Se despertó al ruido de un pájaro, que levantaba vuelo desde las matas de bayas, junto a la ventana del dormitorio, en su casa de Charlottenburg, a las afueras.
Se despertó al perfume de las magnolias.
Se despertó al toque del infame viento berlinés, que, según los hombres jóvenes y las viejas amas de casa, estaba cargado de un polvo alcalino que despertaba los deseos terrenales.
Ya fuera por la magia del aire o por ser un hombre de cierta edad, Reinhard Ernst se descubrió visualizando a Gertrud, su atractiva esposa, una morena de veintiocho años. Giró en la cama para mirarla. Y se encontró con el hueco vacío en el lecho de plumas. No pudo menos que sonreír. Por las noches él siempre estaba exhausto, tras una jornada de dieciséis horas, y ella siempre se levantaba temprano, pues era su modo de ser. Últimamente apenas compartían una o dos palabras en la cama.
Ya se oían, abajo, los ruidos de la actividad en la cocina. Eran las siete de la mañana. Ernst había dormido poco más de cuatro horas.
Se desperezó, levantando el brazo lesionado hasta donde pudo; al masajearlo percibió el trozo triangular de metal que tenía alojado cerca del hombro. Había algo familiar y, curiosamente, cierto consuelo en ese fragmento de metralla. Ernst era partidario de aceptar el pasado y apreciaba todos los emblemas de los años transcurridos, aun aquellos que casi le habían quitado el miembro y la vida.
Bajó de la cama y se quitó la camisa de dormir. Como a esas horas Frieda ya estaría en la casa, se puso unos pantalones de montar beis y, colocándose la camisa, entró en el estudio contiguo. El coronel tenía cincuenta y seis años; su cabeza redonda estaba cubierta de pelo gris, muy corto; la boca, rodeada de arrugas. Tenía la nariz pequeña y romana; los ojos, muy juntos, lo cual le daba un aire a la vez depredador e inteligente. Esas facciones hacían que sus hombres, durante la guerra, le hubieran dado el apodo de «César».
En el verano solía pasar la mañana ejercitándose con Rudy, su nieto, que tenía siete años; hacían rodar la pelota, levantaban pesas, hacían llaves de lucha libre y corrían sin moverse del sitio. Pero los miércoles y los viernes el niño iba a la escuela de verano, que abría temprano, y Ernst se veía obligado a ejercitarse solo, cosa que era todo un desencanto.
Inició los quince minutos de flexiones de rodillas, pero en la mitad de la sesión oyó:
—Opa!
Ernst se detuvo, respirando con fuerza, y miró hacia el pasillo.
—Buenos días, Rudy.
—Mira lo que he dibujado. —Su nieto, vestido de uniforme, mostraba una hoja. Como Ernst no tenía las gafas puestas no llegaba a distinguir bien el dibujo. Pero el niño dijo:
—Es un águila.
—Pues sí, por supuesto. Ya la veo.
—Y vuela sobre una tormenta eléctrica.
—Qué águila tan valiente has dibujado.
—¿Bajas a desayunar?
—Sí. Di a tu abuela que bajaré en diez minutos. ¿Has comido hoy huevo?
—Sí.
—Excelente. Los huevos te hacen bien.
—Mañana dibujaré un halcón. —El niño, delgado y rubio, giró en redondo para correr hacia la escalera.
Mientras volvía a sus ejercicios, Ernst pensó en las decenas de asuntos que debería atender ese día. Completada la sesión, se lavó con agua fría para limpiarse el sudor y el polvo alcalino. Mientras se secaba sonó el teléfono. Detuvo las manos. En esos días, por muy encumbrado que uno estuviera dentro del Gobierno nacionalsocialista, una llamada de teléfono a horas extrañas era motivo de preocupación.
—Reinie —llamó Gertrud—, es para ti.
Se puso la camisa y, sin perder tiempo en calcetines ni zapatos, bajó la escalera. Cogió el auricular que le ofrecía su esposa.
—¿Sí? Al habla Ernst.
—Coronel.
Reconoció la voz: era una de las secretarias de Hitler.
—Señorita Lauer. Buenos días.
—Buenos días. Se me ha encomendado decirle que el Führer requiere inmediatamente su presencia en la Cancillería. Si tiene cualquier otro compromiso, debo pedirle que lo postergue.
—Por favor, diga al canciller Hitler que iré de inmediato. ¿En su despacho?
—Correcto.
—¿Quién más estará presente?
Hubo un momento de vacilación. Luego la mujer dijo:
—Es toda la información de que dispongo, Heil Hitler.
—Heil.
Cortó y se quedó mirando el aparato, con la mano sobre el auricular.
