—¿Un qué? —preguntó Paul Schumann.
Morgan suspiró.
—Un Sturmabteilung. Tropa de Asalto. Camisa Parda. SA. El ejército particular del Partido. Vienen a ser los matones de Hitler. —Meneó la cabeza—. Y lo tenemos peor: no viene de uniforme. Eso significa que es de la Elite Parda, de la plana mayor.
—¿Cómo pudo descubrirme?
—No creo que lo hiciera a propósito. Estaba en una cabina telefónica, observando a todos los que pasaban por la calle.
—No lo he visto —dijo Paul, furioso consigo mismo por no haber detectado la vigilancia. Allí todo estaba descabalado en exceso; no sabía qué buscar y qué pasar por alto.
Morgan continuó:
—Ha ido tras de ti en cuanto entraste en el callejón. Diría que sólo quería saber a qué venías: un extraño en el vecindario. Los Camisas Pardas tienen sus feudos. Probablemente este era el suyo. —Frunció el entrecejo—. Aun así es raro que estén tan vigilantes. Lo que me pregunto es por qué un superior de la SA estaba observando a ciudadanos comunes. Eso queda para los subordinados. Tal vez han lanzado algún tipo de alerta. —Contempló el cadáver—. De cualquier modo esto es serio. Si los Camisas Pardas se enteran de que han matado a uno de los suyos, no cejarán en la búsqueda hasta haber hallado al asesino. ¡Y cómo buscarán! Son millares y millares los que hay en esta ciudad. Como cucarachas.
Ya pasada la impresión inicial del disparo, Paul iba recobrando el instinto. Salió del callejón cerrado hacia la parte principal del pasaje Dresden. Aún estaba desierto, con las ventanas a oscuras. No se había abierto ninguna puerta. Levantó un dedo hacia Morgan y luego regresó a la boca de la callejuela para mirar desde la esquina hacia la cervecería. De los pocos que estaban en la calle, nadie parecía haber oído el disparo.
A su regreso dijo a Morgan que todo parecía estar en orden. Luego recordó:
—El casquillo.
—¿Qué?
—El casquillo de la bala. De tu pistola.
Buscaron por el suelo hasta que Paul halló el pequeño tubo amarillo. Lo recogió con el pañuelo y frotó para limpiarlo, por si tuviera las impresiones digitales de Morgan; luego lo dejó caer por una alcantarilla. Se le ovó repiquetear por un momento. Luego, un chapoteo.
Morgan asintió:
—Ya me habían dicho que eras de los buenos.
No tanto como para evitar que lo cogieran, allá en Estados Unidos, gracias a un trocito de bronce como aquel.
Reggie desplegó su navaja de bolsillo, ya bien gastada.
—Le cortaremos las etiquetas de la ropa y le quitaremos todos los efectos personales. Luego nos alejaremos de aquí a toda prisa. Antes de que ellos lo encuentren.
—¿Quiénes? —preguntó Paul. Morgan dejó escapar una risa seca.
—En la Alemania actual, «ellos» es todo el mundo.
—Los Sturmabteilung ¿usan tatuajes? ¿Esa esvástica, quizá? ¿O las letras SA?
—Sí, es posible.
—Mira si tiene alguno. En los brazos y en el pecho.
—¿Y si encuentro uno? —preguntó Morgan, ceñudo—. ¿Qué se puede hacer?
Paul señaló la navaja con la cabeza.
—No bromees.
Pero la expresión del sicario reveló que no bromeaba.
—No puedo hacer algo así —susurró Morgan.
—Pues entonces lo haré yo. Si es importante que no lo identifiquen, habrá que hacerlo.
Paul se arrodilló en los adoquines para abrir la chaqueta y la camisa del hombre. Comprendía los escrúpulos de Morgan, pero el trabajo de sicario era como cualquier otro: uno tenía que aplicarse a fondo o dedicarse a otra cosa. Y un pequeño tatuaje podía representar la diferencia entre vivir y morir.
Pero al final no hizo falta desollar ninguna parte del cadáver, según resultó. El cuerpo de aquel hombre estaba libre de marcas. De pronto, un grito.
Los dos se quedaron petrificados. Morgan miró callejón arriba y se llevó nuevamente la mano hacia la pistola. También Paul aferró el arma que había quitado al cadáver.
Se oyó nuevamente la voz. Luego, silencio, salvo por el ruido del tráfico. Pero un momento después Paul detectó una sirena extraña que subía y bajaba, cada vez más cerca.
