21

A medio kilómetro de los edificios oficiales, en la calle Krausen, había un apartamento espacioso, pero polvoriento y desordenado, que databa de los tiempos de Bismarck y el káiser Guillermo. Dos hombres jóvenes, sentados ante una ornamentada mesa de comedor, llevaban horas enteras enzarzados en una discusión. El debate había sido largo y ardiente, pues el tema era, ni más ni menos, la supervivencia de ambos. Como sucedía a menudo en esos tiempos, en definitiva se enfrentaban a una cuestión de confianza.

¿Ese hombre los llevaría a la salvación? ¿O serían traicionados y esa credulidad acabaría costándoles la vida?

Tinc, tinc, tinc…

Kurt Fischer, el mayor de los dos rubios hermanos, dijo:

—Deja ya de hacer ese ruido.

Hans tocaba con el cuchillo el plato que contenía un corazón de manzana y algunas cortezas de queso, restos del patético desayuno. Continuó con el tintineo durante un momento más, pero al fin dejó el cubierto.

Su hermano le llevaba cinco años, pero entre ellos había abismos mucho más vastos. Hans dijo:

—Podría denunciarnos por dinero. Podría denunciarnos por estar ebrio de nacionalsocialismo. O porque es domingo y se le ha antojado denunciar a alguien.

Eso era verdad, desde luego.

—Y te lo pregunto una vez más, ¿a qué tanta prisa? ¿Por qué ha de ser hoy? Me gustaría ver de nuevo a Lisa. La recuerdas, ¿verdad? ¡Es tan hermosa como Marlene Dietrich!

—Bromeas, ¿no? —replicó Kurt, exasperado—. Nuestra vida corre peligro y tú languideces por una chica tetuda que conociste el mes pasado.

—Podemos irnos mañana. O después de las Olimpiadas, ¿por qué no? Habrá quienes salgan temprano de los Juegos y tiren las entradas que han comprado para todo el día. Podemos ver los de la tarde.

Muy posiblemente ese era el quid de la cuestión: las Olimpiadas. A un muchacho tan guapo como Hans no le faltarían otras Lisas; esta no era especialmente bonita ni inteligente (aunque sí bastante fácil, según los criterios nacionalsocialistas). Pero lo que más preocupaba a Hans, si habían de huir de Alemania, era que se perdería los Juegos.

Kurt lanzó un suspiro de frustración. Su hermano tenía diecinueve años; a esa edad muchos tenían ya puestos de responsabilidad en el Ejército o en un oficio. Pero Hans siempre había sido impulsivo, soñador y también algo perezoso.

¿Qué hacer? Kurt reanudó el debate consigo mismo, en tanto mascaba un trozo de pan seco. Hacía una semana que se les había acabado la mantequilla. De hecho les quedaba muy poco para comer. Pero él detestaba salir a la calle. Resultaba irónico que se sintiera más vulnerable fuera, cuando en realidad debía de ser mucho más peligroso quedarse en el apartamento, indudablemente vigilado de tanto en tanto por la Gestapo o la SD.

Volvió a pensar que todo se reducía a confiar o no confiar.

—¿Qué has dicho? —preguntó Hans enarcando una ceja.

Kurt meneó la cabeza. Lo había dicho en voz alta sin darse cuenta, dirigiendo la pregunta a las únicas personas del mundo entero que le habrían sabido responder con franqueza y buen criterio: sus padres. Pero Albrecht y Lotte Fischer no estaban allí. Dos meses atrás, esa pareja de socialdemócratas pacifistas había viajado a Londres para asistir a un congreso sobre la paz mundial. Pero justo antes del regreso un amigo les advirtió de que sus nombres figuraban en una lista de la Gestapo. La policía secreta planeaba arrestarlos en Tempelhof en cuanto llegaran. Albrecht hizo dos intentos de entrar subrepticiamente en el país para sacar a los hijos: uno, a través de Francia; el otro, por los Sudetes. Las dos veces se le negó el ingreso y la segunda estuvo a punto de ser arrestado.

Los afligidos padres se refugiaron en Londres, alojados por profesores de ideas similares y trabajando como traductores y maestros; habían logrado hacer llegar a sus hijos varios mensajes en que los instaban a partir. Pero a los muchachos les habían retirado el pasaporte y sellado los carnés de identidad, no sólo por ser hijos de socis ardientes y pacifistas, sino porque la Gestapo también les había abierto expedientes. Ambos compartían las creencias políticas de los padres; además, la policía los había visto asistir a esos clubes prohibidos donde se tocaba jazz y swing, la música de los negros norteamericanos, donde las chicas fumaban y se añadía vodka ruso al ponche; también tenían amigos activistas.

Difícilmente se los hubiera podido tachar de subversivos. Pero no pasaría mucho tiempo antes de que los arrestaran. O de que pasaran hambre. A Kurt lo habían despedido de su empleo. Hans, después de completar los seis meses obligatorios de Servicio Laboral, estaba de nuevo en casa. Había sido expulsado de la universidad (también por obra de la Gestapo) y, al igual que su hermano, estaba en paro. En el futuro ambos bien podían acabar mendigando en la Alexanderplatz o la Oranienburger.

