Las calles de Berlín estaban inmaculadas y la gente era cordial; muchos le saludaban con la cabeza al verlo pasar. Paul Schumann caminaba hacia el norte, a través del Tiergarten, llevando el viejo y maltrecho portafolio.
Se acercaba el mediodía del sábado; iba a encontrarse con Reggie Morgan.
El parque era hermoso; estaba lleno de árboles frondosos, senderos, lagos y jardines. En el Central Park de Nueva York uno siempre tenía conciencia de estar rodeado por la ciudad: los rascacielos eran visibles por doquier. Pero Berlín era una ciudad baja; allí había muy pocos edificios altos: «atrapanubes», según oyó que una mujer decía a un niño en el autobús. Mientras atravesaba el parque, con sus árboles negros y su densa vegetación, perdió por completo la sensación de estar en una gran ciudad. Aquello le hacía pensar en los densos bosques que crecían al norte de Nueva York, donde su abuelo solía llevarlo a cazar todos los veranos, hasta que la salud debilitada impidió al anciano hacer esos viajes.
Lo invadió la inquietud. Era una sensación familiar: esa agudización de los sentidos al comenzar un trabajo; cuando estudiaba la oficina o el apartamento del que debía despachar, cuando lo seguía y averiguaba todo lo posible sobre ese hombre. Instintivamente se detenía de tanto en tanto y echaba un vistazo despreocupado hacia atrás, como para orientarse. Al parecer nadie lo seguía. Pero no tena ninguna certeza. Había sectores de bosque muy umbríos donde alguien podía haber estado espiándolo. Varios hombres de aspecto andrajoso lo miraron con desconfianza; luego se escabulleron entre los árboles o las matas. Vagabundos o desharrapados, probablemente; aun así, para no correr riesgos, cambió unas cuantas veces de rumbo, a fin de despistar a quien pudiera estar siguiéndolo.
Después de cruzar el lodoso río Spree, buscó la calle Spener y continuó hacia el norte, alejándose del parque; le pareció curioso que en las casas se notara un estado de mantenimiento tan diverso. Junto a una realmente grandiosa podía alzarse otra abandonada y maltrecha. Pasó frente a una que tenía el patio delantero lleno de maleza marchita. Era obvio que en otros tiempos había sido una casa muy lujosa. Ahora casi todas las ventanas estaban rotas y alguien (delincuentes juveniles, pensó) la había manchado con pintura amarilla. Un letrero anunciaba que el sábado se realizaría una venta de los enseres. Problemas de impuestos, probablemente. ¿Qué habría sido de la familia? ¿Adónde habrían ido todos? Tiempos difíciles, presintió. Cambio de circunstancias.
Por fin se pone el sol…
Encontrar el restaurante fue fácil. Vio el letrero, pero ni siquiera se percató de que estaba leyendo «Bierhaus»; para él era «cervecería» simplemente: ya estaba pensando en alemán. Su educación y las horas dedicadas a la composición tipográfica en la imprenta del abuelo hacían que la traducción fuera automática. Echó un vistazo al lugar. Había cinco o seis parroquianos sentados en la terraza: hombres y mujeres, en su mayoría solitarios y concentrados en la comida o en algún periódico. Nada fuera de lo normal, por lo que se podía ver.
Cruzó la calle hasta el callejón que Avery le había indicado: el pasaje Dresden. Se adentró en el cañón fresco y oscuro. Faltaban unos minutos para el mediodía.
Un momento después oyó pisadas. Luego un hombre corpulento, de traje pardo y chaleco, se le acercó por detrás, escarbándose los dientes con un palillo.
—Buenos días —saludó alegremente el hombre en alemán. Y dirigió una mirada a su portafolio de piel parda.
Paul respondió con una inclinación de cabeza. Respondía a la descripción que Avery había hecho de Morgan, aunque era más gordo de lo que él esperaba.
—Buen atajo este, ¿no le parece? Lo uso con frecuencia.
—Sí, por cierto. —Paul le echó un vistazo—. Quizá usted pueda ayudarme. ¿Cuál es el mejor tranvía para ir a la plaza Alexander?
Pero el hombre arrugó el entrecejo.
—¿En tranvía? ¿Desde aquí?
El sicario se puso más alerta.
—Sí. A la plaza Alexander.
—Pero ¿por qué quiere ir en tranvía si el metro es mucho más rápido?
«Bueno», pensó Paul, «no es este. Lárgate. Ahora mismo, caminando sin prisa».
—Gracias. Me ha sido muy útil. Buenos días tenga usted.
Pero sus ojos debían de haber revelado algo. El hombre se llevó la mano a un costado, en un gesto que él conocía muy bien. «Pistola», pensó. Y aquellos imbéciles lo habían enviado a la cita sin su Colt.
Paul apretó los puños y dio un paso adelante, pero su adversario saltó hacia atrás, con una celeridad asombrosa en un hombre tan obeso, y se puso fuera de su alcance, mientras sacaba diestramente una pistola negra del cinturón. Paul sólo pudo girar sobre sus talones y huir. Giró en la esquina, hacia un corto desvío de la callejuela.
Se detuvo en seco. Era un callejón sin salida.
Sintió el roce de un zapato detrás de él y el arma del hombre contra la espalda, a la altura del corazón.
—No te muevas —anunció el desconocido en alemán gutural—. Deja caer el maletín.