—Debes irte —dijo su compañero con urgencia—. Yo acabaré con esto. —Reflexionó un momento—. Nos veremos dentro de cuarenta y cinco minutos en el Jardín Estival; es un restaurante que está en la calle Rosenthaler, al noroeste de la Alexanderplatz. Uno de mis contactos tiene información sobre Ernst. Haré que se reúna con nosotros allí. Vuelve a la calle de la cervecería. Allí podrás conseguir un taxi. En los tranvías y los autobuses suele haber policías. Limítate a los taxis o a ir a pie, cuando sea posible. Mira siempre hacia delante y no mires a nadie a los ojos.
—El jardín Estival —repitió Paul, mientras recogía el portafolio y sacudía el polvo y la cochambre pegados a la piel. Dejó caer dentro de él la pistola del Sturmabteilung—. De ahora en adelante hablemos sólo en alemán. Es menos sospechoso.
—Buena idea —respondió Morgan en el idioma del país—. Lo hablas bien, mejor de lo que yo esperaba. Pero debes suavizar las ges. Así parecerás más berlinés.
Otro grito. La sirena se acercaba.
—Oye, Schumann… si dentro de una hora no he llegado… La radio que te mencionó Bull Gordon, la del edificio que están reformando para la Embajada, ¿recuerdas? —Paul asintió—. Ve y diles que necesitas cambio de instrucciones. —Una risa lúgubre—. De paso puedes informarles de que he muerto. Ahora lárgate. Mira siempre hacia delante; pon cara de despreocupación. Y pase lo que pase, no corras.
—¿Que no corra? ¿Por qué?
—Porque en este país hay muchísima gente que te perseguirá por el solo hecho de verte correr. ¡Anda, date prisa!
Y Morgan reanudó su tarea con la rápida precisión de los sastres.
El coche negro, polvoriento y abollado subió a la acera cerca del callejón, donde esperaban tres oficiales de la Schupo, impecables en sus uniformes verdes, con insignias muy anaranjadas en el cuello y altos gorros verdes y negros.
Un hombre de mediana edad, con bigote, que vestía un traje de tres piezas de lino color blanco tiza, bajó del vehículo por la portezuela del pasajero. El coche se elevó varios centímetros al verse libre de su considerable peso. El gordo cubrió con el sombrero panamá su pelo encanecido y ya ralo, que peinaba hacia atrás, y vació a golpecitos su pipa de espuma de mar.
El motor fue dando trompicones hasta que al final se quedó en silencio. Mientras se guardaba en el bolsillo la pipa amarillenta, el inspector Willi Kohl echó un vistazo algo exasperado a ese vehículo. Los grandes investigadores de la SS y la Gestapo tenían Mercedes y BMW, pero los inspectores de la Kripo, aun los más antiguos, como Kohl, debían conformarse con coches Auto Union. Y de los cuatro anillos entrelazados que representaban a las empresas combinadas (Audi, Horch, Wanderer y DKW) se le había proporcionado, naturalmente, uno de los modelos más modestos, con dos años de antigüedad. Aunque su coche funcionaba a gasolina, sus iniciales, DKW, correspondían a las palabras «vehículo propulsado a vapor».
Konrad Janssen, bien afeitado y sin sombrero, como tantos de los inspectores jóvenes en aquel entonces, emergió del asiento del conductor abrochándose la chaqueta cruzada de seda verde. Luego cogió del portamaletas un portafolio y la cámara Leica.
Kohl se palpó el bolsillo para comprobar si tenía allí su libreta y los sobres de pistas, y se dirigió hacia los oficiales de la Schupo.
—Heil Hitler, inspector —dijo el mayor de los tres, con un dejo de familiaridad en la voz.
Kohl, que no lo reconocía, se preguntó si se habrían encontrado en alguna ocasión anterior. Los de la Schupo (patrulleros urbanos) podían colaborar de vez en cuando con los inspectores, pero técnicamente no estaban a las órdenes de la Kripo. Kohl no los veía con regularidad.
Levantó el brazo en algo parecido al saludo del Partido.
—¿Dónde está el cuerpo?
—Por aquí, señor. En el pasaje Dresden.
Los otros oficiales se mantenían más o menos en posición de firmes. Se mostraban cautelosos. Los oficiales de la Schupo eran muy hábiles para detectar infracciones de tráfico, atrapar carteristas y apartar a la multitud cuando Hitler recorría la ancha avenida de Unter den Linden, pero un homicidio requería discernimiento. Si el homicida era un ladrón había que proteger cuidadosamente el escenario; si eran las tropas de asalto o la SS, ellos debían desaparecer lo antes posible y olvidar lo que hubieran visto.
