A veinticinco minutos del centro de Berlín, apenas pasado Charlottenburg, el camión blanco viró hacia el norte a la altura de la plaza Adolf Hitler, con Reggie Morgan al volante y Paul Schumann a su lado. Ambos contemplaron el estadio, que estaba a la izquierda. Al frente se elevaban dos grandes columnas rectangulares, con los cinco aros olímpicos suspendidos entre ellas.
Al girar hacia la izquierda para entrar en la calle Olímpica, Paul reparó de nuevo en el enorme tamaño del complejo. Según los letreros de señalización, además del estadio en sí había piscinas, una pista de hockey, teatro, campo de deportes y muchos cobertizos y zonas de aparcamiento. El estadio era blanco, altísimo y largo; a Paul no le hizo pensar en un edificio, sino en un inexpugnable buque de guerra.
Los terrenos estaban muy concurridos, sobre todo por obreros y proveedores, pero también había muchos soldados de uniforme gris o negro y guardias de seguridad para los líderes nacionalsocialistas que asistirían a la sesión fotográfica. Si Bull Gordon y el senador querían que Ernst muriera en público, ese era el lugar indicado.
Al parecer, era posible llegar en coche justo hasta la plaza que se abría frente al estadio. Pero sería sospechoso, desde luego, que un teniente de la SS (el nombramiento era cortesía de Otto Webber, sin coste adicional) bajara de un camión particular. Por lo tanto decidieron rodear el edificio. Morgan lo dejaría entre unos árboles, cerca de un aparcamiento, para que él «patrullara» examinando camiones y obreros, en tanto avanzaba poco a poco hacia el cobertizo desde donde se veía la sala de prensa, en el lado sur del estadio.
El camión se desvió de la carretera hacia un sector de césped y se detuvo, renqueando, invisible desde el estadio. Paul se apeó y armó el máuser. Retiró del rifle la mira telescópica, pues no era el tipo de accesorio que podía tener un oficial, y se la guardó en el bolsillo. Luego se colgó el arma del hombro y se puso el casco negro en la cabeza.
—¿Cómo estoy? —preguntó.
—Tan auténtico que me asustas. Buena suerte.
«La necesitaré», se dijo Paul, ceñudo, mientras espiaba por entre los árboles a las veintenas de obreros que poblaban los terrenos, capaces de señalar a cualquier intruso, y a los cientos de guardias que con gusto lo abatirían a balazos.
De seis, cinco en contra…
¡Compañero…! Al mirar a Morgan sintió el impulso de levantar la mano en el saludo norteamericano de los veteranos, pero era muy consciente de su papel.
—Heil Hitler —dijo, y alzó el brazo.
Morgan, conteniendo una sonrisa, hizo otro tanto. Cuando Paul giraba para alejarse dijo en voz baja:
—Ah, Paul, espera. Esta mañana, cuando hablé con Bull Gordon y el senador, los dos te desearon buena suerte. Y el comandante me pidió que te dijera que puedes imprimir las invitaciones a la boda de su hija como primer trabajo. ¿Sabes qué quiere decir?
Paul respondió con un gesto afirmativo y echó a andar hacia el estadio, sujetando la correa del máuser. Pasó entre la línea de árboles hacia un aparcamiento enorme, que debía de tener capacidad para veinte mil coches. Marchaba con autoridad y decisión, clavando miradas enérgicas en los vehículos allí aparcados, como la personificación del guardia diligente.
Diez minutos después, tras haber atravesado el aparcamiento, se encontraba ante la altísima entrada del estadio. Allí había soldados de guardia que verificaban minuciosamente los documentos y revisaban a todo el que deseara entrar, pero en los terrenos circundantes Paul era un soldado más; nadie le prestó atención. Entre ocasionales «Heil Hitler» y saludos de cabeza, fue rodeando el edificio rumbo al cobertizo. Pasó junto a una enorme campana de hierro, que tenía grabada una inscripción a un lado: «Convoco a la juventud del mundo».
Al aproximarse al cobertizo advirtió que no tenía ventanas ni puertas traseras; sería difícil huir después de disparar. Tendría que salir por delante, a la vista de todo el estadio. Pero sospechaba que la acústica haría muy difícil determinar de dónde había provenido el disparo. Además había muchos ruidos de construcción (martinetes, sierras, remachadoras y cosas así) que cubrirían el del rifle. Después de disparar Paul saldría del cobertizo caminando con lentitud y se detendría a mirar en derredor; hasta podía gritar pidiendo ayuda, si podía hacerlo sin despertar sospechas.
Era la una y media. Otto Webber, que estaba en la oficina de correos de la Potsdamer Platz, haría su llamada alrededor de las dos y cuarto. Había tiempo de sobra.
