24

Llamó a la puerta y Käthe lo hizo pasar a su cuarto. Parecía abochornada por el espacio que ocupaba dentro de la pensión. Paredes desnudas, muebles desvencijados, ninguna planta; ella o el propietario habían trasladado las cosas buenas a las habitaciones que se alquilaban. Tampoco había allí nada que pareciera personal. Tal vez había ido empeñando sus posesiones. El sol caía sobre la alfombra descolorida, pero era un trapezoide pequeño, solitario y pálido: luz reflejada por una ventana, al otro lado del callejón.

De pronto rio como una niña y lo rodeó con los brazos para besarlo con fuerza.

—Hueles diferente. Me gusta. —Le olfateó la cara.

—¿Jabón de afeitar?

—Puede ser, sí.

En vez del Burma Shave, Paul había usado una marca alemana que encontró en el lavabo, pues temía que algún guardia, en el estadio, detectara, el perfume desconocido del jabón norteamericano y sospechara algo.

—Es agradable.

Él vio una sola maleta en la cama. En la mesa desnuda yacía el libro de Goethe, junto a una taza de café aguado. En la superficie flotaban grumos blancos; él preguntó si existía algo así como leche hitleriana de vacas hitlerianas.

Ella respondió, riendo, que entre los nacionalsocialistas había asnos de sobra, pero no se sabía que hubieran creado vacas ersatz.

—Hasta la leche de verdad se corta cuando es vieja.

Luego él anunció:

—Nos iremos esta noche.

Käthe frunció el entrecejo.

—¿Esta noche? No exagerabas al decir que sería inmediatamente.

—Nos encontraremos aquí a las cinco.

—Y ahora, ¿adónde vas?

—Debo hacer una última entrevista.

—Vale, Paul. Buena suerte. Tengo muchos deseos de leer tu artículo, aunque trate de… no sé, quizá sobre el mercado negro y no sobre deportes.

Lo miraba con aire conspirador. Käthe era sagaz, desde luego, y sospechaba que él no había venido a escribir artículos, sino por otra cosa; probablemente, como media ciudad, para organizar alguna empresa semilegal. Eso lo indujo a pensar que ella ya había aceptado la idea de que él tenía un lado más oscuro; tal vez no se alteraría mucho si, a su debido tiempo, le decía la verdad sobre lo que había ido a hacer allí. Al fin y al cabo, ambos tenían el mismo enemigo.

La besó una vez más, disfrutando de su sabor, el perfume de lilas, la presión de su piel. Pero descubrió que, a diferencia de la noche anterior, eso no lo excitaba en absoluto. No se preocupó; así debía ser. El hielo ya lo había invadido por completo.

—¿Cómo pudo traicionarnos esa mujer?

Kurt Fischer respondió a la pregunta de su hermano con un desesperado meneo de cabeza.

Él también se angustiaba al pensar en lo que les había hecho su vecina. ¡Ella, la señora Lutz! La misma a quien, cada Nochebuena, llevaban un pedazo caliente del stollen que horneaba su madre, lleno de fruta confitada; la misma a quien sus padres consolaban cuando lloraba en el aniversario de la rendición de Alemania, día que reemplazaba al de la muerte de su esposo, puesto que nadie sabía exactamente cuándo lo habían matado durante la guerra.

—¿Cómo ha podido hacernos esto? —susurró Hans otra vez.

Pero Kurt Fischer no fue capaz de encontrar una explicación.

Habría podido comprender que los denunciara porque planeaban pegar letreros disidentes o atacar a alguno de las Juventudes Hitlerianas. Pero ellos sólo querían abandonar un país cuyo Führer había dicho:

«El pacifismo es el enemigo del nacionalsocialismo». Cabía suponer que la señora Lutz, como tantos otros, estaba intoxicada por Hitler.

La celda, en la prisión de Columbia, medía unos tres metros de lado y estaba hecha de piedra toscamente tallada; no tenía ventanas; la puerta eran unos barrotes metálicos que daban al corredor. Caían gotas de agua y a poca distancia se oían correteos de ratas. En lo alto pendía una sola bombilla, desnuda y cegadora, pero como no había luz en el corredor apenas se veía algún detalle de las siluetas oscuras que pasaban de vez en cuando. A veces los guardias lo cruzaban solos; otras, escoltando a prisioneros descalzos, sin más ruido que un sollozo ocasional, una súplica, un jadeo. A veces el silencio de su miedo era más escalofriante que cualquier sonido que hubieran podido pronunciar.

El calor era insoportable; les provocaba escozores. Kurt no entendía por qué; aquel lugar debería estar fresco, puesto que estaban bajo el nivel del suelo. Luego vio que en el rincón había un tubo. Por allí salía un chorro de aire caliente: los carceleros lo bombeaban desde una caldera, para que los prisioneros no tuvieran ni el más pequeño alivio en su incomodidad.

