«Soy un estúpido», pensó Paul Schumann. Estaba desesperado y aquello no tenía fin.
Conducía el camión del Servicio Laboral hacia el oeste, por carreteras secundarias que conducían a Berlín. Buscaba en el espejo retrovisor cualquier señal de que lo estuvieran persiguiendo.
Un estúpido…
«¡Tenía a Ernst en la mira! ¡Podría haberlo matado! Pero…».
Pero entonces los otros, los muchachos, habrían tenido una muerte horrorosa en esa condenada aula. Se había ordenado no pensar en ellos. Tocar el hielo. Hacer aquello para lo que había ido a ese turbulento país.
Pero no pudo.
Paul golpeó el volante con la palma, lleno de ira.
¿Cuántos otros morirían ahora por esa decisión suya? Cada vez que leyera en el periódico que los nacionalsocialistas habían expandido su Ejército, que tenían armas nuevas, que sus soldados habían participado en ejercicios de entrenamiento, que seguía desapareciendo gente, que alguien había muerto ensangrentado en el cuarto cuadrado de cemento contando desde el césped, en el Jardín de las Bestias, se sentiría responsable.
Y haber matado a ese monstruo de Keitel no restaba espanto a su decisión. Reinhard Ernst, un hombre mucho peor de lo que nadie hubiera imaginado, seguía con vida.
Los ojos se le llenaron de lágrimas. Estúpido…
Bull Gordon lo había escogido porque era muy hábil.
Sí, claro, tocaba el hielo. Pero un hombre mejor, más fuerte, no se hubiera limitado a coger el frío: lo habría metido dentro de su alma para tomar la decisión correcta, fuese cual fuese el coste para esos muchachos. Paul Schumann continuó su marcha, con la cara ardiendo de vergüenza; regresaba a Berlín, donde se escondería hasta que llegara el avión de rescate, por la mañana.
Pero al virar en una curva frenó en seco. Un camión del Ejército le bloqueaba el paso. De pie, a su lado, había seis hombres de la SS, dos de ellos armados con ametralladoras. Paul no esperaba que tardaran tan poco en instalar controles, ni que lo hicieran en carreteras tan secundarias como esa. Cogió las dos pistolas, la suya y la del inspector, y las puso en el asiento, a mano.
Luego hizo un saludo flojo:
—Heil Hitler.
—Heil, oficial —fue la seca respuesta del comandante de la SS, aunque hubo un dejo burlón en la mirada que echó al uniforme del Servicio Laboral, que Paul había vuelto a ponerse.
—Dígame, por favor, ¿qué sucede?
El comandante se aproximó al camión.
—Buscamos a una persona relacionada con un incidente que se ha producido en la Academia Militar Waltham.
—¿Por eso he visto antes tantos coches oficiales en la ruta? —preguntó Paul, con el corazón golpeándole el pecho.
El oficial de la SS respondió con un gruñido. Luego le miró fijamente. Iba a hacerle una pregunta, pero en ese momento se detuvo una motocicleta y el conductor, después de apagar el motor, se apeó de un salto para correr hacia el comandante.
—Señor —dijo—, un detective de la Kripo ha averiguado la identidad del asesino. He aquí su descripción.
Paul acercó lentamente su mano hacia la Luger. Podía matar a esos dos, pero aún quedarían los otros, a poca distancia.
El motociclista entregó un papel al comandante y continuó:
—Es norteamericano. Pero habla alemán con fluidez.
El militar consultó la nota. Echó un vistazo a Paul y luego nuevamente al papel.
—El sospechoso —anunció— mide aproximadamente un metro setenta y cinco de estatura y es muy delgado. Pelo negro y bigote. Según su pasaporte, se llama Robert E. Gardner.
Paul miró fijamente al comandante, asintiendo en silencio. «¿Gardner?», se preguntaba.
—Ach —dijo el oficial de la SS—, ¿por qué me mira? ¿Ha visto a alguien así?
—No, señor. Lo siento. No lo he visto.
¿Gardner? ¿Quién era? «Un momento… sí», recordó: ese nombre figuraba en uno de los pasaportes falsos de Robert Taggert.
