—Heil Hitler —dijo Paul—. Perdóneme si lo molesto, señor.
—Heil —respondió el hombre sin energía—. ¿Quién es usted?
—Soy Fleischman. He venido a tomar las medidas para las alfombras.
—Ah, las alfombras.
Otra figura echó un vistazo dentro: un guardia corpulento, de uniforme negro. Pidió a Paul sus credenciales y, después de leerlas con atención, regresó al antedespacho y acercó una silla a la puerta.
Ernst preguntó.
—¿Y qué medidas tiene este cuarto?
—Nueve y medio por ocho metros. —A Paul se le aceleró el corazón: había estado a punto de decir «yardas».
—Yo habría dicho que era más grande.
—Claro que es más grande, señor. Me refería al tamaño de la alfombra. Por lo general, cuando el suelo es de madera tan fina como esta, nuestros clientes quieren dejar un borde a la vista.
Ernst miró el roble del suelo como si nunca lo hubiera visto. Después de quitarse la americana y colgarla del perchero, se sentó en el sillón y se frotó los ojos. Por fin se inclinó hacia delante y se puso las gafas para leer unos documentos.
—¿Trabaja en domingo, señor? —preguntó Paul.
—Igual que usted —respondió Ernst, riendo, pero sin levantar la vista.
—Es que el Führer está ansioso por acabar con la remodelación del edificio.
—Sí, es verdad.
Mientras se inclinaba para medir un pequeño apartadizo, Paul le echó una mirada de reojo; reparó en la cicatriz de la mano, las arrugas que le rodeaban la boca, los ojos enrojecidos y la actitud: era la de quien tiene un millar de ideas madurando en la mente, la de quien lleva un millar de cargas.
Hubo un leve chirrido: Ernst había girado la silla hacia la ventana y se estaba quitando las gafas. Parecía devorar el brillo y el calor del sol, con placer, pero también con un dejo de pena, como si estuviera habituado al aire libre y no disfrutara de los deberes que lo mantenían atado al escritorio.
—¿Hace mucho tiempo que trabaja en esto, Fleischman? —preguntó sin volverse.
Paul se puso de pie, con la libreta apretada contra el costado.
—Desde siempre, señor. Desde la guerra.
Ernst continuaba disfrutando del sol, algo reclinado en la silla y con los ojos cerrados. Paul se acercó silenciosamente a la repisa. La bayoneta era larga. Estaba opaca y no había sido afilada en tiempos recientes, pero aún podía matar.
—¿Y le gusta? —preguntó Ernst.
—Me va bien.
Podía arrebatar de allí esa arma espeluznante, acercarse al hombre por detrás y matarlo en un segundo. Tenía experiencia en armas blancas. Usar un puñal no es como las escenas de esgrima que uno veía en las películas de Douglas Fairbanks. El acero es sólo una mortífera extensión del puño. El buen boxeador también es bueno con el cuchillo.
Tocar el hielo…
Pero ¿qué hacer con el guardia apostado ante la puerta? Ese hombre también tendría que morir. Paul nunca mataba a los guardaespaldas de sus despachados; ni siquiera se ponía en situaciones donde quizá debiera hacerlo. Podía matar a Ernst con la bayoneta y luego desmayar al guardia de un golpe. Pero con tantos soldados como había por allí, alguien podía oír el alboroto; entonces lo arrestarían. Además tenía órdenes de que la muerte fuera pública.
—Le va bien —repitió Ernst—. Una vida sencilla, sin conflictos ni decisiones difíciles.
Sonó el teléfono. El coronel atendió.
—¿Diga…? Sí, Ludwig, la reunión resultó ventajosa para nosotros… Sí, sí… Oye, ¿has conseguido algunos voluntarios? Ach, bien… Pero quizá dos o tres más… Sí, nos veremos allí. Buenas tardes.
Al cortar la comunicación miró a Paul; luego hacia la repisa.