—¡Opa, no te has puesto los zapatos! —Rudy había aparecido junto a él, todavía con su dibujo. Reía ante los pies descalzos de su abuelo.
—Ya lo sé, Rudy. No he acabado de vestirme. —Se quedó mirando el teléfono.
—¿Qué pasa, Opa? ¿Algún problema?
—No, Rudy, nada.
—Mutti dice que se te enfría el desayuno.
—Has comido todo el huevo, ¿no?
—Sí, Opa.
—Así me gusta. Di a tu abuela y a tu Mutti que bajaré enseguida. Que comiencen a desayunar sin mí.
Ernst subió para afeitarse. Su deseo conyugal y su apetito por el desayuno que lo esperaba habían desaparecido por completo.
Cuarenta minutos más tarde Reinhard Ernst caminaba entre obreros por los pasillos de la Cancillería del Estado, en un céntrico edificio de Berlín, que se levantaba en la esquina de las calles Wilhelm y Voss. El edificio era antiguo (algunos sectores databan del siglo XVIII) y había sido la sede de los Führeres alemanes desde los tiempos de Bismarck. Hitler solía lanzarse en parrafadas sobre lo maltrecho de la estructura y, puesto que aún faltaba mucho para que se terminara la nueva Cancillería, no paraba de ordenar renovaciones en la vieja.
Pero ni la construcción ni la arquitectura tenían, por el momento, interés alguno para Ernst. El único pensamiento que ocupaba su mente era: «¿Cuáles serán las consecuencias de mi error? ¿Hasta qué punto he calculado mal?».
Levantó el brazo en un somero «Heil» dirigido a un guardia, que había saludado con entusiasmo al plenipotenciario por la Estabilidad Interior, título tan pesado e incómodo de usar como una chaqueta raída y mojada. Ernst continuó a lo largo del corredor, con el rostro impávido, sin revelar los turbulentos pensamientos sobre el crimen que había cometido.
¿Y cuál era ese crimen?
El pecado mortal de no compartirlo todo con el Führer.
Quizá en otros países fuera un asunto de poca importancia, pero en el suyo podía considerarse ofensa capital. Sin embargo a veces no era posible compartirlo todo. Si uno daba a Hitler todos los detalles de una idea, su mente podía prenderse del aspecto más insignificante. Y así acabaría todo, fusilado con una sola palabra. Poco importaba que no tuvieras ningún interés personal en juego, que pensaras sólo en el bien de la patria.
Pero si no se lo decías… Buff, eso podía ser mucho peor. En su paranoia podía decidir que le estabas ocultando información por algún motivo. Y entonces ese gran ojo penetrante que era el mecanismo de seguridad del Partido se volvía hacia ti y hacia tus seres queridos… a veces con resultados mortíferos. Reinhard Ernst estaba convencido de que eso era lo que ocurría ahora, dada la misteriosa y perentoria convocatoria a una reunión temprana, que no estaba programada. El Tercer Imperio era el orden, la estructura y la regularidad personificados. Todo lo que saliera de lo ordinario era motivo de alarma.
Vaya, debería haberle dicho algo del Estudio Waltham desde el momento de su concepción, el pasado marzo. Pero por entonces el Führer, el ministro de Defensa von Blomberg y el mismo Ernst estaban tan ocupados en recuperar la Renania que el estudio había quedado en un segundo plano por el riesgo monumental que entrañaba reclamar esa porción del país, que les habían robado los Aliados en Versalles. Y a decir verdad, gran parte del estudio se basaba en un trabajo académico que a los ojos de Hitler resultaría sospechoso, si no incendiario; Ernst, sencillamente, no había querido mencionar el asunto.
Y ahora pagaría por esa omisión.
Se anunció a la secretaria de Hitler y ella le hizo pasar.
Al entrar en el gran antedespacho se encontró de pie ante Adolf Hitler, Führer, canciller y presidente del Tercer Imperio y comandante supremo de las Fuerzas Armadas. Pensó, como tantas veces: «Si los principales ingredientes del poder son el carisma, la energía y la astucia, he aquí al hombre más poderoso del mundo».
Hitler, de uniforme pardo y lustrosas botas negras hasta la rodilla, estaba encorvado hacia el escritorio, hojeando unos papeles.
—Mi Führer. —Ernst lo saludó con una respetuosa inclinación de cabeza y un leve toque de tacones, resabio de los tiempos del Segundo Imperio, que había terminado dieciocho años atrás, con la rendición de Alemania y la huida del káiser Guillermo rumbo a Holanda. Aunque se esperaba de los ciudadanos que hicieran el saludo del Partido, diciendo «Heil Hitler» o «Heil victoria», los oficiales de mayor grado rara vez empleaban esa formalidad, salvo los aduladores más entregados.