Kohl había entregado a la SS ese documento en vez del de Paul.
El comandante volvió a mirar el papel.
—El detective ha informado de que el hombre conducía un sedán Audi de color verde. ¿Ha visto usted ese vehículo en esta zona?
—No, señor.
Paul vio por el espejo que dos de los otros hombres estaban inspeccionando la parte trasera de su vehículo. Enseguida anunciaron:
—Aquí está todo bien.
El comandante continuó:
—Si ve a ese hombre o al Audi, póngase inmediatamente en contacto con las autoridades. —Luego gritó al conductor del camión atravesado en la carretera—: ¡Que pase!
—Heil Hitler —saludó Paul, con más entusiasmo del que había oído a nadie desde su llegada a Alemania.
—Sí, sí, Heil. ¡Circule!
Un Mercedes de la plana mayor de la SS frenó derrapando frente al edificio 5 de la Academia Militar Waltham, donde Willi Kohl observaba a las decenas de soldados que recorrían el bosque, en busca de los jóvenes escapados del aula.
Se abrió la portezuela del coche y de él se apeó nada menos que Heinrich Himmler en persona. Después de limpiar con un pañuelo sus gafas de maestro de escuela, se acercó a grandes pasos al grupo formado por el comandante de la SS, Kohl y Reinhard Ernst, quien había bajado del Mercedes y estaba rodeado por diez o doce guardias.
Kohl levantó el brazo y Himmler respondió con un saludo breve; luego estudió atentamente al hombre, con los ojos tensos.
—¿Usted es de la Kripo?
—Sí, jefe de policía Himmler. Soy el detective-inspector Kohl.
—Ah, sí. Conque usted es Willi Herman Kohl.
El detective se quedó desconcertado por el hecho de que el gran jefe de la policía alemana conociera su nombre. Al recordar su archivo de la SD se sintió aún más intranquilo. Aquel endeble hombre le volvió la espalda y preguntó a Ernst:
—¿Estás bien?
—Sí, pero ha matado a varios oficiales y a mi colega, el doctor-profesor Keitel.
—¿Dónde está el asesino?
El comandante de la SS dijo agriamente:
—Ha escapado.
—¿Y quién es?
—El inspector Kohl ha averiguado su identidad. —Ernst, con una temeridad que su rango permitía (pero que Kohl no se habría atrevido a emplear), dijo abruptamente—: Mira la foto del pasaporte, Heinrich. Es el mismo que estuvo en el Estadio Olímpico. Estuvo a un metro del Führer, de todos los ministros. A un paso de todos nosotros.
—¿Gardner? —preguntó Himmler, inquieto, mientras echaba un vistazo al documento que le mostraba el comandante de la SS.— En el estadio utilizó un nombre falso. O quizá el falso es este. —El hombrecillo levantó una mirada ceñuda—. Pero ¿por qué te salvó la vida en el estadio?
—Evidentemente, no me salvó la vida —dijo Ernst bruscamente—. Yo no estaba en peligro, recuérdalo. Él mismo debió de haber colgado el arma en el cobertizo, para presentarse como aliado nuestro. Así franqueaba nuestras defensas, desde luego. Vaya uno a saber a quién más pensaba matar cuando hubiera acabado conmigo. Tal vez al mismo Führer. El informe del que nos hablaste decía que era ruso —añadió con un deje de acritud—. Pero este pasaporte es norteamericano. Himmler calló por un momento, en tanto barría con la mirada las hojas secas que tenía a sus pies.
—Los norteamericanos no tienen ningún motivo para hacerte daño. Supongo que lo contrataron los rusos. —Miró a Kohl—. ¿Y cómo ha sabido usted de este asesino?
—Por pura coincidencia, jefe de policía del Estado. Le estábamos siguiendo porque era el sospechoso de otro caso. Sólo al llegar aquí caí en la cuenta de que el coronel Ernst estaba en la Academia y de que el sospechoso tenía intención de matarlo.
—Pero ¿usted sabía del atentado anterior contra el coronel Ernst? —preguntó inmediatamente Himmler.
