26

El Munich House era un restaurante pequeño, diez calles al noroeste del Tiergarten y a cinco del pasaje Dresden. Willi Kohl había comido allí varias veces; recordaba haber disfrutado del goulash húngaro, al que agregaban semillas de alcaravea y uvas pasas, nada menos. Con la comida había bebido un estupendo vino tinto Blaufrankisch, de Austria.

Él y Janssen aparcaron el DKW frente al lugar; Kohl plantó la credencial de la Kripo en el salpicadero, para ahuyentar a los ansiosos Schupo, siempre armados de multas. Luego caminó a paso rápido hacia el restaurante, vaciando en el trayecto su pipa de meerschaum, seguido por Konrad Janssen.

El decorado del interior era de estilo bávaro: madera oscura y estucado amarillento; por doquier, bordes de gardenias de madera, torpemente talladas y pintadas. El salón olía gratamente a especias agrias y a carne asada. Inmediatamente Kohl sintió hambre; esa mañana sólo había tomado un desayuno ligero, de café y pastas. El humo era denso, pues ya casi había pasado la hora del almuerzo y la gente cambiaba los platos vacíos por café y cigarrillos.

Kohl vio a su hijo Günter junto a Helmut Gruber, el líder de las juventudes Hitlerianas, y otros dos adolescentes que también vestían el uniforme del grupo; a pesar de estar bajo techo no se habían quitado las gorras de oficial del Ejército, ya fuera por falta de respeto o por ignorancia.

—He recibido vuestro mensaje, muchachos.

El líder de las Juventudes Hitlerianas, con el brazo extendido en saludo, dijo:

Heil Hitler, detective-inspector Kohl. Hemos identificado al hombre que usted busca. —Y mostró en alto la foto del cadáver hallado en el pasaje Dresden.

—¿De verdad?

—Sí, señor.

Kohl echó un vistazo a Günter y detectó sentimientos contradictorios en la cara de su hijo. Estaba orgulloso de ver elevada su categoría frente a la Juventud, pero no le gustaba que Helmut hubiera acaparado el liderazgo de la búsqueda por los restaurantes. El inspector se preguntó si este incidente rendiría un doble beneficio: la identificación del cadáver para él y, para su hijo, una lección sobre las realidades de la vida entre los nacionalsocialistas.

El propietario o jefe de camareros, un hombre fornido y medio calvo, de polvoriento traje negro y chaleco raído con rayas doradas, se cuadró ante él. Cuando habló lo hizo con obvio desasosiego: los de las Juventudes Hitlerianas figuraban entre los denunciantes más enérgicos.

—Inspector: su hijo y estos amigos suyos preguntaban por este individuo.

—Sí, sí. ¿Y usted, señor, es…?

—Gerhard Klemp. Soy el gerente desde hace dieciséis años.

—Este hombre ¿almorzó ayer aquí?

—Sí, señor, en efecto. Viene casi tres veces por semana. La primera vez fue hace varios meses. Dijo que le gustaba comer aquí porque preparábamos algo más que comida alemana.

Como Kohl prefería que los muchachos supieran lo menos posible sobre ese homicidio, dijo a su hijo y a los Jóvenes Hitlerianos:

—Pues… gracias, hijo. Gracias, Helmut. —Y saludó con la cabeza a los otros—. Ahora nos haremos cargo nosotros. Sois un orgullo para esta nación.

—Estoy dispuesto a todo por nuestro Führer, detective-inspector —aseguró Helmut en el tono adecuado a su declaración—. Buenos días, señor. —Y volvió a levantar el brazo.

Kohl vio que su hijo extendía el suyo en un gesto similar y, a manera de respuesta, él también hizo un enérgico saludo nacionalsocialista, pasando por alto la expresión levemente divertida de Janssen:

Heil.

Los chavales salieron, parloteando y riendo; por una vez se los veía normales: juveniles y alegres, libres de esa habitual expresión de autómatas sin cerebro, como salidos de Metrópolis, la película de ciencia ficción de Fritz Lang. Él cruzó una mirada con su hijo, que agitó la mano con una sonrisa, en tanto el grupo desaparecía por la puerta. Kohl rezó por no haberse equivocado al tomar esa decisión por su hijo; Günter bien podía acabar seducido por el grupo. Luego se volvió hacia Klemp y dio un golpecito a la foto.