—Son algunos recuerdos míos. A juzgar por los militares con los que he tratado toda mi vida, somos como urracas cuando se trata de acumular este tipo de objetos. En casa tengo muchos más. ¿No es raro que nos guste conservar recuerdos de hechos tan horrendos? A veces me parece una locura. —Echó un vistazo al reloj de su escritorio—. ¿Ha terminado, Fleischman?
—Sí, señor.
—Tengo trabajo que hacer a solas.
—Perdone la molestia, señor. Heil Hitler.
—Oiga, Fleischman…
Paul se volvió desde la puerta.
—Usted es hombre de suerte. Es muy raro que las obligaciones concuerden con las circunstancias y el propio carácter.
—Supongo que sí, señor. Buenos días.
—Sí. Heil Hitler.
Salió al pasillo.
Con la cara y la voz de Ernst grabados en la mente, Paul bajó la escalera, la vista fija adelante, a paso lento, pasando invisiblemente entre hombres de uniforme negro o gris, de traje, con ropas de trabajo. Y por doquier, los ojos severos, bidimensionales, que lo miraban desde los cuadros colgados en las paredes: la trinidad cuyos nombres se leían en las placas de bronce:
A. Hitler, H. Göring y P J. Goebbels.
Ya en la planta baja giró hacia la refulgente entrada principal que daba a la calle Wilhelm; sus pisadas resonaban con fuerza. Webber le había conseguido botas usadas; eran un buen toque final al disfraz, pero una de las tachuelas asomaba a través del cuero y repiqueteaba audiblemente a cada paso, por mucho que Paul torciera el pie.
Estaba a quince metros de la entrada, que era un estallido de sol rodeado por un halo.
Diez metros. Tap, tap, tap. Cinco metros.
Ya veía el exterior: torrentes de coches que pasaban por la calle.
Tres metros.
Tap… tap…
—¡Alto, usted!
Paul se detuvo en seco. Al girar vio a un hombre de mediana edad, de uniforme gris, que se acercaba a grandes pasos.
—Ha bajado por esa escalera. ¿De dónde viene?
—Sólo estaba…
—Sus documentos.
—Estaba tomando medidas para las alfombras, señor —explicó Paul, mientras desenterraba de su bolsillo los papeles de Webber.
El de la SS les echó una mirada rápida, lo comparó con la foto y leyó la orden de trabajo. Luego cogió la vara de medir que Paul llevaba en la mano, como si fuera un arma. Por fin le devolvió la orden de trabajo.
—¿Dónde está su permiso especial?
—¿Qué permiso especial? No sabía que fuera necesario.
—Para el acceso a los pisos altos, sí.
—Mi jefe no me ha dicho nada.
—Eso no es asunto nuestro. Para ir más allá de la planta baja se requiere un permiso especial. ¿Su carné del Partido?
—Eh… no lo he traído.
—¿No es miembro del Partido?
—Claro que sí, señor. Soy un nacionalsocialista de ley, se lo aseguro.
—Si no trae el carné del Partido no es nacionalsocialista de ley.
El oficial lo revisó; luego hojeó la libreta y echó un vistazo a los bocetos y las medidas de las habitaciones. Meneaba la cabeza. Paul dijo:
—Dentro de unos pocos días tendré que venir otra vez, señor. Entonces le traeré ese permiso especial y el carné del Partido. —Y añadió—: Podría aprovechar la ocasión para medir también su despacho.
—Mi despacho está en la parte trasera de la planta baja. Un sector donde no se harán renovaciones —aclaró, agrio, el oficial de la SS.
—Mayor razón para tener una buena alfombra persa. Casualmente tenemos más de las que se necesitan. Es una pena que vayan a pudrirse en algún depósito.
El hombre reflexionó. Luego echó un vistazo a su reloj.
—No tengo tiempo para continuar con este asunto. Soy el subjefe de Seguridad Schechter. Encontrará mi despacho bajando la escalera, a la derecha. Mi nombre está en la puerta. Hala, váyase. Pero no olvide traer el permiso especial cuando regrese, si no quiere acabar en la calle Príncipe Albrecht.
