Al principio oyó sólo el ruido de interferencias. Por fin los chirridos se fundieron en un:
—¿Gordon?
—No usamos nombres —le recordó el comandante, mientras apretaba furiosamente el aparato de baquelita contra la oreja, para oír con más claridad las palabras que le llegaban desde Berlín. Era Paul Schumann, que llamaba por conexión radial vía Londres. Aún no eran las diez de la mañana del domingo, pero Gordon estaba ante su escritorio del Departamento de Inteligencia Naval, en Washington; había pasado la noche allí, ansioso por saber si el hombre había logrado matar a Ernst—. ¿Estás bien? ¿Qué ha pasado? Hemos comprobado las transmisiones de radio, los periódicos, pero nada…
—Calla —le espetó Schumann—. No tengo tiempo para eso de «amigos del norte» y «amigos del sur». Escucha bien.
Gordon se incorporó en la silla.
—Adelante.
—Morgan ha muerto.
—¡Dios! ¡No! —Gordon cerró por un momento los ojos, afectado por la pérdida. Aunque no conocía personalmente a ese hombre, su información había sido siempre válida. Y cualquiera que arriesgara su vida por la patria merecía su respeto.
A continuación Schumann lanzó una bomba:
—Lo asesinó un estadounidense llamado Robert Taggert. ¿Lo conoces?
—¿Qué? ¿Un estadounidense?
—¿Lo conoces o no?
—No, nunca lo había oído nombrar.
—Trataba de matarme a mí también, antes de que hiciera lo que me enviasteis a hacer. El tío con quien hablabas en estos últimos días no era Morgan, sino Taggert.
—¿Cómo se llama? Repítemelo.
Schumann se lo deletreó; luego le dijo que tal vez estuviera relacionado con el servicio diplomático de Estados Unidos, aunque no podía asegurarlo. El comandante apuntó el apellido y gritó:
—¡Recluta Willets!
La mujer tardó apenas un momento en aparecer en el vano de la puerta. Gordon le plantó el papel en la mano:
—Averígüeme todo lo que pueda sobre este tío. —Ella desapareció inmediatamente. Luego, al teléfono—: Y tú, ¿estás bien?
—¿Tú has tenido algo que ver con esto?
Pese a los ruidos de la comunicación, Gordon percibió la ira del sicario.
—¿Qué?
—Fue todo una trampa. Desde el comienzo. ¿Has tenido algo que ver?
El aire pantanoso de la mañana entraba y salía por esa ventana de Washington.
—No entiendo de qué me hablas.
Después de una pausa Schumann le contó la historia completa: cómo había matado Taggert a Morgan para hacerse pasar por él y cómo había traicionado a Schumann ante los nazis. Gordon estaba sinceramente espantado.
—¡No, por Dios! ¡Te lo juro! No sería capaz de hacer algo así a uno de mis hombres. Y a ti te considero uno de ellos, de verdad.
Otra pausa.
—Taggert dijo que tú no participabas, pero quería oírlo de tu propia boca.
—Te juro que…
—Bueno, tienes algún traidor metido entre tu gente, comandante. Te conviene averiguar quién es.
Gordon se apoyó en el respaldo, abrumado por la noticia, con la vista clavada en la pared que tenía delante. Allí colgaban varias condecoraciones, su diploma de Yale y dos fotos, la del presidente Roosevelt y la de Theodorus B. M. Maison, el teniente naval de mandíbula ancha que había sido el primer jefe de la Inteligencia Naval.
Un traidor…
—¿Qué te dijo ese tal Taggert?
—Sólo que era cuestión de «intereses». Nada más específico. Querían mantener contento al que manda aquí. Al principal, ¿entiendes?
—¿Puedes hablar otra vez con él, averiguar algo más?
Una vacilación.
—No.
Gordon comprendió lo que eso significaba: Taggert había muerto. Schumann continuó:
—Recibí el santo y seña a bordo del barco. Taggert sabía las mismas frases que nosotros. Morgan no. ¿Cómo pudo suceder?
—Yo envié el santo y seña a mis hombres de a bordo. También adonde estás ahora. Se suponía que Morgan iría a recogerlo.
—Pues entonces Taggert recibió el mensaje correcto e hizo llegar a Morgan uno diferente. Ese espía del Bund germanoamericano que iba a bordo no pudo transmitir nada. No fue él. ¿Quién pudo hacerlo? ¿Quién conocía la frase?
Inmediatamente surgieron dos nombres en la memoria del comandante. Como ante todo era militar, sabía que un oficial del Ejército debe tener en cuenta todas las posibilidades. Pero el joven Andrew Avery era para él como un hijo, A Vincent Manielli no lo conocía tan bien, pero en su hoja de servicio no había nada que indujera a dudar de su lealtad.
