Por fin el hombre podía ejecutar aquello para lo que había venido. Eran las seis de la mañana; el S. S. Manhattan, el barco en cuyo pasillo de tercera clase se encontraba, avanzaba poco a poco hacia el puerto de Hamburgo, diez días después de haber zarpado de Nueva York.
El navío era, literalmente, el buque enseña de las United States Lines: el primero de la flota construido exclusivamente para pasajeros. Era enorme (su eslora superaba la longitud de dos campos de fútbol), pero en ese viaje estaba más atestado que nunca. Un cruce transatlántico típico se hacía con seiscientos pasajeros, poco más o menos, y quinientos tripulantes. En ese trayecto, en cambio, las tres clases estaban colmadas por casi cuatrocientos atletas olímpicos, sus representantes, sus entrenadores y otros ochocientos cincuenta pasajeros, en su mayoría parientes, amigos, periodistas y miembros del Comité Olímpico.
La cantidad de pasajeros y las excéntricas necesidades de los atletas y los periodistas a bordo del Manhattan habían dado muchísimo quehacer a la diligente y cortés tripulación, pero en especial a ese hombre gordo y calvo, que se llamaba Albert Heinsler. Por cierto, el puesto de mozo exigía largas horas de trabajo pesado. Pero el aspecto más arduo de esa jornada se debía a su verdadero papel a bordo del barco, del que absolutamente nadie sabía nada. Heinsler se autodenominaba «Hombre A», el término que empleaba el servicio de inteligencia nazi para referirse a sus operadores de confianza en Alemania: sus Agenten.
En realidad, ese reservado soltero de treinta y cuatro años era un simple miembro del Bund germano-americano, chusma estadounidense partidaria de Hitler, más o menos aliada al Frente Cristiano en su oposición a los judíos, los comunistas y los negros. Heinsler no odiaba Norteamérica, pero jamás había podido olvidar los horrorosos días de su adolescencia durante la guerra, tiempos en que su familia había sido lanzada a la pobreza por los prejuicios antigermanos; él mismo había padecido incesantes provocaciones («Heinie, Heinie, Heinie el Huno») e incontables palizas en los callejones y el patio de la escuela.
No, no odiaba su país. Pero amaba la Alemania nazi con todo su corazón y estaba deslumbrado por el mesías Adolf Hitler. Estaba dispuesto a cualquier sacrificio por ese hombre: a aceptar la prisión y hasta la muerte, si era necesario.
Apenas pudo creer en su buena suerte cuando, en el cuartel general de las Tropas de Asalto de Nueva Jersey, el comandante reparó en que ese leal camarada había trabajado como contable de libros a bordo de algunos barcos de pasajeros y le consiguió un puesto en el Manhattan. Vestido con su uniforme pardo, el comandante se reunió con él en los muelles de Atlantic City y le explicó que, si bien los nazis recibían magnánimamente a gente de todo el mundo, les preocupaban los problemas de seguridad que podía producir la llegada de tantos atletas y visitantes. Heinsler debía actuar como representante clandestino de los nazis a bordo de ese barco. Pero no trabajaría llevando registros contables, como antes. Era importante que dispusiera de libertad para moverse por el barco sin despertar sospechas: sería mozo.
¡Pero si eso era la aventura de su vida! De inmediato renunció al empleo que ocupaba en la trastienda de un contable, en la parte baja de Broadway. A su manera típicamente obsesiva, dedicó los días que faltaban para zarpar a prepararse para su misión: pasaba la noche estudiando diagramas del barco, ensayando su papel de mozo y puliendo su dominio del alemán; también aprendió una variante del código Morse, llamada código continental, que se utilizaba para telegrafiar mensajes a Europa y dentro de ella.
Una vez que el barco abandonó el puerto permaneció solo; observaba, escuchaba y era perfecto. Pero durante el tiempo que el «Hombre A» del Manhattan pasó en alta mar no pudo comunicarse con Alemania: la señal de su equipo inalámbrico era demasiado débil. El barco poseía un potente sistema de radio, desde luego, así como radiotransmisores de onda corta y onda larga, pero él no podía utilizarlos para transmitir su mensaje; para eso tendría que haber involucrado a algún operador de radio de la tripulación, y era vital que nadie oyera ni viera lo que debía decir.
Por el ojo de buey, Heinsler echó un vistazo a la banda gris de Alemania. Sí, creía estar ya lo bastante cerca de la costa como para transmitir. Entró en su minúsculo camarote para retirar de debajo del catre el telégrafo inalámbrico Allocchio Bacchini. Luego echó a andar hacia la escalera que lo llevaría a la cubierta superior, desde donde esperaba que la endeble señal llegara a tierra.
Mientras caminaba por el estrecho corredor volvió a repasar mentalmente su mensaje. Si algo lamentaba era no poder incluir su nombre y afiliación. Aun cuando Hitler, en privado, admiraba lo que hacía el Bund germano-americano, el grupo era tan rabiosa y estentóreamente antisemita que el Führer se había visto obligado a desautorizarlo en público. Si Heinsler incluía cualquier referencia al grupo americano, sus palabras serían ignoradas.
Y ese mensaje en especial no podía de ningún modo ser pasado por alto.
Para el Obersturmführer SS, Hamburgo:
Soy un devoto nacionalsocialista. He oído que, en los próximos días, un hombre con vínculos rusos planea causar algún daño en altas esferas de Berlín. Aún no sé su identidad, pero continuaré investigando el asunto y confío enviar pronto esa información.
Cuando boxeaba se sentía vivo.
