—Willi, Willi, Willi…
Era Friedrich Horcher, el jefe de inspectores, quien pronunciaba lentamente su nombre. Kohl acababa de regresar al Alex; su jefe lo alcanzó cuando ya llegaba a su despacho.
—¿Diga, señor?
—Lo estaba buscando.
—¿Ah, sí?
—Es por ese caso de Gatow. Los disparos, ¿recuerda?
¿Cómo olvidarlo? Esas fotos estaban grabadas en su mente para siempre. Las mujeres, los niños… Pero en ese momento volvió a sentir un escalofrío de miedo. ¿Y si ese caso había sido una prueba, tal como él temía? Tal vez los muchachos de Heydrich esperaban ver si abandonaba o no el asunto. Y ahora sabían que él había hecho algo peor: llamar secretamente al joven gendarme a su casa.
Horcher se ajustó el brazalete rojo sangre.
—Tengo buenas noticias para usted. El caso está resuelto. También el de Charlottenburg, el de esos trabajadores polacos. Ambos fueron obra del mismo asesino.
El alivio inicial de Kohl por no ser arrestado se convirtió rápidamente en desconcierto.
—¿Quién ha cerrado el caso? ¿Alguien de la Kripo?
—No, no. Ha sido el mismo jefe de la gendarmería. Meyerhoff. Imagínese.
Ach… El asunto comenzaba a cristalizar, para disgusto de Willi Kohl. No se sorprendió en absoluto ante el resto de la historia, tal como la contaba su jefe.
—El asesino fue un judío checo. Demente. Como Vlad el Empalador. Ese era checo, ¿no? O rumano, húngaro… no recuerdo. ¡Ja! ¡La historia siempre se me dio fatal! Pero vamos, que el sospechoso fue detenido y ya ha confesado. Lo entregaron a la SS. —Horcher rio—. Sus agentes han distraído tiempo de esa importante y misteriosa alerta de seguridad para efectuar un poco de labor policíaca.
—¿Hubo algún cómplice?
—¿Cómplices? No, no. El checo actuó solo.
—¿Solo? ¡Pero si el gendarme de Gatow dedujo que los autores debían de ser dos o tres, cuanto menos! Las fotos apoyan esa teoría. Y la lógica también, dado el número de víctimas.
—Ach, Willi, los policías entrenados sabemos que a veces la vista engaña. Y un gendarme joven, de un barrio de las afueras… Allí no están habituados a investigar la escena de un crimen. De cualquier manera el judío confesó. Actuó solo. El caso está resuelto. Y el pájaro va camino de la jaula.
—Me gustaría interrogarlo.
Una vacilación. Luego Horcher volvió a acomodarse el brazalete, sin dejar de sonreír.
—Veré qué se puede hacer, aunque es probable que ya esté en Dachau.
—¿En Dachau? Pero ¿por qué lo han enviado a Munich? ¿Por qué no a Oranienburg?
—Tal vez porque ya está repleto. De todas maneras el caso está cerrado. No hay motivos para hablar con él.
Desde luego, ese hombre ya debía de haber muerto.
—Además, usted necesita todo su tiempo para concentrarse en el caso del pasaje Dresden. ¿Cómo marcha eso?
—Hemos hecho algunos descubrimientos —informó Kohl a su jefe, tratando de que su voz no delatara su enojo ni su frustración—. Creo que en uno o dos días más tendremos todas las respuestas.
—Excelente. —Horcher frunció el entrecejo—. En la calle Príncipe Albrecht hay aún más alboroto que antes. ¿Se ha enterado? Más alertas, más medidas de seguridad. Hasta han movilizado a la SS. Todavía no sé qué está pasando. ¿Tiene usted alguna noticia, por casualidad?
—No, señor. —Pobre Horcher. Siempre temía que cualquiera estuviese mejor informado que él—. Pronto le presentaré el informe sobre el homicidio.
—Bien. Todo apunta hacia ese extranjero, ¿verdad? Creo recordar que usted dijo eso.
«No, lo dijiste tú», pensó Kohl.
—El caso marcha ahora deprisa.
—Excelente. Vaya, qué cosas… los dos trabajando en domingo, usted y yo. ¿Se imagina? ¿Recuerda los tiempos en que teníamos todo el domingo libre y también el sábado por la tarde?
El hombre se alejó silencioso por el pasillo.
