29

Deje las manos quietas. Sí, sí, señor Schumann, por favor. Manténgalas arriba.

El inspector advirtió que el norteamericano era bastante corpulento. Cuanto menos veinte centímetros más alto que él y más ancho. El retrato hecho por el pintor ambulante era exacto, pero el hombre tenía la cara más marcada por cicatrices que en el dibujo; en cuanto a los ojos… los tenía de un azul suave, cautos pero serenos.

—Janssen, compruebe si ese hombre ha muerto —ordenó nuevamente en alemán, mientras apuntaba a Schumann con su pistola.

El joven detective se inclinó para examinar el cuerpo, aunque Kohl estaba prácticamente seguro de estar viendo un cadáver.

Su ayudante hizo un gesto afirmativo y se incorporó. Para Willi Kohl, encontrar a Schumann allí era una sorpresa a la vez inesperada y grata. No lo esperaba. Apenas veinte minutos antes, en la habitación de Reginald Morgan, había encontrado una carta de confirmación de reserva por unas habitaciones de esa pensión, a nombre de Paul Schumann. Pero Kohl no dudaba de que el norteamericano era demasiado inteligente como para permanecer en esa misma residencia después de haber matado a Morgan. Él y Janssen habían acudido deprisa, con la esperanza de hallar algún testigo, alguna prueba que los condujera a Schumann, pero ni en sueños habían imaginado encontrar al norteamericano en persona.

—Decid, ¿sois de esa policía Gestapo? —preguntó el detenido en alemán.

En verdad, tal como decían los testigos, tenía apenas un leve acento. Pronunciaba la ge como un berlinés nato.

—No, somos de la Policía Criminal. —Kohl mostró su credencial—. Procede a registrarlo, Janssen.

El joven oficial lo palpó diestramente en todos los lugares donde pudiera tener un bolsillo, a la vista o secreto. Descubrió su pasaporte estadounidense, dinero, un peine, cerillas y una cajetilla de cigarrillos. Luego entregó todo a su jefe, quien le ordenó esposar a Schumann. A continuación examinó atentamente el pasaporte. Parecía auténtico. Paul John Schumann.

—Yo no maté a Reggie Morgan. Fue él. —Señaló el cadáver con la cabeza—. Se llama Taggert. Robert Taggert. Ha tratado de matarme a mí también. Por eso luchábamos.

Kohl dudaba que se pudiera clasificar como «lucha» una confrontación entre ese alto norteamericano, de brazos enormes y nudillos rojos, encallecidos, y la víctima, que tenía el físico de Joseph Goebbels.

—¿Que luchaban, dice?

—Me ha apuntado con un revólver. —Schumann indicó la pistola caída en el suelo—. He tenido que defenderme.

—Nuestra Spanish Star modelo A, señor —apuntó Janssen, entusiasmado—. ¡El arma del homicidio!

«Un arma del mismo tipo que la del homicidio», corrigió Kohl mentalmente. La comparación de las balas determinaría si se trataba de la misma o no. Pero jamás corregiría a un colega, aunque fuera novato, delante de un sospechoso. Janssen cubrió la pistola con un pañuelo para recogerla y apuntó el número de serie.

Kohl, después de lamer la punta de su lápiz, garabateó el número en su libreta y pidió a su ayudante la lista de personas que habían comprado esas armas, suministrada por los distritos policiales de toda la ciudad. El joven la sacó de su portafolio.

—Ahora traiga del coche el equipo de dactiloscopia. Tome las huellas del arma y las de nuestros amigos aquí presentes.

—Sí, señor. —El joven salió.

El inspector recorrió con la vista los nombres de la lista; no había ningún Schumann.

—Pruebe Taggert —insinuó el norteamericano—. O alguno de esos otros nombres. —Señaló con la cabeza varios pasaportes apilados en la mesa—. Llevaba todos esos encima.

—Puede sentarse. —Kohl lo ayudó a instalarse en el sofá. Era la primera vez que un sospechoso lo ayudaba en una investigación, pero recogió los pasaportes que, según Schumann, podían resultar reveladores.

Y en verdad lo eran. Uno de ellos, claramente auténtico, era de Reginald Morgan, el muerto del pasaje Dresden. Los otros contenían fotos del hombre que yacía a sus pies, pero bajo nombres diferentes. En esos tiempos, cualquier investigador criminal de la Alemania nacionalsocialista estaba familiarizado con los documentos falsificados. De los otros sólo parecía legítimo el que estaba a nombre de Robert Taggert; también era el único lleno de sellos y visados aparentemente genuinos. Comparó todos los nombres con la lista de los compradores de esa arma. Se detuvo en uno.