No había sensación comparable. Bailar con esas cómodas zapatillas de piel, calientes los músculos, la piel a la vez fresca por el sudor y cálida por la sangre, en constante movimiento el zumbido de dinamo del cuerpo. Y el dolor, también. Paul Schumann estaba convencido de que se puede aprender mucho del dolor.
A fin de cuentas, esa era la finalidad de todo aquello.
Pero sobre todo le gustaba aquel deporte porque, como en el boxeo, el éxito o el fracaso dependían sólo de sus anchos hombros, marcados por algunas cicatrices, y se debía a la destreza de sus pies, a sus manos poderosas, a su mente. En el boxeo estás solo contra el otro tío, sin compañeros de equipo. Si recibes una paliza es porque el otro es mejor. Así de simple y directo. Y si ganas, todo el mérito es tuyo: porque te entrenaste con la cuerda, dejaste la bebida y los cigarrillos, pasaste horas y horas pensando cómo meterte bajo su guardia, cuáles eran sus puntos débiles. En un estadio de fútbol o de béisbol hay suerte, sí. Pero en el ring de boxeo la suerte no existe.
Ahora bailaba sobre el ring que se había armado en la cubierta principal del Manhattan; todo el barco había sido convertido en un gimnasio flotante para el entrenamiento. Uno de los pugilistas olímpicos, la noche anterior, lo había visto practicar con el saco de arena y le preguntó si quería practicar un poco por la mañana, antes de que el barco llegara a puerto. Paul había aceptado de inmediato.
Esquivó unos cuantos golpes rápidos y conectó con su clásico derechazo, lo que provocó en su adversario un parpadeo de sorpresa. De inmediato recibió un fuerte golpe en el vientre antes de que pudiera ponerse nuevamente en guardia. Al principio estuvo un poco rígido (llevaba algún tiempo sin subir a un ring), pero se había hecho examinar por el joven y sagaz médico de a bordo, un tío llamado Joel Koslow, quien le dijo que podía vérselas cara a cara con boxeadores a los que doblaba la edad. «Pero en su lugar me limitaría a dos o tres rounds», le había advertido el médico, sonriente. «Estos muchachos son fuertes. Zurran de verdad».
Lo cual era cierto, sin duda. Pero a Paul no le importaba. En realidad, cuanto más intenso fuera el ejercicio, tanto mejor: esta sesión, como las de saltar a la cuerda y boxear con su sombra, cosas que había hecho todos los días desde que estaba a bordo, le estaba ayudando a mantenerse en forma para lo que le esperaba en Berlín.
Paul practicaba dos o tres veces por semana. Era muy solicitado como sparring, a pesar de sus cuarenta y un años, pues era un verdadero compendio ambulante de técnicas de boxeo. Estaba acostumbrado a practicar en cualquier parte: en los gimnasios de Brooklyn, en los rings al aire libre de Coney Island y hasta en lugares serios. Damon Runyon era uno de los fundadores del Twentieth Century Sporting Club, junto con Mike Jacobs, el legendario promotor, y unos cuantos periodistas. Él había conseguido que Paul pudiera ejercitarse en el mismo Hipódromo de Nueva York. Una o dos veces llegó a hacer guantes con algunos de los grandes. También practicaba en su propio gimnasio, que funcionaba en un pequeño edificio cercano a los muelles del West Side. Tal como había dicho Avery, no era precisamente un sitio muy fino, pero a los ojos de Paul ese lugar oscuro y mohoso era un santuario; Sorry Williams, que vivía en la trastienda, lo mantenía siempre limpio y tenía a mano hielo, toallas y cerveza.
Ahora el chico finteaba, pero Paul supo inmediatamente de dónde vendría el jab y lo bloqueó; luego le aplicó un sólido golpe al pecho. Pero no llegó a bloquear el siguiente y el guante lo alcanzó de lleno en la mandíbula. Bailó para ponerse fuera del alcance del hombre antes de que llegara el golpe siguiente y ambos volvieron a moverse en círculos.
Mientras se desplazaban sobre la lona, Paul notó que el muchacho era fuerte y veloz, pero no podía separarse de su adversario. Lo desbordarían las ansias de ganar. Claro que se necesitaba deseo, pero más importante aún era observar con calma cómo se movía el otro, buscar las claves que indicaran qué haría a continuación. Ese distanciamiento era absolutamente vital para ser un gran pugilista.
Y también era vital para un sicario. Él lo denominaba «tocar el hielo».
Varios años atrás, en un bar de la calle 48, Paul trataba de calmar el dolor de un ojo morado, cortesía de Beavo Wayne, que no era capaz de golpear en el vientre ni para salvar la vida, pero ¡qué habilidad tenía para partir las cejas, el tío! Mientras sostenía un trozo de bistec barato contra su cara, un negro enorme entró por la puerta para efectuar la diaria entrega de hielo. Los repartidores de hielo, en su mayoría, usaban pinzas y cargaban los bloques a la espalda. Este, en cambio, lo llevaba en las manos, sin guantes siquiera. Paul lo vio pasar detrás del mostrador y depositar el bloque en la artesa.
—Oye —le pidió—, ¿me picas un poco?
El hombre echó un vistazo a la mancha purpúrea que le rodeaba el ojo y, riendo, cogió un picahielo para partir un trozo. Paul lo envolvió en una servilleta y se lo puso contra la cara. Luego deslizó una moneda de diez hacia el repartidor, que dijo:
—Gracias. Permíteme una pregunta. ¿Cómo haces para cargar así ese bloque? ¿No te duele?
—Pues mira. —El hombre levantó las manazas. Tenía las palmas llenas de cicatrices, tan suaves y claras como el pergamino que el padre de Paul usaba en otros tiempos para imprimir invitaciones lujosas. El negro explicó—: El hielo también quema, como el fuego. Y deja cicatriz. Pero con tanto tiempo de tocar hielo ya no siento nada.