Mientras los tres hombres se alejaban a buena velocidad de la plaza Wilhelm, a poca distancia sonó una sirena. Paul y Reggie Morgan, intranquilos, miraron por las ventanillas del camión, que apestaba a sudor y col quemada. Webber se echó a reír.
—Tranquilos. Es una ambulancia. —Un momento después apareció una rodeando la esquina—. Conozco el ruido de todos los vehículos oficiales. Es algo que resulta muy útil en Berlín en estos tiempos.
Pasados algunos segundos Paul dijo en voz baja:
—Lo he visto personalmente.
—¿A quién? —preguntó Morgan.
—A Ernst.
El otro dilató los ojos.
—¿Estaba allí?
—Ha entrado en el despacho un momento después que yo.
—Ach, ¿qué hacemos? —Exclamó Webber—. No podemos entrar de nuevo en la Cancillería. ¿Cómo haremos para saber dónde encontrarlo?
—Pero si ya lo sé —dijo Paul.
—¿Sí? —inquirió Morgan.
—Antes de que llegara he tenido tiempo de echar un vistazo a su escritorio. Hoy irá al estadio.
—¿A qué estadio? En la ciudad hay muchos.
—El Estadio Olímpico. He visto un memorándum. Hitler quiere que los altos dignatarios del Partido se fotografíen allí. —Echó un vistazo al reloj de una torre cercana—. Pero sólo dispongo de unas pocas horas para instalarme en el lugar. Creo que necesitaremos nuevamente tu ayuda, Otto.
—Ach, puedo hacerte entrar donde quieras, señor John Dillinger. Yo hago los milagros… y vosotros pagáis. Por eso nos llevamos tan bien, claro. A propósito: mis dólares, por favor. —Dejó que la transmisión del vehículo chillara en segunda para extender la mano derecha, con la palma hacia arriba, hasta que Morgan puso allí el sobre.
Un momento después Paul cobró conciencia de que Morgan lo miraba.
—¿Cómo es Ernst? —preguntó—. ¿Se nota que es el hombre más peligroso de Europa?
—Fue cortés. Estaba preocupado. Y cansado. Y triste.
—¿Triste? —repitió Webber.
Paul asintió con un gesto. Recordaba los ojos del hombre, vivaces pero con el peso de la responsabilidad; eran los ojos de alguien que espera pasar por pruebas difíciles.
El sol al fin se pone…
Morgan miró de reojo las tiendas, los edificios, las banderas de la amplia avenida Unter den Linden.
—¿Eso dificulta las cosas?
—¿Que si las dificulta?
—Haberlo conocido, ¿te hará vacilar cuando llegue el momento de… hacer aquello para lo que has venido? ¿Cambia las cosas?
Paul Schumann habría deseado responder que sí. Que ver a alguien de cerca, hablar con él, derretía el hielo, hacía que dudara en quitarle la vida. Pero respondió con la verdad:
—No, no cambia nada.
Sudaban por el calor y Kurt Fischer, cuanto menos, también por el miedo.
Los hermanos estaban ahora a dos calles de la plaza donde se encontrarían con Unger, el hombre que los sacaría de ese país medio hundido para reunirlos con sus padres.
El hombre al que confiaban la vida.
Hans se agachó para recoger una piedra y la lanzó a las aguas del canal Landwehr.
—¡No! —susurró Kurt con aspereza—. No llames la atención.
—Tranquilízate, hermano. Esto no llama la atención. Lo hace todo el mundo. Madre mía, qué calor hace. ¿No podemos detenernos a por una cerveza?
—Ach, ¿crees que vamos de vacaciones? —Kurt miró en derredor. No había mucha gente. Aún era temprano, pero el calor ya era intenso.
—¿Alguien nos sigue? —preguntó su hermano con cierta ironía.
—¿Quieres quedarte en Berlín? ¿Has considerado las cosas?
—Sólo sé que si abandonamos la casa no volveremos a verla.