—¿Del incidente al que se ha referido el coronel hace un momento, en el Estado Olímpico? No, señor. No estaba enterado.
—¿No?
—No, señor. La Kripo no ha sido informada. Hace apenas dos horas me he entrevistado con el jefe de inspectores Horcher; él tampoco sabía nada del asunto. —Kohl meneó la cabeza—. Ojalá se nos hubiera informado, señor. Así habría podido coordinar mi caso con la SS y la Gestapo; de esa manera quizá este incidente no se habría producido y estos hombres no habrían muerto.
—¿Eso significa que usted no sabía que nuestras fuerzas de seguridad buscaban desde ayer a un posible infiltrado? —preguntó Himmler, con el plúmbeo tono de un mal actor de cabaré.
—En efecto, mi jefe de policía. —Kohl miró a aquel hombre a los ojos diminutos, enmarcados por gafas redondas de montura negra, y comprendió que era Himmler en persona quien había dado la orden de mantener a la Kripo a oscuras con respecto a la alerta de seguridad. Después de todo, era el Miguel Ángel del Tercer Imperio en el arte de atribuirse méritos, robar gloria y desviar las culpas, aún más que Göring. Kohl se preguntó si él mismo correría algún riesgo. Se había producido un fallo de seguridad potencialmente desastroso; ¿beneficiaría a Himmler sacrificar a alguien por el descuido? La estrella de Kohl parecía estar al alza, pero a veces hace falta un chivo expiatorio, sobre todo cuando tus intrigas han estado a punto de provocar la muerte del experto en rearme de Hitler. Kohl tomó una decisión rápida.
—Lo curioso —añadió— es que tampoco me haya dicho nada nuestro oficial de enlace con la Gestapo. Nos vimos ayer mismo por la tarde. Es una pena que no me haya mencionado los detalles específicos de este asunto de seguridad.
—¿Y quién es vuestro enlace con la Gestapo?
—Peter Krauss, señor.
—Ah. —El jefe de la policía del Estado, con un gesto de asentimiento, archivó la información y perdió todo interés por Willi Kohl.
—Aquí había también unos prisioneros políticos —dijo Reinhard Ernst, evasivo—. Diez o doce jóvenes. Han escapado por el bosque. He ordenado a las tropas que los busquen.
Sus ojos se desviaron nuevamente hacia el aula mortífera. Kohl también miró el edificio, que parecía tan benigno, una modesta institución de estudios superiores que databa de la Prusia del Segundo Imperio y, sin embargo, representaba el mal en estado más puro. Notó que Ernst había hecho retirar la manguera del tubo de escape y alejar el autobús. Algunos documentos que habían quedado esparcidos en el suelo, probablemente parte del abominable Estudio Waltham, también habían desaparecido.
El inspector dijo a Himmler:
—Con su permiso, señor, me gustaría redactar cuanto antes un informe y colaborar en la captura del asesino.
—Sí, inspector, hágalo inmediatamente.
—Heil Hitler.
—Heil —saludó Himmler.
Kohl echó a andar hacia unos hombres de la SS que permanecían junto a un camión, para pedirles que lo llevaran de regreso a Berlín. Mientras caminaba penosamente hacia ellos decidió que podía maquillar el incidente de manera que se redujera el riesgo para sí mismo. La pura verdad era que la foto del pasaporte correspondía a la cara de un hombre que había muerto en una pensión de Berlín antes de que se produjera el atentado contra Ernst. Pero eso lo sabían sólo Janssen, Paul Schumann y Käthe Richter. Los dos últimos no ofrecerían voluntariamente ninguna información a la Gestapo; en cuanto al candidato a inspector, Kohl enviaría a Janssen a Potsdam inmediatamente, para mantenerlo ocupado durante varios días con uno de los homicidios que estaban sin resolver en esa zona; entonces asumiría el control de todos los expedientes sobre Taggert y el homicidio del pasaje Dresden. Esa noche daría parte del cuerpo del asesino, que había muerto tratando de escapar. Desde luego, el forense no podría haber realizado todavía la autopsia (si es que habían retirado el cadáver); Kohl se aseguraría, mediante favores o soborno, de que la hora de la muerte fuera posterior al atentado de la Academia.
