2

Por un momento Schumann sostuvo la mirada a Gordon; luego desvió la vista hacia las imágenes de barcos que decoraban las paredes. La Habitación…

Tenía un ambiente militar, como de club de oficiales. Paul lo había pasado bien en el ejército. Allí se sentía a sus anchas, tenía amigos, tenía objetivos. Para él fueron buenos tiempos, tiempos sencillos… antes de regresar y de que se le complicara la vida. Y cuando se te complica la vida, lo que sucede nunca es bueno.

—¿Me está diciendo la verdad?

—Que sí, hombre.

Mientras Manielli entornaba los ojos, como para advertirle que se moviera con tiento, Paul hundió la mano en el bolsillo para sacar una cajetilla de Chesterfield y encendió uno.

—Continúe.

Gordon dijo:

—Tienes un gimnasio en la Novena Avenida. No es gran cosa, ¿verdad? —el que preguntaba era Avery.

—¿Lo conoce? —preguntó Paul.

—No es como para presumir —confirmó Avery.

—Un verdadero tugurio, diría yo —rio Manielli.

El comandante continuó:

—Pero antes de dedicarte a este oficio eras impresor. ¿Te gustaba trabajar en el negocio de las artes gráficas, Paul?

Él respondió con cautela:

—Sí.

—¿Eras de los buenos?

—De los buenos, sí. ¿Qué tiene eso que ver eso con lo que estábamos hablando?

—¿No te gustaría borrar todo tu pasado? Comenzar de nuevo. Trabajar otra vez como impresor. Podemos arreglar las cosas de manera que nadie pueda acusarte de nada que hayas hecho en el pasado.

—Además —añadió el senador— podríamos aflojar algo de pasta. Cinco mil. Podrás iniciar una vida nueva.

¿Cinco mil? Paul parpadeó. La mayoría necesitaba dos años para ganar eso.

—¿Cómo me limpiarían los antecedentes?

El senador se echó a reír.

—¿Conoces ese nuevo juego que llaman Monopoly? ¿Has jugado alguna vez?

—Mis sobrinos lo tienen, pero no he jugado nunca.

El senador continuó:

—A veces, cuando lanzas el dado, acabas en la cárcel. Pero hay una tarjeta que dice «Sale en libertad». Pues bien, te daremos una de esas, pero de verdad. Es todo lo que necesitas saber.

—¿Queréis que mate a alguien? Qué extraño. No creo que Dewey esté de acuerdo.

—No hemos informado al fiscal especial para qué te queremos.

Después de una pausa Paul preguntó:

—¿A quién? ¿A Siegel? —De todos los mafiosos del momento, el más peligroso era Bugsy Siegel. Un psicópata, en realidad. Paul había visto los sangrientos resultados de su brutalidad. Sus berrinches eran legendarios.

—Quita, hombre —dijo Gordon, con expresión desdeñosa—. Sería ilegal que mataras a un ciudadano estadounidense. De ningún modo podríamos pedirte una cosa así.

—Pues entonces no entiendo.

El senador explicó:

—En cierto modo es como si estuviéramos en guerra. Tú fuiste soldado… —Y echó un vistazo a Avery, quien recitó:

—Primera División de Infantería, Primer Cuerpo de Ejército, Fuerza Expedicionaria Americana. St. Mihiel, Meuse-Argonne. Combatiste en serio. Recibiste varias condecoraciones por tu puntería en el campo de batalla. Y también combatiste cuerpo a cuerpo, ¿no?

Paul se encogió de hombros. El gordo del traje blanco arrugado seguía sentado en su rincón, en silencio, rodeando con las manos el pomo de oro de su bastón. Paul le sostuvo la mirada durante un minuto. Luego se volvió hacia el comandante:

—¿Qué posibilidades hay de que sobreviva para disfrutar de esa amnistía?

—Razonables —dijo el comandante—. No son grandes, pero sí razonables.