—¿A qué hora almorzó ayer?

—Vino temprano, a eso de las once, cuando acabábamos de abrir. Se fue treinta o cuarenta minutos después.

El inspector notó que Klemp, aunque atribulado por esa muerte, no se atrevía a demostrarlo, por si el hombre resultara ser enemigo del Estado. También estaba lleno de curiosidad, pero temía hacer preguntas sobre la investigación o revelar voluntariamente más de lo que se le preguntara, como la mayoría de los ciudadanos en esos tiempos. Al menos no padecía de ceguera.

—¿Estaba solo?

—Sí.

Janssen preguntó:

—Por casualidad, ¿no vio usted si había venido acompañado o si se reunió con alguien al salir? —Señaló con la cabeza las grandes ventanas sin cortinas.

—No vi a nadie, no.

—¿Comía habitualmente con alguien?

—No. Por lo general estaba solo.

—Y ayer, ¿hacia dónde fue al terminar? —preguntó Kohl, que iba apuntando todo en su libreta, después de tocar la mina del lápiz con la lengua.

—Hacia el sur, creo. Es decir, hacia la izquierda. En dirección al pasaje Dresden.

—¿Qué sabe usted de él?

Ach, algunas cosas. Para empezar, tengo su dirección, si les sirve.

—Desde luego que sí —exclamó Kohl entusiasmado.

—Cuando comenzó a venir con regularidad le aconsejé que abriera una cuenta. —Se volvió hacia una caja de archivo, llena de tarjetas pulcramente escritas, y apuntó una dirección en un trozo de papel.

Janssen la leyó.

—Queda a dos calles de aquí, señor.

—¿Sabe algo más de ese hombre?

—Temo que no mucho. Era reservado. Rara vez hablábamos. Y no era por el idioma, no. Era por sus preocupaciones. Por lo general leía un periódico, un libro o algún documento de negocios y no quería conversar.

—¿Por qué ha dicho usted que no era por el idioma?

—Hombre, es que era norteamericano.

Kohl miró a su asistente con una ceja enarcada.

—¿De verdad?

—Sí, señor —aseguró el hombre echando otro vistazo a la foto del muerto.

—¿Y cómo se llamaba?

—Reginald Morgan, señor.

—¿Y quién es usted?

Como respuesta a la pregunta de Reinhard Ernst, Robert Taggert levantó un dedo en señal de advertencia; luego miró atentamente por la ventana frente a la cual estaba el coronel cuando él lo había derribado, un momento antes, para quitarlo del campo visual del edificio anexo donde esperaba Paul Schumann.

Vislumbró la negra entrada del cobertizo y, vagamente, la boca del máuser, que se movía de un lado a otro.

—¡Que nadie salga! —ordenó a los obreros—. ¡No os acerquéis a las ventanas ni a las puertas!

Luego se volvió hacia Ernst, que estaba sentado en una caja llena de latas de pintura. Varios de los obreros, que lo habían ayudado a levantarse, esperaban a poca distancia.

Taggert había llegado tarde al estadio, al volante del camión blanco. Tuvo que dar un gran rodeo hacia el norte y el oeste para asegurarse de que Schumann no lo viera. Después de mostrar sus credenciales a los guardias, había subido corriendo hasta la sala de prensa, en el momento en que Ernst se detenía frente a la ventana. Los fuertes ruidos de la construcción impidieron que el coronel oyera su grito sobre el rugido de las sierras. El norteamericano tuvo que correr a lo largo del pasillo, frente a diez o doce trabajadores atónitos, y arrojarse contra él para apartarlo de la ventana.

El coronel se sujetaba la cabeza, que se había golpeado contra el suelo cubierto de lona. No tenía sangre en el cuero cabelludo y no parecía haber sufrido mucho daño, aunque el golpe de Tagger lo había dejado aturdido y sin aire en los pulmones.

En respuesta a su pregunta el norteamericano dijo:

—Trabajo para el personal diplomático de Washington D. C. —Mostró sus papeles: una tarjeta de identificación del Gobierno y un pasaporte estadounidense auténtico, extendido bajo su verdadero nombre; no era la falsificación a nombre de Reginald Morgan, el agente de Inteligencia Naval que había matado el día anterior en el pasaje Dresden, frente a Paul Schumann, para hacerse pasar por él.

—He venido a advertirle de que hay una conspiración contra su vida —dijo—. En este momento hay un asesino allí fuera.