Schumann, como si le leyera la mente, preguntó:
—¿Cuánto hace que trabajas con esos dos chicos tuyos?
—Sería prácticamente imposible.
—Últimamente la palabra «imposible» significa algo muy diferente. ¿Quién más conocía la frase? ¿«Daddy» Warbucks?
Gordon reflexionó. Pero Cyrus Clayborn, el financiero, sólo tenía una idea general de lo planeado.
—Ni siquiera sabía que hubiera un santo y seña.
—Pues bien, ¿quién escogió la frase?
—El senador y yo, juntos.
Más interferencias. Schumann no dijo nada. Pero el comandante añadió:
—No, no pudo ser él.
—¿Estaba contigo cuando la transmitiste?
—No. Estaba en Washington. —Gordon se dijo: «Pero pudo enviar un mensaje a Berlín en cuanto cortó la comunicación conmigo, con el código correcto, y hacer que Morgan recibiera uno diferente»—. Imposible —dijo.
—Sigo oyendo la misma palabra, Gordon. Esto no me aclara las cosas.
—Mira, todo el asunto fue idea del senador. Habló primero con gente del Gobierno y luego vino a mí.
—Eso significa que desde un principio planeó tenderme una trampa —añadió Schumann, en tono alarmante—. Junto con esas mismas personas.
Los hechos cayeron en cascada por la mente del comandante. ¿Era aquello posible? ¿Adónde conducía esa traición? Por fin el sicario dijo:
—Escucha: maneja esta situación como quieras. ¿Aún piensas enviarme ese avión?
—Sí, señor. Te doy mi palabra de honor. Yo mismo me pondré en contacto con mis hombres de Ámsterdam. Dentro de tres horas y media estará allí.
—No. Necesito más tiempo. Que venga alrededor de las diez de la noche.
—No puede aterrizar en la oscuridad. Vamos a utilizar una pista abandonada. No tiene luces. Pero hacia las ocho y media aún habría suficiente claridad. ¿Qué te parece?
—No. Que sea mañana al amanecer.
—¿Por qué?
Hubo una pausa.
—Esta vez no se me escapará.
—¿Qué vas a hacer?
—Lo que me encomendasteis —gruñó Schumann.
—No, no, no puedes. Ahora es muy peligroso. Anda, vuelve a casa. Pon esa tienda que querías. Te la has ganado. Te…
—¿Me escuchas, comandante?
—Adelante.
—Mira, yo estoy aquí y tú estás allá. No puedes detenerme. Deja de gastar saliva. Tú ocúpate de que el avión esté en la pista mañana al amanecer.
La recluta Ruth Willets apareció en el vano de la puerta.
—Espera —dijo Gordon al teléfono.
—Sobre Taggert aún no hay nada, señor. Los de registros llamarán en cuanto tengan algo.
—¿Dónde está el senador?
—En Nueva York.
—Consígame sitio en cualquier avión que vuele hacia allí. Del Ejército, particular, lo que sea.
—Sí, señor.
El comandante volvió al teléfono.
—Paul, te sacaremos de allí. Pero por favor, sé razonable. Ahora todo ha cambiado. ¿Tienes idea de lo peligroso que es?
En la línea aumentaron los ruidos, que se tragaron casi toda la respuesta del sicario, pero Bull Gordon creyó oír una risa. Luego, nuevamente la voz de Schumann. Parte de la frase sonaba, más o menos, «de seis, cinco en contra».
Luego quedó un silencio mucho más potente que las interferencias.
En un depósito del este de Berlín (que Otto Webber consideraba «suyo», aunque para entrar debieron romper una ventana) encontraron percheros llenos de uniformes del Servicio Nacional de Trabajo. Webber descolgó uno de los más vistosos.
—Ach, sí, como yo decía: el gris azulado te sienta bien.
Tal vez fuera cierto, pero el color era demasiado llamativo, sobre todo para utilizarlo en la Academia Waltham, donde debería disparar en un campo abierto o en un bosque, a juzgar por la descripción que Webber había hecho del paisaje que rodeaba la institución. Además el uniforme era ceñido, abultado y grueso. Serviría para acercarse a la escuela, pero Paul escogió también ropa más práctica para la tarea en sí: traje de mecánico, camisa oscura y un par de botas.
Uno de los socios comerciales de Otto tenía acceso a varios camiones del Gobierno. Bajo la promesa de que Webber devolvería el vehículo en menos de veinticuatro horas, en vez de tratar de vendérselo nuevamente al Gobierno, el hombre les entregó la llave a cambio de unos puros cubanos fabricados en Rumanía.
