20

Había llegado a su despacho del Alex una hora antes, a las cinco de la mañana, y había pasado todo ese tiempo redactando penosamente el telegrama en inglés que había compuesto mentalmente en la cama, mientras yacía insomne junto a la apacible Heidi y la fragancia de la crema de noche que ella se había puesto antes de acostarse.

Willi Kohl repasó su obra.

ESTOY SIENDO DETECTIVE JEFE INSPECTOR WILLI KOHL DE KRIMINALPOLIZEI (POLICIA DEL CRIMEN) BERLÍN STOP BUSCAMOS INFORMACIÓN RESPECTO NORTEAMERICANO POSIBLEMENTE DE NUEVA YORK AHORA EN BERLÍN PAUL SCHUMANN EN RELACIÓN HOMICIDIO STOP LLEGÓ CON EQUIPO OLÍMPICO NORTEAMERICANO STOP FAVOR REMITIRME INFORMACIÓN SOBRE ESTE HOMBRE A KRIMINALPOLIZEI ALEXANDERPLATZ BERLÍN DIRIGIDO INSPECTOR WILLI KOHL STOP MUY URGENTE STOP GRACIAS SALUDOS.

Había luchado arduamente con las palabras y la gramática. El departamento tenía traductores, pero ninguno que trabajara en domingo, y él quería enviar ese telegrama de inmediato. En Estados Unidos sería más temprano; aunque no estaba seguro del huso horario, calculaba que sería cerca de medianoche. Sólo esperaba que los encargados de hacer cumplir la ley tuvieran allá turnos tan largos como la mayoría de las organizaciones policiales del mundo.

Después de leer el telegrama una vez más decidió que, si bien tenía fallos, serviría. En una hoja aparte apuntó instrucciones para enviarlo al Comité Olímpico Internacional, al Departamento de Policía de Nueva York y al FBI. Luego bajó a la oficina de telégrafos. Fue una desilusión descubrir que aún no había nadie allí. Regresó furioso a su despacho.

Tras unas pocas horas de sueño, Janssen iba ya camino a la Villa Olímpica, para ver si encontraba alguna otra pista. ¿Qué otra cosa podía hacer Kohl? No se le ocurría nada, salvo acosar al médico forense para que le entregara el informe de la autopsia y al laboratorio por los análisis de huellas digitales. Claro que ellos tampoco habían llegado a sus oficinas y era posible que, por ser domingo, no aparecieran.

La frustración se acentuaba.

Bajó la vista al telegrama escrito con tanto trabajo.

Ach, esto es absurdo.

No esperaría más: manejar un teletipo no podía ser tan difícil. Se levantó para regresar precipitadamente al telégrafo, decidido a esmerarse cuanto pudiera para transmitir él mismo el telegrama a Estados Unidos. Y si La torpeza de sus dedos hacía que acabara enviado a cien ciudades norteamericanas diferentes, pues bien: tanto mejor.

Ella había regresado a su propio cuarto poco antes, a las seis de la mañana, y ahora estaba de nuevo en el de Paul, con un vestido de andar por casa azul oscuro, el pelo sujeto con horquillas y un leve rubor en la cara. Él, de pie en el vano de la puerta, se limpió los restos de espuma de afeitar. Luego cerró la navaja y la dejó caer en la manchada bolsa de lona.

Käthe había traído café y tostadas, junto con un poco de margarina pálida, queso, embutido seco y mermelada acuosa. Cruzó el torrente de luz polvorienta que entraba por la ventana frontal de la sala y puso la bandeja en la mesa, cerca de la cocina.

—Listo —anunció, señalando el desayuno con un gesto—. No hace falta que vengas al comedor. —Le echó una mirada rápida y apartó la cara—. Tengo cosas que hacer.

—Dime, ¿te la juegas entonces? —preguntó él en inglés.

—¿Qué es «jugarse»?

Paul la besó.

—Me refiero a lo que te propuse anoche. ¿Sigues dispuesta a venir conmigo?

Ella colocó la vajilla en la bandeja, aunque ya parecía perfectamente ordenada.