Tocar el hielo.
La frase se le quedó grabada. Era exactamente lo que le sucedía a él cuando tenía un trabajo entre manos. Estaba convencido de que todos tenemos hielo dentro. Cada uno decide si lo coge o no.
Ahora, en ese improbable gimnasio, a miles de kilómetros de la patria, Paul sentía algo de ese entumecimiento, en tanto se concentraba en la coreografía de aquel combate. Guante contra guante, guante contra piel; aun en el aire fresco del amanecer marítimo esos dos hombres sudaban a chorros mientras se rondaban, buscando los puntos débiles, evaluando los fuertes. A veces conectaban, otras no. Pero se mantenían vigilantes.
En el ring de boxeo no existe la suerte.
Albert Heinsler, encaramado junto a una chimenea, en una de las cubiertas altas del Manhattan, conectó la batería al equipo inalámbrico. Luego sacó la diminuta llave negra y parda del telégrafo y la instaló sobre la unidad.
Le preocupaba un poco utilizar un transmisor italiano, pues pensaba que Mussolini era irrespetuoso con el Führer, pero eso era puro sentimentalismo: sabía que el Allocchio Bacchini era uno de los mejores transmisores portátiles del mundo.
Mientras los tubos se calentaban probó la clave, punto raya, punto raya. Su temperamento compulsivo lo había llevado a practicar horas enteras. Justo antes de zarpar se había cronometrado: era capaz de enviar un mensaje de esa longitud en menos de dos minutos.
Con la vista fija en la costa que se aproximaba, Heinsler inhaló profundamente. Se sentía bien allí arriba, en la cubierta superior. Aunque no se había visto condenado a permanecer en su camarote, basqueando y gimiendo, como varios cientos de pasajeros e incluso algunos tripulantes, detestaba la claustrofobia de permanecer en el interior del buque. Su puesto anterior, contable de libros de a bordo, tenía más categoría que el de mozo; en aquellos tiempos ocupaba un camarote más grande en una cubierta superior. Pero no importaba: el honor de colaborar con el país de sus ancestros compensaba cualquier incomodidad.
Por fin se encendió una luz en la cubierta del equipo de radio. Se inclinó hacia delante para graduar dos de los indicadores y deslizó los dedos sobre la diminuta llave de baquelita. Luego comenzó a transmitir el mensaje, que iba traduciendo al alemán según operaba la llave.
Punto punto raya punto… punto punto raya… punto raya punto… raya raya raya… raya punto punto punto… punto… punto raya punto…
Für Ober…
No llegó más allá.
Heinsler ahogó una exclamación al sentir que una mano aferraba la parte trasera del cuello de la camisa y tiraba de él hacia atrás. Gritó, perdiendo el equillibrio, y cayó contra la suave cubierta de roble.
—¡No, no, no me haga daño! —Quiso ponerse de pie, pero aquel hombrón ceñudo, que vestía ropas de boxeador, levantó el enorme puño hacia atrás y sacudió la cabeza.
—No te muevas.
Heinsler volvió a caer a cubierta, trémulo.
Heinie, Heinie, Heinie el Huno.
El pugilista alargó la mano para arrancar los cables
de la batería.
—Abajo —ordenó, mientras recogía el transmisor—. Deprisa.
Y levantó de un tirón al «Hombre A».
—¿Qué hacías?
—Vete al diablo —dijo el calvo, aunque la voz trémula no se correspondía con las palabras.
Estaban en el camarote de Paul. En la estrecha litera yacían esparcidos el transmisor, la batería y el contenido de sus bolsillos. Paul repitió la pregunta, esta vez con el añadido de un gruñido ominoso:
—Dime.
Fuertes golpes contra la puerta del camarote. Paul dio un paso adelante y, con el puño preparado, abrió la puerta. Entró Vince Manielli.
—He recibido tu mensaje. ¿Qué diablos…? —Y calló, la mirada fija en el prisionero.
Paul le entregó la cartera.
—Albert Heinsler, del Bund germano-americano.
—¡Ay, Dios mío, el Bund no!
—Tenía eso. —Con un movimiento de cabeza señaló el telégrafo inalámbrico.
—¿Nos estaba espiando?
—No sé. Pero estaba a punto de transmitir algo.
—¿Cómo lo has descubierto?
—Digamos que ha sido una corazonada.
Paul prefirió no decir que, si bien en parte confiaba en Gordon y sus muchachos, no sabía hasta qué punto podían actuar con descuido en ese tipo de juego; era posible que estuvieran dejando tras ellos una estela de pistas más ancha que una carretera: notas sobre el barco, comentarios imprudentes sobre Malone o algún otro «despachado», incluso referencias al mismo Paul.
No creía que los nazis presentaran mucho peligro; antes bien, lo que temía era que alguno de sus antiguos enemigos de Brooklyn o Nueva jersey se enterara de que él iba en ese barco; prefería estar bien preparado. Por eso, antes de zarpar, había pagado cien dólares de su propio bolsillo a un oficial para que le informara sobre cualquier tripulante que no formara parte del grupo habitual, que se mantuviera aparte o hiciera preguntas extrañas. También sobre cualquier pasajero que le pareciera sospechoso.
Con cien dólares se paga mucho trabajo detectivesco, pero transcurrió todo el viaje sin que el oficial se enterara de nada… hasta que esa mañana había interrumpido el entrenamiento de Paul con el boxeador olímpico para decirle que algunos marineros hablaban de un mozo, un tal Heinsler. El hombre andaba siempre al acecho y no confraternizaba con sus compañeros; lo más raro de todo era que, a la menor ocasión, empezaba a loar a Hitler y los nazis.