Janssen apareció en el vano de la puerta, con el equipo de dactiloscopia y la Leica. Kohl le alargó la lista.

—Parece que es verdad que fue la víctima quien compró la pistola, Janssen. Fue el mes pasado, bajo el nombre de Artur Schmidt.

Eso no eliminaba la posibilidad de que Schumann hubiera matado a Morgan; Taggert podía haberle vendido o entregado la pistola.

—Proceda con las huellas digitales —ordenó Kohl.

El joven oficial abrió el portafolio e inició la tarea.

—Le digo que yo no maté a Reggie Morgan. Fue él.

—Por favor, señor Schumann, por ahora no diga nada.

Allí estaba también la cartera de Reginald Morgan. Kohl la revisó. Hizo una pausa al encontrar la foto de un hombre en una reunión social, de pie entre dos personas mayores.

Sabemos algo más de él… que era hijo de alguien… y tal vez era hermano de alguien. Y esposo o amante de alguien…

El candidato a inspector procedió a espolvorear el arma; luego tomó las huellas digitales de Taggert. Por fin dijo a Schumann:

—¿Puede sentarse algo más hacia delante, por favor?

Kohl aprobó el tono cortés de su protegido. Schumann cooperó; el joven, después de tomarle las impresiones, le limpió la tinta de los dedos con el líquido astringente incluido en el equipo. Luego puso la pistola y las dos tarjetas impresas en una mesa, para que su jefe lo inspeccionara todo.

—¿Señor?

Kohl sacó su monóculo y examinó con atención el arma y las huellas. Aunque no era experto, en su opinión las únicas huellas de la pistola eran las de Taggert.

Janssen, con los ojos entrecerrados, señaló el suelo con un gesto. El inspector siguió la dirección de su mirada.

Allí había un maltrecho portafolio de piel. ¡Ah, la cartera reveladora! Se acercó para abrirla y examinó el contenido, descifrando el inglés lo mejor que podía. Había allí muchas notas sobre Berlín, los deportes y las Olimpiadas, una credencial de periodista a nombre de Paul Schumann y docenas de inocuos recortes de periódicos norteamericanos.

«Conque ha estado mintiendo», pensó el inspector.

El portafolio lo situaba en el lugar del homicidio.

Pero al examinarlo con atención Kohl notó que, si bien era viejo, la piel se mantenía blanda; de ella no se desprendía ninguna escama.

Luego echó un vistazo al cadáver que tenía delante. Dejó el portafolio en el suelo y se agachó junto a los zapatos del muerto. Eran marrones, estaban gastados y desprendían trocitos de cuero. Por el color y el brillo, correspondían a las pistas que había hallado en los adoquines del pasaje Dresden y en el suelo del restaurante Jardín Estival. Los zapatos de Schumann, en cambio, no dejaban escamas. El inspector torció la cara, irritado consigo mismo: otra suposición errónea. Schumann había dicho la verdad. Quizá.

—Ahora registre a ese, Janssen —ordenó mientras se incorporaba. Señalaba el cadáver con la cabeza.

El candidato a inspector se dejó caer de rodillas e inició un minucioso examen del cuerpo. Kohl lo miraba con una ceja enarcada. Janssen encontró dinero, un cortaplumas, una cajetilla de cigarrillos, un reloj de bolsillo con una gruesa cadena de oro. De pronto el joven frunció el entrecejo:

—Mire, señor. —Y entregó al inspector unas etiquetas de seda, indudablemente cortadas de las prendas que Reginald Morgan vestía cuando murió en el pasaje Dresden. Mostraban los nombres de tiendas o fabricantes alemanes.

—Le explicaré lo que pasó —dijo Schumann.

—Sí, sí, en un minuto podrá hablar. Janssen, comuníquese con la sede. Que alguien lo ponga en contacto con la Embajada de Estados Unidos. Pregunte por este tal Robert Taggert. Dígales que posee una credencial diplomática. Por el momento no mencione que ha muerto.

—Sí, señor.

Janssen localizó el teléfono. Kohl notó que estaba desconectado de la pared, algo muy común en esos días.

La bandera olímpica de la casa, a la que no acompañaba el estandarte nacionalsocialista, revelaba que el dueño o su administrador era judío o había caído en desgracia por otra razón; así que era más que probable que los teléfonos estuvieran intervenidos.

—Llame desde la radio del DKW, Janssen.