—Me la juego. ¿Y tú?

Él se encogió de hombros.

—No te habría permitido cambiar de idea. Sería Kakfif, ni pensarlo.

Ella rio. Luego frunció el entrecejo.

—Sólo quiero decirte una cosa.

—¿Dime?

—Expreso mis opiniones muy a menudo. —Bajó la vista—. Y con mucha pasión. Michael decía que yo era un ciclón. Quiero decir, con respecto al tema de los deportes, que podría aprender a disfrutarlos, Paul negó con la cabeza.

—Preferiría que no.

—¿No?

—Si te gustaran me sentiría obligado a disfrutar de la poesía. Ella apretó la cabeza contra su pecho. Paul tuvo la sensación de que sonreía.

—Estados Unidos te gustará —aseguró—. Pero si no te agrada, cuando pase todo esto podrás regresar. No tienes por qué abandonar el país para siempre.

—Ah, mi sabio escritor. ¿Crees que esto… cómo decís… se irá al demonio?

—Sí. No creo que detenten el poder mucho tiempo más. —Miró el reloj. Eran casi las siete y media—. Debo ir a reunirme con mi socio.

—¿Un domingo por la mañana? Ach, al fin entiendo tu secreto. Paul la miró con una sonrisa cautelosa.

—¡Escribes sobre los sacerdotes que hacen deporte! —rio Käthe—. ¡Ese es tu famoso artículo! —De inmediato se esfumó la sonrisa—. ¿Y por qué debes volver a América tan deprisa, si has venido a escribir sobre deportes o sobre los metros cúbicos de cemento utilizados para construir el estadio?

—No es que deba partir deprisa, pero en Estados Unidos me esperan varias reuniones importantes. —Paul bebió su café rápido y comió una tostada con embutido—. Acaba tú con lo que queda. En este momento no tengo hambre.

—Bueno. Vuelve pronto. Prepararé el equipaje. Pero una sola maleta, creo. Si llevo muchas, tal vez en alguna se me esconda algún fantasma. —Una risa—. Ach, parezco salida de un cuento de nuestro macabro amigo E. T. A. Hoffmann.

Él le dio un beso y salió de la pensión; a esa temprana hora, el calor ya pintaba una capa húmeda en la piel. Tras echar una mirada a ambos lados de la calle desierta, Paul marchó hacia el norte y, después de cruzar el canal, se adentró en el Tiergarten, el Jardín de las Fieras.

Paul encontró a Reggie Morgan sentado en un banco, frente al mismo estanque donde tres años antes habían matado a golpes al amante de Käthe Richter.

Aunque era muy temprano ya había allí decenas de personas. Varios montaban en bicicleta o caminaban por los senderos. Morgan se había quitado la americana y tenía la camisa arremangada. Cuando Paul se sentó a su lado, él dio un golpecito al sobre que tenía en el bolsillo de la chaqueta.

—He conseguido la pasta sin problemas —susurró en inglés. Acto seguido volvieron al alemán.

—¿Hicieron efectivo el cheque un sábado por la noche? —se extrañó Paul, riendo—. Este sí que es un mundo nuevo.

—¿Aparecerá ese Webber? —preguntó su compañero, escéptico.

—Claro que sí. Si hay dinero de por medio, vendrá. Pero no sé si podrá sernos útil. Anoche estuve en la calle Wilhelm; hay guardias por decenas, quizá por centenares. Hacer el trabajo allí sería demasiado peligroso. Veremos qué dice Otto. Tal vez haya encontrado otro lugar.

Durante un momento guardaron silencio. Paul observaba a su compañero, que recorría el parque con la vista. Parecía melancólico.

—Echaré mucho de menos este país —dijo. Por un momento su cara perdió la vivacidad; los ojos oscuros se entristecieron—. Aquí hay gente buena. Me resulta más buena que los parisinos, más abierta que los londinenses. Y dedican mucho más tiempo que los neoyorquinos a disfrutar de la vida. Si tuviéramos tiempo te llevaría al Lustgarten y al Luna Park. Y me encanta caminar por aquí, por el Tiergarten. Me gusta observar los pájaros. —Eso pareció avergonzarlo—. Una diversión tonta.