—Pero Krupp… ¿El barón Von Bohlen está involucrado?

—¿Krupp? —Taggert, fingiendo sorpresa, escuchó la explicación de Ernst sobre la llamada telefónica—. No; ese debió de ser uno de los conspiradores, para hacer que usted saliera. —Señaló hacia fuera. El asesino está en uno de los almacenes, al sur del estadio. Hemos sabido que es ruso, aunque viste el uniforme de la SS.

—¿Ruso? Sí, sí, hubo una alerta de seguridad sobre un hombre así.

De hecho, Ernst no habría corrido peligro si se hubiera quedado ante la ventana o hubiera salido a la galería. El rifle que Schumann tenía ahora era el mismo que había probado el día anterior, en la plaza Noviembre de 1923, pero esa noche Taggert había bloqueado con plomo el cañón del arma. Aunque el sicario hubiera disparado, la bala no habría salido por la boca. Pero entonces, al comprender que le habían tendido una emboscada, quizá habría escapado, aun herido por la explosión del rifle.

—¡Nuestro Führer puede estar en peligro!

—No —aseguró Taggert—. Sólo usted.

—¿Yo? —Ernst giró la cabeza—. ¡Mi nieto! —Se levantó abruptamente—. He traído a mi nieto. Él también podría estar en peligro.

—Debemos advertir a todos que se mantengan lejos de las ventanas —dijo Taggert— y evacuar el área. —Los dos hombres se dirigieron apresuradamente por el corredor—. ¿Hitler está en la sala de prensa?

—Allí estaba hace unos minutos.

Aquello estaba resultando mucho mejor de lo que Taggert podía esperar. En la pensión había disimulado su entusiasmo al saber por Schumann que Hitler y los otros líderes estarían reunidos allí.

—Necesito informarle de lo que hemos sabido. Debemos actuar deprisa para que el asesino no escape.

Entraron en la sala de prensa. El norteamericano parpadeó por la impresión de encontrarse entre los hombres más poderosos de Alemania, que se volvían a mirarlo con curiosidad. Los únicos que le ignoraban eran dos alegres pastores alemanes y un hermoso niño de unos seis o siete años.

Adolf Hitler reparó en Ernst, que aún se apretaba la nuca y traía el traje sucio de pintura y escayola.

—Reinhard —exclamó, alarmado—, ¿está usted herido?

Opa! —El niño corrió hacia él.

Ernst lo rodeó con los brazos para llevarlo rápidamente hacia la entrada de la sala, lejos de puertas y ventanas.

—No ha pasado nada, Rudy. Ha sido sólo una caída. ¡Todo el mundo, lejos de las ventanas! —Llamó con un gesto a un guardia de la SS—. Llévese a mi nieto al pasillo y quédese con él.

—Sí, señor. —El hombre hizo lo que se le ordenaba.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó Hitler. Ernst respondió:

—Este hombre es un diplomático estadounidense. Dice que allí fuera hay un ruso con un rifle. En uno de los almacenes, al sur del estadio.

Himmler ordenó a un guardia:

—¡Traiga inmediatamente a algunos hombres! Y reúna un destacamento abajo.

—Sí, mi jefe de policía.

Ernst explicó lo de Taggert. El Führer alemán se acercó al norteamericano, que estaba casi sofocado de emoción por verse en presencia de Hitler. El dictador era tan bajo como él, pero más ancho y de facciones más marcadas. Con un gesto severo en la cara pálida, examinó con atención los papeles de Taggert. Sus ojos estaban encerrados entre los párpados caídos y las bolsas, pero tenían, sin duda, ese azul pálido y penetrante del que tanto le habían hablado. Ese hombre podía hipnotizar a cualquiera, se dijo Taggert; él mismo percibía su fuerza.

—¿Me permite, mi Führer, por favor? —pidió Himmler. Hitler le entregó los documentos. Después de estudiarlos preguntó—: ¿Habla usted alemán?

—Sí, señor.

—Con todo respeto, señor, ¿está armado?

—Lo estoy —dijo Taggert.

—Puesto que aquí están el Führer y estas otras personas, me haré cargo de su arma hasta que sepamos qué está pasando.

—Por supuesto. —El norteamericano se abrió la chaqueta y permitió que uno de los SS le retirara la pistola. Esperaba algo así. Después de todo Himmler era el jefe de la SS, cuya misión principal era custodiar a Hitler y a los líderes del Gobierno.