Desde la puerta de su oficina Kohl vio los espacios vacíos allí donde había dejado sus notas y las fotografías del caso Gatow. Sin duda Horcher las había «archivado»; eso significaba que habían corrido la misma suerte que el pobre checo judío. Probablemente habían sido quemadas, como el listado del Manhattan, y ahora flotaban sobre la ciudad, en el viento alcalino de Berlín, convertidas en partículas de ceniza. Se apoyó pesadamente contra el marco de la puerta, con la vista fija en el escritorio, y pensó: «Esto es lo único innegable del homicidio: que no se puede deshacer. El dinero robado se devuelve, los cardenales se curan, la casa incendiada se reconstruye, la víctima de un secuestro reaparece, atribulada, pero viva. En cambio esos niños que murieron, sus padres, los trabajadores polacos… habían muerto para siempre».
Sin embargo a Willi Kohl se le decía que no era así. Que en ese país las leyes del universo eran algo diferentes. La muerte de esas familias, de esos trabajadores, quedaba borrada. Porque, si hubieran sido reales, la gente honrada no podría descansar sin haber comprendido esa pérdida, sin haberla llorado y (eso incumbía a Kohl) sin haberla vengado.
El inspector colgó su sombrero en la percha y se sentó pesadamente en la silla desvencijada. Echó un vistazo a las cartas y telegramas recibidos. Nada que se relacionara con Schumann. Con su monóculo de aumento, comparó personalmente las huellas que Janssen había tomado a Taggert con las fotos de las que había encontrado en los adoquines del pasaje Dresden. Eran iguales. Eso lo alivió un poco; significaba que Taggert era, en verdad, el asesino de Reginald Morgan; el inspector no había dejado en libertad a un homicida.
Era una suerte poder compararlas por sí mismo. Un mensaje del Departamento de Identificación le informaba de que todos los examinadores y analistas habían recibido órdenes de abandonar cualquier investigación de la Kripo para ponerse a disposición de la Gestapo y la SS, a la luz de «novedades referidas a la alerta de seguridad».
Se acercó al escritorio de Janssen, quien le informó de que los hombres del forense aún no habían retirado el cadáver de Taggert de la pensión. Kohl meneó la cabeza, suspirando.
—Haremos aquí lo que podamos. Que los técnicos de balística analicen la pistola y comprueben si en verdad es el arma homicida.
—Sí, señor.
—Algo más, Janssen. Si los expertos en armas de fuego también han sido reclutados para la búsqueda de ese ruso, haga usted mismo las pruebas. Sabe hacerlas, ¿verdad?
—Sí, señor.
Cuando el joven se hubo retirado, Kohl volvió a sentarse para apuntar unas cuantas preguntas sobre Morgan y el misterioso Taggert; debía hacerlas traducir para enviarlas a las autoridades norteamericanas.
En el vano de la puerta apareció una sombra.
—Un telegrama, señor —dijo el mensajero del piso, un joven de americana gris. Y ofreció el documento a Kohl.
—Sí, sí, gracias. —El inspector desgarró el sobre, pensando que sería la respuesta de United States Lines sobre el listado o la de Manny’s Men’s Wear acerca del sombrero, pero que en cualquier caso le comunicarían que no podían brindarle ninguna ayuda.
Pero se equivocaba. Era del Departamento de Policía de Nueva York. Aunque estaba en inglés, el significado se comprendía con facilidad.
AL DETECTIVE INSPECTOR W. KOHL. KRIMINALPOLIZEI ALEXANDERPLATZ BERLÍN. EN RESPUESTA A SU SOLICITUD DE AYER, DEBEMOS INFORMAR QUE EL EXPEDIENTE DE P. SCHUMANN HA SIDO ELIMINADO Y NUESTRA INVESTIGACIÓN SOBRE DICHA PERSONA SUSPENDIDA POR TIEMPO INDEFINIDO STOP NO HAY MÁS INFORMACIÓN DISPONIBLE STOP SALUDOS CAP G. O’MALLEY DPNY
Kohl arrugó el entrecejo. En el diccionario inglés-alemán del departamento comprobó que «eliminar» significaba «borrar». Releyó varias veces el telegrama.
En cada lectura la piel le ardía más y más.
Conque la Policía Criminal tenía a Schumann bajo el punto de mira. ¿Por qué motivos? ¿Y por qué se habían eliminado sus antecedentes, por qué se había detenido la investigación?
¿Cuáles eran las implicaciones de todo eso? La más inmediata: aunque aquel hombre no hubiera matado a Reginald Morgan, era más que posible que hubiera venido a la ciudad con algún propósito criminal.
