27

Corría.

No era, en absoluto, su ejercicio favorito, aunque Paul solía correr o trotar en el gimnasio, a fin de mantener las piernas en forma y eliminar del organismo el tabaco, la cerveza y el whisky. Y ahora corría como Jesse Owens.

Corría para salvar la vida.

A diferencia del pobre Max, muerto a disparos en plena calle mientras huía de la SS, Paul no llamaba la atención: vestía ropas y zapatillas de gimnasia que había robado de los vestuarios del Estadio Olímpico; parecía uno entre tantos miles de atletas que, en Charlottenburg y sus alrededores, se entrenaban para los Juegos. Ya estaba a unos cuatro kilómetros y medio del estadio; iba de regreso a Berlín, moviendo enérgicamente las piernas para poner distancia entre él y la traición, que aún debía esclarecer.

Le sorprendía que Reggie Morgan (si acaso era Morgan) hubiera cometido un error tan burdo después de haber urdido un plan tan complicado para tenderle una trampa. Evidentemente, había sicarios que no revisaban sus herramientas antes de cada trabajo. Pero eso era una locura. Cuando uno se enfrentaba a hombres implacables, siempre armados, había que asegurarse de tener las propias armas en condiciones perfectas: que nada estuviera descabalado.

En aquel cobertizo, caldeado como un horno, Paul había montado la mira telescópica; luego se aseguró de que las calibraciones estuvieran en los mismos números que en la galería de tiro de la casas de empeño. Por fin, como última comprobación, retiró el cerrojo del máuser y miró a lo largo del cañón. Estaba bloqueado. Al principio supuso que sería algo de polvo o creosota del estuche de fibra en el que lo llevaba. Pero después de hurgar con un trozo de alambre estudió atentamente lo que se había desprendido. Alguien había vertido plomo fundido por la boca del arma. Si disparaba, el cañón estallaría o el cerrojo se dispararía hacia atrás, atravesándole el pecho.

Durante la noche el rifle había estado en manos de Morgan. Era la misma arma: el día anterior, mientras lo observaba, Paul había reparado en una configuración característica de la veta. Obviamente Morgan, o quienquiera que fuese, la había saboteado.

Paul actuó deprisa; arrancó el cordel de algunas cajas y colgó el rifle del techo, para crear la ilusión de que él aún estaba allí. Luego salió subrepticiamente al exterior y se unió a un grupo de la SS que marchaba hacia el norte. Se separó de ellos al llegar a las piscinas, donde buscó una muda de ropa y calzado, se deshizo del uniforme de la SS y rompió su pasaporte ruso para arrojarlo al inodoro.

Ahora estaba a media hora del estadio y corría, corría…

Con la ropa ya empapada de sudor, abandonó la carretera para encaminarse hacia el centro de una aldea pequeña, donde encontró una fuente hecha a partir de un antiguo abrevadero para caballos. Inclinado hacia el caño, bebió un litro de aquella agua caliente y con sabor a herrumbre. Luego se mojó la cara.

¿A qué distancia de la ciudad estaría? A unos seis kilómetros, calculó. Al ver que dos oficiales, de uniforme verde y alto sombrero verde y negro, detenían a un hombre para exigirle sus papeles, giró disimuladamente y se alejó por las calles laterales. Era demasiado peligroso continuar hasta Berlín a pie.

Alrededor de la estación de ferrocarril había varias hileras de vehículos aparcados. Escogió un DKW sin capota y, una vez seguro de que nadie lo veía, utilizó una piedra y una rama quebrada para romper la cerradura. Luego buscó los cables, cortó con los dientes la tela que los aislaba y entretejió los hilos de cobre. Al pulsar el botón de arranque, el motor rechinó por un momento, pero no arrancó. Hizo una mueca al recordar que no había regulado el estárter. Lo ajustó e hizo otro intento. Esta vez el motor cobró vida, petardeando, y él movió la manivela hasta que lo oyó funcionar con suavidad. Necesitó un momento para entender cómo funcionaban las marchas, pero al instante partía hacia el este por las calles estrechas de la aldea. Mientras tanto se preguntaba quién lo habría traicionado.