Y así había surgido la cuestión de la confianza. Albrecht Fischer logró ponerse en contacto con Gerhard Unger, un excolega de la universidad de Berlín, también soci y pacifista. No mucho después de que los nacionalsocialistas asumieran el poder, Unger había renunciado a su cátedra para regresar a la empresa familiar, una fábrica de dulces. Puesto que en sus viajes cruzaba a menudo las fronteras y se oponía firmemente a Hitler, se declaró muy dispuesto a sacar a los muchachos de Alemania en uno de los camiones de la fábrica. Todas las mañanas de domingo viajaba hasta Holanda para entregar sus dulces y proveerse de ingredientes. Se pensaba que, con tantos visitantes como llegarían al país para las Olimpiadas, los guardias de frontera tendrían mucho que hacer y no prestarían atención a un vehículo comercial que abandonara el país en un viaje rutinario.

Pero ¿podían ellos confiarles la vida?

No había motivos visibles para no hacerlo. Unger y Albrecht eran amigos. Pensaban lo mismo. Odiaban a los nacionalsocialistas.

Pero en esos días había tantas excusas para traicionar… «Podría denunciarnos porque es domingo…».

Y tras la vacilación de Kurt Fischer había otro motivo. El joven era pacifista y socialdemócrata sobre todo porque lo eran sus padres y sus amigos, pero nunca se había metido mucho en política. Vivir, para él, era hacer excursiones a pie, salir con chicas, viajar y esquiar. Pero ahora que los nacionalsocialistas detentaban el poder, le sorprendía descubrir dentro de sí un extraño deseo de pelear contra ellos, de abrirle los ojos a la gente en cuanto a la intolerancia y la malignidad de sus gobernantes. Tal vez debía quedarse y trabajar para derrocarlos.

Pero tenían tanto poder, eran tan insidiosos… y tan mortíferos…

Kurt miró el reloj de la repisa. Estaba parado. Él y Hans siempre se olvidaban de darle cuerda; antes era su padre quien lo hacía. Al verlo inmóvil se le oprimió el corazón. Sacó su reloj de bolsillo para ver la hora.

—Tenemos que salir ahora mismo o llamarlo para decirle que no iremos.

Tinc, tinc, tinc… El cuchillo reanudó su trabajo de címbalo contra el plato.

Luego, un largo silencio.

—Yo creo que debemos quedarnos —dijo Hans. Pero miró con expectación a su hermano. Aunque siempre había existido cierta rivalidad entre los dos, el menor se atenía a todas las decisiones del otro.

«Pero mi decisión ¿será la correcta?». Sobrevivir…

Por fin Kurt Fischer dijo:

—Vamos. Recoge tu mochila.

Tinc, tinc…

Mientras se cargaba la mochila al hombro clavó en su hermano una mirada desafiante. Pero el humor de Hans cambiaba como el tiempo en primavera: de pronto se echó a reír y mostró la ropa. Ambos vestían pantalones cortos, camisas de manga corta y borceguíes.

—Mira qué aspecto. Si nos pintan de pardo pareceremos de las Juventudes Hitlerianas.

Kohl no pudo evitar una sonrisa.

—Hala, vamos, camarada —dijo, utilizando con sarcasmo el término con que las Tropas de Asalto y los de las Juventudes se referían a sus compañeros.

Sin echar una última mirada al apartamento, por miedo a romper en llanto, abrió la puerta y ambos salieron al corredor.

Al otro lado del pasillo, la señora Lutz limpiaba su felpudo; era una viuda de guerra, corpulenta y de mejillas como manzanas. La mujer solía mantenerse aparte, pero a veces llamaba a las puertas de ciertos vecinos (sólo las de aquellos que respondían a sus estrictas normas de vecindad, cualesquiera que fuesen) para obsequiarles con alguno de sus maravillosos platos. Tenía a los Fischer por amigos y, en el curso de esos años, les había regalado budines de carne, buñuelos de ciruela, queso casero, pepinillos en vinagre, salchichas al ajo y fideos con callos. A Kurt le bastó verla para que se le hiciera la boca agua.

—¡Ach, los hermanos Fischer!

—Buenos días, señora Lutz. ¿Trabajando ya, tan temprano?

—Han dicho hoy volverá a hacer mucho calor. Ach, si lloviera un poco…

—Vaya, es mejor que nada estropee las Olimpiadas —dijo Hans con un dejo de ironía—. Tenemos muchos deseos de ver los Juegos.

Ella rio.

—Tontos que corren y saltan en ropa interior. ¿A quién le interesa todo eso, cuando mis pobres plantas se mueren de sed? Mirad esas barbas de chivo, junto a la puerta. ¡Y las begonias! Ahora decidme, ¿dónde están vuestros padres? ¿Todavía de viaje?

—En Londres, sí. —Las dificultades políticas del matrimonio no eran del dominio público; naturalmente, los muchachos se resistían a mencionarlas.

—Pero si ya han pasado varios meses. Será mejor que regresen pronto o no podrán reconoceros. ¿Adónde vais?

—De excursión. Por el Grünewald.

—Ah, aquello es muy bonito. Y se está mucho más fresco que en la ciudad. —La viuda continuó fregando con diligencia.

Mientras bajaban la escalera, Kurt echó un vistazo a su hermano y notó que había vuelto a ponerse mohíno.

—¿Qué te pasa?

—Tú pareces pensar que esta ciudad es el patio del infierno, pero no es así. Hay millones de personas como ella. —Señaló con la cabeza hacia arriba—. Gente buena, amable. Y ahora vamos a abandonarlos a todos, ¿para ir adónde? A un lugar donde no conocemos a nadie, donde apenas entenderemos el idioma, donde no tendremos trabajo. A un país con el que estuvimos en guerra hace apenas veinte años. ¿Cómo crees que nos recibirán?

