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Otto Webber dijo con brusquedad:

—¿Qué hace usted, hombre? Somos de Municiones Krupp. Nos han enviado para ver si las municiones eran…

—Quieto.

El joven guardia miró en derredor, nervioso, para ver si había alguien más allí.

—Ha habido un problema con uno de los envíos. Hemos recibido una llamada de…

—Es domingo. ¿Cómo es posible que trabajéis en domingo?

Webber se echó a reír.

—Joven amigo mío: cuando envías a la SS un material equivocado, has de corregir el error sin que importe el día o la hora. Mi supervisor…

—¡Silencio!

El joven soldado descubrió un teléfono en un escritorio polvoriento y caminó hacia allí, sin dejar de apuntarles con la pistola. Cuando ya estaba cerca de la mesa, Webber bajó las manos y comenzó a acercársele.

Ach, esto es absurdo. —Se mostraba exasperado—. Aquí tengo mi carné de identificación.

—¡Deténgase en el acto! —El soldado adelantó la pistola.

—Quiero mostrarle los papeles de mi supervisor.

—Webber continuaba caminando.

El guardia de la SS apretó el gatillo. Un breve estallido metálico sacudió las paredes.

Paul, sin saber si su amigo había sido alcanzado o no, levantó el máuser del suelo y se arrojó tras una alta pila de cajones para cargar una bala.

El joven soldado se arrojó hacia el teléfono y descolgó el auricular; luego se retiró hacia atrás, agachado.

—¡Escuche, por favor! —gritó ante el aparato.

Paul se levantó deprisa. No podía ver al soldado, pero disparó una bala contra el teléfono, que estalló en diez o doce fragmentos de baquelita. El guardia lanzó un grito.

El sicario volvió a cubrirse, pero no antes de ver que Otto Webber, tendido en el suelo, se retorcía lentamente, apretándose el vientre manchado de sangre.

No…

—¡Oye, judío! —Bramó el soldado—. Tira inmediatamente el arma. Pronto habrá aquí cien hombres.

Paul fue hacia la parte delantera del edificio, desde donde podría cubrir a la vez la puerta del frente y la trasera. Por la ventana vio que había una motocicleta solitaria aparcada allí delante. Comprendió que ese joven sólo estaba allí para una inspección rutinaria del almacén; no iba a venir nadie, era un farol. Pero alguien podía haber oído el disparo. Y el de la SS podía quedarse simplemente allí, impidiéndole moverse, hasta que su superior, viendo que no regresaba, enviara más tropas al depósito.

Miró desde su extremo del montón de cajas. No tenía ni idea de dónde estaba el soldado. Él…

Sonó otro disparo. En la ventana delantera se astilló un cristal, aunque lejos de Paul. El guardia de la SS había disparado para llamar la atención, apuntando hacia la calle, sin que le importara la posibilidad de herir a alguien.

—¡Oye, cerdo judío! —gritaba—. ¡Levántate con las manos arriba, si no quieres morir aullando en Columbia!

Esta vez la voz provenía de un sitio diferente, hacia la parte delantera del almacén. Se había arrastrado hacia delante para interponer más cajones entre él y el enemigo.

Otro disparo atravesó la ventana. Fuera sonó un claxon.

Paul pasó a la hilera siguiente, moviendo el fusil delante de él, con el dedo en el gatillo. El máuser era incómodo: bueno para disparar a distancia, pero no para eso. Echó un vistazo rápido. El pasillo estaba desierto. Otro disparo destrozó una ventana, haciéndolo saltar. Seguramente alguien ya habría oído el ruido; o si no habría visto clavarse una bala en la pared en alguna casa al otro lado de la calle. Tal vez los proyectiles habían alcanzado un coche o herido a un transeúnte.

El sicario avanzó hacia el pasillo siguiente, deprisa, moviendo el arma delante.

Vio una imagen fugaz del uniforme negro, que desaparecía. El de la SS había oído a Paul, o tal vez le adivinó la intención, y acababa de escurrirse tras otra pila de cajones.

Paul decidió que no podía esperar más. Debía detener al guardia. No quedaba otro recurso que lanzarse a la carga sobre la hilera central de cajones, tal como se hacía durante la guerra, saliendo de las trincheras para atacar; con suerte podría acertar un disparo fatal antes de que el hombre lo rociara con las balas de su pistola semiautomática.