—Coronel. —Hitler levantó hacia Ernst sus pálidos ojos azules bajo los párpados caídos; por algún motivo esos ojos daban la impresión de que su dueño estaba estudiando diez o doce cosas al mismo tiempo. Su estado de ánimo era siempre insondable. Una vez hubo hallado el documento que buscaba, se dio la vuelta para entrar en su despacho, una oficina amplia, pero modestamente decorada—. Venga, por favor.
Ernst lo siguió. Su impávido rostro de militar no delató reacciones, pero el corazón le dio un vuelco al ver quiénes estaban presentes.
Hermann Göring, sudoroso y corpulento, de cara redonda, descansaba en un sofá que crujía bajo su peso. Aseguraba estar siempre dolorido y su manera de cambiar constantemente de posición causaba horror. La fragancia de su colonia, excesivamente intensa, llenaba la habitación. El ministro del Aire saludó con la cabeza a Ernst, quien le devolvió el gesto.
Otro hombre, sentado en una silla ornamentada, bebía café a sorbos, con las piernas cruzadas a la manera de las mujeres: aquella rata repugnante de Paul Joseph Goebbels, ministro de Propaganda del Estado. Ernst no dudaba de su habilidad: él era el principal responsable del apoyo temprano y vital que el Partido había logrado en Berlín y Prusia. Aun así, lo despreciaba por su manera de mirar al Führer con ojos de adoración; además, ya servía ufanamente cotilleos malévolos sobre judíos y socis prominentes, ya dejaba caer los nombres de famosos actores y actrices alemanes de los estudios UFA. Ernst le dio los buenos días y se sentó, recordando un chiste que circulaba desde hacía poco: «Describa al ario ideal. Pues a ver, es rubio como Hitler, esbelto como Göring y alto como Goebbels».
Hitler ofreció el documento al abotargado Göring, quien lo leyó e hizo un gesto afirmativo; luego lo guardó sin comentarios en un suntuoso cartapacio de piel. El Führer tomó asiento y se sirvió chocolate. Luego enarcó una ceja hacia Goebbels, para indicarle que continuara con lo que había estado diciendo. Ernst comprendió que lo del Estudio Waltham debería permanecer en el limbo por un tiempo más.
—Como decía, mi Führer, muchos de los asistentes a las Olimpiadas querrán entretenimientos.
—Tenemos cafeterías y teatros. Tenemos museos, parques, cines. Pueden ver nuestras películas de Babelsberg, pueden ver a Greta Garbo y a Jean Harlow. A Charles Laughton, a Mickey Mouse.
El tono impaciente de Hitler reveló a Ernst que el hombre sabía exactamente a qué tipo de entretenimiento se refería Goebbels. Siguió un debate penosamente largo y nervioso sobre la posibilidad de permitir que las prostitutas legales («chicas de control» acreditadas) volvieran a las calles. Al principio Hitler se opuso a la idea, pero Goebbels había estudiado el asunto a fondo y presentó argumentos persuasivos. Al fin el Führer cedió, a condición de que no hubiera más de siete mil mujeres en toda la zona metropolitana. También el Artículo 175 del Código Penal, que prohibía la homosexualidad, se aplicaría momentáneamente con menos rigor. Abundaban los rumores sobre las preferencias del propio Hitler (desde el incesto a los excrementos humanos, pasando por muchachos y animales), pero Ernst había llegado a la conclusión de que, simplemente, a ese hombre no le interesaba el sexo en absoluto; la única amante que deseaba era la nación alemana.
—Por fin —continuó Goebbels, zalamero—, está ese asunto de la exhibición pública. Me parece que podríamos permitir que las mujeres acortaran un poco sus faldas.
Mientras el jefe del Tercer Imperio alemán y su ayudante debatían en centímetros el grado en que las berlinesas tendrían autorización para ajustarse a la moda mundial, el gusano de la inquietud continuaba devorando el corazón de Ernst. ¿Por qué no le habría dicho siquiera el título del Estudio Waltham, algunos meses antes? Podría haberlo mencionado como de pasada en alguna carta al Führer. En estos tiempos había que ser muy prudente con esas cosas.
El debate continuaba. Por fin el Führer dijo con firmeza.
—Las faldas se pueden acortar cinco centímetros. Asunto resuelto. Pero no permitiremos el maquillaje.
—Sí, mi Führer.
Se hizo un momento de silencio en tanto Hitler posaba los ojos en el rincón, cosa que hacía a menudo. Luego los clavó en Ernst.
—Coronel.
—¿Sí, señor?