—Y si no la abandonamos no volveremos a ver a mamá y a papá. Probablemente no volveremos a ver a nadie.
Hans, ceñudo, recogió otra piedra. En esa ocasión logró hacerla rebotar tres veces.
—¡Hala! ¿Has visto?
—Date prisa.
Giraron hacia una calle de mercado, donde los vendedores estaban instalando sus puestos. Había varios camiones aparcados en las calzadas y las aceras. Estaban cargados de rábanos, remolachas, manzanas, patatas, truchas de canal, carpas, aceite de bacalao. Naturalmente, no se veían los productos de mayor demanda, como carne, aceite de oliva, mantequilla y azúcar. Aun así la gente ya estaba haciendo cola para conseguir las cosas mejores o siquiera las menos desagradables.
—Mira, allí está. Kurt cruzó la calle en dirección a un viejo camión aparcado a un lado de la plaza. Un hombre de rizos castaños, apoyado contra él, fumaba y leía un periódico. Al levantar la vista vio a los muchachos y asintió sutilmente con la cabeza. Luego arrojó el periódico a la cabina del camión.
Todo se reduce a una cuestión de confianza.
Y a veces no se produce el desencanto: Kurt había pensado que el hombre podía no aparecer.
—¡Señor Unger! —dijo al llegar. Se estrecharon calurosamente la mano—. Le presento a mi hermano Hans.
—Ach, cómo se parece a su padre.
—¿Usted vende chocolate? —preguntó el chico, mientras observaba el camión
—Fabrico y vendo dulces. Antes era profesor, pero eso ya no es lucrativo. El deseo de aprender y la necesidad de enseñar es esporádico, pero comer dulces es constante y no hay peligro político. Ya hablaremos de eso. Ahora debemos salir de Berlín. Podéis viajar conmigo en la cabina, pero cuando nos acerquemos a la frontera entraréis en un espacio que hay en la parte trasera. En días como este llevo hielo para impedir que se derrita el chocolate; estaréis tendidos bajo tablas cubiertas de hielo. Pero no temáis, que no moriréis congelados. He abierto agujeros en el flanco del camión para que entre un poco de aire caliente. Cruzaré la frontera como todas las semanas. Conozco a los guardias; les regalo chocolate y nunca me revisan.
Unger fue hacia la parte trasera del camión para cerrar las puertas.
Hans subió a la cabina y se puso a leer el periódico. Kurt se enjugó la frente y giró para echar una última mirada a la ciudad en la que había pasado toda su vida.
El calor, la potencia del sol, hacían que pareciera Italia; le hizo pensar en un viaje a Bolonia que habían hecho cuando su padre impartió un curso de quince días en aquella antigua universidad.
Cuando el joven iba a subir junto a su hermano, la multitud dejó escapar una exclamación colectiva.
Kurt se quedó inmóvil, con los ojos muy abiertos.
Tres coches negros se detuvieron bruscamente rodeando el camión de Unger. De ellos bajaron seis hombres con el uniforme negro de la SS.
—¡No!
—¡Huye, Hans! —gritó Kurt. Pero dos de los SS corrieron al lado del pasajero y, después de abrir violentamente la portezuela, tiraron de su hermano para sacarlo a la calle. Él se resistió hasta que uno lo golpeó en el vientre con una cachiporra. Hans lanzó un chillido y rodó por el suelo, apretándosela tripa. Los soldados lo levantaron por la fuerza.
—¡No, no, no! —exclamó Unger. Tanto él como Kurt fueron empujados contra el flanco del camión.
—¡Papeles! Vaciad los bolsillos.
Los tres cautivos hicieron lo que se les ordenaba.
—Los Fischer —dijo el comandante al ver los carnés de identidad, indicando con un gesto que los reconocía. Unger, con lágrimas en las mejillas, dijo a Kurt:
—No os he traicionado. ¡Te lo juro!
—No, no ha sido él —dijo el oficial de la SS. Luego desenfundó su Luger, la amartilló y disparó al profesor en la cabeza.