Continuó a paso lento, examinando el terreno y mirando dentro de los vehículos aparcados.
—Heil Hitler —dijo a unos obreros que pintaban una cerca a pecho descubierto—. Hace calor para trabajar así.
—Ach, no es nada —replicó uno—. Y en todo caso, ¿qué importa? Trabajamos por el bien de la patria.
—Sois el orgullo del Führer —dijo Paul. Y continuó caminando hacia su escondrijo de cazador.
Echó un vistazo curioso al cobertizo, como preguntándose si ofrecía algún peligro para la seguridad. Después de enfundarse los guantes de piel negra que formaban parte del uniforme, abrió la puerta y entró. El interior estaba lleno de cajas de cartón atadas con cordeles. Paul reconoció inmediatamente ese olor, que le recordaba sus tiempos en la imprenta: el aroma amargo del papel, el dulce de la tinta. Ese cobertizo se utilizaba para almacenar programas o folletos de Los Juegos. Dispuso algunas cajas de manera que formaran un puesto de tiro en la parte delantera. Luego extendió la chaqueta abierta a la derecha del sitio donde tenía previsto colocarse, para que cayeran allí los cartuchos cuando operara el cerrojo del arma. Estos detalles (recoger los casquillo s y no dejar huellas) probablemente no tenían importancia. Allí no tenía antecedentes y al caer la noche estaría fuera del país. Aun así se tomaba esa molestia, sólo porque formaba parte de su oficio.
Uno debe asegurarse de que nada esté descabalado.
Uno tenía que andar con mucho cuidado.
De pie, bien dentro del pequeño edificio, recorrió el estadio con la mira telescópica del rifle. Reparó en el corredor descubierto, detrás de la sala de prensa, por donde Ernst pasaría para llegar a la escalera y bajar al encuentro del mensajero o conductor que Webber le anunciaría. En cuanto el coronel saliera por la puerta, Paul tendría un blanco perfecto. También había grandes ventanas a través de las cuales podía disparar, si el hombre se detenía frente a alguna de ellas.
Era la una y cincuenta.
Paul se sentó, con las piernas cruzadas y el rifle en el regazo. El sudor le corría por la frente en gotas cada vez más gruesas. Después de enjugarse la cara con la manga de la camisa, comenzó a montar la mira telescópica del rifle.
—¿Qué opinas, Rudy?
Pero Reinhard Ernst no esperaba respuesta. Su nieto miraba con sonriente admiración la amplitud del Estadio Olímpico. Estaban en el largo sector para la prensa, en el costado sur del edificio, encima del palco del Führer. Ernst lo alzó para que pudiera mirar por la ventana. El niño prácticamente bailaba de entusiasmo.
—Ah, ¿quién es este? —preguntó una voz.
Ernst, al volverse, vio entrar a Adolf Hitler y a dos de sus SS.
—Mi Führer.
Hitler se adelantó con una sonrisa para el niño.
—Este es Rudy, el hijo de mi muchacho.
Una leve expresión de simpatía en la cara del Führer reveló a Ernst que pensaba en la muerte de Mark, en ese accidente durante unas maniobras. Por un momento le sorprendió que lo recordara, pero comprendió que no debía asombrarse: la mente de Hitler era tan amplia como el campo olímpico, aterradoramente veloz, y retenía cuanto deseaba retener.
—Saluda a nuestro Führer, Rudy. Haz como te he enseñado.
El niño hizo un enérgico saludo nacionalsocialista. Hitler, riendo de placer, le revolvió el pelo. Luego se acercó unos pasos a la ventana para señalar algunos detalles del estadio. Hablaba con entusiasmo. Se interesó por los estudios del niño y le preguntó qué asignaturas prefería, qué deportes le gustaban.
Más voces en el pasillo. Llegaban juntos los dos rivales: Goebbels y Göring. Qué viaje habría sido ese, pensó Ernst, sonriendo para sí.
Tras su derrota en la Cancillería, esa mañana, Göring parecía distraído. Ernst lo notó claramente, a pesar de su sonrisa. ¡Qué diferencias había entre los dos hombres más poderosos de Alemania! Las rabietas de Hitler, aunque sin duda extremadas, rara vez tenían su origen en motivos personales; si no se conseguía su chocolate favorito o si se golpeaba la espinilla contra una mesa, se encogía de hombros sin enfadarse. En cuanto a los reveses en cuestiones de Estado, realmente tenía un mal genio que podía aterrorizar a sus amigos más íntimos, pero una vez resuelto el problema pasaba a otra cosa. Göring, por el contrario, era como un niño codicioso: todo lo que se opusiera a sus deseos lo enfurecía y lo enconaba hasta que daba con una venganza adecuada.
