Con el corazón acelerado, como cualquier cazador que tiene a la presa cerca, Robert Taggert escuchaba con atención.
—¿Käthe? —llamó la voz de Schumann.
Robert oyó el crujido de las tablas, el ruido del agua que corría en el lavabo. Los tragos de un hombre que bebía con sed.
Levantó la pistola. Sería mejor dispararle al pecho, de frente, como si él lo hubiera atacado. La SS lo querría vivo para interrogarlo, naturalmente; no les gustaría que Taggert lo matara por la espalda. Aun así, no podía arriesgarse: Schumann era demasiado corpulento y peligroso como para enfrentarse a él cara a cara. Diría a Himmler que no había tenido más remedio, pues el asesino había tratado de huir o de coger un cuchillo y él se había visto obligado a dispararle.
Oyó que el hombre entraba en el dormitorio. Un momento después, un rumor de cajones revueltos: comenzaba a llenar la maleta.
«Ahora», pensó.
Empujó una de las dos puertas del armario para abrirla un poco más. Eso le permitió ver todo el dormitorio. Levantó la pistola.
Pero Schumann no estaba a la vista. Taggert sólo pudo ver la maleta en la cama. Alrededor, esparcidos, algunos libros y otros objetos. Frunció el entrecejo al divisar, en el vano de la puerta, un par de zapatos que antes no estaba allí.
Oh, no…
Comprendió que Schumann había entrado en el dormitorio, pero luego se había quitado los zapatos para pasar nuevamente a la sala, caminando en calcetines.
Desde la puerta había estado arrojando libros a la cama, para hacerle pensar que aún estaba allí. Y eso significaba que…
El enorme puño atravesó la puerta del ropero como si fuera algodón de azúcar. Los nudillos golpearon a Taggert en el cuello y en la mandíbula. Un rojo cegador llenó su campo visual, en tanto salía a la sala, a trompicones. Dejó caer la pistola para cogerse el cuello y apretar la carne atormentada.
Schumann cogió a Taggert por las solapas y lo arrojó al otro lado de la habitación, donde se estrelló contra una mesa. Quedó tendido en el suelo, despatarrado como la muñeca alemana que había aterrizado junto a él, sin quebrarse, fijos en el cielo raso los fantasmagóricos ojos violáceos.
—No eres quien dices ser, ¿verdad? No eres Reggie Morgan.
Paul no se molestó en explicar que había actuado como cualquier sicario que se precie: antes de salir se memoriza el aspecto de la habitación, para comparar ese recuerdo con lo que se ve al regresar. Había notado que la puerta del armario ya no estaba cerrada, sino entreabierta. Y como sabía que Taggert estaba obligado a seguirlo para matarlo, comprendió que estaba oculto allí.
—Yo…
—¿Quién? —bramó el sicario.
Como el hombre no decía nada, lo cogió por el cuello de la camisa con una mano mientras le vaciaba los bolsillos con la otra. Cartera, varios pasaportes estadounidenses, una credencial diplomática a nombre de Robert Taggert y la tarjeta de las Tropas de Asalto que había mostrado a Paul en el callejón, durante su primer encuentro.
—No te muevas —murmuró, mientras examinaba lo que había encontrado.
La cartera había pertenecido a Reginald Morgan; contenía un carné de identidad, varias tarjetas con su nombre, una dirección en Washington y otra en Berlín, en la calle Bremer. También incluía varias fotos, todas del hombre que había muerto en el pasaje Dresden. En una de ellas, tomada en una reunión social, estaba entre un hombre y una mujer entrados en años; los tenía abrazados y todos sonreían a la Kodak.
Uno de los pasaportes, muy usado y lleno de sellos de entradas y salidas, estaba a nombre de Morgan. Ese también contenía una foto del hombre del callejón.
Otro pasaporte, el que había mostrado a Paul el día anterior, también estaba a nombre de Reginald Morgan, pero la foto era del hombre que tenía ante sí. Lo acercó a una lámpara para examinarlo con atención; parecía falso. Un segundo pasaporte, aparentemente auténtico y lleno de sellos y visados, estaba extendido a nombre de Robert Taggert, al igual que la credencial diplomática. Los dos pasaportes restantes también mostraban la foto del hombre presente; uno era estadounidense, a nombre de Robert Gardner; el otro lo presentaba como Artur Schmidt, alemán.