El jefe de policía ordenó a otro de sus hombres que echara un vistazo a los cobertizos y tratara de descubrir al posible asesino.

—Y dése prisa.

—Sí, mi jefe de policía.

Mientras él salía de la sala de prensa, diez o doce guardias armados entraron en fila y se distribuyeron de manera que pudieran proteger a los presentes. Taggert se volvió hacia Hitler con una respetuosa inclinación de cabeza.

—Señor canciller presidente: hace varios días supimos de una posible conspiración de los rusos.

Himmler asintió:

—La información que nos llegó el viernes desde Hamburgo apuntaba a que los rusos querían hacer algún «daño».

Hitler lo acalló con un ademán e indicó a Taggert que continuara.

—No dimos mucha importancia a esa información. Nos llegan muy a menudo, de esos puñeteros rusos. Pero hace algunas horas nos hemos enterado de algunos datos: el blanco era el coronel Ernst y el asesino podría venir esta tarde al estadio. He supuesto que vendría a examinar el lugar para atentar contra el coronel durante los Juegos y he venido personalmente a ver qué ocurría.

Y he reparado en un hombre que entraba en un cobertizo, al sur del estadio. Luego me ha espantado enterarme de que el coronel y el resto de ustedes estaban aquí.

—¿Cómo ha entrado ese asesino en el recinto? —bramó Hitler.

—Con uniforme de la SS y credenciales falsas, según creemos —explicó el norteamericano.

—Yo estaba a punto de salir —apuntó Ernst—. Este hombre me ha salvado la vida.

—¿Y Krupp? ¿Y esa llamada telefónica? —preguntó Göring.

—Krupp no tiene nada que ver con esto, sin duda —aseveró Taggert—. Debe de ser un cómplice quien ha hecho esa llamada para que el coronel saliera.

Himmler hizo un gesto a Heydrich, quien marchó hacia el teléfono y, después de marcar un número, habló durante unos instantes. Luego levantó la vista.

—No, no era Krupp quien ha llamado. A menos que ahora utilice el teléfono de la oficina de correos de Potsdamer Platz.

Hitler murmuró a Himmler con aire ominoso:

—¿Cómo es posible que nosotros no supiéramos nada de esto?

Taggert, sabedor de que en la cabeza de Hitler danzaba constantemente la paranoia de la conspiración, acudió en defensa de Himmler:

—Los rusos fueron muy astutos. Nosotros lo supimos por casualidad, a través de nuestras fuentes en Moscú. Pero le ruego, señor: debemos actuar deprisa. Si él se percata de que lo hemos descubierto, escapará y volverá a intentarlo.

—¿Por qué a Ernst? —preguntó Göring.

Eso debía de significar «por qué no a mí», se dijo el norteamericano. Respondió directamente a Hitler:

—Señor Führer del Estado: tenemos entendido que el coronel Ernst participa en el rearme. Eso no nos preocupa: en Estados Unidos consideramos a Alemania nuestro mejor aliado europeo y queremos que tenga poderío militar.

—¿Eso piensan sus compatriotas? —preguntó Hitler.

En los círculos diplomáticos era bien sabido que el sentimiento antinazi de los norteamericanos lo tenía muy preocupado.

Ahora que podía prescindir de la molestia de simular la plácida personalidad de Reggie Morgan, Taggert afiló la voz:

—No siempre se sabe toda la verdad. Los judíos meten mucha bulla, en vuestro país y en el mío, y los elementos izquierdistas se pasan el día gimoteando: el periodismo, los comunistas, los socialistas…

Pero son sólo una pequeña parte de la población. No: nuestro Gobierno y la mayoría de los estadounidenses estamos firmemente decididos a aliarnos con vosotros y a ayudaros para que os quitéis el yugo de Versalles. Son los rusos a quienes más preocupa el rearme alemán. Pero escuche, señor: disponemos de pocos minutos. El asesino…

En ese momento regresó el guardia de la SS.

—Es como él ha dicho, señor. Junto al aparcamiento hay algunos cobertizos. Uno tiene la puerta abierta. Y sí, se ve asomar el cañón de un rifle que busca un blanco aquí, en el estadio.