—No deberíamos haber salido —murmuró Hans—. Te lo dije.

—Sí, deberíamos habernos quedado en el apartamento. Eso nos habría salvado. —El mayor hablaba con áspera ironía—. ¿Hasta cuándo? ¿Hasta la semana que viene? ¿Hasta mañana? ¿No entiendes que ella nos ha estado observando? Ha visto las fiestas, ha oído lo que decíamos.

—¿Cuánto tiempo nos tendrán aquí?

«¿Y cómo responde uno a esa pregunta?», se dijo Kurt; en el lugar en el que estaban, cada momento era una eternidad. Se sentó en el suelo, puesto que no había otro sitio al que encaramarse, y perdió la vista en la celda de enfrente, oscura y vacía.

Se abrió una puerta y resonaron las botas contra el cemento. Kurt comenzó a contar los pasos:

uno, dos, tres.

A los veintiocho el guardia estaría frente a su celda. Eso de contar pasos era algo que ya había aprendido de la vida del prisionero: los cautivos están siempre desesperados por alguna información, por cualquier certidumbre.

Veinte, veintiuno, veintidós…

Los hermanos se miraron. Hans apretó los puños.

—Que sufran —murmuró—. Que traguen sangre.

—No —dijo Kurt—. No hagas tonterías. Veinticinco, veintiséis…

Las pisadas se hicieron más lentas.

Parpadeando por el fulgor de la bombilla, Kurt vio aparecer a dos hombres corpulentos de uniforme pardo. Miraron a los hermanos. Luego les volvieron la espalda.

Uno de ellos abrió la celda de enfrente y llamó con aspereza:

—Grossman, sal.

La oscuridad de la celda se movió. Para Kurt fue una sorpresa descubrir que había estado mirando a otro ser humano. El hombre se levantó, tambaleante, y se adelantó utilizando los barrotes como apoyo. Estaba hecho una pena. Si le habían encerrado cuando acababa de afeitarse, la barba crecida revelaba que había estado en esa celda cuanto menos una semana.

El prisionero, parpadeando, miró a los dos guardias; luego a Kurt, al otro lado del pasillo.

Uno de los guardias echó un vistazo a una hoja de papel. Ali Grossman, has sido sentenciado a cinco años en el campo de Oranienburg por crímenes contra el Estado. Sal.

—Pero si yo…

—Calla. Se te preparará para el viaje al campo.

—¿Cómo? Ya me despiojaron.

—¡Que calles, he dicho!

Un guardia susurró algo a su compañero. El otro le dijo:

—¿No has traído los tuyos?

—No.

—Pues toma, usa los míos.

Y le entregó unos guantes de piel de color claro. El otro guardia se los puso. Luego, con el gruñido del tenista que ejecuta un poderoso servicio, clavó el puño en el vientre del flaco prisionero. Grossman lanzó un grito y comenzó a tener arcadas.

Los nudillos del guardia lo golpearon silenciosamente en el mentón.

—No, no, no…

Más golpes; encontraban el blanco en la ingle, la cara, el abdomen. Manaba sangre por la nariz y la boca, lágrimas por los ojos. Se ahogaba, jadeaba:

—¡Por favor, señor!

Los hermanos, horrorizados, vieron que el ser humano se iba convirtiendo en un muñeco roto. El guardia que descargaba los golpes miró a su camarada, diciendo:

—Disculpa lo de los guantes. Pediré a mi esposa que te los limpie y arregle.

—Si no te importa.

Recogieron al hombre y se lo llevaron a rastras por el pasillo. La puerta resonó ruidosamente.

Kurt y Hans miraban fijamente la celda vacía. El mayor estaba mudo; no recordaba haber tenido tanto miedo en toda su vida. Por fin su hermano preguntó:

—Debe de haber hecho algo terrible, ¿no te parece? Para que lo traten así…

—Sabotaje, supongo —dijo Kurt, con voz trémula.

—Me han dicho que hubo un incendio en un edificio del Gobierno. El Ministerio de Transporte. ¿Lo sabías? Quizá fue este.

—Sí. Un incendio. Este debe de haber sido el incendiario.

Estaban paralizados por el terror; el hirviente chorro de vapor, detrás de ellos, continuaba caldeando la diminuta celda.

Apenas un minuto después la puerta volvió a abrirse y a cerrarse. Ellos se miraron.

Comenzaron las pisadas resonantes, suela contra cemento.

… seis, siete, ocho…

—Yo mataré al que estaba a la derecha —susurró Hans—. El más grande. Ya verás. Cogeremos las llaves y…

Kurt se inclinó hacia él y le cogió la cara entre las manos.