Kurt no supo qué responder. Su hermano tenía razón al cien por cien. Y probablemente había diez o doce argumentos más para quedarse.

Ya fuera miraron a ambos lados de la caldeada calle.

De las pocas personas que andaban por allí a esas horas, ninguna les prestaría atención.

—Vamos —dijo el mayor.

Mientras marchaba por la acera se dijo que, en cierto modo, había dicho la verdad a la señora Lutz: salían de excursión, pero no hacia algún albergue rústico en los fragantes bosques que crecían al oeste de Berlín, sino hacia una vida nueva, incierta, en una tierra completamente extraña.

El zumbido del teléfono le hizo dar un respingo.

Cogió el auricular con la esperanza de que fuera el médico forense que tenía el caso del pasaje Dresden.

—Aquí Kohl.

—Venga a verme, Willi.

Clic.

Un momento después, con el corazón palpitando con fuerza, caminaba por el pasillo hacia el despacho de Friedrich Horcher.

¿Y ahora qué pasaba? ¿El jefe de inspectores en su despacho, una mañana de domingo? ¿Acaso Peter Krauss estaba enterado de que Kohl había inventado aquella historia de Reinhard Heydrich y Göttburg (el hombre procedía en realidad de Halle) para salvar a aquel testigo, el panadero Rosenbaum? ¿O quizá alguien habría oído alguno de sus comentarios imprudentes a Janssen? ¿Habría órdenes de reprender al inspector por interesarse por los judíos muertos de Gatow?

Kohl entró en el despacho de Horcher.

—¿Sí, señor?

—Pase, Willi. —El jefe se levantó para cerrar la puerta y le ofreció asiento.

El inspector se sentó. Miraba a su interlocutor a los ojos, como enseñaba a sus hijos que debían hacer al tratar con alguien con quien pudieran tener dificultades.

Se hizo el silencio. Horcher ocupó nuevamente el suntuoso sillón de piel; se mecía en él, jugando distraídamente con el brazalete rojo intenso que le ceñía el bíceps izquierdo. Era uno de los pocos altos funcionarios de la Kripo que usaba el suyo cuando estaba en el Alex.

—El caso del pasaje Dresden… le está dando trabajo, ¿verdad?

—Es interesante.

—Echo de menos mis tiempos de investigación, Willi.

—Sí, señor.

Horcher ordenó minuciosamente los papeles de su escritorio.

—¿Irá a ver los Juegos?

—Compré las entradas hace ya un año.

—¿Sí? Sus hijos lo estarán deseando, ¿no?

—Desde luego. Y también mi esposa.

Ach, bien, bien. —Horcher no había escuchado una sola de las palabras de Kohl. Por un momento, más silencio. Se acarició el bigote encerado, como acostumbraba hacer cuando no jugueteaba con el brazalete carmesí. Luego dijo:

—A veces es necesario hacer cosas difíciles, Willi. Sobre todo en este tipo de trabajo, ¿no le parece?

Horcher lo dijo sin mirarlo a los ojos. A pesar de su preocupación, Kohl pensó: «He aquí por qué este hombre no llegará muy lejos dentro del Partido: le molesta dar malas noticias».

—Sí, señor.

—Dentro de nuestra estimada organización hay gente que lo observa a usted desde hace tiempo.

Horcher, como Janssen, no sabía mostrarse sarcástico. Era sincero al decir «estimada», aunque dada la incomprensible jerarquía policial, determinar a qué organización se refería era todo un misterio. Para asombro de Kohl, esta cuestión tuvo respuesta cuando su jefe continuó:

—La SD ha registrado sus antecedentes, aparte de la Gestapo.

Eso le heló la sangre en las venas. Todos los que trabajaban para el Gobierno estaban seguros de tener un expediente en la Gestapo; no tenerlo habría sido un insulto. Pero ¿en la SD, el servicio especial de inteligencia de la SS? Y su jefe era Reinhard Heydrich en persona. Conque habían sabido del cuento inventado para Krauss sobre la ciudad natal de Heydrich. ¡Y todo por salvar a un panadero judío a quien ni siquiera conocía!

Con la respiración agitada y las palmas sudorosas mojando los pantalones, Willi Kohl se limitó a asentir torpemente; ante él se desplegaba ya el fin de su carrera, quizá de su vida.

—Al parecer han hablado de usted en las altas esferas.

—Sí, señor. —Ojalá no le temblara la voz. Clavó los ojos en los de Horcher, quien apartó los suyos, después de algunos segundos eléctricos, para examinar un busto de Hitler de baquelita que decoraba una mesa cerca de la puerta.

—Ha salido a relucir cierto asunto. Y por desgracia no puedo hacer nada.

Desde luego, no recibiría ninguna ayuda de Friedrich Horcher: el hombre no sólo formaba parte de la Kripo, el último peldaño de la Sipo, sino que además era cobarde.

—Sí, señor. ¿Qué asunto es ese?

—Se desea… o se ordena, en realidad, que usted represente a la CIPC en Londres el próximo febrero.

Kohl asintió con lentitud, a la espera de más. Pero no: al parecer esa era toda la descarga de malas noticias.

La Comisión Internacional de Policía Criminal, fundada en Viena en la década de 1920, era una red cooperativa de fuerzas policiales de todo el mundo. Compartían información sobre delitos, delincuentes y técnicas de investigación a través de publicaciones, telegramas y radio. Alemania era uno de los miembros; para Kohl había sido un placer enterarse de que, aunque Estados Unidos no lo era, enviaría al congreso a representantes del FBI, con miras a incorporarse.