Kohl dijo al mayor de los Schupo:
—Dígame todo lo que sepa.
—Sí, señor. Me temo que no es mucho. En el distrito de Tiergarten recibimos una llamada. He venido inmediatamente. He sido el primero en llegar.
—¿Quién ha llamado? —Kohl se adentró en el callejón; luego se volvió para hacer un gesto impaciente a los otros policías, indicándoles que le siguieran.
—No ha dado el nombre. Era una mujer que había oído un disparo por aquí.
—¿A qué hora llamó?
—Alrededor del mediodía, señor.
—Y usted ¿a qué hora ha llegado?
—He partido en cuanto el comandante me avisó.
—¿Y a qué hora ha llegado? —insistió Kohl.
—Más o menos a las doce y veinte, y media. —El hombre señaló un estrecho desvío sin salida.
En los adoquines, de espaldas, yacía un hombre cuarentón, con exceso de peso. La causa de la muerte era clara: una herida en el costado de la cabeza, que había sangrado abundantemente. El hombre tenía las ropas desaliñadas y los bolsillos hacia fuera. Sin duda alguna lo habían matado allí mismo; las marcas de sangre llevaban a esa conclusión obvia.
El inspector dijo a los dos Schupo más jóvenes:
—Por favor, miren si pueden encontrar testigos, sobre todo en las bocas de este callejón. Y en estos edificios. —Señaló con la cabeza las dos construcciones de ladrillo que los rodeaban, pese a haber notado que no tenían ventanas—. Y en esa cafetería por la que pasamos. «Bierhaus» se llamaba.
—Sí, señor. —Los hombres se alejaron a paso enérgico.
—¿Lo habéis revisado?
—No —dijo el mayor de los Schupo. Luego añadió—: Sólo para verificar que no fuera judío, desde luego.
—Pues entonces sí lo habéis revisado.
—Sólo le he abierto los pantalones. Y ya ve usted que los he vuelto a abrochar.
Kohl se preguntó si, al decidirse que la muerte de hombres circuncidados sería de baja prioridad, se había tenido en cuenta que a veces aquel procedimiento se realizaba por motivos médicos hasta en el más ario de los bebés. Revisó los bolsillos del muerto, pero no halló ninguna identificación. En realidad no había allí absolutamente nada. Qué extraño.
—¿No le habéis sacado nada? ¿No tenía documentos, efectos personales…?
—No, señor.
El inspector se arrodilló, respirando con dificultad, para examinar minuciosamente el cuerpo. Descubrió que el hombre tenía las manos suaves, libres de callos.
—Con estas manos —dijo, medio para sí mismo, medio para Konrad Janssen—, con las uñas recortadas y residuos de talco en la piel, no puede haber hecho tareas muy duras. En los dedos tiene tinta, pero no mucha, lo cual sugiere que tampoco se dedicaba a trabajos de impresión. Además, la distribución de las manchas delata que se las hizo escribiendo a mano, probablemente registros contables y correspondencia.
No es periodista; si lo fuera tendría mina de lápiz en las manos y no veo nada de eso. —Kohl lo sabía porque, desde la llegada del nacionalsocialismo al poder, había investigado la muerte de diez o doce periodistas. Ninguno de los casos estaba cerrado y ninguno era investigado activamente—. Comerciante, profesional, funcionario, agente del Gobierno…
—Bajo las uñas tampoco tiene nada, señor.
Kohl hizo un gesto afirmativo. Luego palpó las piernas del muerto.
—Como he dicho, lo más probable es que fuera un intelectual. Pero tiene las piernas muy musculosas. Y los zapatos, muy gastados. Ach, me arden los pies sólo de verlos. Creo que hacía largas caminatas. —El inspector se incorporó con un gruñido de esfuerzo.
—Un almuerzo temprano y luego un paseo.
—Sí, es muy probable. Allí veo un palillo de dientes que podría ser suyo. —Kohl lo recogió para olfatearlo. Ajo. Se inclinó; cerca de la boca de la víctima se percibía el mismo olor—. Sí, creo que sí. —Dejó caer el palillo en uno de sus pequeños sobres de papel manila y lo selló.
El joven oficial continuaba:
—Por lo tanto, ha sido víctima de un robo.
