19

En la casa de Kohl se habían completado los ritos vespertinos. Los platos estaban secos, los manteles guardados, la ropa lavada.

El inspector sentía los pies más aliviados; después de vaciar el recipiente lo secó y lo dejó en su sitio. Cerró el paquete de sales y lo guardó nuevamente bajo el lavabo. Regresó a la sala de estar, donde le esperaba su pipa. Un momento después Heidi ocupó su propio sillón, con su labor de punto. Kohl le contó su conversación con Günter. Ella meneó la cabeza.

—Conque era eso. Ayer, cuando volvió del campo de fútbol, también estaba nervioso, pero no quiso decirme nada. A la madre no se le habla de esas cosas.

—Tenemos que hablar con ellos. Alguien debe enseñarles lo que aprendimos nosotros. El bien y el mal.

Arenas movedizas morales…

Heidi hacía repiquetear las gruesas agujas de madera con movimientos expertos; estaba tejiendo una manta para el primer hijo de Charlotte y Heinrich, que supuestamente llegaría unos nueve meses y medio después de la boda; se casarían en el mayo próximo.

—¿Y luego qué? —preguntó en un susurro áspero—. En el patio de la escuela Günter comenta con sus amigos que, según dice su padre, quemar libros está mal, o que se debería permitir que se vendieran periódicos norteamericanos en el país. Ach, entonces te llevan y no volvemos a saber de ti. O me envían tus cenizas en una caja con una esvástica grabada.

—Les diremos que no repitan lo que les decimos. Como en un juego. Debe ser secreto.

Una sonrisa de su esposa:

—Son niños, querido. No saben guardar secretos.

«Es verdad», pensó Kohl, «una gran verdad. Qué criminales tan brillantes son el Führer y su gente. Al apoderarse de nuestros hijos secuestran a toda la nación. Hitler dijo que su imperio duraría mil años. Es así como lo conseguirá». Pero dijo:

—Hablaré con…

En el vestíbulo retumbaron fuertes golpes: el llamador de bronce en forma de oso que pendía en la puerta de entrada.

—¡Dios mío! —Heidi se levantó, dejando caer el tejido, y echó un vistazo hacia las habitaciones de sus hijos.

Willi Kohl comprendió de pronto que la SD o la Gestapo debían de tener un micrófono en su casa y habían escuchado muchos diálogos entre él y su esposa. Era la técnica de la Gestapo: reunir pruebas en secreto para luego arrestarte en tu hogar, ya fuera temprano por la mañana, durante la cena o inmediatamente después, cuando menos lo esperabas.

—Deprisa, enciende la radio, busca una emisora —dijo. Como si la policía política se dejara disuadir por el hecho de que ellos escucharan las divagaciones de Goebbels.

Ella obedeció. En el dial se encendió la luz amarilla, pero aún no surgía sonido alguno de los altavoces. Los tubos tardaron unos segundos en calentarse.

Más golpes.

Kohl pensó en su pistola, pero la dejaba siempre en el despacho; no quería tenerla cerca de sus hijos. Y de cualquier manera, ¿de qué le habría servido contra una brigada de la Gestapo o de la SS? Entró en la sala; allí estaban Charlotte y Heinrich, de pie y mirándose con inquietud. Hilde apareció en el vano de la puerta, con el libro en la mano.

De la radio comenzó a surgir la apasionada voz de barítono de Goebbels, hablando de infecciones, enfermedades y salud.

Mientras iba hacia la puerta Kohl se preguntó si Günter ya habría hecho algún comentario casual sobre sus padres a algún amigo.

Tal vez el niño había denunciado a alguien, sí: a su padre, aun sin saberlo. Echó otra mirada a Heidi, que rodeaba con un brazo a su hija menor. Luego descorrió el cerrojo y abrió la pesada puerta de roble.

Allí estaba Konrad Janssen, fresco como un niño en su primera comunión. Miró más allá del inspector para disculparse con Heidi:

—Perdone la intromisión, señora Kohl. Imperdonable venir tan tarde.

«¡Madre de Dios!», pensaba Kohl. Le temblaban las manos y el corazón le latía con fuerza. Se preguntó si el candidato a inspector oiría el palpitar de su pecho.

—Sí, sí, Janssen. No se preocupe por la hora. Pero la próxima vez llame con más suavidad, por favor.