No creía que hubiera más investigaciones. Todo ese asunto era ya un bochorno peligroso: para Himmler, por su desidia en cuanto a la seguridad del Estado, y para Ernst, debido a ese incendiario Estudio Waltham. Podría…
—Eh, Kohl… ¿Inspector Kohl? —lo llamó Heinrich Himmler. Se volvió.
—¿Sí, señor?
—¿Cuándo calcula que estará listo su protegido?
El inspector reflexionó durante un momento; no encontraba sentido a aquella pregunta.
—Eh… Sí, jefe de policía Himmler. ¿Mi protegido?
—Konrad Janssen. ¿Cuándo podrá pasar a la Gestapo?
¿Qué significaba eso? A Kohl se le quedó la mente en blanco por un momento. Himmler continuó:
—Ya sabe usted que lo aceptamos en la Gestapo antes de su graduación en la Academia de Policía, ¿no? Pero queríamos que se formara con uno de los mejores investigadores del Alex antes de trabajar en la calle Príncipe Albrecht.
Ante esa noticia Kohl sintió el golpe en pleno pecho, pero se recuperó con celeridad.
—Perdone, señor —dijo, meneando la cabeza con una sonrisa—. Lo sabía, desde luego, pero estaba tan concentrado en este incidente… Con respecto a Janssen, pronto estará preparado. Ha demostrado tener un gran talento.
—Hace tiempo que lo tenemos en la mira, Heydrich y yo. Ya puede usted enorgullecerse de ese muchacho. Me da la sensación de que ascenderá deprisa. Heil Hitler.
—Heil.
Kohl se alejó devastado. ¿Janssen? ¿Tenía pensado desde un principio trabajar para la policía política secreta? Al inspector le temblaban las manos por el dolor de esa traición. Conque el muchacho le había mentido en todo, también al decir que deseaba ser investigador criminal y que no pensaba afiliarse al Partido, cuando para ascender en la Gestapo y la Sipo debería ser miembro del mismo. El inspector sintió un escalofrío al recordar las muchas indiscreciones que había compartido con el candidato a inspector.
Por esto que he dicho, Janssen, usted podría hacerme arrestar y enviar a Oranienburg durante un año…
Aun así, reflexionó, el candidato a inspector necesitaba de él para avanzar. No le convenía denunciarlo. Tal vez el peligro no era tan grande como podría haber sido.
Kohl levantó la vista desde el suelo hacia el grupo de la SS que rodeaba el camión. Uno de ellos, un hombre corpulento con casco negro, preguntó:
—¿Si? ¿En qué podernos servirle? Él explicó lo de su DKW.
—¿Que el asesino lo ha inutilizado? ¿Y por qué se ha tomado esa molestia, si usted no lo habría alcanzado ni aunque él huyera a pie? —Los soldados rieron—. Sí, sí, lo llevaremos, inspector. Partiremos dentro de algunos minutos.
Kohl asintió y, todavía aturdido por la desagradable sorpresa de haber descubierto lo de Janssen, subió al camión y se instaló allí, solo. El disco anaranjado del sol descendía tras una ladera erizada de flores y hierba. Curvó los hombros, con la cabeza apoyada contra el asiento. Los de la SS subieron al vehículo y lo pusieron en marcha. Salieron de la Academia rumbo al sudeste, hacia Berlín.
Los soldados conversaban sobre el intento de asesinato, sobre los Juegos Olímpicos y el gran acto nacionalsocialista que se proyectaba para el próximo fin de semana en Spandau.
Fue en ese momento cuando el inspector tomó una decisión. Parecía absurdamente impulsiva, tan repentina como la súbita desaparición del sol bajo el horizonte: un color intenso en el cielo y, un momento después, apenas una penumbra azul grisácea. Pero tal vez no fuera una decisión consciente, sino algo inevitable, determinado mucho tiempo atrás por leyes inmutables, tal como la tarde había de convertirse en noche.
