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El coche serpenteaba como una bailarina a lo largo de la carretera que llevaba a Charlottenburg. Reinhard Ernst, en el asiento trasero, se agarraba para resistir los giros, con la cabeza apoyada en la lujosa tapicería de piel. Tenía un nuevo chófer-guardaespaldas; Claus, el teniente de la SS que lo había acompañado a la Academia Waltham, había resultado herido al volar los cristales de la ventanilla y estaba hospitalizado. Seguía al Mercedes otro coche de la SS, lleno de guardias de casco negro.

Se quitó las gafas para frotarse los ojos. Ach, Keitel había muerto y también el soldado que participaba en el estudio. «Sujeto D», lo llamaba Ernst, que ni siquiera sabía su nombre. ¡Qué desastroso había resultado ese día!

Sin embargo, lo que sobresalía entre los pensamientos del coronel era la decisión tomada por el asesino frente al edificio 5. «Si hubiera querido matarme», reflexionaba Ernst, «y obviamente esa era su misión, podría haberlo hecho con facilidad». Pero había decidido no hacerlo y, en cambio, rescatar a los jóvenes.

Al reflexionar sobre ese acto veía con claridad el horror de lo que había estado haciendo. En verdad el Estudio Waltham era algo abominable. Él había dicho a esos jóvenes, mirándolos a los ojos, que si cumplían un año de servicio militar se les absolvería de todo pecado. Y lo había hecho sabiendo que era mentira, una falsedad tejida sólo para mantener a las víctimas tranquilas y desprevenidas, a fin de que el soldado pudiera intimar con ellas antes de matarlas.

Sí, había mentido a los hermanos Fischer, tal como había mentido a los trabajadores polacos al prometerles paga doble por transplantar unos árboles para las Olimpiadas. Y a las familias judías de Gatow, al aconsejarles que se reunieran junto al río, pues en la zona había algunos Camisas Pardas renegados de los que Ernst y sus hombres les protegerían.

Él no tenía nada contra los judíos. En la guerra había combatido con ellos; los consideraba tan inteligentes y valerosos como cualquiera. Más aún: si se basaba en los judíos que había conocido entonces y en tiempos posteriores, no lograba ver ninguna diferencia entre ellos y los arios. En cuanto a los polacos, el estudio de la historia le demostraba que ellos tampoco se diferenciaban mucho de sus vecinos prusianos; en verdad tenían una nobleza que pocos nacionalsocialistas poseían.

Repugnante, lo que hacía con ese estudio. Horroroso. Sintió la punzada de una vergüenza aguda como un puñal, como el dolor que le había quemado el brazo al recibir la metralla caliente en el hombro durante la guerra.

La carretera era ya recta; se aproximaban al barrio donde él vivía. Se inclinó hacia delante para indicar al conductor el camino a su casa.

Abominable, sí…

Y no obstante… Mientras miraba los edificios familiares, las cafeterías y los parques de esa parte de Charlottenburg, el horror empezó a esfumarse, tal como sucedía en el campo de batalla tras sonar el último disparo de máuser o Enfield, cuando cesaban los cañonazos y se apagaban los gritos de los heridos. Recordó haber observado al «oficial de reclutamiento», el sujeto D, que de buena gana, caballerosamente casi, había conectado la manguera mortífera a la escuela, aunque minutos antes había estado jugando al fútbol con las víctimas. Otro soldado podría haberse resistido.

Si él no hubiera muerto, sus respuestas al cuestionario del doctor-profesor habrían resultado sumamente útiles para establecer los criterios a utilizar para seleccionar a los hombres adecuados para cada tarea.

La debilidad que había sentido un momento atrás, el arrepentimiento impulsado por la decisión del asesino de renunciar a su propia misión, desapareció súbitamente. Una vez más tuvo la seguridad de estar haciendo lo correcto. Que Hitler se regodeara con la locura. Sin duda morirían algunos inocentes antes de que pasara la tormenta, pero finalmente el Führer desaparecería; en cambio, el Ejército que Ernst estaba creando perduraría después que él y sería la columna vertebral de una nueva gloria alemana… y, en último término, de una nueva paz en Europa.

Había que hacer sacrificios.

Por la mañana comenzaría la búsqueda de otro psicólogo o doctor-profesor que lo ayudara a continuar la obra. Y esta vez buscaría a alguien más acorde con el espíritu del nacionalsocialismo. ¡Y que no tuviera abuelos judíos, por Dios! Ernst debía ser más astuto. En ese momento de la historia era necesario ser astuto.

El coche se detuvo frente a su casa. Ernst dio las gracias al conductor y se apeó. Los hombres del coche que lo seguía también salieron y se reunieron con los que ya custodiaban su residencia. El comandante le dijo que la guardia permanecería allí hasta que el asesino estuviera detenido o hasta que se verificara su muerte o su huida del país. Ernst le dio cortésmente las gracias y entró. Mientras saludaba a Gertrud con un beso, ella echó un vistazo a las manchas de hierba y lodo que tenía en los pantalones.