—Por supuesto. —La cara juvenil, habitualmente tan serena, resplandecía de entusiasmo—. He mostrado el retrato del sospechoso por toda la Villa Olímpica, señor, y por media ciudad, por lo que parece.

—¿Y…?

—Y encontré a un cronista británico. Ha venido desde Nueva York en el S. S. Manhattan. Está escribiendo una historia de los campos de atletismo del mundo entero y…

—¿Ese británico es nuestro sospechoso, el hombre del retrato?

—No, pero…

—Pues entonces esa parte del relato no nos interesa, Janssen.

—Claro que no, señor. Perdone. Baste decir que este periodista ha reconocido a nuestro hombre.

—Ah, Janssen, buen trabajo. Cuénteme qué ha dicho.

—No mucho. Sólo sabía que el hombre era norteamericano.

¿Y esa mísera confirmación merecía que casi le hubiera reventado el corazón del susto? Kohl suspiró.

Pero el candidato a inspector, al parecer, sólo había hecho una pausa para coger aliento. Ya continuaba:

—Y que se llama Paul Schumann.

Palabras dichas en la oscuridad. Palabras dichas como en sueños.

Estaban juntos; cada uno encontraba en el otro un cómodo punto opuesto: rodilla contra cara posterior de la rodilla, vientre contra espalda, mentón contra hombro. La cama ayudaba: el colchón de plumas formaba una V bajo el peso sumado de ambos y los cobijaba con firmeza. Si hubieran querido separarse no habrían podido haberlo hecho.

Palabras dichas en el anonimato de un romance nuevo, al dejar atrás la pasión, aunque sólo por el momento.

Sintiendo el perfume de Käthe, que era, de hecho, el origen de las lilas que él había olfateado al conocerla.

Le besó la nuca.

Palabras dichas entre amantes al hablar de todo y de nada. Caprichos, bromas, anécdotas, especulaciones, esperanzas… un torrente de palabras.

Käthe le estaba contando su vida de casera. Calló. Por la ventana abierta les llegó una vez más la música de Beethoven, más potente al subir alguien el volumen de la radio en un apartamento vecino. Un momento después una voz firme resonaba en la noche húmeda.

Ach —dijo ella, meneando la cabeza—. Habla el Führer. Ese es Hitler en persona.

Más cháchara sobre gérmenes, agua estancada e infecciones. Paul se echó a reír.

—¿Por qué lo obsesiona tanto la salud?

—¿La salud?

—Todo el día han estado hablando de gérmenes y de higiene. No puedes escapar del dichoso tema.

Ella reía.

—¿Qué gérmenes?

—¿Dónde está la gracia?

—¿No entiendes lo que dice?

—Eh… no.

—No habla de gérmenes, sino de judíos. Ha cambiado todos sus discursos mientras duren las Olimpiadas. No dice «judíos», pero se refiere a ellos. No quiere ofender a los extranjeros, pero tampoco puede permitir que olvidemos el dogma nacionalsocialista. ¿No sabes qué está pasando aquí, Paul? ¡Hombre!, en los sótanos de la mitad de los hoteles y las pensiones de Berlín hay letreros que se han retirado mientras se celebren las Olimpiadas, pero que se volverán a poner el día en que partan los extranjeros. Dicen: «Prohibida la entrada a judíos», o «Los judíos no son bienvenidos». En la carretera que lleva a Spandau, donde vive mi hermana, hay una curva cerrada. El letrero advierte: «Curva peligrosa. Treinta kilómetros por hora. Judíos, setenta». ¡Y no es algo que hayan pintado los vándalos! ¡Es una señal de tráfico, puesta allí por nuestro Gobierno!

—¿Hablas en serio?

—En serio, Paul, sí. Al venir aquí has visto las banderas en las casas del pasaje Magdeburger. Al llegar has comentado que la nuestra era diferente.

—La bandera olímpica.

—Sí, sí, en vez de la nacionalsocialista, como en la mayoría de las casas. ¿Sabes por qué? Porque este edificio es propiedad de un judío. A él le está prohibido enarbolar la enseña alemana. Él quiere enorgullecerse de su patria, como todo el mundo, pero no puede. Y de cualquier manera, ¿cómo podría colocar en su fachada la bandera nacionalsocialista, con la esvástica, la cruz gamada, que representa el antisemitismo?

Ah, conque esa era la respuesta.

«Sin duda usted sabe…».

—¿Has oído hablar de la arianización?

—No.