Varios de los hombres presentes ahogaron un murmullo de indignación. Joseph Goebbels se pellizcaba la oreja con nerviosismo. Göring había desenfundado su Luger y la meneaba cómicamente de un lado a otro, como un niño con una pistola de juguete.

La voz de Hitler, sus manos, temblaban de ira:

—¡Esos judíos comunistas, esos animales! ¡Venir a mi país a hacerme esto! Traidores… ¡Y con nuestras Olimpiadas a punto de comenzar! Son… —Pero estaba tan furioso que no pudo continuar con su diatriba.

Taggert se dirigió a Himmler:

—Sé hablar ruso. Rodee el cobertizo y permítame que trate de persuadir a ese hombre para que se rinda.

Sin duda la Gestapo o la SS podrán hacer que nos revele quiénes son los otros conspiradores y dónde están.

Himmler asintió y se volvió hacia Hitler.

—Mi Führer, es importante que usted y los demás partan de inmediato. Por la ruta subterránea. Puede que el asesino sea uno solo, pero también es posible que haya otros y este señor no lo sepa.

Como cualquiera que hubiera leído los informes de inteligencia sobre Himmler, Taggert pensaba que ese antiguo vendedor de fertilizantes estaba medio loco y que era un adulador incurable. Pero como tenía un claro papel que desempeñar, dijo sumisamente:

—El jefe de policía Himmler tiene razón. No estoy seguro de que nuestra información sea completa. Pónganse a salvo. Yo ayudaré a las tropas a capturar a ese hombre.

Ernst le estrechó la mano,

—Le estoy muy agradecido.

Taggert asintió. Siguió con la vista a Ernst, que salía al corredor a por su nieto; luego lo vio reunirse con los otros, que bajaban por una escalera interior hacia la calzada subterránea, rodeados por una brigada de guardias. Sólo cuando Hitler y los demás hubieron desaparecido le devolvió Himmler su pistola. Luego el jefe de policía llamó al oficial de la SS a quien había ordenado reunir un destacamento abajo.

—¿Dónde están sus hombres?

El guardia explicó que había veinticinco desplegados hacia el este, fuera de la vista del cobertizo. Himmler dijo:

—El líder Heydrich y yo permaneceremos aquí y convocaremos una alerta general en la zona. Tráiganos a ese ruso.

—Heil.

El hombre giró sobre sus talones y bajó apresuradamente la escalera, seguido por Taggert. Ambos trotaron hacia el costado este del estadio; allí se reunieron con las tropas y, describiendo un amplio arco hacia el sur, se aproximaron al cobertizo.

Los hombres corrían deprisa, rodeados por los guardias impávidos, entre el ruido de los cerrojos y los seguros de las pistolas, cargando las balas. Sin embargo, en medio de ese aparente dramatismo, Robert Taggert estaba sereno por primera vez en varios días. Tal como el hombre que había matado en el pasaje Dresden (Reggie Morgan), él era una de esas personas que viven a la sombra del Gobierno, la diplomacia y los negocios, cumpliendo lo que se les manda por caminos a veces legítimos, a menudo ilegales. De todo lo que había dicho a Schumann, una de las pocas cosas ciertas era que deseaba con pasión un cargo diplomático, ya fuera en Alemania, ya en otro país; le habría gustado España, desde luego. Pero esas metas no se consiguen con facilidad: es preciso ganarlas, con frecuencia en situaciones descabelladas y peligrosas. Tal como el plan que involucraba a ese pobre bobo de Paul Schumann.

Las instrucciones recibidas de Estados Unidos eran sencillas: habría que sacrificar a Reggie Morgan. Taggert lo mataría para asumir su identidad. Ayudaría a Paul Schumann a planificar la muerte de Reinhard Ernst y, en el último instante, «rescataría» dramáticamente al coronel alemán, como prueba de la firmeza con que Estados Unidos apoyaba a los nacionalsocialistas. Hasta Hitler llegarían noticias del rescate y los comentarios de Taggert sobre ese apoyo. Pero todo resultó muchísimo mejor: él había representado su papel directamente ante Hitler y Göring.

La suerte que corriera Schumann no tenía ninguna importancia; moriría en ese momento, lo cual sería más limpio y conveniente, o sería atrapado y torturado. En este último caso Schumann acabaría por hablar… y contaría algo increíble: que había sido contratado por el Departamento de Inteligencia Naval norteamericano para matar a Ernst. Los alemanes no le harían el menor caso, puesto que el asesino había sido denunciado por Taggert y los norteamericanos. ¿Y si resultaba que no era ruso, sino un pistolero germanoamericano? Pues… probablemente lo habrían reclutado los rusos.