Unger cayó a la acera. Kurt ahogó una exclamación de horror.
—Ha sido ella —añadió el de la SS, señalando con la cabeza a una mujerona madura, asomada a la ventanilla del vehículo oficial. Ella, con la voz cargada de furia, increpó a los muchachos:
—¡Traidores! ¡Cerdos!
Era la señora Lutz, la viuda de guerra que vivía en el mismo piso, la mujer que acababa de desearles un buen día.
Horrorizado, fija la vista en el cuerpo sin vida de Unger, que manaba sangre copiosamente, Kurt oyó su grito apasionado:
—¡Cerdos desagradecidos! Os he estado observando. Bien sé lo que habéis hecho, quién ha estado en vuestro apartamento. Apunto todo lo que veo. ¡Habéis traicionado a nuestro Führer!
El comandante de la SS la miró con una mueca de irritación.
Luego hizo un gesto a un oficial más joven, quien la empujó hacia el interior del coche.
—Hace tiempo que os tenemos en la lista.
—¡Pero si no hemos hecho nada! —Susurró Kurt, sin poder apartar los ojos del charco carmesí que crecía junto a Unger—. Nada, lo juro. Sólo tratábamos de reunirnos con nuestros padres.
—Escapar ilegalmente del país, pacifismo, actividades contra el Partido… Son todos delitos capitales.
Tiró de Hans para acercarlo y le apuntó a la cabeza con la pistola. El muchacho gimoteó:
—No, por favor, no…
Kurt se adelantó velozmente. Un guardia lo golpeó en el vientre. Doblado por la mitad, vio que el comandante apoyaba la pistola contra la nuca de su hermano.
—¡No!
El comandante entrecerró los ojos y se inclinó hacia atrás para evitar el rocío de sangre y carne.
—¡Por favor, señor!
Pero otro oficial susurró:
—Esas órdenes que tenemos, señor. Moderación durante las Olimpiadas. —Señaló con la cabeza a la multitud que se había reunido a mirar en el mercado—. Allí podría haber extranjeros, quizá periodistas.
El comandante vaciló un instante. Luego murmuró, impaciente:
—De acuerdo. Llevadlos a la Casa Columbia.
Aunque se prefería el campo de Oranienburg, más implacable en su eficiencia y menos visible, la Casa Columbia era todavía la cárcel más famosa de Berlín. El hombre apuntó al cadáver con un gesto.
—Y arrojad eso en cualquier parte. Averiguad si está casado. En ese caso enviad a su mujer la camisa ensangrentada.
—Sí, señor. ¿Con qué mensaje?
—El mensaje será la camisa.
El comandante enfundó la pistola y volvió a su coche, desviando una breve mirada hacia los hermanos Fischer. Pero en realidad no los vio; era como si ya hubieran muerto.
—¿Dónde estás, Paul Schumann?
Tal como el día anterior («¿Quién eres?»), Willi Kohl hizo esa pregunta en voz alta, lleno de frustración, sin esperanzas de respuesta inmediata. El inspector había creído que, al conocer el nombre del homicida, se aceleraría la solución del caso. Pero no era así.
No había recibido respuesta del FBI ni de la Comisión Internacional Olímpica. Sólo un breve mensaje del Departamento de Policía de Nueva York diciendo que se ocuparían del asunto cuando fuera «practicable».
No era una palabra con la que Kohl estuviera familiarizado, pero arrugó el entrecejo al ver lo que decía el diccionario inglés-alemán de su departamento. Durante el último año había percibido cierta reticencia de la policía norteamericana en cuanto a cooperar con la Kripo. Eso se debía en parte a la antipatía que despertaba en Estados Unidos el nacionalsocialismo, pero también podía arraigar, según creía él, en el secuestro del bebé Lindbergh. Bruno Hauptmann, detenido por la policía alemana, se había fugado a América y asesinado al niño.