Y por qué. ¿Acaso por dinero? ¿Por política? ¿Por algún otro motivo?

Pero en esos momentos no podía hallar respuesta alguna a esas preguntas: la fuga ocupaba todos sus pensamientos.

Pisó el acelerador a fondo y viró hacia una carretera ancha e inmaculada; un letrero le aseguró que el centro de Berlín se hallaba a seis kilómetros de distancia.

Un alojamiento modesto, cerca de la calle Bremer, en el sector noroeste de la ciudad. La vivienda de Reginald Morgan, típica de ese barrio, era un lúgubre edificio de cuatro pisos que databa de los tiempos del Segundo Imperio, aunque no recordaba en absoluto las glorias prusianas.

Willi Kohl y el candidato a inspector se apearon del DKW. Al oír nuevamente las sirenas levantaron la vista: un camión lleno de hombres de la SS pasaba deprisa por la calle; otra entrega de la alerta secreta de seguridad, aún más amplia que la anterior; al parecer se estaban estableciendo controles de carreteras en toda la ciudad. También Kohl y Janssen fueron parados. El guardia de la SS echó una mirada desdeñosa al carné de la Kripo y les indicó por señas que pasaran. Cuando el inspector le preguntó qué sucedía, se limitó a ordenarles secamente:

—Circulen.

Ahora Kohl tocaba la campanilla instalada junto a la maciza puerta principal. Mientras esperaban golpeaba con impaciencia el suelo con un pie. Dos largos timbrazos más tarde abrió la puerta una casera fornida, con vestido oscuro y delantal, quien abrió mucho los ojos al ver a dos hombres de traje, muy serios.

Heil. Disculpen los señores la tardanza. Es que mis piernas ya no…

—Inspector Kohl, de la Kripo. —Mostró su credencial para que la mujer se tranquilizara un poco: al menos no era la Gestapo.

—¿Conoce usted a este hombre? —Janssen exhibía la foto del pasaje Dresden.

—¡Ach, pero si es el señor Morgan! Vive aquí. No parece muy… ¿Ha muerto?

—Sí, señora.

—Dios nos guar… —La frase, políticamente cuestionable, murió en sus labios.

—Nos gustaría ver sus habitaciones.

—Sí, señor, por supuesto. Por aquí. —Cruzaron un patio tan abrumadoramente sombrío que habría entristecido hasta al irreprimible Papageno de Mozart.

La mujer caminaba meciéndose hacia delante y hacia atrás.

—A decir verdad, señores, ese hombre siempre me pareció algo extraño. —Lo dijo echando cautelosas miradas a Kohl, para dejar claro que ella no era cómplice de Morgan, por si lo habían matado los nacionalsocialistas, pero también que su conducta no era tan sospechosa como para denunciarlo—. No lo hemos visto en todo un día. Salió ayer, justo antes del almuerzo, y no ha regresado.

Franquearon otra puerta cerrada con llave, al final del patio, y luego subieron dos tramos de escalera que olían a cebolla y encurtidos.

—¿Cuánto tiempo llevaba viviendo aquí? —preguntó Kohl.

—Tres meses. Pagó seis meses por adelantado. Y me dio una propina… —Se le apagó la voz—. Pero no muy grande.

—¿Los cuartos estaban amueblados?

—Sí, señor.

—¿Recuerda usted que haya recibido algún visitante?

—No que yo sepa. Yo no he hecho pasar a ninguno.

—Muéstrele el dibujo, Janssen.

Él mostró el retrato de Paul Schumann.

—¿Ha visto a este hombre?

—No, señor. ¿También ha muerto? —La mujer añadió abruptamente—: Quiero decir… No, no lo he visto nunca.

Kohl la miró a los ojos. Eran evasivos, pero por miedo, no por engaño, y él le creyó. A sus preguntas respondió que Morgan era comerciante, que no recibía llamadas telefónicas en la casa y que recogía su correspondencia en correos. No sabía si tenía sus oficinas en otro lugar. Nunca había dicho nada concreto sobre su trabajo.