«Vamos», se dijo. E inspiró hondo. Otra vez…

¡Ya!

Se levantó de un salto y trepó al cajón que tenía enfrente, con el fusil en alto. En cuanto su pie tocó el segundo cajón oyó un ruido atrás y a la derecha. ¡El guardia lo había flanqueado! Pero en el momento en que giraba, las ventanas sucias volvieron a estremecerse con el ruido de otro disparo. Paul se detuvo, inmóvil.

El soldado de la SS apareció frente a él, a seis metros de distancia. Paul levantó frenéticamente el máuser, pero justo antes de que disparara el hombre tosió. De su boca brotó un rocío de sangre; la Luger cayó al suelo. El hombre sacudió la cabeza y cayó pesadamente. Allí quedó, quieto; la sangre iba dando a su uniforme el color de la herrumbre.

Paul miró hacia la derecha. Otto Webber, en el suelo, se apretaba la tripa ensangrentada con una mano.

En la otra sostenía un máuser. Se las había arreglado para arrastrarse hasta una hilera de armas, cargar una y disparar. El fusil se deslizó hasta el suelo.

—¿Estás loco? —susurró el sicario, enfadado—. ¿Por qué te has acercado a él así? ¿No se te ha ocurrido que podía disparar?

—No —dijo el alemán, pálido y sudoroso, riendo—. No se me ha ocurrido. —Un suspiro de dolor—. Ve a ver si alguien ha oído los disparos.

Paul corrió hacia la parte delantera y comprobó que la zona aún estaba desierta. Al otro lado de la calle había un edificio alto y sin ventanas, que debía de ser una fábrica o un almacén; estaba cerrado. Lo más probable es que las balas se hubieran clavado allí sin llamar la atención.

—Todo está despejado —dijo a Webber, que se había incorporado y se miraba la masa de sangre del vientre.

Ach

—Tenemos que buscar un médico. —Paul se colgó el fusil al hombro para ayudarlo a levantarse. Ambos salieron por la puerta trasera. Una vez en el bote, el alemán se recostó, con la cabeza contra la proa, mientras Paul remaba frenéticamente hacia el muelle junto al camión.

—¿Adónde puedo llevarte para que te vea un médico?

—¿Qué médico? —Webber reía—. Ya es demasiado tarde, señor John Dillinger. Déjame. Continúa. Lo sé. Es demasiado tarde.

—No: te llevaré a donde puedan ayudarte —repitió Paul con firmeza—. Dime dónde puedo encontrar a alguien que no corra con el cuento a la SS o a la Gestapo. —Llevó el bote hasta el muelle y, después de atar las amarras, desembarcó. Luego dejó el máuser en un trozo de césped y regresó para ayudar a Webber a salir del bote.

—¡No! —susurró.

Su amigo había desatado la cuerda y aplicado las fuerzas que le restaban en un empellón para apartarlo del muelle. La embarcación ya estaba a tres metros de distancia, a la deriva.

—¡Otto! ¡No!

—Como te he dicho, es demasiado tarde —repitió Webber, jadeando. Luego rio con acritud—. ¡Mira esto, hombre! ¡Un funeral vikingo! Ach, cuando vuelvas a tu patria y escuches algo de John Philip Sousa, piensa en mí… Aunque insisto en que es inglés. Vosotros, los americanos, os atribuís demasiadas cosas. Vete, vete, señor John Dillinger. Tienes un trabajo que hacer.

Lo último que Paul Schumann vio de su amigo fue que cerraba los ojos y se dejaba caer en el fondo del bote. La embarcación iba cobrando velocidad, arrastrada por las aguas lodosas del Spree.

Eran diez o doce, todos jóvenes, los que habían escogido la vida y la libertad antes que el honor. ¿Era cobardía o inteligencia lo que les había motivado a hacerlo?

Kurt Fischer se preguntaba si sería el único, entre todos ellos, que se sentía acosado por esa cuestión.

Los llevaban a través de la campiña, al noroeste de Berlín, en un autobús del tipo que se utilizaba generalmente para las excursiones de los estudiantes. El gordo conductor, que conducía suavemente su vehículo por la carretera serpenteante, intentaba sin éxito que cantaran marchas de cazadores y excursionistas.

