30

El coronel Reinhard Ernst, acompañado por un guardia de la SS, había llevado a Rudy a su casa de Charlottenburg. Cabía agradecer que el niño fuera tan pequeño: no había entendido del todo el peligro corrido en el estadio. Aunque lo inquietaron las caras sombrías de los hombres, la urgencia que imperaba en la sala de prensa y la velocidad con que se alejaban de la Villa, no podía apreciar la importancia de los hechos. Sólo sabía que su Opa se había hecho algo de daño en una caída, aunque el abuelo restaba importancia a lo que denominaba «aventura».

En realidad, lo más destacado de la tarde no había sido, para él, el magnífico estadio, el haber conocido a los hombres más poderosos del país, ni tampoco la alarma causada por el asesino, sino los perros. Ahora Rudy quería uno; mejor aún, dos. Hablaba interminablemente sobre los animales.

—Todo está en obras —murmuró Ernst a Gertrud—. He estropeado el traje.

Ella no se mostró complacida, desde luego, pero lo que más la preocupó fue que él hubiera sufrido una caída. Le examinó minuciosamente la cabeza.

—Tienes un chichón. Has de tener más cuidado, Reinie. Te traeré hielo para que te lo apliques.

Él detestaba no poder ser absolutamente sincero con su esposa. Pero no podía, de ninguna de las maneras, decirle que había sido el blanco de un magnicida. Si ella se enteraba le imploraría que se quedara en casa. Insistiría. Y él tendría que negarse, cosa que rara vez hacía con su esposa. Si durante la rebelión de noviembre de 1923 Hitler se había sepultado bajo un montón de cadáveres para protegerse de todo daño, Ernst, por el contrario, jamás evitaría el encuentro con un enemigo cuando su deber requiriese lo contrario.

En circunstancias diferentes sí, tal vez se habría quedado en casa durante uno o dos días, hasta que descubrieran al asesino. Y sin duda lo descubrirían, ahora que se había puesto en marcha el gran mecanismo de la Gestapo, la SD y la SS. Pero ese día Ernst debía atender una cuestión vital: realizar las pruebas en la universidad, con el doctor-profesor Keitel, y preparar el memorándum sobre el Estudio Waltham para el Führer.

Pidió al ama de llaves que le llevara al estudio un poco de café, pan y salchichas.

—Pero Reinie —protestó Gertrud, exasperada—, hoy es domingo. El ganso…

En casa de Ernst la comida dominical era una vieja tradición que no se rompía mientras fuera posible evitarlo.

—Lo siento, querida, pero no tengo opción. El próximo fin de semana sí, lo pasaré entero contigo y con la familia.

Y se sentó ante su escritorio para apuntar algunas notas.

Diez minutos después apareció Gertrud en persona con una bandeja grande.

—No voy a permitir que comas esa basura —dijo mientras retiraba el paño que cubría la bandeja.

Él sonrió al ver el enorme plato de ganso asado con mermelada de naranja, coles, patatas hervidas y guisantes con cardamomo. Se levantó para besar a Gertrud en la mejilla. Ella se fue. Mientras Ernst comía, sin mucho apetito, comenzó a preparar un borrador del memorándum.

ESTRICTAMENTE CONFIDENCIAL

Adolf Hitler,

Führer, canciller de Estado, presidente de la nación alemana y comandante de las Fuerzas Armadas.

Mariscal de Campo, Werner von Blomber, ministro de Estado de Defensa.

Führer y ministro míos:

Se me han pedido detalles del Estudio Waltham, que realizo con el doctor-profesor Ludwig Keitel en la Academia Militar Waltham. Me complace describir la naturaleza de dicho trabajo y los resultados obtenidos hasta ahora.

Este estudio surge de las instrucciones que recibí de ustedes, en cuanto a preparar a las Fuerzas Armadas de Alemania y ayudarlas a alcanzar muy prontamente los objetivos de nuestra gran nación, que ustedes han fijado.

Hizo una pausa para organizar sus pensamientos.

¿Qué revelar y qué ocultar?

Media hora después había completado el documento, de una página y media, y le hacía algunas correcciones a lápiz. Por el momento ese borrador serviría. Haría que Keitel también lo leyera y corrigiera; después, esa noche, perfilaría la versión final. Al día siguiente lo entregaría personalmente al Führer. Escribió una nota para Keitel, pidiéndole sus comentarios, y la enganchó al borrador.

Llevó la bandeja al piso bajo y se despidió de Gertrud. Hitler había insistido en apostar guardias frente a su casa, al menos hasta que atraparan al asesino. Él no tenía objeción, pero pidió que se mantuvieran fuera de la vista para no alarmar a su familia. También había cedido cuando el Führer le exigió que, en vez de conducir personalmente su Mercedes descapotado, se dejara llevar en un coche cerrado por una escolta armada de la SS.