—El Gobierno requisa la casa o la tienda de los judíos. Es robo puro y simple. Lo maneja Göring.

Paul recordó las casas desiertas que había visto esa mañana, camino a su encuentro con Morgan, en el pasaje Dresden; los letreros decían que el contenido estaba a la venta.

Käthe se le acercó un poco más. Tras un largo silencio añadió:

—Hay un hombre que trabaja en un restaurante. «Fantasía», se llama. Es el nombre del establecimiento. Pero también es una fantasía, algo muy bonito. Una vez fui a ese restaurante. En medio del comedor había una jaula de cristal con un hombre. ¿Sabes qué era? Un artista del hambre.

—¿Qué dices?

—Un artista del hambre, como en el cuento de Kafka. Había subido a esa jaula algunas semanas atrás y sobrevivía sin ingerir más que agua. Estaba allí a la vista de todos. No comía nunca.

—¿Pero cómo…?

—Le permiten ir al lavabo, pero alguien lo acompaña siempre para verificar que no ha comido nada. Día tras día…

Palabras dichas en la oscuridad, palabras entre amantes. A menudo no importa qué significan esas palabras. Pero a veces sí. Paul susurró:

—Continúa.

—Cuando lo conocí llevaba cuarenta y ocho días en la jaula de cristal.

—¿Sin comer? Sería un esqueleto.

—Estaba muy flaco, sí. Parecía enfermo. Pero salió de la jaula durante algunas semanas. Lo conocí a través de un amigo. Le pregunté por qué había decidido ganarse la vida de ese modo. Me explicó que durante algunos años había trabajado para el Gobierno, en algo relacionado con el transporte. Pero bajo el Gobierno de Hitler perdió su trabajo.

—¿Lo despidieron por no ser nacionalsocialista?

—No: renunció porque no podía aceptar sus principios ni trabajar para ese Gobierno. Pero tenía un hijo y necesitaba ingresos.

—¿Un hijo?

—Y necesitaba ingresos. Pero no pudo encontrar ningún puesto que no estuviera contaminado por el Partido. Lo único que podía hacer con integ… ¿Cómo es la palabra?

—Integridad.

—Sí, integridad, era ser artista del hambre. Eso era puro. No se podía corromper. ¿Y sabes cuántas personas van a verlo? Millares. Millares de personas van a verlo porque es honesto. Hay tan poca honestidad en nuestra vida actual…

Un leve estremecimiento reveló a Paul que ella estaba temblando por el llanto.

Palabras entre amantes…

—¿Käthe?

—¿Qué han hecho? —Cogió aliento con dificultad—. ¿Qué han hecho? No comprendo lo que ha sucedido. Somos un pueblo amante de la música, de la conversación; gozamos al dar la puntada perfecta en la camisa de nuestros hombres, al fregar los adoquines del callejón hasta dejarlos limpios. Nos gusta tomar el sol en la playa de Wannsee, comprar ropa y dulces para nuestros hijos. Nos conmovemos hasta las lágrimas con la sonata Claro de luna, con las palabras de Goethe y de Schiller. Pero ahora estamos poseídos. ¿Por qué? —Se le apagó la voz—. ¿Por qué? —Un momento después susurró—: Ach, temo que esa es una pregunta cuya respuesta llegará demasiado tarde.

—Vete del país —murmuró Paul.

Käthe se giró para mirarlo. Él sintió que sus brazos fuertes, fortalecidos por tanto fregar platos y suelos, se enroscaban a su cuerpo; sintió que los talones subían hasta hallar la cara posterior de su cintura, para acercarlo más y más.

—Vete —repitió él.

Los temblores cesaron. La respiración de Käthe se tornó más regular.

—No puedo.

—¿Por qué?

—Este es mi país —susurró ella con sencillez—. No puedo abandonarlo.

—Pero ya no es tu país. Ahora es de ellos. Tú lo has dicho; Tier: bestias, matones. Ha sido invadido por las bestias. Vete. Vete antes de que las cosas empeoren.

—¿Crees que puedan empeorar? Dime, Paul, por favor. Tú eres escritor. El mundo funciona de una forma y yo de otra. No consiste en enseñar, ni en Goethe, ni en la poesía. Tú eres inteligente. ¿Qué piensas?

—Pienso que empeorará. Debes salir de aquí en cuanto puedas.

Ella aflojó su desesperada presión.