—¡No! —susurró, con tanta fiereza que su hermano ahogó una exclamación de sorpresa—. No harás nada. No te resistas, no les contestes. Haz exactamente lo que te digan. Y si te golpean, aguanta el dolor en silencio.

Todas sus intenciones de pelear contra los nacionalsocialistas, de intentar que las cosas cambiaran, habían desaparecido.

—Pero…

Kurt tiró de Hans para acercarlo más:

—¡Harás lo que te he dicho!

… trece, catorce…

Las pisadas eran como un mazo contra la campana de las Olimpiadas: cada una hacía vibrar una descarga de miedo en el alma de Kurt Fischer.

… diecisiete, dieciocho…

A las veintiséis se harían más lentas.

A las veintiocho se detendrían.

Y comenzaría a correr la sangre.

—¡Me haces daño! —Pero ni los fuertes músculos de Hans lograron desprender los dedos de su hermano.

—Si te rompen los dientes, no dirás nada. Si te quiebran los dedos puedes gemir, llorar y aullar, pero no les digas nada. Vamos a sobrevivir a esto. ¿Me entiendes? Para sobrevivir es necesario no resistirse.

… Veintidós, veintitrés, veinticuatro…

En el suelo, frente a los barrotes, apareció una sombra.

—¿Has entendido?

—Sí —susurró Hans.

Kurt le rodeó los hombros con un brazo y ambos se volvieron hacia la puerta.

Las pisadas se detuvieron ante la celda.

Pero no eran los guardias. Uno era un hombre delgado, de pelo gris, que iba de traje. El otro, más pesado y medio calvo, vestía americana de tweed parda y chaleco. Ambos miraron a los hermanos.

—¿Sois los Fischer? —preguntó el canoso. Hans miró a su hermano. Él asintió.

El hombre sacó una hoja del bolsillo.

—Kurt —leyó. Levantó la vista—. Tú debes de ser Kurt. Y tú Hans.

—Sí.

¿Qué significaba eso?

El hombre miró a lo largo del pasillo.

—Abra la celda.

Más pisadas. Apareció el guardia, echó un vistazo dentro y abrió la cerradura. Luego dio un paso atrás, con la mano en la porra que le colgaba del cinturón.

Los dos hombres entraron. El de pelo gris dijo:

—Soy el coronel Reinhard Ernst.

Kurt reconoció el nombre. Ernst ocupaba algún puesto en el gobierno de Hitler, aunque él no sabía exactamente cuál. El otro fue presentado como doctor Keitel, profesor de alguna academia militar de las afueras de Berlín. El coronel preguntó:

—El parte de arresto dice que habéis cometido «delitos contra el Estado». Pero todos dicen lo mismo. ¿Cuáles han sido esos delitos exactamente?

Kurt explicó lo de sus padres y el intento de abandonar ilegalmente el país.

Ernst, con la cabeza inclinada a un costado, los observaba con atención.

—Pacifismo —murmuró.

Luego se volvió hacia Keitel, quien preguntó:

—¿Habéis cometido actividades contra el Partido?

—No, señor.

—¿Sois piratas Edelweiss?

Se refería a los clubes informales de gente joven (bandas, según algunos) que se oponían al nacionalsocialismo, surgidos como reacción a la insensible disciplina de las Juventudes Hitlerianas. Se reunían clandestinamente para hablar de política y arte… y para probar ciertos placeres de la vida que el Partido condenaba, al menos en público: el alcohol, el tabaco y el sexo extramatrimonial. Los hermanos conocían a algunos miembros, pero no formaban parte de ninguno de ellos. Eso fue lo que Kurt respondió.

—El delito puede parecer menor, pero… —Ernst mostró una hoja—. Habéis sido sentenciados a tres años en el campo de Oranienburg.

Hans ahogó una exclamación. Kurt, atónito, pensó en la terrible paliza que acababan de ver, en el pobre señor Grossman sometido a golpes. También sabía que algunos iban a Oranienburg o a Dachau para cumplir sentencias breves, pero nunca se los volvía a ver.

—¡Pero si no ha habido juicio! —balbuceó—. Nos arrestaron hace una hora. Y hoy es domingo. ¿Cómo pueden habernos sentenciado?

El coronel se encogió de hombros.

—Ya veis que hubo juicio.

Y le entregó el documento, que contenía decenas de nombres de prisioneros; entre ellos los de Kurt y Hans. Junto a cada uno se veía la duración de la sentencia. El encabezamiento decía, simplemente: «Tribunal del Pueblo». Ese infame tribunal se componía de dos jueces verdaderos y cinco hombres del Partido, la SS o la Gestapo. Sus cargos eran inapelables.

El joven miró aquel papel, atónito. El profesor dijo:

—¿Gozáis de buena salud general?

Los hermanos intercambiaron una mirada. Luego asintieron.

—¿Judíos en algún grado?