Fueron primero a la Casa Columbia, en Tempelhof.

El conductor se apeó para asegurarse de que no hubiera ningún peligro en la zona de entrada. Fue a hablar con los otros dos guardias apostados frente a la puerta y ellos también miraron alrededor, aunque Ernst no imaginaba quién podía ser tan tonto como para intentar un magnicidio frente a un centro de detención de la SS. Pasado un momento, le hicieron una seña y el coronel se apeó. Desde la puerta principal lo condujeron escaleras abajo, franqueando varias puertas cerradas con llave, hasta la zona de las celdas.

Caminó nuevamente por ese largo corredor, caluroso y húmedo, que apestaba a heces y orina. «Qué manera repugnante de tratar a la gente», pensó. Los militares británicos, norteamericanos y franceses que él había capturado durante la guerra habían recibido un trato respetuoso. Ernst se cuadraba ante los oficiales, charlaba con los soldados y cuidaba de que se los mantuviera abrigados, secos y alimentados. Ahora sentía un arrebato de desprecio por el carcelero de uniforme pardo que lo acompañaba, silbando por lo bajo una cancioncilla de moda; de vez en cuando golpeaba los barrotes con la porra, simplemente para asustar a los prisioneros.

Recorridos tres cuartos de la longitud del pasillo, Ernst se detuvo ante una celda y miró dentro. La piel le escocía por el calor.

Los dos hermanos Fischer estaban empapados de sudor. Tenían miedo, desde luego (en ese lugar terrible todo el mundo tenía miedo), pero vio en sus ojos algo más: un desafío juvenil.

Para Ernst fue una desilusión. Esa mirada le dijo que rechazarían su ofrecimiento. ¿Preferían pasar un tiempo en Oranienburg? Él había dado por seguro que Kurt y Hans aceptarían participar en el Estudio Waltham. Eran sujetos perfectos.

—Buenas tardes.

El mayor de los hermanos le saludó con una inclinación de cabeza. Ernst sintió un extraño escalofrío: ese muchacho se parecía a su hijo. ¿Cómo no lo había notado antes? Tal vez era por el aire de serenidad, de confianza en sí mismo, que por la mañana había estado ausente. Tal vez, consecuencia perdurable de la mirada que había visto horas antes en los ojos del pequeño Rudy. De cualquier modo la similitud lo incomodaba.

—Necesito que me digáis si participaréis en nuestro estudio.

Los hermanos se miraron. Kurt empezó a hablar, pero fue el menor quien dijo:

—Participaremos.

Se había equivocado, pues. Ernst asintió, sonriente y sinceramente complacido. Entonces el hermano mayor añadió:

—Siempre que usted nos permita enviar una carta a Inglaterra.

—¿Qué carta?

—Queremos comunicarnos con nuestros padres.

—Me temo que eso no está permitido.

—Pero usted es coronel, ¿no? ¿Verdad que tiene autoridad para decidir qué está permitido y qué no? —preguntó Hans.

Ernst inclinó la cabeza para examinar al muchacho, pero volvió a concentrar su atención en el hermano mayor. Su parecido con Mark era verdaderamente impresionante. Vaciló un momento, pero luego dijo:

—Una sola carta. Y tendréis que enviarla antes de que pasen dos días, mientras estéis bajo mi supervisión. Los sargentos no consentirán que salga una carta a Londres. Ellos no tienen autoridad para decidir qué pueden permitir y qué no.

Los muchachos intercambiaron otra mirada. Kurt hizo un gesto afirmativo. El coronel también. Y luego se cuadró ante ellos, tal como lo había hecho al despedirse de su hijo: no con el brazo extendido, al estilo fascista, sino con el gesto tradicional, con la palma plana junto a la frente. El guardia de la SA fingió no percatarse.

—Bienvenidos a la Nueva Alemania —dijo el coronel.

Su voz, próxima al susurro, desmentía lo rígido del saludo.

Tras girar en la esquina se dirigieron hacia la plaza Lützow, para poner toda la distancia posible entre ellos y la casa de pensión antes de buscar un taxi. Paul se volvía a menudo para ver si alguien los seguía.

—No nos hospedaremos en el Metropol —dijo mientras miraba hacia ambos lados de la calle—. Buscaré un lugar seguro. Mi amigo Otto puede encargarse de eso. Lo siento, pero tendrás que dejarlo todo allí. No puedes regresar.

Se detuvieron en la concurrida esquina. Él le deslizó distraídamente el brazo en torno a la cintura, mientras observaba el tráfico, pero Käthe se puso rígida y se apartó.