Horcher estudiaba la superficie de su escritorio, tal como lo hacían Hitler, Göring y Himmler desde sus marcos colgados en la pared. Kohl inspiró varias veces para calmarse. Luego dijo:

—Sería un honor.

—¿Qué honor? —exclamó su jefe, ceñudo. Y se inclinó hacia delante para agregar con suavidad—: Qué generosidad la suya.

El inspector comprendió aquella mofa. Asistir al congreso sería una pérdida de tiempo. Como el caballo de batalla del nacionalsocialismo era construir una Alemania autosuficiente, lo último que Hitler deseaba era compartir in formación con una alianza internacional de fuerzas policiales. No era casual que «Gestapo» fuera el acrónimo de «policía estatal secreta».

Kohl iría como figura decorativa, sólo para salvar las apariencias. Nadie de más jerarquía se atrevería a ir: cuando un funcionario nacionalsocialista abandonaba el país durante dos semanas, era muy posible que al regresar su puesto no estuviera esperándole. Pero Kohl, que era una simple abeja obrera, sin intenciones de ascender por las filas del Partido, podía desaparecer durante una quincena y regresar sin más pérdidas que diez o doce casos retrasados y algunos violadores o asesinos en libertad, lo cual era una pequeñez.

Eso no era asunto de ellos, por supuesto.

Horcher, aliviado por la reacción del detective, preguntó con animación:

—¿Cuándo fue la última vez que salió de viaje, Willi?

—Heidi y yo vamos con frecuencia a Wannsee y a la Selva Negra.

—Me refiero al extranjero.

—Ah… pues… hace ya varios años. A Francia. Y una vez a Brighton, Inglaterra.

—Debería llevar a su esposa a Londres.

A Horcher le bastó esa propuesta para expiar su culpa; después de una pausa razonable añadió:

—Dicen que, en esta temporada, los pasajes de ferry y de tren son bastante razonables. —Otra pausa—. Desde luego, los pasajes y el alojamiento corren por nuestra cuenta.

—Cuánta generosidad.

—Le repito que lamento cargarlo con esta cruz, Willi. Al menos podrá comer y beber bien. La cerveza británica es mucho mejor de lo que dicen. ¡Y verá la Torre de Londres!

—Sí, será un placer.

—Qué maravilla, la Torre de Londres —repitió el jefe de inspectores con entusiasmo—. Bueno, Willi, que pase un buen día.

—Buen día, señor.

A través de pasillos fantasmagóricos y lúgubres, pese a los rayos de sol que caían sobre el roble y el mármol, Kohl regresó a su despacho, calmándose poco a poco después del susto.

Mientras se dejaba caer en el asiento echó un vistazo a la caja de pruebas y a sus notas sobre el incidente del pasaje Dresden. Luego sus ojos buscaron la carpeta puesta a un lado. Cogió el auricular del teléfono para hacer una llamada al operador de Gatow y le pidió que lo comunicara con un domicilio particular.

—¿Sí? —respondió cautelosamente la voz de un hombre joven, que quizá no estaba habituado a recibir llamadas en la mañana del domingo.

—¿Es usted el gendarme Raul? —preguntó Kohl. Una pausa.

—Sí.

—Soy el inspector Willi Kohl.

—Ah, sí, inspector. Heil Hitler. Me ha telefoneado a casa. En domingo.

Kohl rio entre dientes.

—Sí, es cierto. Perdone la molestia. Lo llamo por el informe sobre las escenas de los crímenes de Gatow y los trabajadores polacos.

—Perdone, señor. Es que no tengo experiencia. Supongo que mi informe era muy deficiente comparado con los que usted suele recibir. Y muy lejos de la calidad que han de tener los suyos. Pero hice lo que pude.

—¿Me está diciendo que el informe está hecho? Otra vacilación, más larga que la primera.

—Sí, señor. Fue enviado al comandante de Gendarmería Meyerhoff.

—De acuerdo. ¿Cuándo fue eso?

—El miércoles pasado, si no me equivoco. Sí, así fue.

—Y él ¿ya lo ha examinado?

—El viernes por la noche vi una copia en su escritorio, señor. También había pedido que le enviaran una a usted. Me sorprende que aún no la haya recibido.

—Bien, ya aclararé este asunto con su superior, Raul. Dígame, ¿quedó usted satisfecho con lo que hizo en la escena del crimen?

—Creo haber hecho un trabajo concienzudo, señor.

—¿Y extrajo alguna conclusión?

—Pues…

—A estas alturas de la investigación las suposiciones son perfectamente aceptables.

El joven dijo:

—¿El motivo no parecía ser el robo?

—¿Me lo pregunta a mí?

—No, señor. Le expreso mi conclusión. Bueno, mi suposición.

—Bien. ¿Las víctimas tenían todas sus pertenencias?

—Faltaba el dinero, pero no les quitaron las joyas ni otros efectos. Algunos parecían ser bastante valiosos, aunque…

—Continúe.

—Las víctimas conservaban esos efectos cuando llegaron al depósito. Lamento decir que posteriormente han desaparecido.

—Eso no me interesa ni me sorprende. ¿Descubrió usted algún indicio de que tuvieran enemigos? ¿Alguno de ellos?