Se levantó para dirigirse hacia su despacho. Después de recoger una hoja regresó lentamente hacia los otros. Göring y Goebbels no apartaban los ojos de Ernst. Aunque cada uno de ellos creía tener una influencia especial sobre el Führer, muy en el fondo existía el temor de que esa gracia fuera pasajera o, peor aún, ilusoria; en cualquier momento uno podía encontrarse allí como Ernst, como un zorro acorralado, aunque probablemente sin el tranquilo aplomo del coronel.
El Führer se atusó el mostacho.
—Un asunto importante.
—Por supuesto, mi Führer. En qué puedo servirle.
—Ernst le sostenía la mirada y respondía con voz firme.
—En relación a nuestra Fuerza Aérea.
Ernst echó un vistazo a Göring, cuyas mejillas rojizas enmarcaban una falsa sonrisa. Tras haber sido durante la guerra un as temerario (aunque despedido por el mismo barón von Richthofen por sus repetidos ataques contra civiles), en la actualidad era a la vez ministro del Aire y comandante en jefe de la Fuerza Aérea alemana, siendo este último título su favorito entre los diez o doce que ostentaba. El tema de la Fuerza Aérea era el que provocaba los choques más frecuentes y apasionados entre él y Ernst.
Hitler entregó el documento al coronel.
—¿Sabe leer inglés?
—Un poco.
—Es una carta del señor Charles Lindbergh en persona —explicó el Führer con orgullo—. Asistirá a las Olimpiadas como invitado especial nuestro.
¿De verdad? La información era estimulante. Göring y Goebbels, sonrientes, se inclinaron hacia delante para dar unos golpecitos en la mesa que tenían delante, en señal de aprobación por esa noticia. Ernst cogió la carta con la mano derecha, en cuyo dorso tenía cicatrices de metralla, como en el hombro.
Lindbergh… Él había seguido ávidamente la historia de su vuelo transatlántico, pero lo conmovió mucho más el terrible relato de la muerte de su hijo. Él conocía el horror de perder a un hijo. La explosión accidental que se había llevado a Mark era trágica, desgarradora, por supuesto; pero al menos su hijo había muerto al timón de un barco de guerra, tras haber visto el nacimiento de Rudy, su propio hijo. En cambio perder a un bebé a manos de un criminal… eso sí que era horroroso.
Ernst echó un vistazo al documento y pudo entender esas palabras cordiales, que expresaban interés por ver los últimos adelantos alemanes en materia de aviación.
El Führer continuó:
—Por eso lo he mandado llamar, coronel. Algunos piensan que sería estratégicamente importante mostrar al mundo el crecimiento de nuestra potencia aérea. Yo mismo me inclino por pensar así. ¿Qué opina usted de organizar un pequeño espectáculo aéreo en honor del señor Lindbergh, para hacer una demostración con nuestro nuevo monoplano?
Para Ernst fue un gran alivio que no se le hubiera convocado por lo del Estudio Waltham. Pero el alivio duró apenas un momento. Su preocupación volvió a crecer al analizar lo que se le preguntaba… y la respuesta que debía dar. Al decir «algunos piensan» Hitler se refería, naturalmente, a Hermann Göring.
—El monoplano, señor, eh…
El Me 109 Messerschmitt era una estupenda máquina de matar, un avión de combate con una velocidad de cuatrocientos sesenta kilómetros por hora. Había en el mundo otros similares, aunque ninguno tan veloz. Pero lo más importante era que el Me 109 estaba hecho entero de metal, cosa que Ernst había recomendado fervientemente, pues eso facilitaba la producción en masa, el mantenimiento y la reparación allí donde estuvieran. Hacía falta un gran número de aviones para llevar a cabo los devastadores bombardeos que Ernst planeaba como precursores de cualquier invasión por tierra que llevara a cabo el Ejército del Tercer Imperio.
Inclinó la cabeza a un costado, como si estudiara la cuestión, aunque había tomado su decisión al instante.
—Yo me opondría a esa idea, mi Führer.
—¿Por qué? —Hitler dilató los ojos, señal de que podía sobrevenir una rabieta, probablemente acompañada por algo casi igualmente malo: un delirante monólogo sobre política o historia militar—. ¿Acaso no se nos permite protegernos? ¿Nos avergüenza hacer saber al mundo que rehusamos ese papel de tercera clase al que intentan relegarnos los Aliados?
«Con cautela ahora», se dijo Ernst. Con la cautela del cirujano al extirpar un tumor.
—No estoy pensando en ese traicionero tratado de 1918 —respondió, llenando la voz de desprecio por el acuerdo de Versalles—. Pienso en la prudencia de permitir que otros sepan lo de ese aeroplano. Quienes estén familiarizados con la aviación reconocerán de inmediato el carácter único de su construcción. Podrían deducir que lo estamos produciendo en masa. A Lindbergh le sería fácil reconocer esto: tengo entendido que él mismo diseñó su Espíritu de San Luis.