El candidato a inspector asintió con la cabeza y salió otra vez.

—Bien, señor, ya puede contarme su historia. Y no ahorre detalles, por favor.

Schumann dijo, en alemán:

—Llegué aquí con el equipo olímpico. Soy cronista de deportes. Escritor freelance. ¿Sabe qué…?

—Sí, sí, conozco esa palabra.

—Debía encontrarme con Reggie Morgan, quien me presentaría a algunas personas para que pudiera escribir mis artículos. Yo buscaba eso que llamamos «color»: información sobre las partes más pintorescas de la ciudad, jugadores, prostitutas, clubes de boxeo.

—¿Y qué hacía ese tal Reggie Morgan? Me refiero a su profesión.

—Era sólo un comerciante norteamericano que me habían mencionado. Vivía aquí desde hacía unos cuantos años y conocía bien el lugar.

Kohl señaló:

—Dice usted que vino con el equipo olímpico; sin embargo allí no parecían dispuestos a decirme nada de usted. ¿No le parece extraño?

Schumann rio con amargura:

—¿Y usted, que vive en este país, me pregunta por qué la gente se muestra reticente ante las preguntas de un policía?

Es un asunto de seguridad del Estado…

Willi Kohl no permitió que por su cara pasara expresión alguna, pero la verdad que encerraba ese comentario lo abochornó por un momento. Observó con atención a Schumann. Parecía tranquilo. Kohl no detectó ninguna señal de falsedad, aunque esa era una de sus especialidades.

—Continúe.

—Ayer debía encontrarme con Morgan.

—¿A qué hora? ¿Y dónde?

—Alrededor del mediodía. Ante una cervecería de la calle Spener.

Al lado del pasaje Dresden, reflexionó Kohl. Y más o menos a la hora del homicidio. Sin duda, si ese hombre tenía algo que ocultar no reconocería haber estado cerca de la escena del crimen. ¿O tal vez sí? Los delincuentes nacionalsocialistas eran, en general, estúpidos y transparentes. Kohl se dio cuenta de que tenía ante sí a un hombre muy sagaz, aunque él no pudiera saber si era un criminal o no.

—Pero, por lo que usted dice, el verdadero Reginald Morgan no apareció. Fue Taggert.

—En efecto, aunque por entonces yo no lo sabía. Dijo que él era Morgan.

—¿Y qué sucedió cuando se encontraron?

—Fue muy breve. Estaba alterado. Me arrastró a ese pasaje; dijo que había sucedido algo y que debíamos encontrarnos más tarde. En un restaurante.

—¿Cuál?

—El Jardín Estival.

—Donde la cerveza no fue de su agrado.

Schumann parpadeó. Luego repuso:

—Pero ¿ese brebaje puede ser del agrado de alguien?

Kohl se contuvo para no sonreír.

—¿Y usted se encontró nuevamente con Taggert en el Jardín Estival, como estaba planeado?

—En efecto. Allí se nos unió un amigo. No recuerdo cómo se llamaba.

—Ah, el obrero.

—Susurró algo a Taggert, que pareció preocupado, y dijo que debíamos salir pitando… —El inspector frunció el entrecejo ante esa traducción literal de lo que debía de ser una expresión idiomática—… quiero decir, largarnos. Ese amigo creía que por allí andaba la Gestapo o algo así. Como Taggert pensaba lo mismo, salimos por la puerta lateral. Eso debería haberme hecho entender que algo andaba mal, pero para mí era como una aventura, ¿comprende? Justo lo que buscaba para mis artículos.

—Color local —apuntó Kohl lentamente, mientras se decía que una gran mentira resulta mucho más creíble si el mentiroso le añade pequeñas verdades—. ¿Se reunió usted con ese tal Taggert en otras ocasiones? —Señaló el cadáver con la cabeza—. Además de hoy, desde luego. —Se preguntaba si el hombre admitiría haber estado en la plaza Noviembre de 1923.

—Sí —dijo Schumann—. En una plaza, ese mismo día. Era un barrio feo, cerca de la estación Oranienburger. Junto a una gran estatua de Hitler. Debíamos encontrarnos con otro contacto, pero el tío jamás apareció.

—Y ustedes «salieron pitando» otra vez.

—En efecto. Taggert se asustó de nuevo. Era obvio que allí pasaba algo raro. Fue entonces cuando decidí que era mejor cortar las relaciones con él.

—¿Y qué fue de su sombrero Stetson? —preguntó Kohl deprisa.

Una expresión preocupada.