—No, señor, al menos en el caso de las familias de Gatow. Gente tranquila, trabajadora, al parecer honrada. Judíos, sí, pero no practicaban su religión. No pertenecían al Partido, desde luego, pero tampoco eran disidentes. En cuanto a los trabajadores polacos, apenas tres días antes de morir habían venido desde Varsovia a plantar árboles para las Olimpiadas. Hasta donde se sabe no eran comunistas ni agitadores.

—¿Alguna otra idea?

—Participaron cuanto menos dos o tres asesinos. Observé las huellas de pisadas, tal como usted me indicó. En los dos incidentes eran las mismas.

—¿El tipo de arma utilizada?

—No tengo ni idea, señor. Cuando llegué los casquillos habían desaparecido.

—¿Cómo que habían desaparecido? —Una epidemia de asesinos concienzudos, al parecer—. Bueno, las balas pueden servir de pista. ¿Recuperó usted alguna en buen estado?

—Revisé atentamente el suelo, pero no hallé ninguna.

—El forense debe de haber recuperado algunas.

—Se lo pregunté, señor. Dijo que no había ninguna.

—¿Ninguna?

—Lo siento, señor.

—Si me irrito no es contra usted, gendarme Raul. Usted hace honor a su profesión. Y perdóneme por incomodarlo en su casa. ¿Tiene hijos? Me ha parecido oír a un bebé. ¿Lo he despertado?

—Es una niña, señor. Pero cuando tenga edad suficiente le contaré que ha tenido el honor de que un investigador tan afamado la arrancara de sus sueños.

—Que tenga un buen día.

Heil Hitler.

Kohl dejó caer el auricular en su horquilla. Estaba confundido. Los datos de los homicidios sugerían que era una matanza de la SS, la Gestapo o las Tropas de Asalto. Pero en ese caso se habría ordenado inmediatamente a Kohl y al gendarme que cesaran en la investigación, tal como había sucedido en un caso reciente de alimentos vendidos en el mercado negro, cuando la investigación de la Kripo descubrió pistas que apuntaban hacia el almirante Raeder, de la Marina, y Walter von Brauchitsch, alto oficial del Ejército.

No se les impedía continuar investigando el caso, pero encontraban reticencias. ¿Cómo interpretar esa ambigüedad? Era casi como si utilizaran esos asesinatos, fuera cual fuera su causa, para incitar a Kohl como prueba de su lealtad. ¿Habría llamado el comandante Meyerhoff a la Kripo, a instancias de la SD, para ver si el inspector rehusaba atender un caso donde las víctimas eran judíos y polacos? ¿Podía tratarse de eso?

Pero no, no, eso era demasiado paranoico. Si lo pensaba era sólo porque había sabido lo del expediente de la SD sobre él.

Como no hallaba respuesta a esas preguntas, Kohl se levantó para recorrer nuevamente los pasillos silenciosos hacia la sala de los teletipos, por si se hubiera producido otro milagro y su urgente consulta a los colegas de Estados Unidos hubiera recibido respuesta.

El maltrecho camión, caliente como un horno, llegó a la plaza Wilhelm y aparcó en un callejón.

—¿Cómo debo dirigirme a la gente? —preguntó Paul.

—«Señor» —respondió Webber—. Di siempre «señor».

—¿No habrá mujeres?

Ach, buena pregunta, señor John Dillinger. Sí, puede haber algunas, pero no en puestos de importancia, desde luego. Secretarias, limpiadoras, archivistas, mecanógrafas. Serán todas solteras, pues las casadas no pueden trabajar; debes decirles «señorita».

Y puedes flirtear un poco, si quieres. Es lo que cabe esperar de un obrero, pero no les parecerá extraño que no les prestes atención, que sólo quieras cumplir con tu tarea lo mejor posible y volver a tu casa para almorzar.

—¿Llamo a las puertas o simplemente entro?

—Llama siempre —aconsejó Morgan. Webber asintió.

—¿Y debo decir «Heil Hitler»?

El alemán bufó:

—Tantas veces como quieras. Nunca han encarcelado a nadie por decirlo.

—¿Y ese saludo vuestro, con el brazo en alto?

—Tratándose de un obrero, no es necesario —dijo Morgan. Y recordó—: No olvides las ges. Debes suavizarlas. Habla como berlinés. Así tranquilizarás las sospechas antes de que surjan.

En la parte trasera del sofocante camión, Paul se quitó la ropa y se puso el traje de mecánico que le había dado Webber.

—Te queda bien —dijo el alemán—. Si lo quieres, puedo vendértelo.

—Otto —suspiró Paul. Examinó el maltrecho carné de identidad, que contenía la foto de un hombre que se le parecía—. ¿Quién es este?

—Existe un depósito, poco utilizado, donde la Weimar archivaba expedientes de soldados que lucharon en la guerra. Son millones, desde luego. De vez en cuando los utilizo para falsificar pases y otros documentos. Busco una foto que se parezca al comprador del documento. Las fotografías son más viejas y están gastadas, pero lo mismo sucede con nuestras credenciales, puesto que debemos llevarlas encima en todo momento. —Estudió la foto; luego, a Paul—. Esta es de un hombre que mataron en Argonne Meuse. Según su expediente ganó varias medallas antes de morir. Pensaban darle una Cruz de Hierro. No se te ve tan mal, para estar muerto.