Göring evitó el contacto visual con el coronel para insistir en su punto de vista:
—Nuestros enemigos deben comenzar a ver nuestra potencia.
—Tal vez —propuso Ernst lentamente— se podría exhibir en las Olimpiadas uno de los prototipos del 909. Fueron construidos más artesanalmente que los modelos en producción y no tienen montado el armamento. Además están equipados con motores Rolls Royce británicos. Así el mundo vería nuestro avance tecnológico, pero quedaría desarmado por el hecho de que utilizamos los motores de nuestro antiguo enemigo, lo cual daría a entender que cualquier utilización ofensiva está muy lejos de nuestros pensamientos.
—Tiene usted algo de razón, Reinhard —reconoció Hitler—. Sí, no habrá ningún espectáculo aéreo. Y exhibiremos el prototipo. Bien. Eso está decidido. Gracias por venir, coronel.
—Mi Führer. —Ernst se levantó, visiblemente aliviado.
Estaba llegando a la puerta cuando Göring dijo, como de pasada:
—Ah, Reinhard, ahora que lo recuerdo… Creo que una carpeta suya ha sido enviada por error a mi oficina.
Ernst se volvió para examinar aquella sonriente cara de luna.
Los ojos hervían por la anterior derrota en el debate del avión. El hombre quería venganza. Göring entornó los párpados.
—Creo que se relacionaba con… ¿Cómo se llamaba? Estudio Waltham. Sí, eso.
«Dios bendito…».
Hitler no prestaba atención. Había desplegado un diseño arquitectónico y lo estaba estudiando minuciosamente.
—¿Por equivocación? —repitió el coronel. En realidad eso significaba que había sido escamoteado por uno de los espías de Göring—. Gracias, señor ministro —dijo en tono ligero—. Mandaré que pasen a recogerla inmediatamente. Buenos dí…
Pero su estratagema no dio resultado, por supuesto. Göring continuó:
—Ha tenido suerte de que me la entregaran a mí. Imagine lo que podrían pensar algunos si vieran su nombre asociado a unos escritos judíos.
Hitler levantó la vista.
—¿De qué se trata?
El ministro del Aire sudaba prodigiosamente, como siempre.
Después de enjugarse la cara, respondió:
—Del Estudio Waltham que ha encargado el coronel Ernst.
Como el Führer meneaba la cabeza, Göring insistió:
—Perdón. Suponía que nuestro Führer estaba enterado.
—Explíquese —exigió Hitler.
—No sé nada del asunto. Sólo recibí, por error, como he dicho, varios informes escritos por esos médicos judíos que se dedican a la mente. Uno de ese austriaco Freud. Otro llamado Weiss. Y otros que no recuerdo. Esos psicólogos —añadió, haciendo una mueca.
En la jerarquía del odio de Hitler el primer puesto lo ocupaban los judíos; el segundo, los comunistas; el tercero, los intelectuales. Los psicólogos merecían un desprecio especial, pues rechazaban la ciencia racial: la creencia de que la raza determinaba la conducta, punto fundamental del pensamiento nacionalsocialista.
—¿Es cierto, Reinhard?
Ernst dijo, como sin darle importancia:
—Es parte de mi trabajo leer muchos documentos sobre agresión y conflicto. De eso tratan esos escritos.
—No me ha mencionado nada de eso. —Con su característica intuición para olfatear cualquier pizca de conspiración, Hitler se apresuró a añadir—: El ministro de Defensa Von Blomberg ¿está enterado de ese estudio suyo?
—No. Por el momento no hay nada de qué informar. Tal como sugiere el nombre, es un simple estudio realizado a través del Colegio Militar Waltham. Para reunir información. Eso es todo. Es posible que de él no surja nada. —Avergonzado por entrar en el juego, puso en sus ojos un poco del adulador brillo de Goebbels—. Pero es posible que los resultados nos muestren la manera de crear un ejército mucho más fuerte y eficiente para alcanzar los gloriosos objetivos que usted ha establecido para nuestra patria.
No pudo saber si ese rastrero halago había surtido efecto. Hitler se levantó para pasearse. Luego se detuvo a mirar largamente una compleja maqueta del Estadio Olímpico. Ernst sentía los latidos de su corazón hasta en los dientes.
Por fin el Führer se volvió gritando:
—Quiero ver a mi arquitecto. Inmediatamente.
—Sí, señor —dijo su auxiliar. Y corrió al antedespacho.