Paul, alarmado, había seguido el rastro de Heinsler y lo había encontrado en la cubierta superior, agachado junto a su radio.
—¿Ha transmitido algo? —preguntó Manielli.
—Esta mañana no. He subido la escalera tras él y le he visto preparar la radio. No ha tenido tiempo de enviar más que unas cuantas letras. Pero tal vez se haya pasado toda la semana transmitiendo.
Manielli echó un vistazo al aparato.
—Con eso no, no creo. Tiene un alcance de pocos kilómetros.
—¿Qué sabe?
—Pregúntaselo a él —dijo Paul.
—Dí, amigo, ¿qué estabas tramando?
El calvo guardó silencio. Paul se inclinó hacia él.
—Desembucha.
Heinsler sonrió con aire espectral y se volvió hacia Manielli.
—Os oí hablar. Sé lo que os traéis entre manos. Pero os lo impedirán.
—¿Quién te metió en esto? ¿El Bund?
El hombre bufó despectivamente.
—Nadie me metió en nada.
—Ya no hacía gestos de miedo. —Con emocionada devoción, añadió—: Soy leal a la Nueva Alemania. Quiero al Führer. Haría cualquier cosa por él y por el Partido. Y la gente como vosotros…
—Bah, cállate —murmuró Manielli—. ¿Qué es eso de que nos oíste?
Heinsler no respondió. Miraba por el ojo de buey con una sonrisa ufana. Paul dijo:
—¿Te oyó hablar con Avery? ¿Qué dijisteis?
El teniente bajó la vista.
—No sé. Un par de veces repasamos el plan. Sólo eso. No recuerdo exactamente.
—¡Hombre, no me digas que hablabais en vuestro camarote! —le espetó Paul—. ¡Deberíais haberlo hecho arriba, en la cubierta, para ver si había alguien cerca o no!
—No pensamos que alguien pudiera escuchar —replicó Manielli, a la defensiva.
Una estela de pistas como una carretera…
—¿Qué haréis con este?
—Hablaré con Avery. A bordo hay un calabozo. Supongo que lo meteremos allí hasta que se nos ocurra algo.
—¿No podríamos entregarlo al Consulado de Hamburgo?
—Tal vez sí. No sé. Pero… —El joven calló, ceñudo—. ¿Qué olor es ese?
Paul también frunció el entrecejo: un olor súbito, entre dulce y amargo, había llenado el camarote.
—¡No!
Heinsler caía ya contra la almohada, con los ojos en blanco y motas de espuma blanca en la comisura de la boca. Su cuerpo se contrajo en una convulsión horrorosa.
Era olor a almendras.
—Cianuro —susurró Manielli. Y corrió a abrir el ojo de buey.
Paul cogió una funda de almohada para limpiar minuciosamente la boca del hombre, en busca de la cápsula, pero sólo retiró unas pocas astillas de vidrio: se había destrozado por completo. Fue al lavabo en busca de un vaso de agua para lavar el veneno, pero cuando regresó el hombre ya había muerto.
—Se ha suicidado —susurraba Manielli como un maniático, mirándolo con los ojos dilatados—. Así como así… Se ha suicidado.
«Y así desaparece cualquier posibilidad de averiguar algo más», pensó Paul. El teniente seguía mirando el cadáver. Temblaba.
—Ahora sí que estamos en un aprieto. Ay, Dios mío…
—Ve a informar a Avery.
Pero Manielli parecía paralizado. Paul lo aferró por un brazo.
—Vince… debes informar a Avery. ¿Me escuchas?
—¿Qué…? Ah, sí. A Andy. Se lo diré, sí. —Y el teniente salió.
Con unas cuantas pesas del gimnasio atadas a la cintura el cuerpo se hundiría en el océano. Pero el ojo de buey del camarote sólo medía veinte centímetros de diámetro. Y los corredores del Manhattan ya se iban poblando de pasajeros que se preparaban para desembarcar; no habría manera de sacarlo por el interior del barco. Tendrían que esperar. Paul escondió el cadáver bajo las mantas y le giró la cabeza hacia un costado, como si estuviera durmiendo; luego se lavó cuidadosamente las manos en el diminuto lavabo, a fin de eliminar cualquier rastro de veneno.
Diez minutos después alguien llamó a la puerta; Paul dejó entrar a Manielli.
—Andy está intentando ponerse en contacto con Gordon. En Washington es medianoche, pero lo localizará. —No podía apartar los ojos del cuerpo. Al fin preguntó—: ¿Tienes el equipaje preparado? ¿Estás listo?
—Sólo me falta cambiarme. —Paul echó un vistazo a su ropa de gimnasia.
—Anda, hazlo rápido. Luego sube. Dice Andy que no conviene llamar la atención. Tú desaparece, y este tipo también, y su supervisor no conseguirá dar con él… Nos encontraremos dentro de media hora en la cubierta principal, por babor.
Tras echar una última mirada a Heinsler, Paul recogió la maleta y los enseres de afeitar y se encaminó hacia la sala de duchas. Ya bañado y afeitado, se puso una camisa blanca y pantalones de franela gris. Prescindió del Stetson pardo de ala estrecha, pues a tres o cuatro novatos en los viajes transatlánticos se les había caído ya el sombrero por la borda. Diez minutos después se paseaba por las cubiertas de roble macizo, bajo la pálida luz de la mañana. Se detuvo a fumar un Chesterfield, apoyado contra la barandilla.