—Bien, ahora déjenos.

Heil —saludó ella. Y se escabulló como un ratón. Kohl recorrió la habitación con una mirada.

—¿Ha notado, Janssen, que he hecho una deducción equivocada?

—¿A qué se refiere, señor?

—He supuesto que el señor Morgan era alemán porque usaba prendas de paño hitleriano. Pero no todos los extranjeros tienen tanto dinero como para vivir en Unter den Linden y comprar ropa de primera calidad en KaDeWe, aunque esa sea nuestra impresión.

Su asistente reflexionó por un momento.

—Es verdad, señor. Pero quizá tenía otro motivo para usar ropa ersatz.

—¿Quizá deseaba hacerse pasar por alemán?

—Sí, señor.

—Bien, Janssen. Aunque tal vez, antes que hacerse pasar por uno de nosotros, lo que buscaba era no llamar la atención. De cualquier modo, ambas cosas lo hacen sospechoso. Veamos ahora si podemos restar misterio a nuestro misterio. Comencemos por los armarios.

El candidato a inspector abrió una puerta e inició su examen del contenido.

Kohl, por su parte, escogió la búsqueda menos exigente: se instaló en una silla chirriante para revisar los documentos del escritorio. Al parecer el norteamericano había sido una suerte de mediador, que proporcionaba servicios a varias empresas estadounidenses localizadas en Alemania. A cambio de una comisión ponía en contacto a un comprador norteamericano con un vendedor alemán o viceversa. Cuando venían a la ciudad empresarios de Estados Unidos se contrataba a Morgan para que los entretuviera y concertara reuniones con representantes alemanes de Borsig, Bata Shoes, Siemens, I. G. Farben, Opel y muchas más.

Había varias fotos de Morgan y documentos que confirmaban su identidad, pero a Kohl le resultó extraño que no hubiera efectos realmente personales: ni fotos familiares ni recuerdos.

… tal vez era hermano de alguien. Y esposo o amante de alguien. Y quizá tuvo la suerte de criar hijos. Ojalá haya tenido también antiguas amantes que lo recuerden de vez en cuando.

Kohl analizó las implicaciones de esa falta de información personal. ¿Significaría acaso que el hombre era un solitario? ¿O quizá tenía otros motivos para mantener en secreto su vida personal?

Janssen escarbaba en el ropero.

—¿Hay algo en especial que deba buscar, señor?

Dinero estafado, el pañuelo de una amante casada, una carta de extorsión, la nota de una adolescente embarazada… cualquier cosa que pudiera señalar las causas por las que el pobre señor Morgan había muerto brutalmente en los inmaculados adoquines del pasaje Dresden.

—Busque cualquier cosa que nos ayude a esclarecer el caso de alguna manera. No puedo describirlo mejor. Es la parte más difícil de la tarea detectivesca. Use el instinto, la imaginación.

—Sí, señor.

El inspector continuó examinando el escritorio. Un momento después Janssen anunció:

—Mire esto, señor. El señor Morgan tenía fotos de mujeres desnudas. Aquí hay una caja.

—¿Son fotografías impresas? ¿O tomadas por él mismo?

—No, son postales. Ha de haberlas comprado en algún lugar.

—Pues entonces no nos interesan, Janssen. Debe usted discernir cuándo los vicios de una persona son relevantes y cuándo no lo son. Y puedo asegurarle que, de momento, las postales voluptuosas no tienen importancia. Continúe con su búsqueda, por favor.

Hay hombres en quienes la calma crece en proporción directa a la desesperación. Estos hombres son raros y especialmente peligrosos, pues su implacabilidad no disminuye y jamás caen en el descuido.

Robert Taggert era de ese tipo. Aquel maldito sicario de Brooklyn lo había dejado de piedra al haberlo burlado y haber puesto en peligro su futuro, pero él no permitiría que la conmoción sufrida le turbara el buen juicio.