Un momento después entró un hombre de uniforme negro. No era Albert Speer, sino Heinrich Himmler; ante lo diminuto de su físico, su mentón débil y sus gafas redondas de marco negro, uno tendía a olvidar que era el jefe absoluto de la SS, la Gestapo y todas las otras fuerzas policiales del país.
Himmler hizo el rígido saludo de siempre y volvió hacia Hitler los ojos azul-grisáceos, cargados de adoración. El otro respondió con su propio saludo de costumbre, levantando la mano floja por encima del hombro. El jefe de la SS echó una mirada rápida por la habitación y dedujo que podía compartir la novedad que lo había hecho venir.
Hitler señaló distraídamente la bandeja con café y chocolate, pero Himmler negó con la cabeza. Aunque generalmente mantenía un rígido autocontrol (aparte de las miradas obsequiosas que le dedicaba al Führer), Ernst observó que esa mañana parecía nervioso.
—Debo informar sobre un asunto de seguridad. Esta mañana un comandante de la SS en Hamburgo recibió una carta, con fecha de hoy. Estaba dirigida a su cargo, pero no a su nombre. Aseguraba que un ruso causaría «algún daño» en Berlín en los días próximos. En altas esferas, decía.
—¿Escrita por quién?
—Se presenta como leal nacionalsocialista. Pero no da nombre alguno. La encontraron en la calle. No sabemos nada más de su origen. —El hombre descubrió los dientes, perfectamente blancos y parejos, en una mueca de niño que desilusiona a sus padres. Luego se quitó las gafas para limpiarlas y volvió a ponérselas—. El remitente decía que continuaría investigando y que nos informaría de la identidad del hombre en cuanto la averiguara. Pero no hemos vuelto a saber de él. El hecho de que la nota apareciera en la calle hace pensar que el remitente fue interceptado y tal vez muerto. Es posible que no sepamos nada más.
Hitler preguntó:
—¿En qué idioma estaba? ¿Alemán?
—Sí, mi Führer.
—Daño. ¿Qué tipo de daño?
—No lo sabemos.
—Sí, a los bolcheviques les encantaría arruinarnos los Juegos. —La cara de Hitler era una máscara de furia.
Göring preguntó:
—¿Cree usted que es auténtica?
—Podría ser una tontería —respondió Himmler—. Pero en estos días hay miles y miles de extranjeros que pasan por Hamburgo. Es posible que alguien se haya enterado de alguna conspiración y, por no involucrarse, escribiera un anónimo. Yo instaría a todos los presentes a andarse con especial cautela. Advertiré también a los comandantes militares y a los otros ministros. He ordenado a todas nuestras fuerzas de seguridad que investiguen el asunto.
Hitler ordenó, con voz ronca de ira:
—¡Haga todo lo que sea necesario! ¡Todo! No caerá la menor mácula sobre nuestros Juegos. —De manera inquietante, una fracción de segundo después su voz sonó calma y sus ojos azules se iluminaron. Se inclinó hacia delante para llenar nuevamente su taza de chocolate y puso dos bizcochos en el platillo—. Ya pueden ustedes retirarse, por favor. Gracias. Necesito estudiar unos asuntos de construcción. —Y preguntó a su auxiliar, que esperaba en el vano de la puerta—. ¿Dónde está Speer?
—Vendrá en un momento, mi Führer.
Los hombres comenzaron a salir. El corazón de Ernst había vuelto a su lento ritmo normal. Lo que acababa de suceder respondía al funcionamiento típico del círculo interno del Gobierno nacionalsocialista. La intriga, que podía tener resultados desastrosos, desapareció como unas cuantas migajas barridas desde el umbral hacia fuera. En cuanto a las conspiraciones de Göring, pues bien…
—Coronel —llamó Hitler.
Ernst se detuvo inmediatamente y miró hacia atrás.
El Führer tenía la vista clavada en la maqueta del estadio; examinaba la estación de tren, de reciente construcción.
—Prepáreme un informe sobre ese estudio suyo, ese Waltham —dijo—. Detallado. Quiero recibirlo el lunes.
—Sí, mi Führer. Por supuesto.
Göring, ante la puerta, extendió el brazo con la palma hacia arriba para que él saliera el primero.
—Me ocuparé de que reciba esos documentos, Reinhard. Y espero que usted y Gertrud asistan a mi fiesta olímpica.
—Gracias, señor ministro. No dejaré de asistir.
Viernes; un anochecer neblinoso y cálido, fragante de hierba cortada, tierra removida y aromática pintura fresca.
Paul Schumann caminaba solo a través de la Villa Olímpica, a media hora de Berlín, hacia el oeste.