Pensaba en el hombre que acababa de suicidarse. Jamás comprendería el suicidio. Pero la expresión de esos ojos podía ser una clave: el brillo del fanatismo. Heinsler le hacía pensar en algo que había leído recientemente; al cabo de un momento lo recordó: la gente que caía subyugada por el predicador evangelista de Elmer Gantry, la famosa novela de Sinclair Lewis.
Quiero al Führer. Haría cualquier cosa por él y por el Partido…
Sin duda, era una locura que un hombre se quitara la vida de esa manera. Pero lo más inquietante era lo que expresaba sobre la banda de tierra gris que Paul tenía ahora a la vista. De los que vivían allí, ¿cuántos tenían la misma pasión mortífera? La gente como Dutch-Schultz y Siegel eran peligrosos, sí, pero se los podía entender. En cambio lo que había hecho ese hombre, la expresión de sus ojos, esa devoción apasionada… Estaban majaretas, totalmente descabalados. Paul nunca se había enfrentado a nada parecido.
Sus pensamientos quedaron interrumpidos al mirar hacia un costado. Un joven negro, de muy buen físico, venía hacia él. Vestía la americana azul del equipo olímpico, de tela liviana, y pantalones cortos que revelaban piernas poderosas.
Ambos se saludaron con una inclinación de cabeza.
—Disculpe, señor —dijo el hombre, en voz baja—. ¿Cómo le va?
—Bien —respondió Paul—. ¿Y a usted?
—Me encanta el aire de la mañana. Mucho más limpio que en Cleveland o Nueva York. —Ambos miraron sobre el agua—. Hace un rato le vi boxear. ¿Profesional?
—¿A mi edad? Lo hago sólo como ejercicio.
—Me llamo Jesse.
—Ah, sí, señor, ya sé quién es usted —exclamó Paul—. La Bala del Estado de Ohio.
Se estrecharon la mano. Paul se presentó. Pese a la impresión por lo que había sucedido en su camarote, no podía dejar de sonreír de oreja a oreja.
—El año pasado vi aquella competición en los informativos del cine. Lo de Ann Arbor. Usted batió tres récords mundiales. E igualó uno más, ¿no? Debo de haber visto esa filmación diez o doce veces. Pero debe de estar cansado de que se lo comenten.
—No me molesta ni un poquito, no señor —aseguró Jesse Owens—. Pero siempre me sorprende que la gente esté tan enterada de lo que hago. Sólo correr y saltar. No lo he visto mucho durante el viaje, Paul.
—Andaba por ahí —respondió él, evasivo. Se preguntaba si Owens sabría algo de lo que había pasado con Heinsler. ¿Acaso los habría oído por casualidad? ¿Y si le había visto coger al hombre junto a la chimenea de la cubierta superior? Pero decidió que, en ese caso, el atleta no habría estado tan tranquilo. Parecía estar pensando en otra cosa.
Paul señaló con la cabeza hacia atrás.
—Es el gimnasio más grande que he visto en toda mi vida. ¿Te gusta?
—Me gusta tener la posibilidad de entrenar, pero no que la pista se mueva. Mucho menos que se balancee de arriba abajo, como pasaba hace algunos días. Prefiero mil veces las pistas normales.
—Claro —dijo Paul—. Allí va el boxeador contra el que estuve peleando.
—Cierto. Buen tipo. Hemos estado hablando.
—Es bueno —manifestó Paul, sin mucho entusiasmo.
—Eso parece —dijo el corredor. Evidentemente, él también sabía que el boxeo no era el punto más fuerte del equipo norteamericano, pero no quería criticar a sus colegas. Paul había oído decir que ese negro era uno de los más simpáticos entre los norteamericanos. La noche anterior, en el certamen de popularidad, había resultado segundo después de Glenn Cunningham.
—Te ofrecería un cigarrillo, pero… Owens rio:
—No, no fumo.
—Ya he renunciado a ofrecer un trago de mi petaca. Sois todos demasiado sanos.
Otra risa. Luego, un momento de silencio; el corpulento negro contemplaba el mar.
—Oye, Paul, quiero hacerte una pregunta. ¿Has venido oficialmente?
—¿Oficialmente?
—Con el comité, quiero decir. Como guardaespaldas.
—¿Yo? ¿Por qué lo preguntas?
—Porque tienes pinta de… no sé, de militar o algo así. Además, por tu manera de pelear. Sabes lo que haces.
—Es que estuve en la guerra. Debe de ser eso lo que te ha llamado la atención.
—Tal vez. —Luego Owens añadió—: Pero eso fue hace veinte años. Y esos dos tíos con los que te he visto conversar. Son de la Marina. Los oímos hablar con un tripulante.
Hombre, otra estela de pistas.
—¿Esos dos? Los he conocido a bordo, por casualidad. Vengo en este viaje de gorra. Estoy escribiendo unos artículos sobre deporte: el boxeo en Berlín, los Juegos… Soy escritor.
—Ah, claro. —Owens asintió lentamente. Por un momento pareció reflexionar—. Pues si eres cronista quizá sepas algo sobre esos dos tíos. —Señaló con la cabeza a unos hombres que corrían en tándem por la cubierta, pasándose el testigo. Eran veloces como el relámpago.
—¿Quiénes son? —preguntó Paul.
—Sam Stoller y Marty Glickman. Son buenos corredores, de los mejores que tenemos. Pero se rumorea que tal vez no correrán. ¿Sabes algo de eso?
—No, nada. ¿Hay algún problema de calificación? ¿Lesiones?
—No, es que son judíos.