Kurt y su hermano compartían anécdotas con los otros. Poco a poco el mayor fue descubriendo algunas cosas. En su mayoría eran arios; todos ellos procedían de familias de clase media y tenían estudios, asistían a la universidad o pensaban hacerlo después de cumplir con el Servicio Laboral. Como Kurt y Hans, uno de cada dos se oponía ligeramente al partido por motivos políticos e intelectuales: eran socialistas, pacifistas o manifestantes. La otra mitad estaba compuesta por «chicos modernos», más ricos, también con ideas rebeldes, pero no tan políticas: su mayor queja contra los nacionalsocialistas era cultural, por la censura que imponían a las películas, el baile y la música.

En el grupo no había, desde luego, judíos, eslavos ni gitanos rumanos. Tampoco comunistas. Pese a las ideas abiertas del coronel Ernst, Kurt estaba seguro de que pasarían muchos años antes de que esos grupos étnicos y políticos encontraran cabida entre los militares o el funcionariado alemán. En lo personal, el muchacho pensaba que eso no podría suceder mientras el poder estuviera en manos del triunvirato formado por Hitler, Göring y Goebbels.

Y allí estaban todos, reunidos por el singular hecho de haberse visto obligados a escoger entre el campo de concentración, donde posiblemente morirían, o una organización que les parecía moralmente condenable.

«¿Soy un cobarde?», se preguntó nuevamente Kurt, «por haber escogido como lo he hecho?». Recordó que Goebbels, en abril de 1933, había convocado a un boicot nacional contra las tiendas judías. Los nacionalsocialistas creían que tendría un apoyo abrumador. En realidad resultó perjudicial para el Partido, pues muchos alemanes (el matrimonio Fischer entre ellos) desafiaron abiertamente el boicot. Más aún: millares de personas entraron en tiendas que nunca habían pisado, sólo para demostrar su apoyo a los conciudadanos judíos.

Eso sí era valor. ¿Acaso él no lo tenía?

—¿Kurt?

Alzó la mirada. Su hermano le hablaba.

—¿No me estás escuchando?

—¿Qué has dicho?

—Te preguntaba cuándo comeremos. Tengo hambre.

—No tengo ni idea. ¿Cómo quieres que lo sepa?

—¿Se come bien en el Ejército? Dicen que sí. Pero será relativo, claro. En el campo de batalla no ha de ser como en el cuartel. ¿Cómo será?

—¿El qué? ¿La comida?

—No. Estar en las trincheras, estar en…

—No estaremos en las trincheras. No habrá otra guerra. Y si la hubiera, ya has oído lo que dijo el coronel Ernst: nosotros no tendremos que combatir. Nos asignarán otras tareas.

Su hermano no parecía convencido. Peor aún: no parecía molestarle la idea de tener que combatir. ¡Si hasta parecía que la idea le despertaba curiosidad! Ese nuevo aspecto de Hans le resultó perturbador.

¿Cómo será?

En el autobús continuaban las conversaciones: se hablaba de deportes, del paisaje, de las Olimpiadas, de películas norteamericanas. Y de mujeres, por supuesto.

Por fin llegaron; abandonaron la carretera para desviarse por un camino largo, bordeado de arces, que conducía al recinto de la Academia Militar Waltham.

¿Qué pensarían sus pacifistas padres si los vieran en ese lugar?

El autobús se detuvo, chirriante, frente a uno de los edificios de ladrillo rojo. A Kurt le pareció incongruente que esa institución, dedicada a la filosofía y la práctica de la guerra, funcionara en un valle idílico, con una lustrosa alfombra de césped, trémula hiedra adherida a los vetustos edificios y, al fondo, bosques y colinas que formaban un delicado marco al panorama.

Los muchachos recogieron sus mochilas y se apearon del vehículo. Un joven soldado, no mucho mayor que ellos, se presentó diciendo que era el oficial de reclutamiento y les estrechó la mano en señal de bienvenida. Explicó que el doctor-profesor Keitel vendría muy pronto. Luego mostró en alto una pelota de fútbol, con la que él y otro soldado habían estado jugando, y la arrojó hacia Hans. El chico la pasó hábilmente a otro de los reclutas.

Y como suele suceder cuando se encuentran varios jóvenes y una pelota en un campo de césped, en pocos minutos se formaron dos equipos y se inició el partido.