Así que el tío tendido en el suelo, frente a él, había matado a su contacto en Berlín para asumir su identidad.
—Veamos, ¿de qué va esto?
—Tranquilízate, amigo. No hagas ninguna tontería.
—El hombre había abandonado la rígida personalidad de Reggie Morgan. La que emergía era escurridiza, como si fuera uno de los lugartenientes que Lucky Luciano tenía en Manhattan. Paul mostró el pasaporte que creía auténtico.
—Este eres tú. Taggert, ¿no?
El hombre se apretó la mandíbula y el cuello, donde había recibido el golpe, y frotó la zona enrojecida.
—Me has pillado, Paulio.
—¿Cómo ha ocurrido? —Paul arrugó las cejas—. Interceptaste la contraseña del tranvía, ¿verdad? Por eso Morgan se quedó desconcertado en el callejón. Pensó que el traidor era yo, porque fallé con la frase del tranvía, dice plaza Alexander en vez de Alexanderplatz. Y yo pensé lo mismo de él. Y tú cambiaste los documentos mientras revisabas el cadáver. —Leyó la tarjeta de las Tropas de Asalto—. «Fondo de Veteranos». ¡Qué putada! —estalló, furioso por no haberla mirado mejor cuando Taggert se la mostró—. ¿Quién eres, coño?
—Soy comerciante. Trabajo para este o aquel…
—Y te escogieron porque te pareces un poco al verdadero Reggie Morgan.
Eso lo ofendió.
—Me escogieron porque soy hábil.
—¿Y qué me dices de Max?
—Era auténtico. Morgan le pagó cien marcos para que le consiguiera datos sobre Ernst. Luego yo le pagué doscientos para que me permitiera hacerme pasar por Morgan.
Paul asintió.
—Por eso estaba tan nervioso, el imbécil. No era de la SS de quien tenía miedo, sino de mí.
Pero la historia del engaño parecía aburrir a Taggert.
—Tenemos que negociar, amigo —continuó—. Mira…
—¿Para qué habéis hecho todo esto?
—Oye, Paulio, que no tenemos tiempo para chácharas. Media Gestapo te anda buscando.
—No, Taggert. Si he entendido bien las cosas, andan buscando a un ruso, gracias a ti. Ni siquiera saben cómo soy. Y tú no los traerás hasta aquí, al menos mientras no me hayas matado. Así que tenemos todo el tiempo del mundo. Anda, larga ya.
—Aquí se trata de cosas más importantes que tú y yo, amigo. —Taggert movió la mandíbula en un círculo lento—. ¡Me has aflojado los dientes, coño!
—Habla.
—No es…
Paul se acercó un paso, con el puño cerrado.
—Está bien, está bien, cálmate, tío. ¿Quieres que te diga la verdad? Aquí va. Allá en casa hay mucha gente que no quiere meterse en otra guerra de estas.
—¡Pero si a eso me han mandado a mí! Para impedir el rearme.
—En realidad nos importa un rábano que los alemanes se rearmen. Lo que nos interesa es mantener contento a Hitler. ¿Entiendes? Demostrarle que Estados Unidos está de su parte.
Por fin Paul comprendió.
—Y a mí me tocaba ser la cabeza de turco. Me hiciste pasar por asesino ruso y luego me has denunciado, para que Hitler creyera que Estados Unidos es un gran amigo suyo, ¿no?
Taggert asintió.
—Lo tienes bastante claro, Paulio.
—Pero ¿estás ciego o qué? ¿No ves lo que está haciendo ese hombre? ¿Quién puede estar de su parte?
—¡Joder, qué nos importa! Puede que Hitler coja una parte de Polonia, Austria, los Sudetes. —Reía—. ¡Puede quedarse hasta con Francia si quiere! No es asunto nuestro.
—Está matando a mucha gente. ¿Es que nadie se ha dado cuenta?
—Por unos cuantos judíos…
—¡Qué dices! Pero ¿te das cuenta de lo que has dicho?
Taggert alzó las manos.