Y la otra era que Kohl, personalmente, había dejado suelto a un hombre potencialmente peligroso.
Debía hallar a Schumann o, cuanto menos, conseguir más información sobre él lo antes posible. Sin aguardar el regreso de Janssen, Willi Kohl recogió su sombrero y salió por el pasillo en penumbras hacia la escalera. Tan distraído estaba que bajó hacia el sector prohibido de la planta baja. Aun así abrió la puerta. De inmediato le salió al paso un soldado de la SS. Entre el palmoteo de las tarjetas clasificadas por la DeHoMag, el hombre dijo:
—Señor, esta es una zona restring…
—Déjeme pasar —bramó el inspector, con una fiereza que sobresaltó al joven guardia.
Otro de los guardias, armado con una ametralladora Erina, se volvió hacia ellos.
—Voy a salir de mi edificio por la puerta que está al final de ese pasillo. No tengo tiempo para ir hacia la otra salida.
El joven guardia de la SS miró en derredor, intranquilo. Ninguno de los presentes dijo una palabra. Por fin asintió.
Kohl se alejó a grandes pasos, sin prestar atención a sus pies doloridos, y salió a la intensa luz de la calurosa tarde. Mientras se orientaba apoyó el pie derecho en un banco para acomodar la lana de cordero. Luego partió hacia el norte, en dirección al hotel Metropol.
—¡Ach, señor John Dillinger!
Otto Webber, con el ceño fruncido, señaló una silla en un rincón oscuro de la Cafetería Aria, en tanto aferraba a Paul por un brazo, susurrando:
—Estaba preocupado por ti. ¡No había noticias! ¿Ha servido de algo mi llamada al estadio? La radio no ha dicho nada. Pero es evidente que ese roedor de nuestro Goebbels no usaría la radio estatal para anunciar un magnicidio. —La sonrisa del bandido desapareció de pronto—. ¿Qué pasa, amigo mío? No se te ve precisamente contento.
Pero antes de que Paul pudiera decir nada Liesl, la camarera, reparó en él y acudió deprisa.
—Hola, amor mío. —Hizo un mohín—. Debería darte vergüenza. La última vez te fuiste sin darme un beso de despedida. ¿Qué te sirvo?
—Una Pschorr.
—Sí, sí, será un placer. Te he echado de menos.
Webber, completamente ignorado por ella, dijo enfurruñado:
—Disculpa, ach, disculpa. Para mí una lager.
Liesl se inclinó para besar a Paul en la mejilla. Él percibió un perfume muy fuerte, que permaneció flotando a su alrededor aun después de que la mujer se hubiese ido. Pensó en lilas, pensó en Käthe. Luego apartó esos pensamientos con brusquedad para explicar a su compañero lo que había sucedido en el estadio y posteriormente.
—¡No! ¿Nuestro amigo Morgan? —Webber estaba horrorizado.
—Un hombre que se hacía pasar por Morgan. Los de la Kripo tienen mi nombre y mi pasaporte, pero creen que yo no lo maté. Tampoco me han relacionado con Ernst y el estadio.
Liesl les trajo las cervezas. Antes de alejarse rozó a Paul, coqueta, y le apretó el hombro, dejando otra nube de fuerte perfume sobre la mesa. Paul apartó la cara para huir de él. Liesl se alejó, meciéndose con una sonrisa lasciva.
—¿No puede entender que no me interesa? —murmuró él, más enfadado aún porque no podía quitarse a Käthe de la cabeza.
—¿Quién? —preguntó Webber entre varios tragos grandes.
—Ella. Liesl.
El alemán arrugó la frente.
—No, no, no, señor John Dillinger. No es ella. Él.
—¿QUÉ?
—¿Creías que Liesl era mujer?
Paul parpadeó.
—¿Es…?
—Por supuesto. —Webber bebió otro poco de cerveza y se limpió el bigote con el dorso de la mano—. Supuse que lo sabías. Es obvio.
—¡Joder! —Paul se frotó con fuerza la mejilla donde había recibido el beso y se volvió a mirarla—. Obvio para ti, quizá.
—Pese a tu profesión, hermano, eres un niño de pecho.
—Cuando me preguntaste a qué sala podíamos ir te dije que me gustaban las mujeres.
—Ach, las del espectáculo son mujeres, sí. Pero la mitad de las camareras son hombres. Yo no tengo la culpa de que seas atractivo para ambos sexos. Además es culpa tuya, por haberle dado una propina digna de un príncipe etíope.