Paul rio para sus adentros al recordar los modelos de aviones que tenía en su estantería de Brooklyn. La tontería está muchas veces en el ojo del que mira.

—¿Te irás? —preguntó.

—No puedo quedarme. Llevo demasiado tiempo aquí. Cada día que pasa hay más posibilidades de que se produzca un error, algún descuido que los ponga sobre mi pista. Y después de lo que vas a hacer investigarán con mucha atención a todos los extranjeros que hayamos trabajado aquí en los últimos tiempos. Pero ya podré volver cuando la vida retorne a la normalidad y hayan desaparecido los nacionalsocialistas.

—¿Qué harás cuando vuelvas?

Morgan se animó.

—Me gustaría ser diplomático. Para eso trabajo. Después de lo que vi en las trincheras… —Señaló con un gesto una cicatriz de bala que tenía en el brazo—. Después de eso decidí hacer todo lo posible para evitar más guerras. Lo lógico era ingresar en el cuerpo diplomático. Escribí al senador y él me aconsejó Berlín.

Un país en movimiento, lo definió. Y aquí estoy. Tengo la esperanza de llegar en pocos años a oficial de enlace. Después, a embajador o cónsul. Como nuestro embajador Dodd, el que tenemos aquí. Es un genio, un verdadero estadista. Está claro que al principio no me enviarán justamente aquí. Es un país demasiado importante. Podría comenzar por Holanda. O tal vez España, cuando haya terminado la guerra civil, desde luego. Si queda algo de España. Franco es tan malo como Hitler. Será brutal. Pero sí, me gustaría volver aquí cuando retorne la cordura.

Un momento después Paul vio que Otto Webber venía por el sendero, a paso lento, algo inseguro y entrecerrando los ojos para protegerlos del potente sol.

Aquí está.

—¿Ese? Parece un Bürgermeister… después de haber pasado la noche bebiendo. ¿Podernos confiar en él?

Webber se acercó al banco y se sentó, jadeante.

—Qué calor, qué calor. Ignoraba que pudiera hacer tanto calor por la mañana. Rara vez me levanto a estas horas. Pero los Camisas de Estiércol tampoco; podremos conversar sin peligro. ¿Usted es el socio del señor John Dillinger?

—¿Qué Dillinger? —preguntó Morgan.

—Me llamo Otto Webber. —El alemán le estrechó vigorosamente la mano—. ¿Y usted?

—Si no le molesta, prefiero mantener mi nombre en reserva.

Ach, por mí está bien. —Webber examinó a Morgan con más atención—. Oiga, tengo pantalones buenos, varios. Puedo vendérselos baratos. Muy baratos, sí. De la mejor calidad. Importados de Inglaterra. Una de mis chicas puede retocarlos para que le queden perfectos. Ingrid, que es muy habilidosa. Y bonita, además. Una verdadera joya.

Morgan bajó la vista a sus pantalones de franela gris.

—No, no necesito ropa.

—¿Champán? ¿Medias?

—Otto —intervino Paul—, creo que la única transacción que nos interesa es aquella de la que hablábamos ayer.

—Ah, sí, señor John Dillinger. Pero tengo algunas noticias que no te gustarán. Todos mis contactos informan que sobre la calle Wilhelm ha caído un velo de silencio. Algo los ha puesto en guardia. La seguridad es más severa que nunca. Y todo esto apenas ayer. Nadie tiene información sobre la persona que mencionabas.

Paul torció la cara en un gesto de desencanto. Morgan murmuró:

—Y yo que me he pasado la noche en vela para conseguir el dinero.

—Bien —exclamó Webber, alegremente—. Dólares, ¿verdad?

—Amigo mío —aclaró el esbelto norteamericano en tono cáustico—, si no obtenemos resultados, usted no cobra.

—Pero la situación no es desesperada. Aún puedo ser de utilidad.

—Continúe —lo instó Morgan, impaciente. Volvió a observar sus pantalones y les sacudió una mancha de polvo.