Paul era amigo de Damon Runyon, escritor y periodista especializado en temas deportivos. Bebían juntos en las tabernas cercanas a Broadway, iban juntos a ver combates de boxeo y partidos de fútbol. Un par de años antes Runyon lo había invitado a una fiesta, tras el estreno en Nueva York de su película Dejada en prenda, que a Paul le pareció bastante buena. En la fiesta que hubo después, donde tuvo la oportunidad de conocer a Shirley Temple, había pedido al escritor que le firmara un ejemplar de su libro. Runyon se lo había dedicado así:

«A mi amigo Paul. Recuerda: toda la vida es, de seis, cinco en contra».

Avery dijo:

—Mira, digamos que tendrás muchas más posibilidades que si acabaras en Sing Sing.

Pasado un momento Paul preguntó:

—¿Por qué yo? Por esa pasta hay en Nueva York una docena de sicarios que estarían dispuestos a hacerles el trabajo.

—Ah, pero tú eres diferente, Paul. Tú no eres un matón de tres al cuarto. Eres de los buenos. Hoover y Dewey dicen que has matado a diecisiete hombres.

Paul bufó.

—Insisto: información falsa.

En realidad, la cifra correcta era trece.

—Lo que nos han dicho de ti es que antes de hacer el trabajo lo inspeccionas todo dos y tres veces. Compruebas que tus armas estén en perfecto estado, te informas sobre tus víctimas, estudias con tiempo los lugares que frecuentan, averiguas sus horarios y te aseguras de que sean puntuales, sabes cuándo encontrarlos solos, cuándo estarán hablando por teléfono, dónde comen.

El senador añadió:

—Y eres inteligente. Como decía, para esto se necesita ser inteligente.

—¿Inteligente?

—Hemos ido a tu casa, Paul —dijo Manielli—. Tienes libros. Tienes un montón de libros, hombre. ¡Si hasta te has apuntado al Club del Libro!

—No son libros para inteligentes. No todos.

—Pero son libros, ¿no? —apuntó Avery—. Y apuesto a que tus colegas, en general, no leen mucho, que digamos.

—O no saben leer —completó Manielli. Y celebró con risas su propio chiste.

Paul miró al hombre del traje blanco arrugado.

—¿Quién es usted?

—A ti no te interesa quién… —empezó Gordon.

—Se lo he preguntado a él.

—Escucha —gruñó el senador—, aquí somos nosotros los que llevamos la voz cantante, amigo.

Pero el gordo hizo un gesto con la mano y respondió al detenido:

—¿Lees tebeos? ¿Los de Annie la Huerfanita, la niña de los ojos sin pupilas?

—Pues sí, claro.

—Bueno, piensa en mí como «Daddy» Warbucks, su amigo y benefactor.

—¿Qué me quiere decir?

El hombre se limitó a reír. Luego se volvió hacia el senador:

—A ver si lo convences. Me gusta.

El enjuto político dijo a Paul:

—Lo más importante para nosotros es que nunca matas a personas inocentes.

Gordon añadió:

—Según nos ha dicho Jimmy Coughlin, una vez dijiste que sólo matabas a otros asesinos. ¿Cómo era aquello? Que sólo corregías los errores de Dios, ¿fue así? Y eso es lo que necesitamos.

—Los errores de Dios —repitió el senador, sonriendo con los labios, pero no con el espíritu.

—Está bien, ¿quién es?

El comandante miró al senador, quien desvió la pregunta.

—¿Aún tienes parientes en Alemania?

—Cercanos ninguno. Mi familia vino hace mucho tiempo.

—¿Qué sabes de los nazis? —preguntó el político.

—Que quien gobierna es Adolf Hitler. Parece que a nadie le gusta mucho. Hace dos o tres años hubo una gran concentración contra él en el Madison Square Garden. El atasco era terrible, créanme. Me perdí los tres primeros rounds de una pelea que se celebraba en el Bronx. Fue un fastidio. Creo que eso es todo.

—¿Sabías, Paul —preguntó el senador lentamente—, que Hitler está planeando otra guerra? —Eso lo dejó de piedra—. Tenemos en Alemania fuentes que nos envían información desde que Hitler ascendió al poder, en el treinta y tres. El año pasado llegó a manos de nuestro hombre en Berlín un borrador de carta, escrito por el general Beck, uno de sus jerarcas.

