Al aproximarse al claro Willi Kohl oyó un fuerte disparo. Resonó contra los edificios y el paisaje antes de que se lo tragaran la hierba alta y los enebros que lo rodeaban. El inspector se agachó instintivamente. Vio que, al otro lado del claro, la alta silueta de Reinhard Ernst caía al suelo, junto al Mercedes.
«No… ¡Ese hombre ha muerto! ¡Es culpa mía! Por mi descuido, mi estupidez, han matado a un hombre, a un hombre que era vital para la patria».
El guardaespaldas del ministro, agazapado, buscaba al atacante. «¿Qué he hecho?», se preguntó el inspector.
Pero entonces resonó otro disparo.
Mientras se acercaba al tronco protector de un grueso roble, en el borde del claro, Kohl vio que un soldado del Ejército regular caía a tierra. Más allá, otro soldado yacía en el césped, con el pecho ensangrentado.
A poca distancia un hombre calvo, de traje marrón, gateaba para refugiarse bajo el autobús.
El inspector miró luego al Mercedes. ¿Qué pasaba allí? Se había equivocado. ¡El ministro estaba indemne!
Al oír el primer disparo Ernst se había arrojado al suelo para protegerse, pero ahora se incorporaba con cautela, pistola en mano, su guardaespaldas había desenfundado un arma automática y también buscaba un blanco.
Schumann no había matado a Ernst.
Entonces resonó un tercer disparo en todo el claro. Hizo trizas una ventanilla del Mercedes. Un cuarto perforó la cubierta y el neumático del coche. Luego Kohl vio movimientos entre la hierba. ¡Era Schumann, sí! Corría desde el Opel hacia la escuela, disparando ocasionalmente hacia el Mercedes con un fusil largo; así impedía que Ernst y su guardia se incorporaran. Cuando estaba llegando a la puerta del aula, el hombre de la SS que protegía al ministro se levantó para disparar varias veces. No obstante el autobús protegía al norteamericano contra sus balas.
Pero no lo protegía de Willi Kohl.
El inspector se secó la mano contra los pantalones y apuntó a Schumann. Sería un disparo a larga distancia, pero no imposible. Y al menos podría inmovilizarlo hasta que llegaran otros soldados.
Pero en el momento en que Kohl comenzaba a apretar el gatillo, Schumann abrió de par en par la puerta del edificio. Le vio entrar y salir un instante después, llevando a un muchacho a rastras. Lo seguían varios más; tropezaban y se apretaban el pecho, tosiendo. Algunos vomitaban. Otro; luego tres más.
«¡Santo Cielo!». Kohl estaba atónito. El gas no era para las ratas ni los insectos, sino para esos chicos.
Schumann hizo un ademán para indicar a los jóvenes que fueran hacia el bosque. Antes de que Kohl pudiera recobrarse de la impresión y apuntar una vez más, el norteamericano volvió a disparar contra el Mercedes. Así cubrió a los muchachos con su fusil, mientras ellos buscaban la protección del espeso bosque.
El máuser le golpeó con fuerza el hombro al disparar otra vez. Paul apuntaba hacia abajo, con la esperanza de alcanzar a Ernst o al guardia en las piernas. Pero el coche estaba en una hondonada y resultaba imposible hacer blanco por debajo. Echó un rápido vistazo al interior del aula; ya salían los últimos jóvenes; a trompicones, huían hacia el bosque.
—¡Corred! —gritó—. ¡Corred!
Y disparó dos veces más, para inmovilizar a Ernst y a su guardia.
Después de limpiarse el sudor de la frente con los dedos, trató de acercarse al Mercedes, pero el ministro y su guardaespaldas estaban armados y tenían buena puntería; además, el de la SS usaba una pistola automática. Dispararon repetidas veces, sin darle opción de avanzar. En tanto Paul forcejeaba con el cerrojo para cargar el arma, el guardia roció de balas el autobús y el suelo circundante. Ernst saltó al asiento delantero del Mercedes para coger el micrófono; luego volvió a cubrirse al otro lado del vehículo.
¿Cuánto tardarían en llegar los refuerzos? Paul había atravesado la población de Waltham, que estaba a apenas tres kilómetros; era una aldea de buen tamaño, donde sin duda habría un cuerpo de policía. Y la misma academia podía tener su propia fuerza de seguridad.
Si quería sobrevivir tenía que huir al momento. Disparó dos veces más, hasta agotar las municiones del Máuser. Luego dejó caer el fusil y se agachó para arrebatar la pistola a uno de los soldados muertos. Era una Luger, como la de Reginald Morgan.
Frenéticamente, cargó el arma.
Al bajar la vista vio, agachado y medio escondido bajo el autobús, al hombre calvo y de bigote que había conducido a los estudiantes al interior del edificio.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Paul en alemán.
—Por favor, señor. —Le temblaba la voz—. No me…
—¡Tu nombre!
—Doctor-profesor Keitel, señor. —El hombre lloraba—. Por favor…
Paul recordó el nombre: estaba en la carta referida al Estudio Waltham. Levantó la pistola y le disparó una sola vez, al centro de la frente.
Luego echó un último vistazo hacia el coche de Ernst. No había allí blanco alguno. Cruzó el prado a la carrera, disparando varias veces al interior del Mercedes, para impedir que Ernst y el guardia se incorporaran. Pronto se zambullía en el bosque, en tanto las balas del hombre de la SS cortaban el exuberante follaje verde en torno a él, sin acercarse siquiera al blanco.