Luego Webber le entregó los dos permisos de trabajo que le permitirían el acceso a la Cancillería. Paul había dejado en la pensión su pasaporte auténtico y el ruso falsificado; también había comprado una cajetilla de cigarrillos alemanes y llevaba consigo las cerillas baratas, sin marca, de la Cafetería Aria. El alemán le había advertido de que lo registrarían minuciosamente a la entrada del edificio.

—Toma. —Le dio una libreta, un lápiz y una maltrecha vara de medir. También una regla corta de acero, que podría utilizar para abrir la cerradura del despacho de Ernst, si era necesario.

Paul observó bien aquellos objetos. Luego preguntó a Webber:

—¿Crees que se tragarán esto?

Ach, señor John Dillinger; si lo que buscas es certeza, ¿no te has equivocado de oficio? —El hombre sacó uno de sus puros de hojas de col.

—¿Piensas fumar eso aquí? —protestó Morgan.

—¿Dónde pretendes que lo fume? ¿En el umbral de la morada del Führer? ¿Y que encienda la cerilla en el trasero de un SS? —Encendido el cigarro, despidió a Paul con una inclinación de cabeza—. Te esperaremos aquí.

Hermann Göring caminaba a través del edificio de la Cancillería como si fuera su propietario.

Y así había de ser algún día; él estaba convencido.

El ministro amaba a Adolf Hitler como Pedro a Cristo. Pero Jesús acabó clavado a una cruz de madera y Pedro se hizo cargo de la operación.

Eso era lo que sucedería en Alemania; Göring lo sabía. Hitler era una creación ultraterrena, única en la historia del mundo. Hipnótico, brillante hasta lo inexpresable. Y justamente por eso no llegaría a viejo. El mundo no puede aceptar a los visionarios y a los mesías.

El Lobo moriría antes de que pasaran cinco años; Göring lloraría y se golpearía el pecho, atravesado por un dolor agudo y sincero. Oficiaría durante el prolongado duelo. Y luego conduciría al país hasta el puesto que le correspondía: el de la nación más grande del mundo. Hitler decía que ese imperio duraría mil años. Pero Hermann Göring guiaría su propio régimen rumbo a la eternidad.

Por ahora, empero, tenía metas más sencillas: medidas tácticas para asegurarse de ser él quien asumiera el papel de Führer.

Terminados los huevos con salchichas, el ministro había vuelto a cambiarse de ropa (normalmente lo hacía cuatro o cinco veces al día). Ahora lucía un vistoso uniforme militar verde, cargado de galones, cintas y condecoraciones, algunas ganadas, muchas compradas.

Se había vestido como para representar un papel, pues tenía la sensación de estar cumpliendo una misión. ¿Y su objetivo? Clavar la cabeza de Reinhard Ernst en la pared (después de todo, Göring era montero mayor del imperio).

Con la carpeta donde se establecía la herencia judía de Keitel bajo el brazo, como si fuera un látigo, caminaba por los corredores en penumbra. Al girar en un recodo hizo una mueca de dolor: la herida de bala que había recibido en la entrepierna durante el Putsch de la Cervecería, en noviembre del año veintitrés. Apenas una hora antes había tomado las píldoras, que nunca le faltaban, pero el efecto ya comenzaba a ceder. Ach, el farmacéutico debía de haberlas hecho menos potentes. Más tarde montaría un escándalo a ese hombre. Después de saludar a los guardias de la SS con una inclinación de cabeza, entró en el antedespacho del Führer y sonrió al secretario.

—Ha pedido que pase usted de inmediato, señor ministro.

Göring cruzó la alfombra a grandes pasos y entró en el despacho del Führer. Hitler estaba apoyado contra el borde del escritorio, según su costumbre. El Lobo nunca podía estarse sentado y quieto. Se paseaba, se encaramaba, se mecía, miraba por las ventanas. En ese momento bebió un sorbo de chocolate y, mientras dejaba la taza y el platillo en el escritorio, dirigió una grave inclinación de cabeza a alguien que estaba sentado en el sillón de respaldo alto. Luego levantó la vista.

—Ah, señor ministro del Aire. Pase, pase. —Levantó la nota que Göring había escrito algo antes—. Quiero detalles de esto. Es interesante que usted mencione una conspiración. Parece que nuestro camarada, aquí presente, también trae noticias parecidas.

Al otro lado del gran despacho, Göring parpadeó y se detuvo abruptamente al ver que el otro visitante del Führer se levantaba del sillón. Era Reinhard Ernst, quien lo saludó con una inclinación de cabeza y una sonrisa:

—Buenos días, señor ministro.

Göring, sin prestarle atención, preguntó a Hitler:

—¿Una conspiración?

—Así es —confirmó el Führer—. Estábamos discutiendo el proyecto del coronel, ese Estudio Waltham. Al parecer, ciertos enemigos han falsificado información sobre su colaborador, el doctor-profesor Ludwig Keitel. Imagínese, han llegado al extremo de insinuar que el profesor tiene sangre judía. Siéntese, Hermann, por favor, y cuénteme qué es esa otra conspiración que ha descubierto usted.

Reinhard Ernst se decía que en toda su vida jamás podría olvidar la expresión de la cara mofletuda de Hermann Göring en aquel momento.

En esa rojiza y sonriente luna de carne los ojos expresaron una conmoción total. Un matón derribado.

No obstante, aquel golpe no le dio ningún placer a Ernst, pues en cuanto se esfumó la sorpresa su semblante reflejó puro odio.

El Führer, sin que pareciera reparar en ese diálogo silencioso, dio unos golpecitos a varios documentos que tenía en el escritorio.