—¡Ach, Reinie, no tienes remedio!

Él sonrió débilmente, sin darle explicaciones. Su esposa regresó a la cocina, donde estaba preparando algo fragante, con vinagre y ajo. Ernst subió al piso de arriba para lavarse y cambiarse de ropa. Su nieto dibujaba algo en su habitación.

¡Opa! —El niño corrió hacia él.

—Hola Mark. ¿Quieres que trabajemos en nuestro barco esta noche?

El pequeño no respondió. Ernst notó que estaba ceñudo.

—¿Qué pasa?

—Me has llamado Mark, Opa. Así se llamaba papá.

¿De verdad?

—Perdona, Rudy. No pensaba con claridad. Es que hoy estoy muy cansado. Creo que necesito una siesta.

—Sí, yo también duermo la siesta —aseguró el niño de inmediato, feliz de complacer a su abuelo con sus conocimientos—. A veces estoy cansado por la tarde. Mutti me da leche caliente, algunas veces con cacao, y luego duermo la siesta.

—Exacto. Así es como se siente el tonto de tu abuelo.

El día ha sido largo y necesita una siesta. Ahora ve a preparar la madera, que después de cenar trabajaremos con nuestro barco.

—Sí, Opa, enseguida.

Cerca de las tres de la tarde Bull Gordon subió los peldaños de La Habitación, en Manhattan. En otros barrios la ciudad estaba bulliciosa y vibrante, a pesar de ser domingo, pero allí todo era silencio.

La casa, con las persianas cerradas, parecía desierta, pero al acercarse Gordon, que ese día vestía de paisano, la puerta de la calle se abrió antes de que pudiera sacar la llave del bolsillo.

—Buenas tardes, señor —le dijo el marino de uniforme en voz baja.

Él lo saludó con una inclinación de cabeza.

—El senador está en la sala, señor.

—¿Solo?

—Sí.

Gordon colgó su abrigo de un perchero del vestíbulo. Sentía el peso del arma en el bolsillo. No creía que le hiciera falta, pero se alegraba de tenerla allí. Antes de entrar en la pequeña habitación inspiró profundamente.

El senador estaba sentado en un sillón, junto a una lámpara de pie de Tiffany, escuchando la radio. Al ver a Gordon apagó la Philco.

—¿Cansado del viaje en avión? —preguntó.

—Siempre es cansado. Así lo parece.

Gordon se acercó al bar para servirse un trago. Quizá no convenía, por lo del arma. Pero qué diablos… Añadió otro dedo de whisky al vaso. Luego dirigió al senador una mirada interrogante.

—Sí, pero póngame el doble de eso.

El comandante vertió el líquido turbio en otro vaso y se lo entregó. Luego se sentó pesadamente. Aún le palpitaba la cabeza tras habler volado en el R2D, la versión naval del DC-2. Era igualmente rápido, pero carecía de los cómodos asientos y del aislamiento antisonido de la línea comercial.

El senador vestía traje con chaleco, camisa de cuello duro y corbata de seda. Gordon se preguntó si habría ido así a la iglesia esa mañana. Una vez había dicho que todo político debía asistir a la iglesia, cualesquiera que fuesen sus creencias personales y aunque fuera ateo. Cuestión de imagen. Era importante.

—Bueno —gruñó—, dígame ya lo que sepa. Acabemos con esto.

El comandante bebió un largo sorbo de whisky e hizo exactamente lo que el anciano le pedía.

Berlín estaba quieta bajo el velo de la noche.

La ciudad era una expansión enorme y plana, exceptuando los pocos rascacielos del horizonte y el faro del aeropuerto Tempelhof, al sur. Este panorama desapareció en cuanto el conductor franqueó la cima de la colina para sumergirse en los ordenados barrios del noroeste, entre los coches que parecían regresar del fin de semana en los lagos y las montañas cercanas.

Todo ello hacía que conducir fuera bastante difícil.

Y Paul Schumann no quería que lo detuviera la policía de tráfico. Sin papeles, con un camión robado… Era vital pasar desapercibido.

Se desvió por una calle que cruzaba el Spree por un puente y continuaba hacia el sur. Por fin halló lo que buscaba: un solar descubierto en el que había decenas de camiones aparcados. La había visto el día de su llegada a la ciudad, en el trayecto entre la Lützowplatz y la pensión de Käthe Richter.

¿Era posible que todo eso hubiera pasado solamente el día anterior?

Pensó otra vez en ella. Y también en Otto Webber. Por duro que fuera acordarse de ellos, era preferible a reflexionar sobre aquella lamentable decisión tomada en Waltham.