—Es posible —reconoció Kohl lentamente—. Pero no creo. ¿Qué ladrón se lleva todo lo que la víctima tiene encima? Además, no hay quemaduras de pólvora en el cuello ni en la oreja. Eso significa que la bala fue disparada desde cierta distancia. Un asaltante lo habría encañonado desde más cerca, cara a cara. Este hombre recibió el disparo desde atrás y al costado. —Lamió la punta de un lápiz romo para apuntar esas observaciones en su arrugada libreta—. Sí, sí, no dudo de que haya asaltantes que esperen escondidos y disparen contra la víctima antes de robarle. Pero eso no concuerda con lo que sabemos de la mayoría, ¿verdad?
La herida también sugería que el asesino no había sido de la Gestapo, de la SS o miembro de las Tropas de Asalto. En esos casos el disparo solía ser a quemarropa, a la parte frontal del cerebro o en la nuca.
—¿Qué hacía en este callejón? —musitó el aspirante a inspector mientras paseaba una mirada en derredor, como si pudiera hallar la respuesta en el suelo.
—Esa pregunta todavía no nos interesa, Janssen. Este pasaje es un atajo muy usado entre las calles Spener y Calvin. Puede que el hombre tuviera un propósito ilícito, pero habrá que averiguar eso a partir de las pistas, no de su ruta.
Kohl volvió a examinar la herida de la cabeza; luego fue hasta la pared del callejón, contra la cual había salpicado una considerable cantidad de sangre.
—Ah —exclamó, encantado al ver que la bala estaba allí, en el sitio donde los adoquines se encontraban con la base del muro. La recogió con cuidado, utilizando una servilleta de papel. Estaba apenas mellada. La reconoció inmediatamente como una nueve milímetros. Eso significaba que, muy probablemente, había sido disparada por una pistola automática, que habría expulsado el cartucho de bronce usado.
—Por favor, oficial —dijo al tercer Schupo—, revise el suelo en esta zona, centímetro a centímetro. Busque una cápsula de bronce.
—Sí, señor.
Kohl sacó del bolsillo de su chaleco un monóculo de aumento, que usó para examinar el proyectil.
—La bala ha quedado en muy buen estado. Eso es alentador. En el Alex veremos qué nos dicen las marcas. Son muy nítidas.
—Conque el asesino tenía un arma nueva —dedujo Janssen. De inmediato acotó su comentario—: O un arma vieja que se había disparado muy pocas veces.
—Muy bien, Janssen. Eso era lo que yo estaba a punto de decir. —Kohl guardó la cápsula en otro sobre de papel manila, que también selló. Apuntó otras notas.
Janssen volvía a observar el cadáver.
—Si no le robaron, señor, ¿por qué los tiene hacia fuera? —preguntó—. Me refiero a los bolsillos.
—¡Pero si no he dicho que no le robaran! Sólo que no estoy seguro de que el motivo principal fuera el robo… Ah, ya veo. Ábrale bien la americana.
Su ayudante obedeció.
—¿Ve la hebras?
—¿Dónde?
—¡Aquí, hombre! —señaló el inspector.
—Sí, señor.
—Han cortado la etiqueta. ¿En el resto de las prendas también?
—Identificación —dijo el joven, con un gesto afirmativo, mientras buscaba en la camisa y los pantalones—. El homicida no quiere que sepamos a quién ha matado.
—¿Marcas en los zapatos?
Janssen se los quitó para examinarlos.
—Ninguna, señor.
Kohl les echó un vistazo. Luego palpó la chaqueta del difunto.
—El traje es de tela de… ersatz. —Había estado a punto de cometer el error de utilizar la frase «tela de Hitler», en referencia al falso paño hecho con fibras de árbol. Había un chascarrillo popular: «si tienes un desgarrón en el traje, riégalo y exponlo al sol; la tela volverá a crecer». El Führer había anunciado planes para independizar al país de los productos importados. Cintas elásticas, margarina, gasolina, aceite para motores, goma, telas… todo se fabricaba con materiales alternativos producidos en la misma Alemania. El problema era, desde luego, el mismo que planteaban los sucedáneos en cualquier lugar: simplemente no eran muy buenos; a veces la gente los denominaba, despectivamente, «productos de Hitler». Pero no era prudente utilizar ese término en público: alguien podía denunciarte por decir algo así.
La importancia del descubrimiento era que indicaba que el hombre debía de ser alemán. En los últimos tiempos casi todos los extranjeros traían moneda propia, con la que tenían un gran poder adquisitivo, y ninguno de ellos compraría voluntariamente ropas tan baratas como esas.
Pero ¿por qué deseaba el asesino mantener en secreto la identidad de su víctima? La tela ersatz insinuaba que el hombre no tenía mucha importancia. Claro que muchos altos funcionarios del Partido Nacionalsocialista estaban mal pagados. Y hasta los que cobraban sueldos decentes solían utilizar sucedáneos de telas por lealtad al Führer. ¿Sería posible que el motivo de la muerte fuera el trabajo desempeñado por la víctima dentro del Partido o del Gobierno?
