23

La atmósfera de nerviosismo que rodeaba a los tres hombres, en la pensión, era como humo frío.

Paul Schumann conocía bien aquella sensación; era la de esos momentos en que esperaba para entrar al ring, tratando de recordar cuánto sabía sobre su adversario: visualizaba las defensas del tipo en cuestión, planeaba el mejor momento de bailar bajo ellas, de ponerse de puntillas para aplicar un derechazo, o imaginaba cómo aprovechar sus debilidades… y la mejor manera de compensar las propias.

La conocía también por aquellas ocasiones en que planeaba despachar a alguien. Miraba los mapas trazados cuidadosamente por su propia mano, revisaba nuevamente el Colt y la segunda pistola, repasaba las notas que había reunido sobre los horarios de su víctima, sus preferencias, sus rutinas, sus relaciones.

Eso era el antes.

El dificilísimo antes. La inmovilidad que precede a la ejecución. El momento en que se mastican los hechos entre sensaciones de impaciencia y nerviosismo. También de miedo, claro. De eso no te libras nunca. El buen sicario no, en ningún caso.

Y siempre esa creciente insensibilidad, el corazón que se va cristalizando.

Comenzaba a tocar el hielo.

En la habitación en penumbra, con las ventanas cerradas y las persianas bajadas (el teléfono desconectado, por supuesto), Paul y Morgan estudiaban un mapa y unas veinticinco fotos publicitarias del Estadio Olímpico desenterradas por Webber junto con un par de pantalones de franela gris para Morgan, con la raya bien marcada (que el norteamericano, después de examinar con escepticismo inicial, había decidido conservar).

Morgan dio un golpecito en una de las fotos.

—¿Dónde vas a…?

—Un momento, por favor —interrumpió Webber. Y se levantó para cruzar el cuarto, silbando. Estaba de buen humor; tenía mil dólares en el bolsillo; durante un tiempo no tendría que preocuparse por la grasa y el colorante amarillo.

Morgan y Paul se miraron con la frente fruncida. El alemán se dejó caer de rodillas Y comenzó a sacar discos de un armario bajo un gramófono maltrecho. Hizo una mueca.

Ach, no hay ninguno de John Philip Sousa. Los busco siempre, pero son difíciles de conseguir. —Levantó la vista hacia Morgan—. Oiga, el señor John Dillinger, aquí presente, dice que Sousa es norteamericano. Pero creo que es una broma, ¿no? ¿Verdad que ese director de orquesta es inglés?

—No. Es americano —confirmó el flaco.

—Pues no es eso lo que me han dicho.

Morgan enarcó una ceja.

—Puede que tengas razón. Podríamos hacer una apuesta. ¿Cien marcos?

Webber reflexionó. Luego dijo:

—Prefiero seguir investigando.

—Mira, no tenemos tiempo para la música —añadió Morgan, viendo que el alemán seguía examinando la pila de discos.

Paul dijo:

—Pero hay tiempo para cubrir el sonido de nuestra conversación, ¿no?

—Exactamente —dijo Webber—. Y utilizaremos… —Examinó una etiqueta—. Una colección de nuestras imperturbables canciones de caza. —Encendió el aparato y puso la aguja en el disco. Una melodía enérgica, cargada de chirridos, llenó la habitación. Él rio—. Esto es El cazador de venados. Muy adecuado para nuestra misión.

En Estados Unidos los mafiosos Luciano y Lansky hacían exactamente lo mismo: generalmente encendían la radio para disimular la conversación, por si los muchachos de Dewey o de Hoover hubieran puesto un micrófono en el lugar de la reunión.

—Bueno, ¿qué decíais?

Morgan preguntó:

—¿Dónde se hará la sesión de fotos?

—Según el memorándum de Ernst, en la sala de prensa.

—O sea, aquí —indicó Webber.

Paul examinó atentamente el dibujo y no quedó complacido. El estadio era enorme y la sala de prensa debía de medir unos sesenta metros de longitud. Estaba cerca del extremo del edificio, por la zona sur. Era posible instalarse en los puestos del lado norte, pero eso requeriría un disparo a gran distancia, a todo lo ancho del lugar.

—Demasiado lejos. Un poco de brisa, la distorsión de la ventana… No, no podría asegurar que el tiro fuera letal. Y podría herir a otra persona.