Había llegado poco antes, tras el complicado viaje desde Hamburgo. Fue un trayecto agotador, pero también tonificante; lo estimulaba el entusiasmo de estar en un país extranjero, su patria ancestral, y la espera de su misión. Una vez presentada su credencial de periodista lo habían recibido en el sector norteamericano de la villa: decenas de edificios, cada uno de los cuales albergaba a cincuenta o sesenta personas. Había dejado su maleta y su portafolio en una de las pequeñas habitaciones de huéspedes de la parte trasera, donde pasaría algunas noches; ahora caminaba por los impecables terrenos. Lo divertía ver la villa. Paul Schumann estaba habituado a practicar deporte en lugares mucho más toscos: su propio gimnasio, por ejemplo, que llevaba cinco años sin recibir una mano de pintura y olía a sudor, a cuero y a cerveza, por mucho que Sorry Williams lo fregara enérgicamente. En cambio la Villa era justamente lo que su nombre insinuaba: una coqueta ciudad por derecho propio, construida en un bosque de abedules y bellamente diseñada; tenía edificios bajos con amplias arcadas, inmaculados, un lago, senderos en curva para correr y caminar, campos de entrenamiento y hasta su propio estadio.
Según la guía turística que Andrew Avery le había incluido en el portafolio, la Villa tenía una oficina de aduanas, almacenes, sala de prensa, oficina de correos, banco, gasolinera, tiendas de artículos para deportes y de comestibles, puestos donde comprar recuerdos y agencia de viajes.
Los atletas estaban en esos momentos en la ceremonia de bienvenida; Jesse Owens, Ralph Metcalfe y el joven boxeador con quien practicaba lo habían instado a asistir, pero ahora que estaba en el sitio donde debía ejecutar su trabajo le convenía mantener un perfil bajo. Se había disculpado, diciendo que debía prepararse para las entrevistas de la mañana siguiente. Cenó en el comedor (una de las mejores chuletas de su vida) y, después de un café y un Chesterfield, estaba poniendo fin a su paseo por la villa.
Lo único que le preocupaba, teniendo en cuenta el motivo por el que estaba en el país, era que al complejo habitacional de cada nación se le hubiera asignado un soldado alemán como «oficial de enlace». En el sector estadounidense era un moreno joven y severo, de uniforme gris, a quien el calor parecía resultarle insoportablemente molesto. Paul se mantenía tan lejos de él como le era posible; Reginald Morgan, su contacto local, había advertido a Avery que Paul debía desconfiar de todos los uniformados. Utilizaba sólo la puerta trasera para entrar en su dormitorio y tenía cuidado de que el guardia nunca pudiera verlo de cerca.
Mientras caminaba por la limpia acera vio a uno de los corredores norteamericanos con una joven y un bebé; varios miembros del equipo habían venido con sus esposas o con otros parientes. Eso le recordó la conversación mantenida con su hermano la semana anterior, justo antes de embarcarse en el Manhattan.
Paul llevaba una década distanciado de sus hermanos y de sus respectivas familias; no quería contaminarles la vida con la violencia y el peligro que reinaban en la suya. Su hermana vivía en Chicago, adonde él rara vez iba, pero a Hank lo veía de vez en cuando. Vivía en Long Island y trabajaba en una imprenta, heredera de la del abuelo. Era buen esposo y padre; no sabía con certeza cómo se ganaba Paul la vida, pero sí que estaba vinculado a criminales y tipos duros.
Aunque Paul no había revelado ninguna información personal a Bull Gordon y los otros presentes en La Habitación, el motivo principal por el que había aceptado ejecutar aquel trabajo en Alemania era que, si limpiaba sus antecedentes y cobraba toda esa pasta, podría revincularse con la familia, cosa con la que soñaba desde hacía años.
Había bebido un vaso de whisky; luego, otro. Por fin cogió el teléfono para llamar a su hermano. Después de pasar diez minutos parloteando nerviosamente sobre la ola de calor, el béisbol y los dos niños de Hank, Paul se había lanzado al vacío: le preguntó si le interesaría tener un socio en Impresiones Schumann. Se apresuró a tranquilizarlo:
—Ya no tengo nada que ver con aquella gente. —Y añadió que podía aportar diez mil dólares a la empresa—. Dinero limpio. Cien por ciento legítimo.
—Madre… perla —exclamó Hank. Y los dos rieron, pues la expresión era una de las favoritas del padre—. Hay un solo problema —añadió su hermano, en tono grave.
Paul pensó que iba a negarse, pensando en la turbia carrera de su hermano. Pero el mayor de los Schumann continuó:
—Tendremos que comprar un letrero nuevo. En el que tengo no hay lugar para poner «Impresiones Schumann Hermanos».
Roto el hielo, discutieron la idea un poco más. A Paul le sorprendió que Hank pareciera casi lacrimosamente conmovido por la propuesta. Para él la familia era fundamental y no entendía que Paul se hubiera mantenido lejos esos diez años.