El alemán prosiguió:

—No puedo informar dónde está el pollo, pero ¿qué diríais si os hiciera entrar en el gallinero para que pudierais buscarlo?

—En el… Bajó la voz.

—Puedo hacerte entrar en la Cancillería. Ernst es la envidia de todos los ministros. Todo el mundo trata de arrimarse al Hombrecillo y conseguir despachos en ese edificio, pero la mayoría apenas logra acercarse un poco. El hecho de que Ernst se aloje allí es motivo de angustia para mucha gente.

Paul observó, desdeñoso:

—Anoche fui a echar un vistazo. Hay guardias por todas partes. No podrías hacerme entrar.

—Pues yo opino otra cosa, amigo mío.

—¿Cómo harías, hombre? —Paul había vuelto al inglés, pero repitió la pregunta en alemán.

—Debemos agradecérselo al Hombrecillo. Obsesionado como está con la arquitectura, no ha hecho otra cosa que renovar la Cancillería desde que llegó al poder. Allí hay obreros siete días a la semana. Te proporcionaré un mono, una credencial falsificada y dos pases para que puedas entrar al edificio. Uno de mis contactos está allí, es enyesador, y tiene acceso a toda la documentación.

Morgan, después de reflexionar, asintió con la cabeza, ya menos cínico.

—Mi amigo me dice que Hitler quiere poner alfombras en todos los despachos de los pisos importantes. Eso incluye el de Ernst. Los proveedores de alfombras están midiendo los despachos. Algunos ya están medidos, otros no. Confiemos en que el de Ernst esté entre los últimos. Si acaso ya lo han medido, puedes inventar alguna excusa para hacerlo otra vez. El pase que te daré es de una empresa famosa por lo fino de sus alfombras, entre otras cosas. También te proporcionaré un metro y una libreta.

—¿Cómo sabes que ese hombre es de confianza? —preguntó Paul.

—Porque ha estado empleando escayola barata y embolsándose la diferencia entre el coste real y lo que el Estado le paga. Cuando se trata de construir la sede del poder para Hitler, eso es un crimen capital. Por eso tengo cierto control sobre él; no me mentirá. Además, cree que sólo se trata de una maniobra para reducir el precio de las alfombras. Desde luego, le he prometido un poco de huevo.

—¿Huevo? —repitió Morgan.

A Paul le tocó servir de intérprete:

—Dinero.

«Si de su pan como, su canción canto».

—Dáselo de los mil dólares.

—Quiero señalar que no tengo esos mil dólares.

Morgan, meneando la cabeza, hundió la mano en el bolsillo y contó cien.

—Con eso basta. Ya veis que no soy codicioso.

El norteamericano miró a Paul de reojo.

—¿No? ¡Pero si es como Göring!

Ach, lo considero un cumplido, señor. Nuestro ministro del Aire es un empresario muy hábil. —Webber se volvió hacia Paul—. Ahora bien: aunque sea domingo, habrá algunos funcionarios en el edificio. Pero mi contacto me dice que serán de alto rango; en su mayoría estarán en la parte del edificio que ocupa el Führer, a la izquierda, donde no se te permitirá el paso. A la derecha se encuentran las oficinas de los funcionarios de segundo rango; allí está Ernst. Es muy probable que no estén ni ellos ni sus secretarios y ayudantes. Tendrás tiempo para revisar su despacho; con suerte hallarás su agenda, un memorándum, una anotación sobre sus compromisos de los próximos días.

—No está mal —reconoció Morgan.

—Tardaré una hora en prepararlo todo. Recogeré el mono, los papeles y un camión. Os esperaré a las diez junto a esa estatua, la de la mujer de pechos grandes. Y traeré unos pantalones para usted —añadió, dirigiéndose a Morgan—. Veinte marcos. Es muy buen precio. —Luego sonrió a Paul—. Este amigo tuyo me mira de una manera muy especial, señor John Dillinger. Me parece que no confía en mí.

Reggie Morgan se encogió de hombros.