Paul meneó la cabeza. Recordaba cierta controversia porque a Hitler no le gustaban los judíos. Hubo algunas protestas y se habló de cambiar la sede de las Olimpiadas. Algunos hasta querían que el equipo estadounidense boicoteara los Juegos. Damon Runyon se sulfuraba por el solo hecho de que el país participara. Pero ¿qué motivos podía tener el mismo comité norteamericano para retirar a unos atletas por su condición de judíos?
—Sería ridículo. No parece correcto en absoluto.
—Claro que no. Bueno, sólo quería saber si estabas enterado de algo.
—Lo siento, amigo, pero no puedo ayudarte —dijo Paul.
Se les unió otro negro, Ralph Metcalfe, y se presentó. Paul también había oído hablar de él. En las Olimpiadas de Los Ángeles, en 1932, había ganado un par de medallas.
Owens notó que Vince Manielli los miraba desde una cubierta más alta. El teniente saludó con la cabeza y se encaminó hacia las escaleras.
—Aquí viene tu amiguito. El que conociste a bordo por pura casualidad. —Owens mostraba una gran sonrisa astuta; no estaba del todo convencido de que Paul hubiera sido sincero. El negro dirigió una mirada hacia delante, hacia la banda de tierra que iba creciendo—. ¡Figúrate! Estamos casi en Alemania. Nunca imaginé que viajaría así. La vida es asombrosa, ¿no te parece?
—Eso es muy cierto —admitió Paul.
Los corredores se despidieron y se alejaron al trote.
—¿Ese era Owens? —preguntó Manielli al acercarse.
Se apoyó contra la barandilla, de espaldas al viento, para liar un cigarrillo.
—Sí. —Paul sacó un Chesterfield. Después de encenderlo entre las manos ahuecadas ofreció las cerillas al teniente, que encendió el suyo—. Simpático, el hombre.
«Aunque demasiado perspicaz», pensó Paul.
—¡Y cómo corre! ¿Qué te decía?
—Sólo charlábamos —respondió. Y en un susurro preguntó—: ¿Cómo están las cosas con nuestro amigo allí abajo?
—Avery se está ocupando de eso —dijo Manielli ambiguamente—. Está en el cuarto de radio. Vendrá en un minuto.
Un avión pasó a poca altura. Ellos lo observaron en silencio durante varios minutos.
Manielli aún parecía impresionado por el suicidio, pero no de la misma manera que Paul, a quien aquella muerte le revelaba algo inquietante sobre la gente con la que iba a vérselas muy pronto. No: el marino estaba inquieto porque acababa de ver la muerte desde muy cerca… y por primera vez: eso era obvio. Paul sabía que los novatos suelen ser de dos tipos. Ambos se dan aires, fanfarronean y tienen brazos fuertes, buenos puños. Pero uno de esos tipos se lanzará sobre cualquier oportunidad de liarse a golpes (tocar el hielo); el otro no. Vince Manielli entraba en esa segunda categoría. En realidad no era más que un buen chico de barrio. Le gustaba disparar palabras tales como «sicario» y «cepillar», para demostrar que conocía su significado, pero estaba tan lejos del mundo de Paul como Marion. Marion, la chica buena que coqueteaba con el lado salvaje.
Pero Lucky Luciano, el jefe mafioso, le había dicho una vez una gran verdad: «Coquetear no es follar».
Manielli parecía esperar que Paul hiciera algún comentario sobre el muerto, ese Heinsler. Algo así como que el tío merecía morir. O que estaba majareta. La gente siempre quiere escuchar esas cosas cuando muere alguien: que ha sido culpa del propio difunto, que lo merecía o que era inevitable. Pero la muerte nunca es simétrica y pulcra; el sicario no tenía nada que decir. Un silencio espeso llenó el espacio entre ellos; un momento después se les unió Andrew Avery. Traía una carpeta con papeles y un maltrecho portafolio de piel. Miró en derredor. No había nadie lo bastante cerca como para oírles.
—Acercad una silla.
Paul encontró una pesada silla de madera blanca y la acercó hasta donde estaban los marinos. No tenía por qué cargarla con una sola mano; habría sido más fácil hacerlo con dos. Pero le gustó notar que Manielli parpadeaba al verle cargar el mueble y hacerlo girar sin un solo gruñido. Paul se sentó.
—Aquí está el telegrama —susurró el teniente—. Al comandante no le preocupa mucho este tal Heinsler. El Allocchio Bacchini es un aparato pequeño, diseñado para aviones y trabajo de campo, de corto alcance. Y aunque hubiera logrado transmitir un mensaje, lo más probable es que en Berlín no le prestaran mucha atención. Para ellos el Bund es un bochorno. Pero Gordon dice que a ti te corresponde decidir. Si quieres salirte, está bien.
—Pero no habrá amnistía —dijo Paul.
—No —confirmó Avery.
—Este trato se me hace cada vez más dulce. —El sicario dejó oír una risa agria.
—¿Sigues con nosotros?
—Sigo, sí. —Con un movimiento de cabeza señaló hacia la cubierta de abajo—. ¿Qué haréis con el cadáver?
—Una vez que todo el mundo haya desembarcado subirán a bordo unos marines del Consulado de Hamburgo, que se ocuparán de él. —Luego Avery se inclinó hacia delante para decir en voz baja—: Oye, te diré qué pasará con tu misión, Paul. En cuanto desembarquemos, te marchas. Vince y yo nos encargaremos de arreglar lo de Heinsler. Luego nosotros iremos a Ámsterdam y tú te quedas con el equipo. En Hamburgo habrá una breve ceremonia; después todo el mundo tomará el tren a Berlín. Esta noche habrá otra ceremonia para los atletas, pero tú te vas directamente a la Villa Olímpica y te mantienes fuera de la vista. Mañana por la mañana coges un autobús para ir al Tiergarten, el parque central de Berlín. —Le entregó el portafolio—. Lleva esto.