Willi Kohl y su familia abandonarían Alemania.
La traición de Konrad Janssen y el Estudio Waltham, dos claros emblemas de lo que era el Gobierno y hacia dónde se encaminaba, eran motivo suficiente. Pero lo que en verdad decidía la cuestión era ese norteamericano, Paul Schumann.
De pie entre los oficiales de la SS, frente al edificio 5, consciente de que tenía en su bolsillo tanto el pasaporte auténtico de Schumann como el falso de Taggert, Kohl se había torturado por tener que cumplir con su deber. Y al fin lo había hecho. Pero lo triste era que su obligación le ordenaba actuar en contra de su país.
En cuanto al motivo por el cual se iría, lo sabía también. Continuaría simulando que ignoraba la decisión de Janssen (aunque, desde luego, dejaría de hacerle comentarios imprudentes); diría todo aquello que el jefe de inspectores Horcher deseara; se mantendría bien lejos del sótano de la Kripo, con sus atareadas máquinas clasificadoras; manejaría casos como el de Gatow exactamente como ellos querían… lo cual significaba, naturalmente, no manejarlos en absoluto. Sería el modelo de policía nacionalsocialista.
Y en febrero, cuando viajara a Londres para asistir al congreso de la Policía Criminal, llevaría consigo a toda su familia. Y desde allí se embarcarían hacia Nueva York, adonde habían emigrado años antes dos primos, que se ganaban la vida en la gran ciudad.
Al viajar en calidad de alto funcionario de la Kripo, le sería fácil obtener documentos de salida y autorización para llevar consigo una buena cantidad de dinero. Tendría que maniobrar con astucia al prepararlo todo, desde luego, pero en la Alemania actual, ¿quién no tenía cierta habilidad para la intriga?
Heidi se alegraría del cambio, por supuesto: tendría un refugio para sus hijos. Günter se libraría de sus compañeros de las juventudes Hitlerianas. Hilde podría continuar estudiando y tal vez llegara a ser profesora, como deseaba.
Respecto a la hija mayor había una complicación, desde luego: Heinrich Sachs, su prometido. Pero Kohl decidió persuadir al joven de que los acompañara. Sachs se oponía con vehemencia al nacionalsocialismo, no tenía parientes cercanos y estaba tan enamorado de Charlotte que la seguiría a cualquier parte. El joven era un funcionario talentoso, hablaba bien inglés y, pese a sufrir algunos ataques de artritis, era un trabajador incansable; probablemente en Estados Unidos conseguiría empleo con mucha más facilidad que él mismo.
En cuanto al inspector, ¡comenzar de nuevo ya en la madurez, qué desafío abrumador! Pensó con ironía en esa descabellada obra del Führer, Mi lucha. ¡Para lucha la que le esperaba a él! Un hombre cansado, con familia, que iba a comenzar de nuevo a una edad en la que ya debía estar delegando casos en los inspectores jóvenes y tomándose algunas horas libres para acompañar a sus hijos al Luna Park. Pero no era por pensar en el esfuerzo y la incertidumbre venideros por lo que se sentía tan sofocado; no era por eso por lo que se le llenaban los ojos de lágrimas, hasta el punto de que hubo de apartarlos de los muchachos de la SS.
No: las lágrimas eran por lo que veía en ese momento, mientras giraban en una curva de la carretera a Berlín: las llanuras de Prusia. Aunque se mostraban polvorientas y pálidas en ese atardecer del seco verano, aun así exudaban una grandeza palpable, pues eran las planicies de su querida Alemania, una gran nación a la que unos cuantos ladrones habían robado trágicamente las verdades y los ideales.
Kohl hundió la mano en el bolsillo, en busca de su pipa de meerschaum. Después de llenar la cazoleta buscó en la americana, pero no tenía cerillas. Se oyó un chasquido; el recluta de la SS sentado junto a él había encendido una y se la ofrecía.
—Gracias —dijo Kohl. Y chupó para encender el tabaco. Luego se apoyó contra el respaldo, llenando el ambiente de un acre aroma a cerezas; en el parabrisas surgían ya a la vista las luces de Berlín.