Kohl envió un segundo y breve telegrama, en su vacilante inglés, para dar las gracias a la policía neoyorquina y recordarles la urgencia del asunto. Había puesto sobre aviso a los guardias de frontera para que detuvieran a Schumann si intentaba abandonar el país, pero la orden llegaría sólo a las salidas principales.
La segunda visita de Janssen a la Villa Olímpica también había resultado infructuosa. Paul Schumann no tenía ningún vínculo oficial con el equipo norteamericano. Había llegado a Berlín como escritor sin afiliación conocida, y nadie lo había visto desde que abandonara la Villa Olímpica, el día anterior, ni se sabía dónde podía estar.
Su nombre no figuraba entre los recientes compradores de municiones Largo ni de pistolas Modelo A, pero eso no era ninguna sorpresa, puesto que había llegado el viernes.
Kohl, meciéndose hacia atrás en la silla, revisó la caja de pistas y sus propias notas. Al levantar la vista vio a Janssen en el vano de la puerta; charlaba con otros ayudantes y aspirantes a inspector.
Willi, ceñudo, miró aquel ruidoso klatch de café. Los jóvenes le presentaron sus respetos:
—Heil Hitler
—Heil, inspector Kohl.
—Sí, sí.
—Vamos a la conferencia. ¿Viene usted?
—No —murmuró él—. Tengo trabajo.
Desde la ascensión al poder del Partido, en el año treinta y tres, todas las semanas había en el salón de asambleas una charla de una hora sobre la doctrina nacionalsocialista. Eran obligatorias para todos los oficiales de la Kripo, pero el poco entusiasta Willi Kohl rara vez asistía. La última que la había escuchado, dos años atrás, se titulaba «Hitler, el pangermanismo y las raíces del cambio social fundamental». Se había dormido.
—Puede venir el Führer Heydrich en persona.
—No es seguro —añadió otro con entusiasmo—, pero podría venir. ¿Os imagináis? ¡Estrecharle la mano!
—Como ya he dicho, tengo trabajo. —Kohl miró más allá de esas caras juveniles y excitadas—. ¿Qué novedades tiene, Janssen?
—Buenos días, inspector —saludó uno de los jóvenes oficiales, eufórico. Y todos se alejaron ruidosamente por el pasillo.
Kohl fijó una mirada ceñuda en su asistente, que hizo una mueca de sufrimiento.
—Perdone, señor. Se pegan a mí porque estoy pegado a…
—¿A mí?
—Pues sí, señor.
El inspector señaló con la cabeza el lado por donde se había ido el grupo
—¿Son miembros?
—¿Del Partido? Unos cuantos sí.
Antes de que Hitler asumiera el poder, los policías tenían prohibido afiliarse a un partido político. Kohl comentó:
—No se deje tentar, Janssen. No crea que afiliándose podrá progresar más en su carrera. Sólo conseguirá enredarse más en la telaraña.
—Las arenas movedizas morales. —El joven citaba las palabras de su jefe.
—Exactamente.
—De cualquier manera no podría. —Le ofreció una de sus raras sonrisas—. Trabajar con usted no me deja tiempo para los actos políticos.
Kohl sonrió a su vez. Luego preguntó:
—Bueno, ¿qué me trae?
—El informe de la autopsia del caso del pasaje Dresden.
—¡Por fin! —Veinticuatro horas para realizar una autopsia. Imperdonable.
El candidato a inspector entregó a su jefe una carpeta fina que contenía sólo dos páginas.
—¿Qué es esto? ¿Ese forense hizo la autopsia mientras dormía?
—Pues…
—No importa —murmuró Kohl.
Y de un tirón leyó el documento de cabo a rabo. Comenzaba por establecer lo obvio, desde luego, como todos los informes, en el denso lenguaje de la fisiología y la morfología: que la causa de la muerte se debía a un fuerte traumatismo cerebral debido al impacto de una bala. No había enfermedades sexuales, algo de gota, un poco de artritis, ninguna herida de guerra. El muerto tenía algo en común con Kohl: los juanetes; también las callosidades de sus pies insinuaban que había sido muy aficionado a caminar.