—¿Qué es?
—Parte de tu coartada. Credencial de periodista. Papel, lápices. Mucha información sobre los Juegos y la ciudad. Una guía de la Villa Olímpica. Artículos, recortes, estadísticas de deporte. El tipo de cosas que tiene cualquier cronista. No hace falta que lo mires ahora mismo.
Pero Paul abrió el portafolio y dedicó algunos minutos a estudiar atentamente el contenido. La credencial, según le aseguró Avery, era auténtica; en cuanto al otro material, no detectó nada sospechoso.
—No confías en nadie, ¿verdad? —preguntó Manielli. Habría sido divertido meterle una buena hostia a ese novato; Paul cerró el portafolio y levantó la vista.
—¿Y mi otro pasaporte? ¿El ruso?
—Te lo dará nuestro hombre. Tiene un falsificador experto en documentos europeos. Escucha: no olvides llevar mañana el portafolio. Es así como te reconocerá. —Desplegó un colorido mapa de Berlín para trazar una ruta—. Apéate aquí y ve en esta dirección. Llegarás a una cafetería que se llama Bierhaus.
Avery miró a Paul, que observaba el mapa atentamente.
—Puedes llevártelo. No hace falta que lo memorices.
Pero el sicario sacudió la cabeza.
—Los mapas indican dónde has estado o adónde irás. Y si te pones a mirar uno en plena calle atraes la atención de todos. Si te pierdes es mejor pedir indicaciones. Así sólo una persona sabrá que eres extranjero, no toda una multitud.
Avery enarcó una ceja. Ni siquiera Manielli tuvo nada que objetar.
—Cerca de la cafetería hay un callejón. El pasaje Dresden.
—¿Tiene letrero?
—En Alemania todos los callejones tienen su letrero.
O al menos unos cuantos. Es un atajo. No importa adónde lleve. Al mediodía entra en él y detente, como si estuvieras perdido. Nuestro hombre se te acercará. Es el tío del que te hablaba el senador. Reginald Morgan. Reggie.
—Descríbemelo.
—Bajo. Con bigote. Pelo oscuro. Te hablará en alemán. Entablará conversación. En algún momento le preguntas: «¿Cuál es el mejor tranvía para ir a la Alexanderplatz?». Y él te dirá: «El número ciento treinta y ocho». Luego hará una pausa y rectificará: «No, es mejor el doscientos cincuenta y cuatro». Así sabrás que es él, porque no hay tranvías con esos números.
—Se diría que te hace gracia —observó Manielli.
—Parece sacado de una novela de Dashiell Hammett. El agente de la Continental.
—Esto no es ningún juego.
No, la verdad, y el santo y seña no le parecía divertido. Pero toda aquella intriga era inquietante. Y él sabía por qué: al final, no le quedaba más remedio que confiar en otros. Y eso era algo que a Paul Schumann no le gustaba ni pizca.
—De acuerdo. Alexanderplatz. Tranvías ciento treinta y ocho, doscientos cincuenta y cuatro. ¿Y si no me dice lo de los tranvías? ¿No es él?
—A eso iba. Si algo te suena raro, no le pegues ni montes escena alguna. Te limitas a sonreír y te vas, con tanta desenvoltura como puedas. Y vas a esta dirección.
Avery le entregó un trozo de papel con el nombre de una calle y un número. Paul los memorizó y se lo devolvió. El teniente le dio una llave, que él guardó en el bolsillo.
—Justo al sur de la Puerta de Brandenburgo hay un palacio antiguo. Iba a ser la nueva Embajada de Estados Unidos, pero hace unos cinco años hubo un incendio muy grande y aún no han terminado de repararlo. Como los diplomáticos todavía no se han instalado allí, los franceses, alemanes y británicos no se molestan en husmear por la zona. Pero hay un par de habitaciones que usamos de vez en cuando. En la despensa contigua a la cocina hay un transmisor inalámbrico. Nos envías un radiograma a Amsterdam; nosotros haremos una llamada al comandante Gordon y él decidirá qué hacer a continuación. Pero si todo va bien, Morgan se ocupará de ti. Te llevará a la pensión, te conseguirá un arma y te dará toda la información que necesites sobre el hombre que vas a… visitar.
A despachar, decimos nosotros.
—Y recuerda —anunció Manielli con placer—: Si no apareces mañana en el pasaje Dresden o si le das esquinazo a Morgan, en cuanto él nos llame nos aseguraremos de que la policía caiga sobre ti como una tonelada de ladrillos.
Paul dejó pasar esa bravuconada sin decir palabra. Se daba cuenta de que Manielli estaba avergonzado por su reacción ante el suicidio de Heinsler; el chico necesitaba soltar la rienda. Pero en realidad no había posibilidad de que Paul se largara. Bull Gordon tenía razón: a ningún sicario se le brinda otra oportunidad como la que a él se le ofrecía… y con un montón de pasta para que la aprovechara mejor.
Luego los hombres guardaron silencio. No quedaba nada por decir. En torno a ellos, el aire húmedo y picante se llenó de sonidos: el viento, el shusssh de las olas, el chirrido de barítono de los motores del Manhattan… una mezcla de tonos que le resultó extrañamente consoladora, pese al suicidio de Heinsler y la ardua misión que le esperaba. Por fin los marinos bajaron.