—Interesante —dijo Kohl, incorporándose con movimientos rígidos—. El homicida mata a un hombre en una parte muy transitada de la ciudad. Sabe que alguien puede oír el ruido del disparo, pero aun así se detiene a cortar las etiquetas de la ropa, arriesgándose a que lo sorprendan con las manos en la masa. Esto aumenta mi curiosidad por averiguar quién era este infortunado caballero. Tómele las huellas digitales, Janssen. Si esperamos a que lo haga el médico forense no acabaremos nunca.
—Sí, señor. —El joven oficial abrió su portafolio para sacar el equipo y comenzó su trabajo.
Kohl, mientras tanto, observaba los adoquines.
—He estado diciendo «homicida», en singular, Janssen, pero podrían haber sido diez o doce, claro está. El caso es que en el suelo no veo nada de la coreografía de este hecho. —En escenarios más abiertos, el infame viento arenoso de Berlín esparcía convenientemente un polvo delator por el suelo, pero ese callejón estaba más protegido.
—Señor… inspector —llamó el oficial de la Schupo—, no he encontrado ningún casquillo por aquí. Ya he revisado toda la zona.
Eso preocupó a Kohl. Janssen detectó la expresión de su jefe. El inspector explicó:
—Porque no sólo cortó las etiquetas de la ropa, sino que también se tomó el tiempo necesario para buscar el casquillo de la bala.
—Conque es un profesional.
—Como siempre digo, Janssen, cuando se deduce algo no se deben expresar las conclusiones como si fueran certidumbres. Si uno actúa así, la mente se cierra instintivamente a otras posibilidades. Antes bien, conviene decir que nuestro sospechoso puede poseer un alto grado de diligencia y atención a los detalles. Tal vez sea un asesino profesional, tal vez no. También es posible que una rata o un pájaro se hayan llevado el objeto brillante. O que un chaval lo haya recogido antes de huir aterrorizado al ver el muerto. Y hasta es posible que el asesino sea un hombre pobre que desee sacar provecho del bronce.
—Por supuesto, inspector —dijo Janssen, moviendo afirmativamente la cabeza, como si estuviera memorizando esas palabras.
En el breve tiempo que llevaban trabajando juntos, el inspector había descubierto dos cosas sobre su ayudante: que era incapaz de usar la ironía y que aprendía con notable celeridad. Esta última cualidad era un regalo del cielo para el impaciente veterano. Con respecto a lo primero, en cambio, le habría gustado que el muchacho bromeara con más frecuencia; la profesión de policía está muy necesitada de sentido del humor.
Janssen acabó de tomar las huellas digitales, cosa que hizo con mucha destreza.
—Ahora empolve los adoquines alrededor del cadáver y fotografíe cualquier huella que encuentre. Puede que el homicida haya tenido la astucia de quitar las etiquetas, pero no tanta como para no tocar el suelo mientras lo hacía.
Tras pasar cinco minutos esparciendo un polvo fino en torno al cadáver, el joven dijo:
—Creo que aquí hay algunas, señor. Mire usted.
—Sí, son buenas. Regístrelas.
Después de fotografiar las huellas, el muchacho se incorporó para tomar otras fotos del cadáver y el escenario. El inspector caminó lentamente alrededor. Luego sacó otra vez el monóculo de aumento y se lo colgó del cuello con el cordón verde que la pequeña Hanna le había trenzado como regalo de Navidad. Examinó un punto del adoquinado, cerca del cuerpo.
—Escamas de piel, al parecer. —Las observó con atención—. Viejas y secas. Pardas. Demasiado tiesas para ser de guantes. Quizá de zapatos, de un cinturón, de una mochila vieja o una maleta que tal vez cargaba el asesino o su víctima.
Recogió esas escamas para guardarlas en otro sobre de papel manila. Luego humedeció la goma para cerrarlo.
—Tenemos un testigo, señor —anunció uno de los jóvenes de la Schupo—, pero no se muestra muy dispuesto a cooperar.
Un testigo. ¡Excelente! Kohl siguió al oficial hacia la boca del callejón. Allí otro de los agentes empujaba a un hombre hacia delante. El testigo parecía tener unos cuarenta años. Vestía un mono de trabajo. Tenía un ojo de cristal, el izquierdo, y el brazo derecho pendía al costado, inútil. Uno de los cuatro millones que habían sobrevivido a la guerra, pero con el cuerpo alterado para siempre por la terrible experiencia.
