?
—Sólo café.
—Y ese hombrón, como lo llamaremos, ¿cómo sostenía el tenedor?
—¿El tenedor?
—Después de cortar cada trozo de salchicha, ¿cambiaba de mano el tenedor para comer el bocado? ¿O se lo llevaba a la boca sin cambiar de mano?
—Pues… no sé, señor. Posiblemente cambiara de mano, sí. Lo digo porque parecía dejar siempre el tenedor para beber la cerveza.
—Bien, Johann.
—Es una alegría ayudar a mi Führer en lo que pueda.
—Sí, sí —dijo el inspector, fatigado.
Cambiar de mano el tenedor. Era común en otros países; en Alemania, menos. Como lo de llamar al taxi con un silbido. Conque el acento bien podía haber sido extranjero.
—¿Fumaba?
—Creo que sí, señor.
—¿Puro, cigarrillo, pipa?
—Cigarrillo, creo, pero…
—¿No has visto la marca del fabricante?
—No, señor.
Kohl cruzó el salón para examinar la mesa del sospechoso y las sillas que la rodeaban. No encontró nada útil. Frunció el entrecejo al ver que en el cenicero no había colillas, sólo ceniza.
¿Más pruebas de la astucia de ese hombre?
Luego el inspector se agachó y encendió una cerilla bajo la mesa.
—¿Ah, sí? Mire, Janssen. Escamas de la misma piel parda que hemos encontrado antes. Es nuestro hombre, sí. Y estas marcas del polvo indican que ha apoyado un portafolio.
—Me gustaría saber qué contiene —dijo su ayudante.
—Eso no nos interesa. —Kohl recogió las escamas para depositarlas en un sobre. Todavía no. Lo importante es el portafolio, que establece una conexión entre este hombre y el pasaje Dresden.
Después de dar las gracias al camarero y echar una mirada anhelante a un plato de wiener schnitzel, salió al exterior seguido por Janssen.
—Averigüemos en el vecindario si alguien ha visto a nuestros caballeros. Usted vaya al otro lado de la calle, Janssen. Yo interrogaré a los vendedores de flores. —Kohl soltó una risa lúgubre: los floristas de Berlín eran notoriamente groseros.
El ayudante sacó un pañuelo para enjugarse la frente, con un leve suspiro.
—¿Está cansado, Janssen?
—No, señor. En absoluto. —El joven vaciló antes de agregar—: Es que a veces este trabajo nuestro parece imposible. Tanto esfuerzo por un gordo muerto.
Kohl extrajo la pipa del bolsillo e hizo un gesto ceñudo: había puesto allí la pistola y la cazoleta estaba mellada. La llenó de tabaco.
—Sí, Janssen, es verdad. La víctima era un hombre de mediana edad y gordo. Pero somos detectives sagaces, ¿verdad? Sabemos algo más de él.
—¿Qué más, señor?
—Que era hijo de alguien.
—Hombre… por supuesto.
—Y tal vez era hermano de alguien. Y esposo o amante de alguien. Y quizá tuvo la suerte de criar hijos. Ojalá haya tenido también antiguas amantes que lo recuerden de vez en cuando. Y quizá había otras amantes en su futuro. Y tres o cuatro hijos más que habría podido traer al mundo. —Frotó la cerilla contra el costado de la caja para encender la meerschaum—. Y si miramos el incidente bajo esta luz, Janssen, ya estamos ante un extraño misterio relacionado con un muerto obeso. Estamos ante una tragedia que es como una telaraña. Alcanza muchas vidas y muchos lugares distintos, se extiende a lo largo de años y años. Qué triste es eso… ¿Comprende ahora por qué este trabajo nuestro es tan importante?
—Sí, señor.
Kohl pensó que en verdad el joven había comprendido.
—Usted necesita un sombrero, Janssen. Pero por ahora cambiaré de idea: vaya usted a la parte sombreada de la calle. Eso significa, desde luego, que será usted quien interrogue a los floristas. Le obsequiaran con palabras que sólo se oyen en las barracas de las Tropas de Asalto, pero al menos esta noche, cuando se reúna con su esposa, no tendrá la piel del color de las remolachas maduras.