Paul se levantó y, después de encender otro cigarrillo, se apoyó una vez más contra la barandilla, mientras el enorme barco entraba en el puerto de Hamburgo. Sus pensamientos estaban completamente concentrados en el coronel Reinhard Ernst, hombre cuya verdadera importancia, para Paul Schumann, guardaba muy poca relación con su posible amenaza contra la paz de Europa y contra tantas vidas inocentes: para el sicario, su trascendencia residía en el hecho de que Ernst iba a ser su última víctima.
Varias horas después de que el Manhattan hubiera amarrado, cuando los atletas y su cortejo ya habían desembarcado, un joven tripulante del barco salió a través del control de pasaportes alemanes y se alejó sin rumbo por las calles de Hamburgo. No pasaría mucho tiempo en tierra; por su posición subalterna sólo tenía seis horas de permiso. Pero había pasado toda su vida en suelo americano y estaba decidido a disfrutar de esa primera visita a un país extranjero.
El pulcro y sonrosado asistente de cocina se dijo que en la ciudad debía de haber algunos museos estupendos. Y tal vez también algunas iglesias de las buenas. Traía su Kodak y pensaba pedir a los residentes que le tomaran algunas instantáneas frente a esos lugares, para sus padres. «Bitte, das Foto?», había estado ensayando. Por no mencionar las cervecerías, las tabernas… y quién sabía qué más encontraría para divertirse en esa exótica ciudad portuaria.
Pero antes de sumergirse en la cultura debía hacer un recado. Le preocupaba la posibilidad de que esa tarea redujera su precioso tiempo en tierra, pero resultó que se equivocaba. Unos pocos minutos después de abandonar la aduana encontró exactamente lo que buscaba.
El marinero se acercó a un hombre de mediana edad, que vestía uniforme verde y sombrero verde y negro.
Probó en alemán.
—Ja, mein Herr?
El muchacho, bizqueando, barbotó:
—Bitte, du bist ein Polizist… hum… o un soldat?
El oficial, sonriente, cambió de idioma:
—Sí, sí, soy policía. Y fui soldado. ¿Cómo puedo ayudarle? El asistente de cocina señaló calle abajo con la cabeza.
—He encontrado esto en el suelo. —Entregó al hombre un sobre blanco—. Esta palabra ¿no significa «importante»? —Señaló las letras Bedeutend—. Quería asegurarme de que fuera entregada. Al ver el anverso del sobre el policía tardó un momento en responder. Por fin dijo:
—Sí, sí, importante. —Las otras palabras allí escritas eran Für Obersturmführer SS, Hamburg. El muchacho no tenía idea de lo que significaban, pero el alemán parecía preocupado—. ¿Dónde estaba esto?
Estaba allí, en la acera.
—Bien. Se le agradece. —El oficial seguía mirando el sobre cerrado. Le dio la vuelta en la mano—. ¿Tal vez usted vio quién lo tiró?
—No. Lo he visto allí, simplemente, y he querido ser un buen samaritano.
—Ach, sí, samaritano.
—Bueno, tengo que irme —dijo el norteamericano—. Adiós.
—Danke —replicó el policía, distraído.
Mientras regresaba hacia uno de los sitios turísticos más interesantes que había visto al pasar, el joven se preguntaba qué contendría aquel sobre exactamente. Y por qué la noche anterior Heinsler, el mozo que había conocido a bordo del Manhattan, le había pedido que lo entregara a un policía local o a un soldado en cuanto el barco estuviera en puerto. El tío estaba un poco chiflado, como decían todos; en su camarote todo estaba limpio y en perfecto orden; no había nada fuera de sitio, su ropa siempre estaba bien planchada. Además era muy reservado. Y se le humedecían los ojos cuando hablaba de Alemania.
—Con mucho gusto. ¿Qué es? —le había preguntado él.
—A bordo había un pasajero que me ha parecido algo sospechoso. Quiero que las autoridades alemanas estén informadas. Trataré de enviar un mensaje telegráfico, pero a veces no llegan. Y quiero asegurarme de que las autoridades reciban la información.
—¿Quién es ese pasajero? Ah, espera. Ya sé. Ese gordo del traje a cuadros, el que bebió hasta desmayarse en la mesa del capitán.
—No, otro.
—¿Por qué no hablas con el sargento de a bordo?
—Porque es un asunto alemán.
—Ah, ¿y no puedes entregarlo tú?
Heinsler había cruzado las manos regordetas en un ademán escalofriante, meneando la cabeza.
—Es posible que esté muy ocupado. Me he enterado de que tú tendrás permiso. Es muy importante que los alemanes reciban esto.
—Pues… supongo que sí, claro.
Heinsler había añadido en voz baja:
—Otra cosa: harías bien en decir que te has encontrado la carta. De otro modo podrían llevarte a la comisaría de policía para interrogarte. Eso te entretendría horas. Tal vez perderías todo el tiempo de tu permiso.
Esa intriga inquietó un poco al joven. Heinsler se dio cuenta de inmediato y añadió:
—Aquí tienes veinte dólares.
«Jesús, María y José», pensó el ayudante de cocina.
—Acabas de pagar un servicio de entrega especial —le dijo al mozo.
Ahora, mientras se alejaba del policía para regresar al puerto, se preguntó distraídamente qué habría sido de Heinsler. No lo había visto desde la noche anterior. Pero los recuerdos del mozo desaparecieron en cuanto se acercó al sitio que había visto antes, que parecía perfecto para probar por primera vez la cultura alemana. Sin embargo fue una desilusión descubrir que el Rosa’s Hot Kitten Club (el tentador nombre convenientemente escrito en inglés) estaba cerrado de forma permanente, como todas las otras atracciones del puerto.
«Pues bien —pensó el hombre, suspirando— parece que, después de todo, tendré que conformarme con iglesias y museos».