El Schupo lo empujó hacia Kohl.
—Suficiente, oficial —dijo el inspector con severidad—. Gracias. —Y añadió, dirigiéndose al testigo—: Quiero ver su documentación.
El hombre le entregó su carné de identidad. Kohl le echó un vistazo. En cuanto se lo hubo devuelto olvidó todos los datos del documento, pero hasta el más somero de esos exámenes por parte de un funcionario policial hacía que los testigos colaboraran de muy buena gana.
Aunque no en todos los casos.
—Me gustaría ayudar. Pero como he dicho al oficial, señor, en realidad no he visto gran cosa. —El hombre se quedó en silencio.
—Sí, venga, dígame lo que en verdad ha visto. —Un gesto impaciente de la gruesa mano de Kohl.
—Sí, inspector. Estaba fregando las escaleras del sótano del número cuarenta y ocho. Allí. —Señaló una casa fuera del callejón—. Ya verá usted que estaba por debajo del nivel de la acera. He oído algo que me pareció la explosión de un tubo de escape.
Kohl gruñó. Desde el año treinta y tres sólo un idiota podía pensar en tubos de escape; cualquiera pensaba en balas.
—He continuado fregando sin darle importancia. —Para demostrarlo, el hombre señaló su camisa y sus pantalones; los tenía húmedos—. Diez minutos después he oído un silbido.
—¿Un silbato policial?
—No, señor. Un silbido, como el que se hace soplando entre los dientes. Era muy potente. Al mirar hacia arriba he visto a un hombre que salía caminando del callejón. El silbido era para llamar a un taxi. El coche se detuvo frente a mi edificio. El hombre ha pedido al conductor que lo llevara al restaurante jardín Estival.
Eso del silbido era algo fuera de lo común, reflexionó Kohl. Uno podía silbar para llamar a un perro, a un caballo. Pero llamar así a un taxi era denigrante para el conductor. En Alemania todas las profesiones y oficios merecían igual respeto. ¿Revelaba eso que el sospechoso era extranjero? ¿O simplemente un grosero? Apuntó la observación en su libreta.
—¿El número del taxi? —Había que preguntarlo, desde luego, pero Kohl recibió la respuesta que esperaba:
—Pues no tengo ni idea, señor.
—Jardín Estival. —Era un nombre común—. ¿Cuál?
—Creo haber oído «calle Rosenthaler».
El inspector asintió, entusiasmado por tener tan buena pista a esa temprana altura de la investigación.
—Rápido: ¿qué aspecto tenía ese hombre?
—Como le he dicho, señor, yo estaba en la escalera, abajo. Sólo lo he visto de espaldas, cuando detenía el taxi. Era un hombre grande, de más de dos metros de altura. Fornido, pero no gordo. Eso sí: hablaba con acento.
—¿Qué tipo de acento? ¿De otra región de Alemania? ¿O de otro país?
—Más o menos como la gente del sur, en todo caso. Pero tengo un hermano que vive cerca de Munich y este sonaba diferente.
—¿De otro país, tal vez? En estos días, por lo de las Olimpiadas, tenemos aquí a muchos extranjeros.
—No sé, señor. He pasado toda la vida en Berlín. Y sólo una vez he salido de la patria. —Señaló con el mentón su brazo inutilizado.
—¿Tenía un portafolio de piel?
—Sí, creo que sí.
Kohl dijo a su asistente:
—Origen probable de las escamas de piel. —Se volvió hacia el testigo—: ¿Y usted no le ha visto la cara?
—No, señor, como ya le he dicho. El inspector bajó la voz.
—Si yo le prometo que no apuntaré su nombre, para que en el futuro no se vea involucrado, ¿podría recordar algo más de su aspecto?
—Le digo la verdad, señor: no le he visto la cara.
—¿Edad?
El hombre meneó la cabeza.
Sólo sé que era corpulento y que vestía un traje claro. Me temo que no sé de qué color. Ah, sí… llevaba un sombrero como los que usa el ministro Göring.
—¿Qué clase de sombrero es ese? —preguntó Kohl.
—Pardo, de ala estrecha.
—Ah, eso servirá. —El inspector miró al portero de arriba abajo—. Muy bien, ya puede irse.
—Heil Hitler —dijo el hombre con patético entusiasmo. Y le hizo un enérgico saludo, tal vez para compensar la necesidad de hacerlo con el brazo izquierdo.