Hitler estaba explicando al niño a qué juegos estaba destinada cada zona del estadio. A Ernst lo divirtió notar que Göring, bajo su amplia sonrisa, se enfurecía aún más por el hecho de que el Führer prestara tanta atención al nieto de su rival.
En el curso de los diez minutos siguientes fueron llegando otros funcionarios: Von Blomberg, el ministro de Defensa del Estado, y Hjalmar Schacht, jefe del Banco Nacional, con quien Ernst había desarrollado un complejo sistema para financiar los proyectos de rearme, mediante la utilización de fondos imposibles de rastrear, conocidos como «billetes Mefo». Los otros nombres de Schacht eran Horace y Greeley, en honor del norteamericano, y Ernst bromeaba con aquel brillante economista, diciéndole que tenía raíces de vaquero. Allí estaban también Himmler, Rudolf Hess, el de la cara de piedra, y Reinhard Heydrich, el de los ojos de serpiente, quien lo saludó con aire distraído, tal como hacía con todo el mundo.
El fotógrafo instaló meticulosamente su Leica y otros equipos, a fin de poder captar tanto el sujeto en primer plano como el estadio en el fondo, sin que las luces se reflejaran en las ventanas. Ernst se interesaba por la fotografía; poseía varias Leica y había pensado comprar una Kodak para Rudy; esa cámara, importada de Norteamérica, era más fácil de utilizar que las máquinas de precisión alemanas. El coronel había tomado muchas fotografías durante algunos de los viajes que había hecho con su familia; en particular tenía buenos documentos gráficos de París y Budapest, así como de una caminata por la Selva Negra y un viaje en barco por el Danubio.
—Bien, bien —anunció el fotógrafo—. Ya podemos comenzar.
Primero Hitler insistió en que lo fotografiaran con Rudy sentado en su rodilla, riendo y charlando con él como un tío bueno. Después comenzaron las fotografías previstas.
Aunque Ernst se alegraba de que el niño se estuviera divirtiendo, comenzaba a impacientarse. La publicidad le parecía absurda. Más aún: era un grave error táctico, al igual que toda esa idea de celebrar las Olimpiadas en Alemania. Había demasiados aspectos del rearme que se debían mantener en secreto. ¿Qué visitante extranjero no vería que esa era una nación cada día más militar?
Se dispararon los fogonazos, en tanto las celebridades del Tercer Reich se mostraban alegres, reflexivas u ominosas para las lentes. Entre una y otra foto, Ernst conversaba con Rudy o se apartaba; mentalmente estaba componiendo la carta que debía escribir al Führer sobre el Estudio Waltham; estaba ponderando qué decir y qué no.
A veces no es posible revelarlo todo…
En el vano de la puerta apareció un guardia de la SS, quien buscó a Ernst con la vista y le llamó:
—Señor ministro.
Se giraron varias cabezas.
—Señor ministro Reinhard.
Al coronel eso le resultó tan divertido como a Göring irritante: oficialmente no era ministro de Estado.
—¿Diga?
—Tiene una llamada telefónica, señor. Del secretario de Gustav Krupp von Bohlen. Necesita informarle inmediatamente sobre un asunto muy importante. Con relación a su última entrevista con usted.
¿Qué habían discutido que pudiera ser tan urgente? Uno de los temas había sido el blindado para los buques de guerra. No parecía tan crítico, pero ahora que Inglaterra había aceptado las nuevas cifras de construcción de barcos, tal vez Krupp tuviera dificultades para cumplir con las expectativas de producción. De inmediato se dijo que no podía ser: el barón no estaba informado de la victoria relacionada con el tratado. Krupp era brillante como capitalista y como técnico, pero también era un cobarde que, pese a haber despreciado al Partido antes de la subida al poder de Hitler, a partir de entonces era un converso fanático. Ernst sospechaba que la crisis no tenía nada de grave, pero Krupp y su hijo eran muy importantes para los planes de rearme y no se los podía ignorar.
—Puede coger la llamada en uno de esos teléfonos, señor. Haré que se la pasen.
—Discúlpeme un momento, mi Führer.
Hitler hizo un gesto afirmativo y continuó debatiendo con el fotógrafo el ángulo de la cámara. Un momento después sonó uno de los muchos teléfonos instalados en la pared. Una luz encendida indicó cuál era. Ernst cogió el auricular.
—¿Diga? Soy el coronel Reinhard.
—Coronel, soy Stroud, asistente del barón Von Bohlen. Le pido disculpas por la molestia, pero él le ha enviado algunos documentos para que los examine. Un conductor los tiene allí, en el estadio donde usted se encuentra.
—¿De qué se trata?
Una pausa.
—El barón me ha ordenado que no mencionara el tema por teléfono.