—Pues escucha, Otto Wilhelm Friedrich Georg Webber. —Un vistazo a Paul—. Mi colega, aquí presente, ya te ha explicado qué precauciones tomamos para asegurarnos de que no nos traiciones. No, amigo mío, aquí no se trata de confianza. Te miro así porque me gustaría saber qué demonios les ves a mis pantalones.

En la cara del niño veía la cara de Mark.

Era natural, desde luego, ver al padre en el hijo. Pero aun así le ponía nervioso.

—Ven, Rudy —dijo Reinhard Ernst a su nieto.

—Sí, Opa.

Era domingo, temprano todavía; el ama de llaves retiraba los platos del desayuno; el sol caía sobre la mesa, amarillo como el polen. Gertrud, en la cocina, examinaba un ganso desplumado que constituiría la cena del día. Su nuera estaba en la iglesia, encendiendo velas a la memoria de Mark Albrecht Ernst, el mismo joven que el coronel veía ahora repetido en su nieto.

Le ató los cordones de los zapatos. Echó otra mirada a la cara del niño y vio nuevamente a Mark, aunque esta vez detectó una expresión diferente: curiosa, perspicaz.

Era verdaderamente escalofriante.

Oh, cómo echaba de menos a su hijo.

Dieciocho meses atrás, Mark, a los veintisiete años, se había despedido de sus padres, su esposa y Rudy, que quedaron tras la barandilla de la estación Lehrter. Ernst le hizo el saludo militar, el de verdad, no el fascista. Su hijo subía el tren de Hamburgo para asumir el mando de su buque.

El joven oficial conocía muy bien los peligros de ese navío maltrecho, pero los aceptaba de todo corazón.

Para eso están los soldados y los marinos.

Ernst lo recordaba todos los días, pero nunca hasta entonces había sentido su espíritu tan cerca como en ese momento, al ver sus mismas expresiones, tan familiares para él, en la cara del nieto, tan directa, tan confiada, tan curiosa. ¿Eran la evidencia de que el niño tenía el carácter de su padre? Dentro de una década Rudy tendría que enrolarse. ¿Dónde estaría Alemania por entonces? ¿En guerra? ¿En paz? ¿De nuevo en posesión de las tierras que le habían robado con el Tratado de Versalles? ¿Habría desaparecido Hitler, ese motor tan poderoso que se encendía y se quemaba deprisa? ¿O estaría aún en el poder, puliendo su visión de la Nueva Alemania? A Ernst le decía el corazón que esas cuestiones tenían tremenda importancia. Pero no podía preocuparse por ellas. Concentraba toda la atención en su deber.

Cada uno debía cumplir con su deber.

Aunque eso significara comandar un viejo buque de entrenamiento, que no había sido creado para transportar pólvora y granadas; un barco cuyo polvorín, mal construido, estaba demasiado cerca de la cocina, de la sala de máquinas o de algún cable (nadie podía ya saberlo). Como consecuencia, mientras la nave practicaba maniobras de guerra en el frío Báltico, en un segundo se convirtió en una nube de humo acre sobre el agua; el casco destrozado se hundió en la negrura del mar hasta llegar al fondo.

El deber…

Aunque eso significara pasarse la mitad del día batallando en las trincheras de la calle Wilhelm si era necesario, hasta conseguir llegar al Führer, para hacer lo que más beneficiara a Alemania.

Ernst dio un último tirón a los cordones de Rudy, para asegurarse de que no se desataran y lo hicieran tropezar. Luego se incorporó y bajó la vista hacia esa diminuta versión de su hijo. De pronto se dejó llevar por un impulso, algo muy poco habitual en él.

—Rudy, hoy por la mañana debo visitar a alguien. Pero más tarde, ¿te gustaría venir conmigo al Estadio Olímpico? ¿Te apetece?

—¡Pues claro, Opa! —La cara del niño floreció en una enorme sonrisa—. Podríamos correr por las pistas.

—Eres rápido para correr.

—Gunni y yo, en la escuela, corrimos una carrera desde el roble hasta el porche. Él es dos años mayor, pero gané yo.