—Pues si he de serle sincero, detective Kohl, iba caminando por la calle cuando vi que unos… —Vaciló en busca de una palabra—. ¿Unas bestias? ¿Rudos?

—Sí. Unos matones.

—De uniforme pardo.

—Tropas de Asalto.

—Matones —repitió Schumann con cierta repugnancia—. Estaban golpeando a un librero y a su esposa. Me pareció que iban a matarlos y lo impedí. Un momento después había diez o doce de esos persiguiéndome. Arrojé algunas prendas por la alcantarilla para que no me reconocieran.

«Este hombre es fuerte», pensó Kohl. «Y sagaz».

—¿Va a arrestarme por golpear a unos matones nazis?

—Eso no me interesa, señor Schumann. Lo que me importa de verdad es la finalidad de toda esta mascarada que organizó el señor Taggert.

—Trataba de amañar algunas de las pruebas de los Juegos Olímpicos.

—¿Amañar?

El norteamericano reflexionó un momento.

—Hacer que un jugador pierda deliberadamente. Es lo que había estado haciendo aquí en los últimos meses: organizando grupos de apuestas en Berlín. Los colegas de Taggert apostarían contra algunos de los favoritos norteamericanos. Como yo tengo credencial de prensa, puedo acercarme a los atletas. Él quería que los sobornara para que perdieran adrede. Por eso, supongo, estaba tan nervioso este último par de días. Debía mucho dinero a algunos de vuestros mafiosos, como él los llamaba.

—¿Y mató a Morgan para poder ocupar su lugar?

—En efecto.

—¡Qué plan tan complicado! —observó Kohl.

—Había mucho dinero en juego. Cientos de miles de dólares. Otra mirada al cuerpo tendido en el suelo.

—Ha dicho usted que ayer decidió poner fin a su relación con el señor Taggert. Sin embargo está aquí. ¿Cómo se ha producido esta trágica «pelea», como usted la llama?

—Él no aceptó mi negativa. Estaba desesperado por conseguir la pasta; para hacer las apuestas había pedido mucho dinero prestado. Hoy ha venido a amenazarme.

Ha dicho que lo amañarían todo para que el asesino de Morgan pareciera ser yo.

—Para obligarlo a usted a ayudarlos.

—Sí. Pero le he dicho que no me importaba. Que lo denunciaría de cualquier modo. Entonces ha sacado esa pistola para apuntarme. Luchamos y él ha caído. Supongo que se ha roto el cuello.

La mente de Kohl aplicó instintivamente la información que Schumann acababa de proporcionarle a los hechos y a lo que él sabía sobre la naturaleza humana. Algunos detalles concordaban; otros eran chocantes. Willi Kohl siempre se obligaba a mantener la mente abierta ante la escena de un crimen, a no extraer conclusiones apresuradas. Ahora lo hizo automáticamente; sus pensamientos quedaron trabados. Era como si una tarjeta perforada se hubiera atascado en una de las máquinas clasificadoras DeHoMag.

—Usted ha luchado en defensa propia y él ha muerto en una caída.

Una voz de mujer dijo:

—Sí, es exactamente lo que ha sucedido.

Kohl se giró hacia la silueta que asomaba en el vano de la puerta. Ella aparentaba unos cuarenta años; era esbelta y atractiva, aunque su cara reflejaba cansancio y preocupación.

—¿Su nombre, por favor?

—Käthe Richter. —Ella le entregó automáticamente el carné—. Administro este edificio en ausencia de su propietario.

El documento confirmaba su identidad; él se lo devolvió.

—¿Y usted ha presenciado los hechos?

—Estaba aquí, en el pasillo. Como oía ruidos dentro, he abierto un poco la puerta. Y lo he visto todo.

—Sin embargo, a nuestra llegada usted no estaba aquí.

—He tenido miedo. No quería que me involucraran.

Conque la mujer figuraba en alguna lista de la Gestapo o la SD.

—No obstante se ha presentado, señorita.

—Después de reflexionar un momento, he pensado que tal vez queden en esta ciudad algunos policías que se interesen por saber la verdad. —Lo dijo en tono desafiante.

Entró Janssen y miró a la mujer, pero Kohl preguntó, sin darle explicaciones:

—¿Y…?

—En la Embajada estadounidense dicen que no conocen a ningún Robert Taggert.

Kohl, con un gesto afirmativo, continuó analizando la información. Finalmente se acercó al cadáver de Taggert.