—¿Y qué? —Preguntó Webber sin energía—. Podrías acertarle a Hitler. O a Göring: es un blanco más grande que un dirigible; hasta un ciego podría acertarle. —Estudió el mapa una vez más—. Podrías disparar cuando Ernst baje del coche. ¿Qué le parece, señor Morgan? —El hecho de que, gracias a Webber, Paul hubiera podido entrar y salir de la Cancillería sano y salvo había dado al alemán suficiente credibilidad como para que le revelaran el nombre de Morgan.

—Pero no sabemos exactamente cuándo y dónde llegará —señaló él. Había diez o doce senderos y pasillos por los que podía arribar—. Tal vez no utilicen la entrada principal. No podemos adivinarlo. Y Paul debería estar escondido antes de que él llegue. Allí se reunirá todo el panteón nacionalsocialista; habrá grandes medidas de seguridad.

Paul continuaba estudiando el mapa. Morgan tenía razón. Notó también que en el plano figuraba una ruta subterránea que parecía rodear todo el estadio; probablemente era para que los Líderes llegaran a entradas y salidas protegidas. Era posible que Ernst nunca estuviera en el exterior del edificio.

Durante un rato examinaron el mapa en silencio. Por fin Paul tuvo una idea y la explicó, tocando las fotos. Los senderos de la parte trasera del estadio estaban abiertos. Al salir de la sala de prensa uno podía ir hacia el este o hacia el oeste a lo largo de un corredor; luego se bajaban varios tramos de escalera hasta la planta baja, donde había una zona de aparcamiento, una calzada amplia y aceras que conducían a la estación de ferrocarril. A unos treinta metros del estadio había un grupo de edificios pequeños, que el mapa denominaba «Depósitos», desde donde se veía el aparcamiento y la calzada.

—Si Ernst saliera por ese camino y bajara la escalera, yo podría disparar desde ese cobertizo. Este.

—¿Podrías acertar?

Paul asintió:

—Sí; sería fácil.

—Pero como decíamos, no sabemos si Ernst llegará o saldrá por allí.

—Quizá podamos obligarlo a salir por ese lugar. Levantarlo como a una perdiz.

—¿Cómo? —preguntó Morgan.

—Se lo pediremos.

—¿Cómo que se lo pediremos? —Morgan frunció el entrecejo.

—Se le hace llegar un mensaje a la sala de prensa: que se lo requiere con urgencia. Alguien necesita hablar con él en privado sobre un asunto importante. Y él sale por el corredor a la galería, donde lo tengo en la mira.

Webber encendió uno de sus puros de hojas de col.

—Pero ¿qué mensaje podría ser tan urgente como para que interrumpiera una reunión con el Führer, Göring y Goebbels?

—Por lo que he sabido es un hombre obsesionado por el trabajo. Le diremos que hay un problema relacionado con la Armada o la Marina. A eso le prestará atención. Ese Krupp, el fabricante de armas del que hablaba Max… un mensaje de Krupp ¿sería urgente?

Morgan asintió:

—Krupp. Sí, creo que sí. Pero ¿cómo le hacemos llegar el mensaje en plena sesión de fotos?

—Eso es fácil —dijo Webber—. Le telefonearé.

—¿Cómo?

El hombre chupó su puro ersatz.

—Averiguaré el número de teléfono de la sala de prensa y haré una llamada. Personalmente. Pediré que me comuniquen con Ernst y le diré que abajo hay un conductor que le trae un mensaje. Que sólo se lo entregará a él. De Gustav Krupp von Bohlen en persona. Llamaré desde una oficina de correos; así, cuando la Gestapo marque el siete para buscar el origen de la llamada, no habrá pistas que conduzcan a mí.

—¿Y cómo conseguirás el número? —preguntó Morgan.

—Por contactos.

Paul preguntó cínicamente:

—¿Tienes que sobornar a alguien para conseguir ese número, Otto? Sospecho que lo sabe la mayoría de los cronistas de deportes de Berlín.

Ach —exclamó Webber, sonriendo con placer—. Has dado en el clavo. Es cierto, claro. Pero el aspecto más importante de cualquier empresa es saber a qué individuo recurrir y cuánto cobra.

—De acuerdo —dijo Morgan exasperado—. ¿Cuánto? Y recuerda que no somos un pozo sin fondo.

—Otros doscientos. En marcos, simplemente. Y por ese precio añadiré, sin más cargos, un medio para entrar y salir del estadio, señor John Dillinger. Un uniforme de la SS, completo. Puedes colgarte el rifle del hombro y entrar directamente como si fueras Himmler en persona; nadie te detendrá. Practica bien el Heil y el saludo hitleriano, levantando el brazo, como el cabrón de nuestro Führer.

Morgan arrugó las cejas.