—Sí, sí, bien. ¿Dónde está ese conductor?
—En la calzada del costado sur del estadio. Lo esperará a usted allí. Es mejor ser discreto. Lo que quiero decirle, señor, es que se presente solo. Así lo indican mis instrucciones.
—Sí, desde luego.
—Heil Hitler.
—Heil.
Ernst colgó el auricular en su horquilla. Göring lo observaba como un obeso halcón.
—¿Algún problema, ministro?
El coronel decidió ignorar tanto la fingida solidaridad como la ironía del título. En vez de mentir prefirió admitirlo:
—Krupp tiene un problema. Me ha enviado un mensaje.
Puesto que Krupp fabricaba principalmente blindados, artillería y municiones, trataba más con Ernst y los comandantes de la Marina y el Ejército que con Göring, cuyo territorio era el aire.
—Ach. —El gordo se volvió hacia el espejo provisto por el fotógrafo y comenzó a pasarse un dedo por la cara, para distribuir mejor el maquillaje.
Ernst se dirigió hacia la puerta.
—¿Puedo ir contigo, Opa?
—Sí, Rudy, por supuesto. Por aquí.
El niño correteó tras su abuelo y ambos salieron al pasillo interior que conectaba todas las salas de prensa. Ernst le rodeó los hombros con un brazo. Después de orientarse, se dirigió hacia una puerta que debía de conducir a una escalera del lado sur. Al principio había restado importancia al tema, pero en realidad comenzaba a preocuparse. El acero Krupp estaba considerado como el mejor del mundo. El chapitel del magnífico edificio Chrysler, en Nueva York, estaba hecho con el famoso Enduro KA-2, de esa compañía. Pero eso también hacía que los logistas militares extranjeros vigilaran muy cuidadosamente la producción de la empresa. Tal vez los británicos o los franceses habían descubierto que gran parte de ese acero no se utilizaba para vías de ferrocarril, lavadoras ni automóviles, sino para blindados.
Abuelo y nieto se abrieron paso entre una multitud de obreros y capataces que trabajaban enérgicamente en esa planta: cortaban puertas para ajustar el tamaño, montaban maquinaria, lijaban y pintaban paredes. Al rodear una mesa de carpintero Ernst se miró la manga del traje e hizo una mueca.
—¿Qué pasa, Opa? —gritó Rudy para hacerse oír sobre el alarido de una sierra.
—Hombre, mira esto. Mira lo que me ha pasado. Tenía una salpicadura de escayola en la manga. La sacudió como pudo, pero quedó un resto. Pensó mojarse los dedos para limpiarla, pero tal vez de ese modo la escayola se fijara definitivamente en la tela. Y eso no le haría ninguna gracia a Gertrud. Era mejor dejar las cosas así por el momento. Cuando apoyaba la mano en el picaporte para salir al pasillo exterior, camino a la escalera, una voz sonó junto a su oído:
—¡Coronel!
Ernst se volvió. El guardia de la SS había corrido hasta alcanzarlo y gritaba para hacerse oír sobre el gañido de la sierra:
—Han llegado los perros del Führer, señor, y él me ha mandado preguntar si su nieto no querría posar con ellos.
—¿Con los perros? —preguntó Rudy entusiasmado.
A Hitler le gustaban los pastores alemanes y tenía varios. Eran animales mansos, mascotas domésticas.
—¿Te gustaría? —preguntó Ernst.
—¡Claro que sí, Opa! ¡Por favor!
—Pero no juegues bruscamente con ellos.
—No, Opa.
Ernst lo acompañó nuevamente por el pasillo y lo vio correr hacia los animales, que olfateaban la sala, explorando. Hitler rio al ver que el pequeño abrazaba al más grande y le daba un beso en la testuz. El animal lo lamió con su enorme lengua. También Göring, con cierta dificultad, se inclinó para acariciar a los perros, con una sonrisa infantil en la cara redonda. Aunque era cruel en muchos aspectos, amaba con devoción a los animales.
Luego el coronel regresó al corredor y volvió a dirigirse hacia la puerta exterior, soplando el polvo que le manchaba la manga. Se detuvo frente a una de las grandes ventanas que daban al sur para mirar afuera. El sol caía con fiereza sobre él. Había dejado el sombrero en la cabina telefónica. ¿Convendría ir por él?
No, se dijo. Sería…
Un fuerte golpe en el cuerpo le quitó el aire de los pulmones. Se descubrió cayendo a la lona que cubría el mármol, con una exclamación agónica… confuso, asustado… Pero al chocar con el suelo el pensamiento que llenaba su mente era: «¡Ahora también me mancharé el traje de pintura! ¿Qué dirá Gertrud?».