Paul la miró, intrigado.

—Regresaré, Paul. —Su voz no expresaba ninguna emoción.

—¿Qué pasa, Käthe?

—Lo que he dicho a ese inspector de la Kripo es la verdad.

—Estabas…

—Estaba en el vano de la puerta, sí, mirando hacia dentro. Eras tú quien mentía. Has asesinado a ese hombre. No ha habido pelea alguna. Él no estaba armado. Estaba allí, indefenso, y tú lo has matado con un golpe. Ha sido horroroso. No había visto nada tan horroroso desde que… desde que…

El cuarto cuadrado contando desde el césped…

Paul guardó silencio.

Frente a ellos pasó un camión descubierto, con cinco o seis Camisas Pardas en la parte trasera. Reían y gritaban algo a un grupo de transeúntes. Algunos de los peatones los saludaron agitando la mano. El camión desapareció deprisa a la vuelta de la esquina.

Paul condujo a Käthe a una plaza pequeña y buscó un banco, pero ella no quiso sentarse.

—No —susurró. Lo miraba con frialdad, con los brazos cruzados contra el pecho.

—No es tan sencillo como tú crees —susurró él.

—¿Sencillo?

—Lo mío, por qué he venido. No te lo he dicho todo, es cierto. No quería complicarte.

Entonces, por fin, estalló la ira.

—¡Vaya, qué buena excusa para mentir! ¡No querías complicarme! Me pediste que fuera a América contigo, Paul. ¿No te parece que eso ya era complicarme bastante?

—Me refería a complicarte con mi vida de antes. Este viaje debía ser el final de todo eso.

—¿Qué vida de antes? ¿Eres militar?

—En cierto modo. —Él vaciló—. No, no es cierto. En Estados Unidos era sicario. He venido para detenerlos.

—¿Para detener a quiénes?

—A tus enemigos. —Paul señaló con la cabeza una de los cientos de banderas rojas, blancas y negras que ondeaban a poca distancia—. Debía matar a alguien de este Gobierno para impedir que iniciara otra guerra. Pero esa parte de mi vida debía quedar definitivamente cerrada. Me borrarían todos los antecedentes y…

—¿Y cuándo pensabas revelarme ese pequeño secreto tuyo, Paul? ¿Cuando llegáramos a Londres? ¿En Nueva York?

—Eso se ha terminado. Puedes creerme.

—Me has utilizado.

—Nunca te…

—Anoche, esa noche maravillosa, hiciste que te mostrara la calle Wilhelm. Me usabas como tapadera, ¿verdad? Buscabas un sitio desde donde asesinar a ese hombre.

Él levantó la vista hacia una de esas banderas descarnadas y no respondió.

—Supongamos que, una vez en América, yo hiciera algo que te enfadara. ¿Me golpearías? ¿Me matarías?

—¡Käthe! ¡No, por supuesto que no!

Ach, es fácil decirlo. Pero ya me has mentido. —Ella sacó un pañuelo del bolso. El perfume de lilas lo conmovió por un momento; su corazón gimió como si fuera olor a incienso en el velatorio de un ser querido. Ella se enjugó los ojos y guardó el pañuelo—. Dime una cosa, Paul: ¿en qué te diferencias de ellos? En qué, dime… No, no, claro que eres diferente: eres más cruel. ¿Sabes por qué? —Apenas se la entendía, con la voz medio ahogada por las lágrimas—: Me diste esperanzas para luego quitármelas. Con ellos, con las fieras del jardín, nunca hay ninguna esperanza. Al menos ellos no engañan. No, Paul; regresa a tu país perfecto. Yo me quedo. Me quedaré hasta que vengan a llamar a mi puerta. Y entonces desapareceré. Como Michael.

—No he sido sincero, Käthe, lo reconozco. Pero debes venir conmigo… Por favor.

—¿Sabes qué escribió nuestro filósofo Nietzsche? «Quien lucha contra los monstruos debe tener cuidado de no convertirse él mismo en monstruo». Oh, qué gran verdad, Paul. Qué gran verdad.

—Ven conmigo, por favor. —Él la aferró con fuerza por los hombros.

Pero Käthe Richter también era fuerte. Le apartó las manos y dio un paso atrás. Con los ojos clavados en él, susurró implacablemente:

—Prefiero compartir mi país con diez mil asesinos que mi cama con uno solo.

Y giró sobre sus talones. Por un momento vaciló. Luego echó a andar deprisa, atrayendo las miradas de los transeúntes, quienes se preguntaban qué podía haber causado una pelea tan intensa entre dos enamorados.