Sabía cómo había llegado Schumann a descubrirlo todo: en el suelo del cobertizo había un trozo de alambre y, al lado, trocitos de plomo. Había revisado el cañón del arma y descubierto el tapón, naturalmente. Taggert pensó, furioso, por qué no se le habría ocurrido vaciar las balas de pólvora. Así no habrían sido peligrosas para Ernst y Schumann habría descubierto la traición demasiado tarde, cuando el cobertizo estuviera ya rodeado por la SS.

Pero aquello, se dijo, aún tenía remedio.

En un breve segundo encuentro con Himmler y Heydrich, en la sala de prensa, les había asegurado no saber de la conspiración mucho más de lo que ya les había explicado; luego abandonó el estadio, informando a los alemanes de que se pondría inmediatamente en contacto con Washington para preguntar si tenían más detalles. Los dejó a ambos murmurando sobre las conspiraciones de judíos y rusos. Le sorprendió que le permitieran salir del recinto sin detenerlo: aunque su arresto no habría sido lógico, sabía muy bien que existía ese riesgo, puesto que el país estaba colmado de sospechas y paranoia.

Ahora Taggert analizaba a su presa. Paul Schumann no era estúpido, desde luego. En la trama en la que le habían implicado, lo hacían pasar por ruso y sabía que eso era lo que buscarían los alemanes. Sin duda a esas horas ya se habría deshecho de su falsa identidad y se presentaría nuevamente como norteamericano. Pero Taggert prefirió no revelar eso a los alemanes; sería mejor presentar al «ruso» muerto, junto con su cómplice: el jefe de una banda delincuente y una disidente; sin duda, Käthe Richter tendría algunos amigos que simpatizaran con los kosi, lo cual añadiría credibilidad a la historia del asesino ruso.

Desesperado, sí.

Pero mientras conducía el furgón blanco hacia el sur, sobre un canal tan pardo como las Tropas de Asalto, se mantenía sereno como una piedra. Aparcó en una calle transitada y se apeó. No dudaba de que Schumann regresaría a la pensión en busca de Käthe Richter: había exigido de manera inflexible llevarse a esa mujer a Estados Unidos. Eso significaba que no la dejaría allí, ni siquiera en esos momentos. Taggert también estaba seguro de que se presentaría en persona en vez de llamarla: Schumann conocía los peligros de los teléfonos intervenidos de Alemania.

Marchaba a buena velocidad por las calles, sintiendo el golpeteo tranquilizador de la pistola contra la cadera.

En una esquina viró hacia el pasaje Magdeburger y se detuvo a inspeccionar minuciosamente la pequeña calle. Parecía desierta y polvorienta en el calor de la tarde. Después de pasar disimuladamente frente a la pensión de Käthe Richter, como no percibía ninguna amenaza, regresó deprisa y bajó hasta la entrada al sótano. La abrió a golpes con el hombro y entró subrepticiamente al húmedo subsuelo.

Subió por una escalera de madera, siempre pisando en el lateral de los peldaños, para reducir los crujidos lo máximo posible. Al llegar arriba abrió la puerta y, después de sacar la pistola del bolsillo, salió al vestíbulo de la planta baja. Estaba desierto. No había ruidos ni movimiento alguno, aparte del zumbido frenético de una mosca enorme, atrapada entre dos cristales.

Caminó a lo largo del corredor y se detuvo ante cada puerta para escuchar, pero no se oía nada. Por fin regresó a aquella de la que pendía un letrero toscamente pintado que ponía «Casera». Allí golpeó.

—¿Señora Richter?

Se preguntaba cómo sería aquella mujer. Esas habitaciones habían sido alquiladas para Schumann por el verdadero Reginald Morgan, pero al parecer ella y Morgan no habían llegado a conocerse personalmente, pues lo habían resuelto todo por teléfono; en cuanto a la carta de aceptación y el efectivo, los intercambiaron por medio de un sistema de mensajería que recorría toda la ciudad.