El comandante le entregó una hoja mecanografiada. Estaba en alemán. Paul la leyó. El autor de la carta convocaba a un lento pero incesante rearme de las Fuerzas Armadas, para proteger y expandir lo que él tradujo como «territorio vital». En unos pocos años la nación debía estar lista para la guerra. Bajó el papel con un gesto ceñudo.

—¿Y lo están haciendo?

—El año pasado —respondió Gordon— Hitler inició un reclutamiento. Desde entonces ha aumentado el número de soldados por encima de lo que recomienda esa carta. Y hace cuatro meses las tropas alemanas se apoderaron de Renania, esa zona desmilitarizada que linda con Francia.

—Sí, leí algo sobre eso.

—En Helgoland están construyendo submarinos. Y van recuperando el control del canal de Wilhelm para trasladar naves de guerra desde el mar del Norte hasta el Báltico. El hombre que maneja las finanzas tiene un título nuevo: es «jefe de la economía de guerra». ¿Y lo de España y su guerra civil? Hitler envía tropas y equipo, supuestamente para respaldar a Franco. En realidad, lo que hace es aprovechar esa guerra para adiestrar a sus soldados.

—¿Y ustedes quieren que yo… que un sicario de la mafia mate a Hitler?

—¡No, hombre, no! —exclamó el senador—. Hitler no es más que un chiflado. Está majareta. Quiere que el país se rearme, pero no tiene ni idea de cómo hacerlo.

—Y ese hombre del que ustedes hablan, ¿ese sí tiene idea?

—¡Ya lo creo! —Aseguró el senador—. Se llama Reinhard Ernst. Durante la guerra fue coronel, pero ahora ha pasado a la vida civil. Tiene un título impronunciable: plenipotenciario por la Estabilidad Interior. Pero eso es una bola. Es el cerebro que conduce el rearme. Está metido en todo: junto con Schacht, en finanzas; con Blomberg, en el Ejército; con Baeder, en la Marina; con Göring, en la Fuerza Aérea; con Krupp, en municiones.

—¿Y qué ha sido del tratado? ¿El de Versalles? Tenía entendido que no están autorizados a tener Ejército.

—Ejército grande, no. Lo mismo en cuanto a la Marina. Y no pueden tener Fuerza Aérea —especificó el senador—. Pero nuestro informante dice que los soldados y marineros se multiplican por toda Alemania, como el vino en las bodas de Caná.

—¿Y los Aliados no pueden impedirlo? ¡Si ganamos la guerra!

—En Europa nadie hace nada. En marzo, en Renania, los franceses podrían haber parado en seco a Hitler. Pero no lo hicieron. ¿Y los británicos? Como si regañaran a un perro que se hubiera meado en la alfombra.

Tras un momento Paul preguntó:

—Y nosotros ¿qué hemos hecho para detenerlos?

La mirada sutil de Gordon fue respetuosa. El senador se encogió de hombros.

—En América sólo queremos paz. Son los aislacionistas los que manejan la cuestión. Y ellos no quieren entrometerse en la política europea. Los hombres quieren empleos y las madres no desean volver a perder a sus hijos en los campos de Flandes.

—Y el presidente quiere salir reelegido en noviembre —añadió Paul, sintiendo que los ojos de Roosevelt lo espiaban desde su sitio, sobre la repisa ornamentada.

Por un momento se hizo un silencio incómodo. Gordon se echó a reír. El senador no.

Paul apagó su cigarrillo.

—Esté bien. Claro. Ya comienzo a entender. Si me atrapan no habrá nada que me relacione con ustedes. Ni con él. —Señaló con la cabeza el retrato del presidente—. ¡Hombre!, soy sólo un civil majareta, no un soldado como estos chavales. —Echó un vistazo a los dos suboficiales. Avery sonrió; Manielli también, pero fue una sonrisa muy diferente.

—Es así, Paul —dijo el senador—. Es exactamente así.

—Además hablo alemán.

—Dicen que con fluidez.

El abuelo de Paul estaba orgulloso de su país de origen; también su padre, quien se había empeñado en que los niños estudiaran alemán y hablaran la lengua paterna en casa. Él recordaba momentos absurdos en que sus padres reñían, ella gritando en gaélico y él en alemán. Además, Paul había trabajado en la imprenta de su abuelo durante las vacaciones del instituto, como linotipista y corrector de pruebas en alemán.