Paul encendió un cigarrillo para cubrir el olor a perfume, que ahora le daba asco.
—Veamos, señor John Dillinger: parece que estás en problemas. ¿La gente que está detrás de esta traición es la misma que debe sacarte de Berlín?
—Todavía no lo sé. —Recorrió con la mirada el club, que estaba casi desierto; aun así se inclinó hacia delante para susurrar—: Necesito que vuelvas a ayudarme, Otto.
—Ach, aquí estoy, siempre bien dispuesto. Yo, el que te rescata de los Camisas de Estiércol, el fabricante de mantequilla, el vendedor de champán, el doble de Krupp.
—Pero ya no me queda dinero.
Webber hizo una mueca despectiva.
—Después de todo, el dinero es la raíz de todos los males. ¿Qué necesitas, amigo mío?
—Un coche. Otro uniforme. Y otra arma. Un rifle. El alemán calló por un momento.
—Tu cacería continúa.
—En efecto.
—Ach, qué no habría hecho yo con diez o doce hombres como tú en mi banda… Pero la seguridad en torno a Ernst será más intensa que nunca. Quizá incluso abandone la ciudad por un tiempo.
—Es cierto, pero tal vez no se vaya de inmediato. En su despacho vi que hoy tenía dos compromisos. El primero, en el estadio. El otro, en un lugar llamado Academia Waltham. ¿Dónde queda?
—¿Waltham? Es…
—Hola, querido, ¿quieres otra cerveza? ¿O tal vez me quieres a mí?
Paul dio un respingo al sentir un aliento caliente contra la oreja y unos brazos que lo rodeaban como serpientes. Liesl se le había acercado desde atrás.
—La primera vez será gratis —susurró la camarera—. Quizá la segunda también.
—¡Basta! —ladró él. La cara de Liesl pasó a la frialdad. Ahora que sabía la verdad Paul notó que, si bien era bonita, tenía ángulos obviamente masculinos.
—No tienes por qué ser tan grosero, querido.
—Disculpa. —Se apartó—. No me interesan los hombres.
—No soy un hombre —replicó Liesl tan tranquila.
—Ya sabes lo que quiero decir.
—Pues entonces has hecho mal en coquetear —le espetó ella—. Me debes cuatro marcos por las cervezas. No: cinco. He sumado mal.
Paul le pagó. La camarera le volvió fríamente la espalda, murmurando, y se dedicó a limpiar ruidosamente las mesas vecinas. Webber comentó, sin darle importancia:
—Mis chicas a veces también se ponen así. Es tan fastidioso…
Al reanudar la conversación, Paul repitió:
—La Academia Waltham, ¿qué sabes de ella?
—Es una escuela militar. Está cerca de aquí, en el camino a Oranienburg, que es la sede de nuestro bello campo de concentración. ¿Por qué no tocas a la puerta y te entregas, ya que estás? Así ahorrarás a la SS el trabajo de rastrearte.
—Un coche y un uniforme —repitió Paul—. Quiero ser empleado público, pero no militar. Como es lo que hicimos en el estadio, posiblemente esperen algo así. Podría ser…
—¡Ach, ya sé! Podrías ser un jefe del RAD.
—¿Qué es eso?
—Servicio Laboral Nacional. Un soldado de la pala. Todos los muchachos del país deben cumplir un periodo como obreros; probablemente lo ideó el mismo Ernst como recurso para adiestrar soldados. Llevan las palas como si fueran fusiles y pasan tanto tiempo desfilando como cavando. Tú eres demasiado viejo para estar en el servicio, pero podrías pasar por oficial. Tienen camiones para llevar a los obreros de un lado a otro. Y como se los ve por todos los caminos, no llamarías la atención. Y ya sé dónde conseguirte un buen camión. Y un uniforme. Son de un gris azulado muy bonito. El color te sentará de maravilla.
—¿Y el rifle? —susurró Paul.
—Eso será más difícil. Pero tengo algunas ideas. —Webber acabó su cerveza—. ¿Cuándo quieres hacerlo?
—Debería estar en la Academia Waltham a las cinco y media, a más tardar.
El alemán asintió.
—Pues entonces debemos actuar deprisa. Te convertiremos en funcionario nacionalsocialista. —Reía—. Pero no necesitas entrenamiento. Bien sabe Dios que los de verdad no tienen ninguno.