Otro toque a la puerta.

—He venido por una habitación. La puerta de la calle estaba abierta.

No hubo respuesta.

Intentó abrir. No estaba cerrada con llave. Al entrar vio que en la cama había una maleta abierta, rodeada de ropa y libros. Eso lo tranquilizó: significaba que Schumann aún no había regresado. Pero ella, ¿dónde estaba? Tal vez quería cobrar algún dinero que le debían o, más probablemente, pedir prestado lo que fuera posible a amigos y parientes. Emigrar de Alemania por las vías permitidas implicaba poder llevar sólo ropa y algo de dinero para gastos personales; si pensaba partir ilegalmente con Schumann llevaría todo el efectivo posible. La radio estaba encendida; las luces, también. Regresaría pronto.

Taggert vio junto a la puerta un tablero con las llaves de todas las habitaciones. Después de coger las que correspondían a las de Schumann, salió nuevamente al corredor y recorrió silenciosamente el pasillo. Con un movimiento veloz, abrió la cerradura y entró con la pistola en alto.

La sala estaba desierta. Cerró la puerta con llave antes de pasar al dormitorio, sin hacer ruido. Schumann no estaba allí, pero su maleta sí. Taggert se detuvo a reflexionar en el centro de la habitación. El sicario podía ser sentimental en su interés por la mujer, pero era un profesional concienzudo: antes de entrar miraría por las ventanas del frente y de la parte trasera, para ver si había alguien dentro.

Decidió esperar escondido. La única opción realista era el armario. Dejaría la puerta un poco entreabierta para oír a Schumann cuando entrara. Cuando se pusiera a preparar el equipaje, él saldría del ropero para matarlo. Con un poco de suerte vendría con Käthe Richter y podría matarla también. Si no, la esperaría en su cuarto. Desde luego, cabía esperar que ella fuera la primera en llegar; en ese caso él podría matarla inmediatamente o aguardar hasta que llegara Schumann. Habría que decidirse por lo más conveniente. Luego inspeccionaría las habitaciones, para asegurarse de que no quedaran rastros de la verdadera identidad de Schumann, y finalmente llamaría a la SS y a la Gestapo para informarles de que ya había acabado con el ruso.

Taggert entró en el amplio armario y, después de cerrar la puerta casi por completo, se desabrochó casi toda la camisa para aliviar el terrible calor. Inhaló bien hondo, llenando de aire los pulmones doloridos. El sudor le moteaba la frente y le escocía en los sobacos, pero eso no le importaba, pues Robert Taggert estaba totalmente impulsado, o antes bien intoxicado, por un elemento mucho mejor que el oxígeno húmedo: la euforia del poder. El chaval de Hartford, el chico a quien golpeaban sólo por pensar más y correr menos que los otros mozalbetes de ese barrio pobre y gris, acababa de conocer al mismísimo Adolf Hitler, el político más sagaz de la tierra, y los ardorosos ojos azules de ese hombre lo habían mirado con admiración y respeto, un respeto que pronto se repetiría en Estados Unidos, a su regreso, cuando informara a sus superiores sobre el éxito de su misión.

Embajador en Inglaterra, en España. Sí, y con el tiempo incluso en Berlín, ese país que tanto le gustaba. Podría llegar adonde quisiera.

Se enjugó la cara otra vez, preguntándose cuánto tiempo tendría que esperar a Schumann.

La respuesta llegó apenas un momento después: Taggert oyó que se abría la puerta de la calle. Luego, fuertes pisadas en el pasillo, que pasaron de largo ante esa habitación. El toque a una puerta.

—¿Käthe? —preguntó la voz distante. Quien hablaba era Paul Schumann.

¿Entraría en la habitación de la mujer para esperarla?

No: las pisadas regresaban hacia donde le esperaba el traidor agazapado.

Taggert oyó el repiqueteo de la llave, el chirrido de los goznes viejos y, luego, el chasquido de la puerta al cerrarse. Paul Schumann había entrado al cuarto donde moriría.