El inspector respondió con un distraído «Heil» y regresó junto al cadáver. Ambos recogieron apresuradamente el equipo.
—Deprisa. Vamos al Jardín Estival.
Mientras iban hacia el coche Willi Kohl hizo una mueca de dolor y se miró los pies. Ni siquiera esos carísimos zapatos de piel, forrados con el más suave vellón de cordero, servían de mucho para aliviar los dedos y los arcos. Y esos adoquines eran especialmente brutales.
De pronto notó que Janssen, a su lado, aminoraba el paso.
—Gestapo —susurró el joven.
El inspector levantó la vista, consternado. Peter Krauss se acercaba, vestido con un raído traje pardo y un sombrero flexible del mismo color. Dos de sus jóvenes ayudantes, más o menos de la edad de Janssen, se quedaron atrás.
¡Justo ahora! En ese mismo instante el sospechoso podía estar en el restaurante, sin sospechar que lo habían detectado.
Krauss caminó tranquilamente hacia los dos inspectores de la Kripo. Goebbels, el ministro de Propaganda, gustaba de hacer fotografiar a arios típicos con sus familias para utilizar en sus publicaciones. Peter Krauss podría haber servido de modelo para esas fotos: era alto, esbelto, rubio. Había sido colega de Kohl hasta que lo invitaron a unirse a la Gestapo, debido a su experiencia en la investigación de delitos políticos.
Cuando los nacionalsocialistas asumieron el poder, el antiguo Departamento IA de la Kripo fue separado del cuerpo de policía y pasó a formar parte de la Gestapo. Krauss era como tantos alemanes prusianos: nórdico, con algo de sangre eslava; no obstante, en las oficinas se rumoraba que sólo se le había invitado a cambiar de trabajo después de que modificara su nombre de pila, Pietr, que olía a eslavo.
Kohl sabía que Krauss era un investigador metódico, aunque nunca habían trabajado juntos, pues él siempre se había negado a ocuparse de delitos políticos y en ese momento a la Kripo se le prohibía hacerlo.
—Buenas tardes, Willi.
—Heil Hitler. ¿Qué te trae por aquí, Peter?
Janssen lo saludó con una inclinación de cabeza; el investigador de la Gestapo hizo lo mismo.
—He recibido una llamada telefónica de nuestro jefe —dijo a Kohl.
¿Se refería acaso a Heinrich Himmler en persona? Era posible. Un mes atrás el jefe de la SS había consolidado todas las fuerzas policiales de Alemania bajo su control; así se había creado la Sipo, la división que vestía de paisano; incluía a la Gestapo, la Kripo y la notoria SD, que era la división de inteligencia de la SS. Himmler había sido nombrado jefe estatal de policía; cuando se anunciaron todos aquellos cambios, a Kohl le había parecido un título bastante modesto para la cabeza del cuerpo policial más poderoso del planeta.
Krauss continuó:
—El Führer le ha ordenado que mantenga la ciudad libre de mácula mientras duren las Olimpiadas. Debemos investigar todos los delitos graves que se cometan cerca del estadio, la Villa Olímpica y el centro de la ciudad, y cuidar de que los delincuentes sean atrapados cuanto antes. Y aquí tenemos un homicidio a dos pasos del Tiergarten. —El hombre chasqueó la lengua, consternado.
Kohl echó un vistazo a su reloj, desesperado por llegar al Jardín Estival.
—Debo irme, Peter.
El hombre de la Gestapo se agachó para examinar atentamente el cadáver.
—Lamentablemente, con tantos periodistas extranjeros en la ciudad… Es difícil controlarlos, vigilarlos.
—Sí, sí, pero…
—Debemos asegurarnos de que esto se resuelva antes de que se enteren. —Krauss se levantó y caminó en un lento círculo en torno al muerto—. ¿Quién es? ¿Ya se sabe?
—Todavía no. No tiene carné de identidad. Dime, Peter: ¿es posible que esto tenga algo que ver con algún asunto de la SS o la SA?
—Que yo sepa, no —respondió, frunciendo el entrecejo—. ¿Por qué?
—De camino hacia aquí, Janssen y yo nos hemos dado cuenta de que había muchas patrullas deteniendo a la gente para revisar sus documentos. Sin embargo no hemos sabido que hubiera ningún operativo.
—Ah, no tiene importancia. —El inspector de la Gestapo descartó el asunto con un ademán—. Un pequeño asunto de seguridad. Nada que deba preocupar a la Kripo.
Kohl volvió a consultar su reloj de bolsillo.
—Oye, Peter, tengo prisa. El otro se incorporó:
—¿Le han robado?