—Pero si lo pillan disfrazado de militar lo fusilarán por espía.

Paul echó un vistazo a Webber y los dos estallaron en una carcajada. Fue el alemán quien dijo:

—Por favor, señor Morgan: nuestro amigo está a punto de matar al zar de los militares. Si lo pillan, aunque estuviera disfrazado de George Washington y silbando el himno norteamericano, lo fusilarán bien fusilado, ¿no le parece?

—Yo buscaba maneras de que fuera menos obvio —gruñó el otro.

—No, Reggie, es un buen plan —adujo Paul—. Después del disparo se llevarán a todos los funcionarios a Berlín, muy deprisa. Yo iré con los guardias que los protejan. Una vez en la ciudad me perderé entre la multitud.

Después entraría en el edificio de la Embajada para comunicarse por radio con Andrew Avery y Vince Manielli, que estaban en Amsterdam, para pedirles que le enviaran el avión al aeródromo.

Los tres volvieron la mirada a los mapas del estadio. Entonces Paul decidió que había llegado el momento.

—Tengo algo que deciros —informó—: Conmigo vendrá otra persona.

Morgan echó un vistazo a Webber, que reía.

Ach, ¿qué estás pensando? ¿Crees que podría vivir fuera de este edén prusiano? No, no, sólo abandonaré Alemania para ir al paraíso.

—Una mujer —aclaró Paul.

Su compatriota apretó los labios.

—La de aquí. —Señaló el pasillo de la pensión.

—Así es. Käthe. Ya la has investigado. Sabes que está limpia.

—¿Qué le has dicho? —preguntó Morgan, preocupado.

—La Gestapo le ha quitado el pasaporte. Tarde o temprano la arrestarán.

—Tarde o temprano arrestarán a medio mundo. Pero ¿qué le has dicho, Paul?

—Nada, sólo que escribo sobre deportes.

—Pero…

—Viene conmigo.

Debería consultar a Washington. O al senador.

—Consulta con quien quieras, pero ella viene.

Morgan miró al alemán.

Ach, me he casado tres veces, quizá cuatro. Y ahora tengo un… arreglo complicado. No seré yo quien dé consejos sobre asuntos sentimentales.

—Joder —murmuró Morgan, meneando la cabeza—, esto ya parece un servicio de transporte aéreo.

Paul clavó la mirada en su compatriota.

—Otra cosa: al estadio sólo llevaré el pasaporte ruso. Si no logro escapar ella no podrá saber qué me ha pasado. Le dirás que he tenido que partir. No quiero que se crea abandonada. Y haz lo que sea necesario para sacarla de aquí.

—Por supuesto.

—¡Ach, pero sí escaparás, señor John Dillinger! Eres el vaquero americano, el de cojones bien grandes, ¿verdad?

Webber se enjugó la frente sudorosa y fue al armario en busca de tres vasos. Echó en ellos el líquido claro que llevaba en una petaca y los distribuyó:

Obstler austriaco. ¿Lo habéis oído mencionar? Es el mejor de todos los licores. Hace bien a la sangre y al alma. Ahora bebed, caballeros. Luego iremos a cambiar el destino de mi pobre nación.

—Necesitaré todos los que se puedan conseguir —dijo Willi Kohl. El hombre asintió, cauto.

—En realidad no es cuestión de conseguirlos. Eso siempre es fácil. El problema es que este asunto sale de lo común. No tiene precedentes.

—Sale de lo común, sí —convino el inspector—. Eso es cierto. Pero el jefe de policía Himmler ha catalogado este caso como extraordinario e importante. Los otros oficiales están distribuidos por toda la ciudad, ocupados en asuntos urgentes, y él me ha encomendado conseguir los recursos. Por eso recurro a usted.

—¿Himmler? —repitió Johann Muntz, de pie en el umbral de una pequeña casa de Charlottenburg, en la calle Grün. Era un hombre maduro; iba bien afeitado, pulcro y de traje. Se habría dicho que acababa de asistir al oficio religioso dominical: una salida peligrosa, sin duda, si quería seguir siendo el director de una de las mejores escuelas de Berlín.

—Pues… ya sabe usted, son autónomos. Tienen independencia total. Yo no puedo ordenarles nada. Podrían decir que no y yo tendría que aceptarlo.

—Ah, doctor Muntz, sólo le pido la oportunidad de hablar con ellos. Tengo la esperanza de que se ofrezcan voluntariamente para colaborar con la justicia.

—Pero hoy es domingo. ¿Cómo puedo contactar con ellos?

—Creo que bastará con que llame al Führer a su casa. Él organizará una asamblea.