—He pedido al coronel Ernst información sobre el estudio que está realizando actualmente sobre nuestros militares. Me lo entregará mañana…

Una penetrante mirada a Ernst, quien le aseguró:

—Por supuesto, mi Führer.

—Y mientras lo preparaba descubrió que alguien ha alterado ciertos datos de los parientes del doctor-profesor Keitel y otros que trabajan para el Gobierno en Krupp, Farben, Siemens…

—Además —murmuró Ernst—, fue una sorpresa descubrir que el asunto va más allá. Han llegado a alterar registros de los parientes y antepasados de muchos miembros importantes del mismo Partido. Sobre todo han introducido informaciones en Hamburgo y alrededores. Me pareció conveniente eliminar gran parte de lo que descubrí. —Ernst miró a Göring de arriba abajo—. Algunas de esas mentiras se referían a gente que ocupa cargos bastante altos. Insinúan vínculos con judíos hojalateros, existencia de hijos bastardos y cosas así.

Göring frunció el entrecejo.

—Terrible. —Tenía los dientes apretados; estaba furioso, no sólo por la derrota, sino por la insinuación de Ernst en cuanto a que también en el pasado del ministro del Aire podía haber ancestros judíos—. ¿Quién puede haber hecho semejante cosa? —Y comenzó a juguetear con la carpeta que traía.

—¿Quién? —Murmuró Hitler—. Los comunistas, los judíos, los socialdemócratas. Últimamente me preocupan también los católicos. No debemos olvidar que se oponen a nosotros. Es fácil bajar la guardia, puesto que compartimos con ellos el odio por los judíos. Pero quién sabe… Tenemos muchos enemigos.

—Sí, desde luego. —Göring echó otra mirada a Ernst, quien preguntó si podía servirle café o chocolate—. No, gracias, Reinhard —fue la respuesta glacial.

En su vida de soldado Ernst había aprendido muy temprano que, de todas las armas del arsenal militar, la más efectiva era una buena información. Insistía en saber exactamente qué se traía el enemigo entre manos. Había cometido un error al pensar que los espías de Göring no controlaban la cabina telefónica instalada a varias calles de la Cancillería. A través de ese descuido suyo, el ministro del Aire había descubierto el nombre del coautor del Estudio Waltham. Por suerte Ernst, aunque parecía ingenuo en el arte de la intriga, tenía buenos colaboradores instalados en lugares en que le eran muy útiles. El hombre que lo informaba regularmente sobre lo que sucedía en el Ministerio del Aire le había advertido la noche anterior, después de recoger del suelo un plato roto lleno de espaguetis, que Göring había desenterrado información sobre la abuela de Keitel.

Disgustado por verse forzado a ese juego, pero consciente del peligro mortal que presentaba la situación, Ernst fue inmediatamente en busca de Keitel.

El doctor-profesor suponía que el parentesco judío de su abuela era verdad, pero llevaba años sin mantener relaciones con esa rama de la familia. Ambos habían dedicado horas enteras, esa noche, a crear documentos falsificados donde se insinuaba que comerciantes y funcionarios del Gobierno, de pura sangre aria, tenían raíces judías.

La única parte difícil de esa estrategia era asegurarse de llegar a Hitler antes que Göring. Pero una de las técnicas bélicas que Ernst cultivaba al planificar la estrategia militar era lo que denominaba «ataque relámpago». Consistía en actuar con tanta celeridad que el enemigo no tuviera tiempo para preparar una defensa, aunque fuera más poderoso que uno. A primera hora de la mañana, el coronel se había abierto paso hasta el despacho del Führer para presentarle su propia conspiración y mostrar las falsificaciones.

—Llegaremos al fondo de esto —dijo Hitler. Y se apartó del escritorio para servirse más chocolate caliente y coger varias zwiebacken de un plato—. Y ahora, Hermann, ¿qué decía usted en su nota? ¿Qué es lo que ha descubierto usted?

El hombrón miró a Ernst con una sonriente inclinación de cabeza, negándose a reconocer la derrota. Luego meneó la cabeza, con el ceño muy fruncido, y dijo:

—He sabido que en Oranienburg hay inquietud. Falta de respeto por los guardias. Me preocupa que haya posibilidad de rebeliones. Recomendaría aplicar represalias. Enérgicas represalias.

Eso era absurdo. Ese campo de concentración, rebautizado Sachsenhausen, se estaba reconstruyendo ampliamente con mano de obra esclava y era completamente seguro; no existía la menor posibilidad de que hubiera rebeliones. Los prisioneros eran como animales enjaulados y sin garras. Los comentarios de Göring sólo tenían una finalidad: venganza; quería depositar la muerte de personas inocentes a los pies de Ernst.

Mientras Hitler reflexionaba, el coronel dijo con tranquilidad.

—No sé gran cosa sobre ese campo, mi Führer, y el ministro del Aire tiene razón: debemos asegurarnos de que no haya ninguna disensión.

—Pero… percibo cierta vacilación, coronel —observó Hitler.

Ernst se encogió de hombros.

—Sólo me decía que tal vez sería mejor aplicar esas represalias después de las Olimpiadas. Al fin y al cabo ese campo no está lejos de la Villa Olímpica. Con tanto periodista extranjero en la ciudad, sería muy molesto que se filtraran noticias. Se me ocurre que sería mejor ocultar en lo posible la existencia de Oranienburg hasta más adelante.