—No.

—¿Y habéis hecho el Servicio Laboral?

—Mi hermano sí —respondió Kurt—. Yo ya no estaba en edad de hacerlo.

—Vamos a la cuestión —dijo el profesor Keitel—. Hemos venido a ofreceros una opción. —Parecía impaciente.

—¿Cuál?

Ernst bajó la voz para continuar:

—Algunas personas de nuestro Gobierno creen que ciertos individuos no deberían integrar nuestras Fuerzas Armadas, bien porque pertenecen a determinada raza o nacionalidad, porque son intelectuales, o porque tienden a criticar las decisiones de nuestros gobernantes. Yo, en cambio, creo que ninguna nación puede ser más grande que su Ejército. Y para que este sea grande debe representar a todos sus ciudadanos. El profesor Keitel y yo estamos realizando un estudio que, según creemos, respaldará algunos cambios en la visión que el Gobierno tiene de nuestras Fuerzas Armadas. —Miró hacia el pasillo otra vez para decir al guardia de la SA—: Puede retirarse.

—Pero señor…

—Puede retirarse —repitió Ernst, con voz serena.

Sin embargo a Kurt le sonó tan fuerte como el acero de Krupp.

El hombre echó otro vistazo a los hermanos. Luego se alejó por el pasillo. El coronel continuó:

—Y este estudio bien podría determinar la evaluación que el Gobierno hace de los ciudadanos en general. Buscamos hombres que estén en vuestras circunstancias para que nos ayuden.

El profesor añadió:

—Necesitamos jóvenes saludables que estén excluidos del servicio militar por motivos políticos o de otro orden.

—¿Y qué deberíamos hacer?

Ernst rio brevemente.

—Pues convertiros en soldados, por supuesto. Serviríais en el Ejército, la Marina o las Fuerzas Aéreas durante un año, llevando a cabo tareas normales.

Miró al profesor, quien continuó:

—Vuestro servicio será como el de cualquier otro soldado. La única diferencia es que vuestro desempeño será monitorizado y registrado por vuestros oficiales. Nosotros analizaremos la información compilada.

Ernst dijo:

—Si cumplís el año de servicio se os borrarán los antecedentes criminales. —Señaló con la cabeza la lista de cargos—. Quedaréis en libertad de emigrar, si ese es vuestro deseo. Pero se mantendrán las normas referidas al dinero: sólo podréis llevar una suma limitada en marcos y no se os permitirá reingresar en el país.

Kurt pensaba en algo que había escuchado un momento antes: «Bien porque son de determinada raza o nacionalidad…». ¿Acaso Ernst preveía que en el futuro los judíos y otros no arios ingresarían en el Ejército alemán? Y en ese caso, ¿qué significaba eso para el país en general? ¿Qué cambios planeaban estos hombres?

—Vosotros sois pacifistas —continuó el coronel—. Nuestros otros voluntarios han tenido menos dificultades para elegir. ¿Puede un pacifista incorporarse a una organización militar? Es una decisión difícil. Pero nos gustaría que participarais. Tenéis aspecto nórdico, sois muy sanos y vuestro porte es de soldado. Si participa gente como vosotros, creo que ciertos elementos del Gobierno se sentirán más inclinados a aceptar nuestras teorías.

—Con respecto a esas creencias vuestras —añadió Keitel— tengo algo que decir. Puesto que soy profesor de una academia militar e historiador especializado en las guerras, me parecen ingenuas. Pero tendremos en cuenta vuestros sentimientos y se os asignarán tareas adecuadas a ellos. Nadie pretendería convertir en aviador a un hombre que tuviera terror a la altura; tampoco pondríamos en un submarino a quien tuviera claustrofobia. En el Ejército hay muchas tareas que un pacifista puede realizar. Por ejemplo, el servicio médico.

Ernst continuó:

—Y como he dicho, pasado algún tiempo tal vez descubriréis que vuestras ideas sobre la paz y la guerra se han vuelto más realistas. Para convertirse en hombre no hay nada mejor que el Ejército.

«Imposible», pensó Kurt. Pero no dijo nada.

—No obstante, si vuestras creencias os impiden prestar servicio —prosiguió el coronel—, tenéis otra opción. —Y señaló con un gesto el documento de la sentencia.

Kurt desvió una mirada hacia su hermano.

—¿Podemos discutirlo a solas?

—Sí, cómo no. Pero sólo podemos concederos unas pocas horas. A última hora de la tarde trasladaremos a un grupo que iniciará el adiestramiento básico mañana mismo. —Consultó su reloj—. Ahora tengo un compromiso. Regresaré entre las dos y las tres para saber qué habéis decidido.

Kurt le devolvió la lista de cargos, pero el coronel negó con la cabeza:

—Quedáosla. Puede ayudaron a decidir.