En el mejor de los días, en el peor, el sol al fin se pone…

Pero faltaba muchísimo tiempo para que el sol se pusiera sobre su tremendo fracaso. Tal vez no se pusiera jamás.

Aparcó entre dos camiones grandes y apagó el motor. Luego se apoyó en el respaldo, preguntándose si cometía una locura al regresar a ese sitio. Pero tal vez era un paso prudente. No tardaría mucho. El suave Avery y el agresivo Manielli se ocuparían de que el piloto acudiera puntualmente a la cita en el aeródromo. Además percibía instintivamente que fuera de la ciudad correría más peligro. Los nacionalsocialistas, bestias arrogantes, jamás sospecharían que su presa estaba escondida justo en medio de su jardín.

Se abrió la puerta y el asistente hizo pasar a otro hombre al interior de La Habitación, donde ya estaban Bull Gordon y el senador.

Con su característico traje blanco, la viva imagen de lo que eran los dueños de plantaciones cien años atrás, Cyrus Clayborn saludó a los dos hombres con una sonrisa despreocupada en su cara rojiza. Luego inclinó la cabeza una vez más. Echó un vistazo al armario de los licores, pero sin hacer un solo gesto hacia él. Era abstemio; Bull Gordon lo sabía.

—¿Hay café? —preguntó Clayborn.

—No.

—Ah. —Dejó su bastón contra la pared, cerca de la puerta—. Sólo me hacéis venir aquí cuando necesitáis dinero. Pero hoy me parece que no me habeis llamado por eso. —Se dejó caer en el asiento con pesadez—. Es por lo otro, ¿no?

—Es por lo otro —repitió Gordon—. ¿Dónde está su hombre?

—¿Mi guardaespaldas? —Clayborn inclinó la cabeza.

—Sí.

—Fuera, en el coche.

Aliviado por no tener que usar la pistola (el guardaespaldas de Clayborn era muy peligroso), el comandante se comunicó con un marino, de los tres que estaban en una oficina próxima a la entrada, y le ordenó vigilar que aquel tipo permaneciera en la limusina; no debía permitirle entrar a la casa.

—Si es necesario, emplee la fuerza.

—Sí, señor. Será un placer.

Al momento, Gordon vio que el financiero reía entre dientes.

—¿Acaso pensaba que acabaríamos a tiros, comandante? —Como el oficial no respondía, Clayborn agregó—: Pues bien, ¿cómo lo descubrió?

—Por un tipo llamado Albert Heinsler.

—¿Quién?

—Usted debe de conocerlo —gruñó el senador—, puesto que lo puso a bordo del Manhattan.

Gordon continuó:

—Los nazis son listos, sin duda, pero nos preguntamos para qué querían un espía en el barco. Me pareció extraño. Como sabíamos que Heinsler pertenecía a la división Jersey del Bund germanoamericano, hicimos que Hoover los presionara un poco.

—Y ese marica, ¿no tiene nada mejor que hacer con su tiempo? —gruñó Clayborn.

—Descubrimos que usted contribuye generosamente con el Bund.

—Uno tiene que poner su dinero a trabajar —dijo el financiero, locuaz, haciendo que Gordon lo detestara aún más. El magnate hizo un gesto afirmativo—. Conque se llamaba Heinsler, ¿eh? No lo sabía. Estaba a bordo sólo para vigilar a Schumann y hacer llegar un mensaje a Berlín sobre la presencia de un ruso en la ciudad. Teníamos que mantener a los alemanes en alerta, hacer más creíble nuestra pequeña obra, ¿comprende? Todo era parte de la comedia.

—¿Cómo conoció a Taggert?

—En la guerra sirvió a mis órdenes. Le prometí algún cargo diplomático si me ayudaba en esto.

El senador meneó la cabeza.

—No podíamos entender cómo había conseguido los códigos. —Señaló a Gordon, riendo—. Al principio, el comandante creía que era yo quien había vendido a Schumann. No importa; eso no me inquietó. Pero entonces Bull se acordó de sus empresas: usted controla todas las líneas telefónicas y telegráficas de la Costa Oeste. Sin duda hizo que alguien escuchara cuando llamé al comandante para decidir el santo y seña.

—Eso es una estupidez. Yo…

Gordon dijo:

—Uno de mis hombres inspeccionó los archivos de su empresa, Cyrus. Usted tiene transcripciones de mis diálogos con el senador. Lo descubrió todo.

Clayborn se encogió de hombros, más divertido que preocupado. Eso irritó mucho a Gordon, que le espetó:

—Lo sabemos todo, Clayborn.