—Aun cuando quisiera hacerlo, no puedo. Cuando me despidieron, pusieron mi nombre en una lista. Me quitaron el pasaporte. Jamás obtendré papeles para salir. Temen que trabajemos contra ellos desde Inglaterra o París. Por eso nos retienen.

—Ven conmigo. Yo puedo sacarte de aquí.

Palabras entre amantes…

—Ven a América. —¿Acaso ella no le había oído? ¿O ya estaba decidida a negarse?—. Tenemos escuelas estupendas. Podrías enseñar. Dominas mi idioma tan bien como una americana. Ella inhaló profundamente.

—¿Qué me estás pidiendo?

—Que vengas conmigo.

Una risa áspera.

—La mujer llora y el hombre dice cualquier cosa para que cesen las lágrimas. Ach, ¡pero si no te conozco!

Paul respondió:

—Ni yo tampoco a ti. No te estoy proponiendo que te cases conmigo. No digo que vivamos juntos. Sólo digo que debes salir de aquí cuanto antes. Y que yo puedo arreglarlo.

En el silencio que siguió a esas palabras, Paul se dijo que no, que eso no era una declaración. Nada de eso. Pero a decir verdad, no podía por menos que preguntarse si estaba ofreciendo algo más que ayudarla a escapar de ese terrible lugar. Claro que había tenido unas cuantas mujeres: chicas buenas, chicas malas y chicas buenas que jugaban a ser malas. De algunas había creído que estaba enamorado; de otras había tenido la certeza de estarlo. Pero nunca había sentido por ellas lo que sentía por esa mujer, y menos después de haber estado juntos un tiempo tan breve. A Marion la quería, sí, en cierto modo. De vez en cuando pasaba la noche con ella en Manhattan, o ella con él en Brooklyn. Compartían la cama, compartían palabras: sobre películas, sobre la longitud de las faldas para el año siguiente, el restaurante de Luigi, la madre de Marion, la hermana de Paul. Sobre los Dodgers. Pero no eran palabras de amantes; ahora lo comprendía. No como las que intercambiaba ahora con esa mujer compleja y apasionada.

Por fin ella negó con la cabeza, irritada:

—No, no puedo ir. ¿Cómo, dime, si me quitaron el pasaporte y los papeles para salir?

—Es lo que te digo: eso no será problema. Tengo contactos.

—¿De veras?

—En Estados Unidos hay gente que me debe favores. —Eso, al menos, era cierto. Pensó en Avery y Manielli, que estarían en Ámsterdam, listos para enviarle el avión al primer aviso. Luego le preguntó—: ¿Tienes vínculos aquí? ¿Tu hermana?

Ach, mi hermana… Su marido es leal al Partido. Ella ni siquiera se trata conmigo. Soy una vergüenza para la familia. —Pasado un momento añadió—: No; aquí sólo tengo fantasmas. Y los fantasmas no son motivo para quedarse, sino para partir.

Fuera, risas y gritos de borrachos. Una voz masculina cantaba, gangosa: «Cuando acaben los Juegos Olímpicos, los judíos sabrán de nuestros puñales y pistolas…». Luego, ruido de cristales rotos. Otra canción; esta vez las voces eran varias: «Sostened alto el estandarte; cerrad filas. La SA marcha con paso firme… Abrid paso, abrid paso a los batallones pardos, que las Tropas de Asalto limpian el país».

Reconoció lo que los chicos de las Juventudes Hitlerianas habían cantado el día anterior, al arriar la bandera en la Villa Olímpica. La enseña roja, blanca y negra, con la cruz gamada.

«Ach, sin duda usted sabe…».

—Oye, Paul, ¿de verdad puedes sacarme del país sin papeles?

—Sí, pero me iré pronto. Si todo sale bien, mañana por la noche. O a la noche siguiente.

—¿Cómo?

—Deja los detalles a mi cuenta. ¿Estás dispuesta a partir de inmediato?

Tras un momento de silencio:

—Sí. Puedo.

Ella le cogió la mano para acariciarle la palma y entrelazó los dedos a los suyos. Era, con mucho, el momento más íntimo de aquella noche.

Paul la estrechó con fuerza; al estirar el brazo tocó algo duro bajo la almohada. Por el tamaño y la textura comprendió que era el volumen de poemas de Goethe que le había regalado horas antes.

—No te…

—Chist —susurró él. Y le acarició el pelo.

Paul Schumann sabía que hay momentos entre los amantes en los que las palabras sobran.