—Falta todo el contenido de los bolsillos —fue la impaciente respuesta.
Krauss observó el cadáver durante un largo rato. Kohl sólo podía pensar en el sospechoso; lo imaginaba sentado en el Jardín Estival, liquidando un plato de schnitzel o de wurst.
—Debo irme —insistió.
—Un momento. —Krauss continuaba estudiando el cadáver. Por fin, sin levantar la vista, dijo—: Tendría sentido que el asesino fuera un extranjero.
—¿Un extranjero? Pues… —Janssen habló con celeridad, enarcando las cejas juveniles, pero su jefe lo acalló con una mirada penetrante.
—¿Qué decía? —preguntó Krauss.
El aspirante a inspector se repuso de inmediato.
—Iba a preguntarle por qué tendría sentido.
—El callejón desierto, la falta de documentos de identificación, un disparo a sangre fría… Cuando se pasa un tiempo en este oficio, aspirante a inspector, uno desarrolla cierta intuición para saber quién ha perpetrado los homicidios de este tipo.
—¿Homicidios de qué tipo? —Kohl no pudo resistir la tentación de preguntarlo. En esos tiempos, que mataran a un hombre de un disparo en un callejón de Berlín no era en absoluto algo extraordinario.
Pero Krauss no respondió.
—Muy probablemente, un rumano o un polaco. Gente violenta, sin duda. Y con motivos de sobra para asesinar a alemanes inocentes. También podría ser un checo. Del Este, por supuesto, no de la Sudetenland. Son famosos por su costumbre de disparar por la espalda.
Kohl iba a añadir: «Igual que las Tropas de Asalto». Pero se limitó a decir:
—En ese caso esperemos que el criminal resulte ser eslavo. El otro no reaccionó ante esa referencia a sus propios orígenes étnicos. Otra mirada al cadáver.
—Haré averiguaciones, Willi. Haré que mi gente se ponga en contacto con los Hombres A de la zona.
El de la Kripo comentó:
—Es un alivio que se utilicen informantes nacionalsocialistas. Son muy buenos para esto. Y hay tantos…
—Desde luego.
Janssen, bendito muchacho, también echó una mirada impaciente a su reloj. Luego dijo con una mueca:
—Llevamos mucho retraso para esa entrevista, señor.
—Sí, sí, es cierto. —Kohl iba a salir del callejón, pero se detuvo para decir a Krauss: ¿Puedo hacerte una pregunta?
—¿Sí, Willi?
—¿Qué tipo de sombrero usa el ministro Göring?
—¿Me preguntas…? —Su colega frunció las cejas.
—Göring. ¿Qué tipo de sombrero usa?
—Pues mira, no tengo ni idea —reconoció Krauss, momentáneamente sorprendido, como si todo buen oficial de la Gestapo debiera estar bien versado en el tema—. ¿Por qué?
—No tiene importancia.
—Heil Hitler.
—Heil.
Mientras se dirigían apresuradamente hacia el DKW, Kohl ordenó, sin aliento:
—Entregue el rollo de película a uno de los oficiales de la Schupo. Que la lleve inmediatamente al cuartel general. Quiero esas fotos al momento.
—Sí, señor.
El joven se desvió de su camino para entregar el rollo a un agente; después de darle instrucciones alcanzó a Kohl, quien llamó a uno de la Schupo para decirle:
—Cuando lleguen los hombres del departamento forense, dígales que quiero recibir cuanto antes el informe de la autopsia. Quiero saber qué enfermedades sufría nuestro amigo aquí presente. En particular, si tenía gonorrea o tisis. Y si estaban avanzadas. Y el contenido del estómago. También tatuajes, fracturas, cicatrices de operaciones quirúrgicas.
—Sí, señor.
—No olvide decirles que es urgente.
Tan ocupado estaba el forense en esos días que podía tardar entre ocho y diez horas en hacer retirar el cadáver; la autopsia solía requerir varios días.
Al correr hacia el DKW Kohl hizo un gesto de dolor: se le había movido el vellón de cordero dentro de los zapatos.
—¿Cuál es la ruta más rápida para llegar al Jardín Estival? No importa ya veremos. —Miró en derredor—. ¡Allí! —Gritó, señalando un puesto de periódicos—. Vaya a comprar todos los diarios que tengan.
—Sí, señor, pero ¿por qué?
Willi Kohl se dejó caer en el asiento del conductor y presionó el botón de encendido. Su voz, aunque agitada, aún lograba transmitir impaciencia:
—Porque necesitamos una foto de Göring con sombrero, claro está.