La idea no agradó a Hitler; Ernst lo notó inmediatamente. Pero antes de que Göring pudiera protestar, el Führer dijo:

—Estoy de acuerdo. Dentro de uno o dos meses nos ocuparemos de ese asunto.

Ernst esperaba que, por entonces él y Göring se hubieran olvidado de aquello.

—Pero el coronel ha traído buenas noticias, Hermann. Los británicos han aceptado por completo nuestras cuotas de buques de combate y submarinos, según el tratado del año pasado. El plan de Reinhard ha tenido éxito.

—Qué suerte —murmuró Göring.

—¿Esa carpeta contiene algo que yo deba atender, ministro del Aire? —Los ojos del Führer, a los que rara vez se les escapaba algo, se desviaron hacia los documentos que el hombrón traía bajo el brazo.

—No, señor, nada.

El Führer se sirvió más chocolate y se acercó a la maqueta del Estadio Olímpico.

—Vengan a ver los nuevos añadidos, caballeros. Son muy bonitos, ¿no les parece? Elegantes, diría yo. Me gusta el estilo moderno. Mussolini cree que lo inventó él. Pero es un ladrón, desde luego, como todos sabemos.

—Desde luego, mi Führer —dijo Göring.

Ernst también murmuró unas palabras de aprobación. Los ojos danzarines de Hitler se parecían a los de Rudy en la playa, el año anterior, al mostrar a su Opa un complejo castillo de arena que había construido.

—Dicen que hoy podría refrescar. Ojalá sea así, pues tenemos una sesión de fotos. ¿Vendrá de uniforme, coronel?

—Creo que no, mi Führer. Después de todo, ahora soy un simple funcionario civil. No quiero parecer ostentoso en compañía de mis distinguidos colegas. —Ernst, con algún esfuerzo, mantuvo la vista fija en la maqueta del estadio en vez de desviarla hacia el elaborado uniforme de Göring.

El despacho del plenipotenciario para la Estabilidad Interior (así rezaba el letrero pintado en severos caracteres) estaba en el tercer piso de la Cancillería. En esa planta las renovaciones parecían en buena parte acabadas, aunque en el aire pendía un fuerte olor a pintura, escayola y barniz.

Paul había entrado en el edificio sin dificultad, aunque fue minuciosamente registrado por dos guardias de uniforme negro, armados con rifles provistos de bayonetas. Los papeles de Webber pasaron la inspección, pero en el tercer piso fue nuevamente detenido y cacheado.

Esperó a que una patrulla hubiera desaparecido por el pasillo para tocar respetuosamente en el cristal de la puerta que conducía al despacho de Ernst.

No hubo respuesta.

Probó el pomo; no estaba cerrado con llave. Cruzó la antesala a oscuras rumbo a la puerta que conducía al despacho privado de Ernst. De pronto se detuvo, alarmado por la posibilidad de que el hombre estuviera allí, puesto que por debajo de la puerta se veía una luz intensa. Pero tocó otra vez y no oyó nada. Al abrir descubrió que el fulgor se debía al sol: la oficina daba al este y la luz de la mañana entraba en la habitación con encarnizamiento. Decidió no cerrar la puerta; probablemente hacerlo iba contra las reglas y, si los guardias hacían la ronda, sería sospechoso.

Lo primero que lo impresionó fue lo atestado que estaba el despacho de papeles, folletos, planillas de cuentas, informes, mapas, cartas. Cubrían todo el escritorio de Ernst y la gran mesa del rincón. En los estantes había muchos libros, casi todos sobre historia militar; parecían dispuestos en orden cronológico, a partir de Las guerras de las Galias de César. Considerando lo que Käthe le había dicho sobre la censura alemana, le sorprendió ver allí libros de y sobre norteamericanos e ingleses: Pershing, Teddy Roosevelt, Lord Cornwallis, Ulysses S. Grant, Abraham Lincoln, Lord Nelson.

Había una chimenea, que esa mañana estaba vacía y prístina, desde luego. En la repisa de mármol blanco y negro se veían condecoraciones de guerra, una bayoneta, banderas de combate, fotos de Ernst, más joven y de uniforme, con un hombre fornido de bigote feroz y casco con pinchos.

Paul abrió su libreta, en la cual había esbozado diez o doce planos de la habitación; luego recorrió el perímetro del despacho, lo dibujó y añadió las dimensiones. No se molestó en utilizar la vara de medir: no necesitaba exactitud, sino credibilidad. Echó un vistazo al escritorio. Había allí varias fotos enmarcadas del coronel con su familia; otras, de una morena bonita, probablemente su esposa, y de un trío: un joven de uniforme con los que parecían ser su esposa y su hijo pequeño. También había dos de esa misma joven con el niño, más recientes y tomadas con varios años de diferencia.

Paul apartó la vista de las fotos para leer someramente las docenas de papeles que cubrían el escritorio. Cuando estaba a punto de excavar en una de esas pilas se detuvo: había captado un ruido… o quizá la ausencia de ruido. Sólo una atenuación de los ruidos sueltos que flotaban en derredor. De inmediato se dejó caer de rodillas y puso la vara de medir en el suelo. Luego comenzó a llevarla de un lado a otro. Levantó la vista hacia el hombre que entraba a paso lento, mirándolo con curiosidad.

Las fotografías de la repisa y las de Max, el contacto de Morgan, databan de varios años atrás, pero sin duda alguna el hombre que tenía de pie ante sí era Reinhard Ernst.