También a la alta y hermosa Marion le gustaría esa vida. Claro que le agradaba hacerse la mala, pero era una pose; Paul la conocía lo suficiente como para dejarle probar apenas un bocado de la vida salvaje. La había presentado a Damon Runyon, en el gimnasio le daba a beber cerveza de la botella y la llevaba al bar de Hell’s Kitchen donde Owney Madden sabía hechizar a las damas con su acento británico y la exhibición de sus pistolas con culatas de madreperla. Pero sabía que, como tantas chicas rebeldes, si Marion tuviera que llevar esa vida de bajos fondos acabaría por hartarse. También se cansaría de su trabajo en la sala de baile y querría algo más estable. Estar casada con un impresor bien establecido sería un chollo.
Hank había dicho que hablaría con su abogado para que preparara un contrato de sociedad; Paul podría firmarlo en cuanto regresara de su «viaje de negocios».
Ahora, mientras volvía a su cuarto, Paul reparó en tres muchachos de pantalones cortos, camisa parda y corbata negra, que llevaban sombreros pardos de estilo militar. Había visto allí a decenas de jóvenes como esos, orientando a los equipos. El trío marchó hacia un poste alto, en cuyo extremo ondeaba la bandera nazi. Paul había visto esa enseña en los informativos del cine y en los periódicos, pero siempre en imágenes en blanco y negro. Aun en esa luz crepuscular el carmesí de la bandera era impresionante; brillaba como sangre fresca.
Uno de los muchachos notó que la estaba observando y preguntó en alemán:
—¿Usted es atleta, señor? ¿Pero no ha asistido a la ceremonia que hemos organizado?
A él le pareció mejor no delatar su habilidad lingüística, ni siquiera ante esos boy scouts, y respondió en inglés:
—Perdona, pero no domino muy bien el alemán.
El chico también cambió de idioma.
—¿Usted es un atleta?
—No. Soy periodista.
—¿Inglés o americano?
—Americano.
—Ah —dijo el alegre joven, con fuerte acento—, bienvenido a Berlín, mein Herr.
—Gracias.
El segundo chico siguió la dirección de su mirada.
—¿Le gusta nuestra bandera del Partido? Es, dicen ustedes, impresionante, ¿sí?
—Sí, en efecto. —La estadounidense era más suave en cierto modo. Esta parecía a punto de soltar un puñetazo.
—Por favor —dijo el primero—, cada parte tiene un significado, un significado importante. ¿Sabe usted cuáles son?
—No. Dime. —Paul seguía mirando la bandera.
El chico, lleno de entusiasmo, explicó:
—Rojo, eso es socialismo. Blanco es, sin duda, nacionalismo. Y negro… la cruz gamada. Esvástica, diría usted… —Miró al norteamericano con una ceja enarcada y no dijo más.
—Sí, continúa. ¿Qué significa?
El muchacho lanzó un vistazo a sus compañeros; luego dedicó a Paul una sonrisa extraña.
—Ach, sin duda usted sabe. —Y dijo a sus amigos en alemán—: Ahora arriaré la bandera. —Luego repitió a Paul, sonriente—: Sin duda usted sabe.
Y con el entrecejo arrugado en un gesto de concentración, arrió la bandera, mientras los otros dos extendían la mano en uno de esos saludos de brazo rígido que se veían por todas partes.
Mientras Paul caminaba hacia la residencia, los chicos iniciaron una canción; la entonaban con voces enérgicas, desiguales. Al alejarse le llegaron algunos fragmentos, que subían y bajaban en el aire cálido:
«Sostened en alto el estandarte, cerrad filas. La SA marcha con pasos firmes… Abrid paso, abrid paso a los batallones pardos, en tanto las tropas de asalto despejan la tierra… La trompeta hace oír su toque final. Para la batalla estamos listos. Pronto todas las calles verán la bandera de Hitler y nuestra esclavitud habrá terminado…».
Paul miró hacia atrás. Los vio plegar la bandera con aire reverencial y alejarse marchando con ella. Entonces entró por la puerta trasera de su residencia y regresó a su cuarto. Después de lavarse y cepillarse los dientes, se desnudó y se dejó caer en la cama. Esperó el sueño durante mucho rato, con la vista fija en el techo, pensando en Heinsler, el hombre que se había suicidado esa mañana en el barco, en un sacrificio tan apasionado y tonto.
Pensaba también en Reinhard Ernst.
Y finalmente, cuando ya empezaba a adormecerse, pensó en el muchacho de uniforme pardo. Vio su misteriosa sonrisa. Oyó su voz una y otra vez:
«Sin duda usted sabe… sin duda usted sabe…».