—¿Cómo se haría? Todavía no he dicho que sí, ¿eh? Es sólo curiosidad. ¿Cómo se haría?

—Hay un barco que llevará a Alemania al equipo olímpico, a sus familiares y a los periodistas. Zarpará pasado mañana. Tú irás a bordo.

—¿Con el equipo olímpico?

Hemos decidido que es lo mejor. En la ciudad habrá millares de extranjeros. Berlín estará de bote en bote. El Ejército y la policía no darán abasto.

Avery dijo:

—Oficialmente no tendrás nada que ver con las Olimpiadas; los Juegos no comienzan hasta el uno de agosto. El Comité Olímpico cree que eres escritor.

—Cronista de deportes —agregó Gordon—. Es tu tapadera. Pero básicamente debes pasar por tonto y hacerte invisible. Vas a la Villa Olímpica con todo el mundo y pasas allí uno o dos días; después te escabulles y vas a la ciudad. Los hoteles no sirven: los nazis vigilan a todos los huéspedes y comprueban los pasaportes. Nuestro hombre te buscará una habitación en una pensión particular.

Como a cualquier artesano concienzudo, le vinieron a la mente algunas preguntas sobre el trabajo a realizar.

—¿Usaría mi nombre?

—Sí, te moverías bajo tu propio nombre. Pero también te daremos un pasaporte para la fuga, con tu fotografía, pero bajo otro nombre. Extendido por otro país.

El senador observó:

—Tienes pinta de ruso. Eres alto y macizo —asintió—. Sí, serás «el hombre de Rusia».

—No hablo ruso.

—Allá tampoco lo habla nadie. Además, lo más probable es que jamás necesites el pasaporte. Es sólo para que puedas salir del país en caso de emergencia.

—Y para que nadie pueda seguir el hilo hasta ustedes si no logro salir, ¿verdad? —añadió Paul de inmediato.

La vacilación del senador, seguida de una rápida mirada a Gordon, expresó que había dado en el clavo.

—¿Para quién se supone que trabajo? —continuó él—. Todos los periódicos enviarán corresponsales. Y ellos se darían cuenta de que no soy cronista.

—Ya lo hemos pensado. Escribirás artículos por cuenta propia y a tu regreso intentarás venderlos a algunos de esos periodicuchos de deportes.

—¿A quién tienen ustedes allí? —preguntó Paul.

—Por ahora, nada de nombres —respondió Gordon.

—No pido nombres. Quiero saber si confían en él. Y por qué.

El senador dijo:

—Lleva un par de años viviendo en Alemania y siempre nos ha pasado información de primera. Durante la guerra sirvió a mis órdenes. Lo conozco personalmente.

—¿Qué coartada utiliza?

—Se hace pasar por comerciante, procurador, ese tipo de cosas. Trabaja para sí mismo.

Gordon continuó:

—Él te proporcionará un arma y todo lo que necesites saber sobre tu objetivo.

—No tengo pasaporte auténtico. A mi nombre, quiero decir.

—Ya lo sabemos, Paul. Te daremos uno.

—¿Me devolvéis las pistolas?

—No —dijo Gordon. Y eso fue definitivo—. Pues bien, amigo mío, ese es nuestro plan, en general. Y debo advertirte que, si estás pensando embarcarte en un buque de carga para perderte en algún villorrio del oeste… —Claro que Paul lo había pensado. Pero frunció el ceño y negó con la cabeza—. Pues mira, estos buenos muchachos se pegarán a ti como lapas hasta que el barco amarre en Hamburgo. Y si te atacara la misma urgencia por escapar de Berlín, te advierto que nuestro contacto no te quitará la vista de encima. Si desapareces nos llamará. Y nosotros llamaremos a los nazis para decirles que tienen a un asesino americano suelto en la ciudad. Y les daremos tu nombre y tu foto. —Gordon le sostuvo la mirada—. Si te parece que nosotros hemos sido hábiles para rastrearte, Paul, ya verás que no podemos compararnos con los nazis. Y por lo que nos dicen, ellos no se lían con juicios ni sentencias de ejecución. ¿Lo tienes todo claro?