—Bien, bien. Entonces disfrutarás de la tarde. Vendrás conmigo y podrás correr por las mismas pistas que usarán nuestros campeones. Así la semana próxima, cuando veamos los Juegos, podrás decir a todos que corriste por allí. ¿Verdad que será divertido?

—Claro que sí, Opa.

—Ahora debo irme. Pero vendré por ti a mediodía.

—Iré a entrenar para la carrera.

—Eso, sí.

Ernst entró en su estudio para recoger varias carpetas sobre el Estudio Waltham; luego fue a la despensa en busca de su esposa y le dijo que más tarde se llevaría a Rudy. ¿Le quedaba algo por hacer? Sí, sí, era domingo por la mañana, pero debía atender algunos asuntos importantes. No, no podían esperar.

De Hermann Göring se podían decir muchas cosas, pero nadie podía negar que era incansable.

Ese día, por ejemplo, llegó a su despacho del Ministerio a las ocho de la mañana. En domingo, nada menos. Y en el trayecto había hecho una parada.

Media hora antes, sudando furiosamente, había entrado en la Cancillería y se había dirigido directamente hacia el despacho de Hitler. Era posible que el Lobo estuviera despierto… todavía. Era insomne y a menudo se quedaba levantado hasta después del amanecer. Pero no: el Führer estaba acostado. El guardia informó de que se había retirado alrededor de las cinco, después de ordenar que no lo molestaran.

Göring reflexionó por un momento. Luego apuntó una nota y se la dejó al guardia:

Mi Führer:

He sabido de un preocupante asunto en el más alto nivel. Podría tratarse de una traición. Están en juego proyectos importantes para el futuro. Le transmitiré personalmente esta información en cuanto me lo permita.

Göring

Bien escogidas, las palabras. «Traición» era siempre un disparador. Al terminar la guerra, los judíos, los comunistas, los socialdemócratas, los republicanos (los traidores, en una palabra) habían vendido el país a los Aliados. Y aún amenazaban con hacer de Pilatos contra el Jesús de Hitler.

¡Cómo se excitaba el Lobo cuando oía esa palabra!

«Planes futuros» era otro acierto. Cualquier cosa que amenazara con estorbar la visión que Hitler tenía del Tercer Imperio recibía su inmediata atención.

Aunque la Cancillería estaba apenas a la vuelta de la esquina, para un hombre corpulento no había sido agradable llegar hasta allí en una mañana tan calurosa. Pero Göring no tenía opción. No era posible telefonear ni enviar a un mensajero; aunque Reinhard Ernst no dominaba el juego de la intriga hasta el punto de tener su propia red de inteligencia para espiar a los colegas, había muchos otros a quienes les habría encantado robar a Göring su revelación sobre los antecedentes judíos de Ludwig Keitel para ofrecérsela al Führer como si la hubieran descubierto ellos mismos. Por ejemplo, el mismo Goebbels, que era quien más rivalizaba con él por la atención de Hitler, lo habría hecho en un abrir y cerrar de ojos.

Ahora, ya cerca de las nueve de la mañana, el ministro fijó su atención en una carpeta desalentadoramente grande, referida a la arianización de una gran empresa química del oeste, a fin de añadirla a los Talleres Hermann Göring. Sonó su teléfono.

Su asistente atendió desde la antesala:

—Despacho del ministro Göring.

Él se inclinó hacia delante para mirar. El hombre se había cuadrado mientras hablaba. Al cortar se acercó a la puerta.

—El Führer lo recibirá dentro de media hora, señor. Göring hizo un gesto de asentimiento y cruzó el despacho para sentarse a la mesa. Se sirvió comida de una bandeja muy cargada. El asistente le llenó una taza de café, mientras el ministro del Aire hojeaba la información financiera de la empresa química. Pero tenía dificultades para concentrarse: una y otra vez, de entre las columnas de números emergía la cara de Reinhard Ernst, retirado de la Cancillería por dos oficiales de la Gestapo; la expresión del coronel pasaba de su irritante placidez habitual al desconcierto y la derrota.

Una fantasía frívola, sin duda, pero que le proporcionó una diversión agradable en tanto devoraba un plato enorme de salchichas y huevo.