El plan era sencillo.

Sin embargo hubo inconvenientes desde un principio. Él tenía pensado matar a Morgan varios días antes, para reemplazarlo en su primer encuentro con Schumann. Pero Morgan era un hombre muy cauto e inteligente, que sabía llevar una vida encubierta. Taggert no había hallado ninguna oportunidad para matarlo antes de la escena en el pasaje Dresden. ¡Y qué tensa había sido la situación!

Reggie Morgan sólo conocía la contraseña antigua, no la del tranvía para ir a Alexanderplatz; por ende, cuando se encontró con Schumann en el callejón cada uno de ellos creyó que el otro era el enemigo. Taggert había logrado matarlo justo a tiempo para convencer a Schumann de que él era, en verdad, el agente norteamericano, puesto que sabía la frase correcta, tenía el pasaporte falso y pudo hacer una descripción exacta del senador. Además procuró ser el primero en registrar los bolsillos del muerto. Así fingió encontrar pruebas de que Morgan pertenecía a las Tropas de Asalto, aunque el carné que mostró a Schumann sólo certificaba, en realidad, que el portador había donado una suma de dinero a un fondo para los veteranos de guerra. En Berlín medio mundo tenía esas tarjetas, puesto que los Camisas Pardas eran muy hábiles cuando se trataba de solicitar «contribuciones».

El mismo Schumann le causó algunos quebraderos de cabeza. Era sagaz, sí, mucho más de lo que Taggert esperaba de un matón. Era desconfiado por naturaleza y nunca revelaba lo que estaba pensando. Taggert había tenido que vigilar lo que decía y hacía, recordar constantemente que él era Reginald Morgan, un funcionario civil tenaz y mediocre. Le horrorizó, por ejemplo, que Schumann insistiera en registrar el cadáver de Morgan por si tuviera tatuajes. Si tenía alguno, probablemente pondría «U. S. Navy», o quizá el nombre del barco donde había servido durante la guerra. Pero el destino le sonrió: ese hombre nunca había estado bajo una aguja.

Taggert llegó al cobertizo con los guardias uniformados de negro. Allí asomaba el cañón del máuser, como si Paul Schumann buscara su blanco. Los soldados se desplegaron en silencio; el oficial dirigía a sus hombres con ademanes de la mano. El norteamericano quedó más impresionado que nunca por las brillantes tácticas alemanas.

Ya se acercaban, cada vez más.

Schumann continuaba apuntando al balcón, detrás del palco de la prensa. Debía de estar preguntándose qué pasaba, por qué Ernst tardaba tanto en salir. ¿Le habrían transmitido la llamada de Webber?

Mientras los hombres de la SS rodeaban el cobertizo, eliminando cualquier posibilidad de que Schumann pudiera escapar, Taggert recordó que, cuando hubiera acabado allí, debía regresar a Berlín y buscar a Otto Webber para matarlo. También a Käthe Richter.

Cuando los jóvenes soldados estuvieron apostados alrededor del cobertizo, el norteamericano susurró:

—Iré a hablarle en ruso para que se rinda.

El comandante de la SS asintió. Taggert sacó la pistola del bolsillo. No corría ningún peligro, desde luego, pues el máuser tenía el cañón bloqueado. Aun así avanzó con lentitud, fingiendo cautela y nerviosismo.

—No os mováis —susurró—. Yo entraré primero.

El de la SS enarcó las cejas, impresionado por su valentía.

Taggert levantó la pistola y avanzó hacia el vano de la puerta. La boca del rifle continuaba moviéndose de lado a lado. Era palpable la frustración del sicario al no hallar un blanco.

Con un movimiento veloz, Taggert abrió una de las puertas de par en par y levantó la pistola, aplicando presión al gatillo. Dio un paso adentro.

Y ahogó una exclamación. Lo recorrió un escalofrío.

El máuser continuaba su recorrido por el estadio, moviendo lentamente el cañón de un lado a otro. Pero no eran las manos del asesino las que sostenían el mortífero rifle, sino unos trozos de cordel arrancados de las cajas y atados a una viga del techo.

Paul Schumann había desaparecido.