—Muy bien, inspector, lo haré.

Tres cuartos de hora después Willi Kohl se encontraba en el patio trasero de Muntz, frente a veinte o veinticinco chicos; muchos de ellos vestían la camisa parda, pantalones cortos, calcetines blancos y una corbata negra que pendía de una trenza de nudos atada al cuello. Los muchachos eran, en su mayoría, miembros de la brigada de las Juventudes Hitlerianas de la escuela Hindenburg. Tal como el director había recordado a Kohl, la organización funcionaba con total independencia de cualquier supervisión adulta. Los miembros escogían a sus propios líderes y eran ellos quienes decidían las actividades del grupo, ya fuera una excursión a pie, un partido de fútbol o la denuncia de algún traidor.

Heil Hitler —dijo el inspector. Le respondieron varias manos alzadas y un eco de asombrosa potencia—. Soy el detective inspector Kohl, de la Kripo.

En algunas caras apareció en una expresión de admiración.

Otras permanecieron tan impertérritas como la del gordo muerto en el pasaje Dresden.

—Necesito de vuestra ayuda para el progreso del nacionalsocialismo. Es un asunto de absoluta prioridad.

Miró a un joven rubio, que le habían presentado como Helmut Gruber, el Führer de la brigada. Era más bajo que la mayoría, pero estaba dotado de cierto aplomo adulto. Sostuvo la mirada a aquel hombre, treinta años mayor, con firmeza de acero en los ojos.

—Señor, haremos lo que sea necesario para ayudar al Führer y a nuestro país.

—Bien, Helmut. Ahora escuchad todos. Quizá mi petición os parezca extraña. Tengo aquí dos fajos de documentos. Uno es un mapa de la zona que rodea al Tiergarten. El otro, la foto de un hombre que tratamos de identificar. Al pie de la foto figura el nombre de un plato especial que se puede comer en un restaurante. Se llama coq au vin, un término francés. No hace falta que sepáis pronunciarlo. Bastará con que entréis a todos los restaurantes de la zona señalada por este círculo y averigüéis si el establecimiento estuvo abierto ayer y si este plato figuraba en la carta del almuerzo. En caso afirmativo, preguntad al gerente del restaurante si conoce a la persona de esta fotografía o si recuerda haberlo visto comer allí en tiempos recientes. Y si es así, llamadme inmediatamente a la sede de la Kripo. ¿Lo haréis?

—Sí, inspector Kohl, lo haremos —anunció el Führer de brigada Gruber, sin molestarse en consultar con su tropa.

—Bien. Seréis un orgullo para el Führer. Ahora distribuiré estas hojas. —Hizo una pausa para cruzar una mirada con un estudiante de la última fila, uno de los pocos que no vestía uniforme—. Hay algo más: es necesario que todos mantengáis en reserva lo que voy a deciros.

—¿En reserva? —repitió el chico, arrugando la frente.

—Sí. Eso significa que no debéis comentar lo que voy a revelaros. Si he recurrido a vosotros en busca de ayuda es por mi hijo Günter, que está allí atrás.

Varias decenas de ojos giraron hacia el muchacho, a quien Kohl había llamado poco antes para que acudiera a casa del director. Günter enrojeció y bajó la vista, mientras su padre continuaba:

—Probablemente ignoráis que mi hijo, en el futuro, colaborará conmigo en importantes asuntos de seguridad estatal. Os diré, de paso, que por eso no puedo autorizarlo a incorporarse a vuestra gran organización. Prefiero que permanezca entre bambalinas, por así decirlo. De ese modo podrá continuar ayudándome a trabajar por la gloria de la patria. Por favor, que este dato quede entre vosotros. ¿Cuento con eso?

Los ojos de Helmut perdieron brillo al mirar nuevamente a Günter. Quizá se acordaba de algún juego reciente de arios y judíos al que habría sido mejor no jugar.

—Por supuesto, señor inspector Kohl —dijo.

El detective vio la sonrisa de alegría que su hijo reprimía. Luego concluyó:

—Ahora formaos en fila india para que os distribuya los papeles. Mi hijo y el Führer de brigada Gruber decidirán cómo os repartiréis el trabajo.

—Sí, señor. Heil Hitler.

Heil. —Kohl se obligó a hacer un firme saludo con el brazo extendido. Luego entregó las hojas a los dos chicos y añadió—: Escuchad, caballeros.

—¿Sí, señor? —Helmut se cuadró.

—Tened cuidado con el tráfico. Mirad a ambos lados antes de cruzar la calle.