—¡Qué caída afortunada! —dijo—. Desde su punto de vista, señor Schumann, por supuesto. Y usted, señorita Richter… Le repetiré la pregunta: ¿ha presenciado personalmente la lucha? Debe responderme con sinceridad.

—Sí, sí. Ese hombre tenía una pistola. Iba a matar al señor Schumann.

—¿Conoce usted a la víctima?

—No, no lo había visto nunca.

Kohl echó otra mirada al cadáver; luego se enganchó el pulgar en el bolsillo del reloj.

—Esto de ser detective es un trabajo extraño, señor Schumann. Uno trata de interpretar las pistas y seguirlas a donde conduzcan. Y en este caso las pistas me pusieron sobre sus pasos; en realidad me condujeron directamente hasta aquí. Ahora parece que esas mismas pistas indican que, en realidad, el hombre que he estado buscando era este otro.

—A veces la vida es curiosa.

En alemán la frase no tenía sentido. Kohl comprendió que era la traducción literal de una expresión idiomática, pero dedujo el significado. Que, por cierto, no podía negar.

Sacó la pipa del bolsillo. Sin encenderla, se la puso en la boca y mordisqueó la boquilla durante un momento.

—Bien, señor Schumann: he decidido no detenerlo por ahora. Lo dejaré en libertad, pero retendré su pasaporte mientras investigo estos asuntos más a fondo. No salga de la ciudad. Como probablemente ha visto, nuestras diversas autoridades son muy eficientes cuando se trata de localizar a alguien dentro del país. Pero temo que deberá abandonar la pensión. Es la escena de un crimen. ¿Hay algún otro lugar donde yo pueda ponerme en contacto con usted?

Schumann reflexionó durante un instante.

—Pediré una habitación en el hotel Metropol.

Kohl lo apuntó en su libreta y se guardó el pasaporte en el bolsillo.

—Muy bien, señor. ¿Hay algo más que quiera decirme?

—Nada, inspector. Colaboraré en todo lo que pueda.

—Ya puede marcharse. Coja sólo las cosas indispensables. Janssen, quítele las esposas.

El candidato a inspector obedeció. Schumann se acercó a la maleta y, bajo la atenta mirada de Kohl, puso en un estuche la navaja, el jabón de afeitar, un cepillo de dientes y el dentífrico. El inspector le devolvió los cigarrillos, las cerillas, el dinero y el peine. Schumann miró a la mujer.

—¿Puedes acompañarme hasta la parada del tranvía?

—Sí, desde luego.

Kohl preguntó:

—¿Vive usted en este edificio, señorita Richter?

—Sí, en el apartamento trasero de este piso.

—Muy bien. Me pondré en contacto con usted también.

Salieron juntos por la puerta. Cuando desaparecieron Janssen frunció el entrecejo.

—¿Cómo puede dejarlo ir, señor? ¿Le cree?

—En parte. Lo suficiente como para dejarlo libre por el momento. —Kohl explicó a su ayudante lo que le preocupaba. Estaba convencido de que ese homicidio se había producido en defensa propia. Y parecía, en verdad, que el asesino de Reginald Morgan era Taggert. Pero quedaban preguntas sin responder. En cualquier otro país, Kohl habría detenido a Schumann hasta haberlo verificado todo. Pero sabía que, si ordenaba que se lo retuviera mientras continuaba la investigación, la Gestapo declararía imperiosamente que el norteamericano era el extranjero culpable que Himmler deseaba. Y antes de que cayera la noche estaría en la prisión de Moabit o en el campo de Oranienburg—. No sólo moriría por un crimen que probablemente no cometió, sino que además el caso se declararía cerrado y jamás descubriríamos la verdad completa. Lo cual es, por supuesto, el objetivo de nuestro oficio.

—Pero ¿no quiere que lo siga por lo menos?

Kohl suspiró.

—¿Cuántos criminales hemos apresado por haberlos seguido, Janssen?

—Pues… ninguno, creo, pero…

—Dejemos eso para los detectives de la ficción. Sabemos dónde encontrar a este hombre.

—Pero el Metropol es un hotel enorme, con muchas salidas. Desde allí se nos podría escapar con facilidad.

—Eso no nos interesa, Janssen. En breve continuaremos investigando el papel que el señor Schumann ha representado en este drama. Pero ahora lo prioritario es examinar atentamente esta habitación… Ach, debo felicitarlo, candidato a inspector.

—¿Por qué, señor?

—Porque ha resuelto el homicidio del pasaje Dresden. —Señaló el cadáver con la cabeza—. Más aún, el culpable ha muerto. No tendremos que molestarnos en someterlo a juicio.