—Como el agua.

—Bien. —El comandante hizo un gesto a Avery—. Ahora dígale qué sucederá cuando el trabajo esté hecho.

—Tendremos un avión y su tripulación esperando en Holanda —respondió el teniente—. En las afueras de Berlín hay un viejo aeródromo. Cuando acabes te sacaremos desde allí.

—¿En avión? —preguntó Paul, intrigado. Volar lo fascinaba. A los nueve años se había roto un brazo (la primera de más fracturas de las que deseaba recordar) al lanzarse desde el tejado de la imprenta de su padre con un planeador que había construido, sólo para estrellarse contra los gastados adoquines, dos pisos más abajo.

—Así es, Paul —confirmó Gordon.

—Te gustan los aviones, ¿no? —Añadió Avery—. En tu apartamento hay muchas revistas de aviones. Y libros también. Y fotos de aeroplanos. Y hasta algunas maquetas. ¿Las haces tú mismo?

Él se sintió abochornado. Le fastidiaba que hubieran descubierto sus juguetes.

—¿Eres piloto? —preguntó el senador.

—Nunca he subido a un avión. —Luego meneó la cabeza—. No sé. —Todo aquello era una perfecta locura.

La habitación se llenó de silencio. Lo quebró el hombre del traje blanco arrugado.

—Yo también fui coronel durante la guerra. Como Reinhard Ernst. Y estuve en los bosques de Argonne. Igual que tú. Paul asintió con la cabeza.

—¿Sabes cuántos, en total?

—¿Cuántos qué?

—Cuántos hombres perdimos.

Él recordaba un mar de cadáveres: americanos, franceses y alemanes. Los heridos, en cierto modo, eran aún más horribles: gritaban, gemían y llamaban a la madre, al padre. Uno jamás olvidaba esos gemidos. Jamás.

El otro dijo, en tono reverente:

—La Fuerza Especial Americana perdió más de veinticinco mil. Casi cien mil heridos. Murió la mitad de los muchachos que estaban a mis órdenes. En un mes avanzamos once kilómetros contra el enemigo. Todos los días de mi vida recuerdo esas cifras. La mitad de mis soldados, once kilómetros. Y la de Meuse-Argonne fue la más espectacular de nuestras victorias en esa guerra… No quiero que vuelva a suceder.

Paul lo observaba.

—¿Quién es usted? —volvió a preguntar.

El senador se removió. Iba a hablar, pero el otro se interpuso.

—Soy Cyrus Clayborn.

Sí, eso era. Vaya… el tío era presidente de Teléfonos y Telégrafos Continental. Un millonario hecho y derecho aun ahora, a la sombra de la Depresión.

El hombre continuó:

—«Daddy» Warbucks, tal como te decía. Soy el banquero. En este tipo de «proyectos», digamos, por lo general es mejor que el dinero no provenga de las arcas públicas. Ya soy demasiado viejo para pelear por mi país, pero hago lo que puedo. ¿Eso te deja más tranquilo, chaval?

—Sí.

—Bien. —Clayborn lo miró de pies a cabeza—. Bueno. Sólo me queda una cosa por decir. Referente al dinero. La suma que ellos han mencionado, ¿recuerdas?

Paul hizo un gesto afirmativo.

—Pues bien, dóblala.

Él sintió que le crepitaba la piel. ¡Diez mil dólares! No era capaz ni de imaginarlo.

Gordon giró lentamente la cabeza hacia el senador. Paul comprendió que eso no figuraba en el libreto.

—¿Me pagarán en efectivo? No quiero cheques.

Por algún motivo eso hizo que el senador y Clayborn rieran con ganas.

—Como tú quieras, claro —dijo el industrial.

El político acercó un teléfono y dio un golpecito al auricular.

—Venga, hijo, ¿qué hacemos? ¿Llamamos a Dewey o no?

El chasquido de una cerilla quebró el silencio: Gordon encendía un cigarrillo.

—Piénsalo, Paul. Te ofrecemos la posibilidad de borrar el pasado. De comenzar otra vez. ¿A cuántos sicarios se les ofrece una oportunidad así?