—Mira, no me malinterpretes. Lo que sucede aquí es sólo algo pasajero. Los nazis son como niños con un juguete nuevo: su país. Antes de que acabe el año se cansarán de esa monserga aria. Hitler es pura cháchara. Cuando se tranquilice comprenderá que necesita a los judíos.
—No —aseguró Paul enérgicamente—. En eso te equivocas. Hitler está loco. Es mil veces peor que Bugsy Siegel.
—Pues mira, Paulio: esas son cosas que no decidimos ni tú ni yo. Reconozco que nos has pillado. Intentamos una de las gordas y tú nos la has arruinado. Hay que aplaudirte. Pero me necesitas, amigo. Sin mi ayuda no podrás salir de este país. Te diré lo que haremos, tú y yo. Buscamos a algún imbécil con cara de ruso, lo matamos y llamamos a la Gestapo. Nadie te ha visto. Y hasta te dejaré hacer de héroe. Conocerás personalmente a Hitler y a Göring. Quizá te den una medalla y todo. Tú y tu amiguita podéis iros a casa. Y añadiré una propina: un buen negocio para tu amigo Webber. Dólares para el mercado negro. Le encantará. ¿Qué opinas? Puedo arreglarlo. Y todo el mundo sale ganando. Y si no… pues morirás aquí.
—Quiero saber algo —dijo Paul—: ¿Ha sido Bull Gordon? ¿Es él quien está detrás de todo esto?
—¿Él? ¡No, hombre! Él no tiene nada que ver. Son… otros intereses.
—¿Qué significa eso de «intereses»? A ver si respondes claro.
—Lo siento, Paulio, pero si he llegado hasta aquí es porque no tengo la lengua floja. Cosas del oficio, ya me entiendes.
—Eres peor que los nazis.
—¿Sí? —Murmuró Taggert—. ¡Y lo dices tú, sicario! —Se puso de pie y sacudió el polvo de la americana—. Bueno, ¿qué me dices? Busquemos a algún vagabundo eslavo y le cortamos el cuello; así los alemanes tendrán a su bolchevique. Anda, vamos.
Todo el mundo sale ganando…
Sin cambiar de posición, sin entornar los ojos, sin dar la menor señal de lo que estaba a punto de hacer, Paul clavó el puño directamente en el pecho de ese hombre. Taggert dilató los ojos y se quedó sin respiración. Ni siquiera desvió la mirada hacia el puño izquierdo de Paul, que se disparaba para triturarle la garganta. Cuando cayó al suelo, sus extremidades ya temblaban en los estertores de la muerte; de su boca, bien abierta, surgían sonidos guturales. Ya fuera por fractura de cuello o por fallo cardiaco, murió en treinta segundos.
Paul contempló durante unos momentos aquel cadáver. Le temblaban las manos, pero no por los potentes golpes que había asestado, sino por la furia que le provocaba la traición. Y las palabras de ese hombre.
Puede quedarse hasta con Francia si quiere… Por unos cuantos judíos…
Pasó deprisa al dormitorio, se quitó la ropa de gimnasia que había robado en el estadio, se lavó con agua de la palangana y volvió a vestirse. Alguien llamaba a la puerta. Ah, Käthe, que había regresado. De pronto recordó que el cadáver de Taggert yacía en la sala, bien a la vista, y se apresuró a llevarlo al dormitorio.
Pero en el momento en que iba a meterlo en el armario se abrió la puerta del apartamento. Paul levantó la vista. No era Käthe quien entraba. Se encontró frente a dos hombres. Uno era gordo, con bigote, y vestía un traje de color claro y chaleco, todo bastante arrugado; traía en la mano un sombrero de paja. A su lado, un hombre más joven, esbelto, de traje oscuro, que aferraba una pistola automática negra.
¡No! Eran los mismos policías que lo seguían desde el día anterior. Se incorporó lentamente, con un suspiro.
—Ach, por fin, señor Paul Schumann —dijo el mayor, parpadeando en señal de sorpresa. Hablaba en inglés, pero con fuerte acento—. Soy el detective-inspector Kohl. Voy a arrestarlo, señor, por el homicidio de Reginald Morgan, acaecido ayer en el pasaje Dresden. —Y agregó, bajando la vista al cadáver de Taggert—: Y al parecer, ahora también debo arrestarlo por otro asesinato.