Él soltó el portafolio, que cayó a los adoquines; entonces sintió que el arma se apartaba de su espalda para tocarle la cabeza, justo bajo la banda del sombrero.
«Padre», pensó; no se dirigía a la divinidad, sino a su progenitor, que había abandonado la tierra doce años atrás. Cerró los ojos.
El sol por fin se pone…
El disparo fue abrupto. Resonó brevemente contra las paredes del callejón antes de que los ladrillos lo sofocaran.
Paul, encogiéndose de miedo, sintió que la boca del arma se apretaba más contra su cráneo. Luego se apartó y la oyó repiquetear contra los adoquines. Se movió a un lado precipitadamente agachándose, y giró a tiempo para ver cómo se desmoronaba el hombre que había estado a punto de matarlo. Tenía los ojos abiertos, pero vidriosos. Una bala lo había alcanzado en la sien. La sangre salpicó el suelo y el muro de ladrillos.
Al levantar la vista vio que se acercaba otro hombre, vestido con un traje de franela gris oscuro. Llevado por el instinto, Paul recogió la pistola del muerto. Era automática, con un seguro en la parte superior; una Luger, probablemente. La apuntó al pecho del hombre, con los ojos entrecerrados. Reconoció al tío de haberlo visto en la cervecería, sentado en la terraza y concentrado en su periódico, según había supuesto cuando se fijó en él. Tenía una pistola grande, automática, pero no la dirigía hacia Paul; seguía apuntando al hombre tendido en tierra.
—No te muevas —dijo Paul en alemán—. Suelta el arma.
El hombre no obedeció; sin embargo, una vez seguro de que su víctima no representaba amenaza alguna, se guardó la pistola en el bolsillo. Luego miró hacia ambos extremos del callejón.
—Chist —susurró, con la cabeza inclinada para escuchar. Se aproximó a paso lento—. ¿Schumann?
Paul no dijo nada. Mantenía la Luger apuntada hacia el desconocido, quien se agachó frente al hombre caído.
—Mi reloj. —Lo había dicho en alemán, con un leve acento.
—¿Qué?
—Mi reloj. Es todo lo que voy a sacar. —Lo extrajo del bolsillo y, después de abrirlo, acercó el cristal a la nariz y la boca del hombre. No hubo condensación de aliento. El recién llegado guardó el objeto.
—¿Usted es Schumann? —repitió, señalando el portafolio abandonado en el suelo—. Soy Reggie Morgan.
Él también respondía a la descripción de Avery: pelo oscuro y mostacho, aunque mucho más delgado que el muerto.
Paul también miró a ambos lados. Nadie.
El diálogo parecería absurdo con un cadáver allí, pero preguntó:
—¿Cuál es el mejor tranvía para ir a la Alexanderplatz?
Morgan respondió con celeridad.
—El número ciento treinta y ocho… No, es mejor el doscientos cincuenta y cuatro.
El sicario echó un vistazo al cuerpo.
—Dígame, ¿quién es este?
—Vamos a averiguarlo. —Morgan se inclinó hacia el cadáver para registrarle los bolsillos.
—Yo montaré guardia —ofreció Paul.
—Bien.
Se alejó unos pasos. De inmediato regresó y apoyó la Luger contra la nuca del hombre.
—No te muevas.
El hombre se quedó de piedra.
—¿Qué haces?
—Dame tu pasaporte —ordenó Paul en inglés.
Cogió el documento; confirmaba que el hombre era Reginald Morgan. Aun así, no retiró la pistola al devolvérselo.
—Descríbeme al senador. En inglés.
—Vale, pero ten cuidado con el gatillo, por favor —dijo el hombre; su voz situaba sus raíces en alguna zona de Nueva Inglaterra—. ¿El senador, dices? Tiene sesenta y dos años, pelo blanco, la nariz más cargada de venas de las que debería, gracias al whisky. Y es flaco como un palo de escoba, aunque devora un buen bistec en Delmonico cuando está en Nueva York y en Ernie cuando está en Detroit.
—¿Qué fuma?
—Nada, la última vez que lo vi, el año pasado. Por su esposa. Pero me dijo que volvería a fumar. Y lo que solía fumar eran unos puros dominicanos que olían a neumático quemado. Venga, hombre. No quiero morir sólo porque el viejo ha vuelto a caer en ese vicio.
Paul apartó el arma.
—Perdona.
Morgan continuó con su examen del cadáver, sin dejarse alterar por la prueba a la que había sido sometido.
—Prefiero trabajar con un hombre cauteloso que me insulte y no con un imprudente que no lo haga. Los dos viviremos más tiempo. —Escarbó en los bolsillos del muerto—. ¿Todavía no tenemos visitas?
Paul recorrió el callejón con la mirada.
—No, ninguna.
Notó que Morgan observaba con fastidio algo que había encontrado en los bolsillos del cadáver. Por fin suspiró.
—Bueno, hermano, tenemos un problema.
—¿Qué pasa?
El hombre le mostró una tarjeta de aspecto oficial. Arriba se veía un sello con un águila; debajo, dentro de un círculo, la esvástica. En la parte alta, dos letras: SA.
—¿Qué significa eso?
—Significa, amigo mío, que no has estado ni veinticuatro horas en la ciudad y ya nos hemos cargado a un miembro de las Tropas de Asalto.