Explicó que la idea de matar a Reinhard Ernst había surgido del magnate, quien se la había propuesto al senador. Deber patriótico, decía; él colaboraría con fondos para el magnicidio. Por cierto, había puesto fondos para todo. El político habló con altas autoridades del Gobierno, que aprobaron bajo cuerda el operativo. Pero Clayborn había llamado en secreto a Robert Taggert para ordenarle que matara a Morgan, se encontrara con Schumann y lo ayudara a planear el asesinato de Ernst, sólo para salvar al coronel alemán en el último instante. Cuando Gordon fue a pedirle mil dólares más, Clayborn había continuado fingiendo que el comandante hablaba con Morgan, no con Taggert.

—¿Por qué le interesa tanto mantener contento a Hitler? —preguntó Gordon.

Clayborn lanzó un bufido desdeñoso.

—Hay que ser tonto para ignorar la amenaza judía. Están conspirando en todo el mundo. Y eso sin mencionar a los comunistas. ¡Y la gente de color! No se puede bajar la guardia ni por un minuto.

Gordon, disgustado, estalló:

—¡Conque por eso era todo! ¡Por los judíos y los negros! Pero antes de que el anciano pudiera responder el senador intervino:

—Pues yo creo que hay algo más, Bull… Es por dinero, ¿no, Cyrus?

—¡Pues claro! —Susurró el magnate—. Los alemanes nos deben miles de millones: todos los préstamos que les hicimos para mantenerlos en pie en estos quince últimos años. Para que nos sigan pagando debemos tener contentos a Hitler, a Schacht y a los otros dueños de la pasta.

—Se están rearmando para iniciar otra guerra —bramó Gordon.

Clayborn replicó, como de pasada:

—Pues entonces será mejor estar a buenas con ellos, ¿no? Más mercado para nuestras armas. —Señaló con un dedo al senador—. Siempre que ustedes, los estúpidos del Congreso, se deshagan de esa Ley de Neutralidad. —De pronto frunció el entrecejo—. Pero ¿qué piensan los alemanes de la situación de Ernst?

—¡Aquello es un caos completo! —Tronó el senador—. Taggert les habla de un magnicidio, pero el asesino escapa y lo intenta de nuevo. Luego Taggert desaparece. En público se dice que los rusos contrataron a un asesino norteamericano, pero en privado piensan que tal vez nosotros estuvimos detrás de todo esto.

Clayborn hizo una mueca de disgusto.

—¿Y Taggert? —De inmediato inclinó la cabeza—. Muerto, claro. Por obra de Schumann. Pues bien, así son las cosas… Bien, caballeros, supongo que aquí termina nuestra estupenda relación de trabajo.

—Reggie Morgan ha muerto por culpa tuya. Eres culpable de varios crímenes bastante graves, Cyrus.

El hombre se peinó una ceja blanca.

—¿Y vosotros, que habéis financiado esta pequeña excursión con dinero de particulares? ¿No crees que sería un buen tema para una sesión del Congreso? Me parece que estamos empatados, amigos. Creo que lo mejor será que cada uno se vaya por su lado y mantenga el pico bien cerrado. Buenas noches. Ah, y no dejéis de comprar acciones de mi empresa, si los funcionarios civiles podéis permitiros ese gasto. Ya veréis cómo suben.

Clayborn se levantó con lentitud, recogió su bastón y se encaminó hacia la puerta.

Gordon decidió que, cualesquiera que fuesen las consecuencias y sin importar lo que pasara con su propia carrera, se ocuparía de que Clayborn no se saliera con la suya después de haber hecho asesinar a Reginald Morgan e intentar lo mismo con Schumann. Pero la justicia tendría que esperar. Por el momento había un solo asunto que requería su atención.

—Quiero el dinero de Schumann —dijo el comandante.

—¿Qué dinero?

—Los diez mil que usted le prometió.

—¡Pero si no ha cumplido! Los alemanes sospechan de nosotros y mi hombre ha muerto. Schumann ha fracasado. De pasta, nada.

—Usted no va a birlárselos.

—Lo siento —dijo el millonario, sin pizca de sentimiento.

—Pues en ese caso, Cyrus —exclamó el senador—, te deseo buena suerte.

—Le hará falta —añadió Gordon.

El empresario se detuvo y se volvió hacia ellos.

—Me refería a lo que puede pasarte cuando Schumann descubra que, además de haber conspirado para matarle, no piensas pagarle —explicó el senador.

—¡Y sabiendo cuál es su oficio! —completó Gordon.

—No os atreveréis…

—Ese hombre estará aquí dentro de ocho o diez días.

El industrial suspiró.

—Está bien, está bien. —Y sacó una chequera del bolsillo. Ya comenzaba a rellenar uno cuando Gordon meneó la cabeza.

—No. Quiero ver billetes. Pasta de la buena. Ahora mismo, no la semana que viene.

—¿Un domingo por la noche? ¿Diez mil dólares?

—Ahora mismo —se hizo eco el senador—. Si Paul Schumann quiere ver dólares, dólares le daremos.