Janssen miraba sobre su hombro.
—Mire, señor: tenía en una mano un dedo roto que soldó mal.
—Eso no nos interesa, Janssen. Es el meñique, un dedo propenso a quebrarse en muchas circunstancias, no una lesión rara que pudiera ayudarnos a conocer mejor al muerto. Una fractura reciente sería más útil: podríamos llamar a los médicos del noroeste de Berlín por si hubiera pistas entre sus pacientes; pero esta es antigua.
Volvió al informe.
El contenido de alcohol en la sangre hacía pensar que había ingerido algún licor poco antes de morir. El contenido del estómago incluía pollo, ajo, hierbas, cebolla, zanahoria, patatas, alguna salsa rojiza y café; el grado de digestión de todo eso revelaba que la comida había sido disfrutada media hora antes de la muerte, poco más o menos.
—¡Ah! —Kohl, animado, apuntó esos datos a lápiz en su maltrecha libreta.
—¿Qué pasa, señor?
—Aquí hay algo que sí nos interesa, Janssen. No se puede afirmar con seguridad, pero al parecer la víctima comió un plato sublime en su última comida. Probablemente sea coq au vin, una exquisitez francesa que hace un extraño casamiento entre el pollo y el vino tinto, por lo general un Borgoña tipo Chambertin. Aquí no se encuentra fácilmente, Janssen, ¿y sabe usted por qué? Porque los vinos tintos de los alemanes son horrorosos; los austriacos los hacen estupendos, pero no nos envían mucho. ¡Esto es bueno, ya lo creo!
Después de reflexionar por un momento, se acercó a un mapa de Berlín que tenía en la pared; buscó una chincheta y la clavó en el pasaje Dresden.
—Murió aquí, a mediodía, y había almorzado en un restaurante una media hora antes. Recordará usted que era buen caminador, Janssen: comparados con los músculos de sus piernas los míos no son nada, y tenía callos en los pies. Es posible que haya cogido un taxi o un tranvía para ir a su encuentro fatídico, pero podemos suponer que fue caminando. Si calculamos que después de comer dedicó algunos minutos para fumar un cigarrillo… ¿recuerda que tenía los dedos manchados de amarillo?
—No recuerdo bien, señor.
—Ha de ser más observador, hijo. Calculado el tiempo para fumar un cigarrillo, pagar la cuenta y saborear su café, supondremos que usó esas fuertes piernas para caminar unos veinte minutos antes de llegar al pasaje Dresden. ¿Qué distancia podría recorrer en ese tiempo un buen caminador?
—Un kilómetro y medio, diría yo.
Kohl frunció el entrecejo.
—Sí, yo también. —Después de examinar la escala del mapa, trazó un círculo en torno al lugar del homicidio.
Janssen meneó la cabeza.
—Hombre, eso es enorme. ¿Tendremos que llevar la fotografía de la víctima a todos los restaurantes incluidos en ese círculo?
—No: sólo a los que sirvan coq au vin. Y de esos, sólo a aquellos que lo sirvieron el sábado a la hora del almuerzo. Bastará echar un vistazo a los horarios y a la carta de la fachada para saber si debemos entrar. Pero aun así será una tarea ímproba. Y debemos realizarla inmediatamente.
El joven miró el mapa.
—¿Debemos hacerlo usted y yo, señor? ¿Podremos visitarlos todos? ¿Cómo? —Y meneó la cabeza, desalentado.
—No podemos, por supuesto.
—Pues entonces…
Willi Kohl se echó hacia atrás en el asiento y dejó que sus ojos flotaran por la habitación. Momentáneamente se fijaron en el escritorio. Luego dijo:
—Quédese aquí, Janssen, por si llegan telegramas o mensajes sobre el caso. —Luego cogió su sombrero de paja, que pendía del perchero del rincón—. Yo… tengo una idea.
—¿Adónde va, señor?
—Tras la pista de un pollo francés.