Sólo faltaba el rifle.
Paul pensó en el hombre de la casa de empeño, el mismo que les había suministrado el máuser, pero no sabía si él formaba parte de la trampa de Taggert; aunque no fuera así, la Kripo o la Gestapo podían haber rastreado el arma hasta él; en ese caso ya estaría detenido.
Pero Otto le dijo que a menudo había fusiles en un pequeño almacén a orillas del río Spree, donde él a veces entregaba pertrechos militares.
Viajaron hacia el norte; apenas cruzado el río giraron hacia el oeste, a través de una zona de edificios bajos de fábricas o tiendas. Webber tocó a su compañero en el brazo; señalaba un edificio oscuro, a la izquierda.
—Es ese, amigo.
Parecía desierto, tal como esperaban, puesto que era domingo («Hasta esos herejes de los Camisas de Estiércol quieren un día de descanso», explicó Webber). Por desgracia el edificio se alzaba tras una alta cerca de alambre de púas y tenía delante un amplio aparcamiento, que lo hacía muy visible desde aquella vía tan transitada.
—¿Cómo hacemos para…?
—Tranquilo, señor John Dillinger. Sé bien lo que hago. En el río hay una entrada lateral para botes y barcazas, que no se ve desde la calle. Y desde ese costado no se nota que es un almacén nacionalsocialista; no tiene águilas ni cruces gamadas en el muelle. Nuestra visita no llamará la atención a nadie.
Aparcaron cincuenta metros más allá del depósito. Luego Webber lo guio por un callejón hacia el sur, rumbo al agua. Ambos salieron a un muro de piedra que se alzaba sobre el río pardo; allí el aire estaba cargado de olor a pescado podrido. Después de bajar una vieja escalinata tallada en la piedra, se encontraron en un muelle de cemento donde había varios botes amarrados. Otto se embarcó en uno y Paul lo siguió.
En pocos minutos llegaron remando hasta un muelle similar en la parte trasera del almacén militar. Webber amarró el bote y subió cautelosamente por los peldaños de piedra, resbaladizos por las deposiciones de las aves. Paul iba tras él. Al mirar en derredor vio algunos botes en el río, pero casi todas eran embarcaciones de paseo; su amigo tenía razón: nadie les prestaría atención alguna. Subieron unos cuantos peldaños hasta la puerta trasera, donde Paul echó un vistazo a través de la ventana. Dentro no había lámparas encendidas; sólo una mortecina luz solar se filtraba por varias lucernas traslúcidas; la enorme habitación parecía desierta. Webber extrajo un llavero del bolsillo y probó varias ganzúas hasta hallar una que funcionara.
Se oyó un suave chasquido. Ante un gesto de su compañero, Paul empujó la puerta.
Entraron en el ambiente caluroso y viciado; los vapores de la creosota irritaban los ojos. Paul vio que había cientos de cajones.
Contra la pared, fusiles colgados. El ejército o la SS debían de utilizar el lugar como estación de ensamblaje: retiraban las armas de los cajones, arrancaban la envoltura y limpiaban la creosota con que estaban untados para evitar que se oxidaran. Eran máuser, similares a los que Taggert le había comprado, aunque de cañones más largos. Tanto mejor, pues serían más certeros; era posible que en Waltham debiera disparar desde muy lejos. No tenían mira telescópica. Pero en St. Mihiel y los bosques de Argonne tampoco las tenían y, aun así, la puntería de Paul siempre había sido perfecta.
Retiró un fusil de la pared y, después de inspeccionarlo, probó el cerrojo. Funcionaba suavemente, con el satisfactorio chasquido del metal bien trabajado. Schumann apuntó y disparó sin bala varias veces para cogerle el tranquillo al gatillo. Luego localizaron unos cajones con la etiqueta «7.92 mm», el calibre correspondiente al máuser. Contenían cajas de cartón gris, con águilas y esvásticas impresas. Él abrió una, sacó cinco balas y, después de cargar el arma, eyectó una para asegurarse de que fueran los proyectiles adecuados.
—Bien. Ya podemos largarnos —dijo mientras se guardaba dos cajas en el bolsillo—. ¿Vamos…?
Lo interrumpió el ruido de la puerta principal, que se abría y arrojaba hacia ellos un fiero rayo de sol. Ambos giraron, bizqueando. Antes de que Paul pudiera levantar el fusil, un joven de uniforme negro les apuntó con una pistola.
—¡Usted! Deje inmediatamente el arma. ¡Arriba las manos!
Paul se agachó para depositar el máuser en el suelo y se incorporó lentamente.