Aunque Willi Kohl era «tibio» (políticamente neutral, no afiliado al Partido), disfrutaba de ciertos privilegios reservados a los nacionalsocialistas devotos.
Uno de esos era que, cuando un alto funcionario de la Kripo se mudó a Munich, le habían ofrecido la posibilidad de ocupar su gran apartamento de cuatro dormitorios, situado en un prístino callejón que desembocaba en la calle B erliner, cerca de Charlottenburg. Desde la guerra había en Berlín una grave escasez de viviendas; la mayoría de los inspectores de la Kripo, incluso muchos de su mismo rango, se veían relegados a apartamentos corrientes, apretados en edificios cuadrados y anodinos.
Kohl no sabía con certeza a qué se debía esa recompensa. Muy probablemente a que siempre estaba dispuesto a ayudar a otros funcionarios a analizar la información recogida en la escena del crimen, a extraer deducciones de la evidencia o interrogar a un testigo, a un sospechoso. Sabía que, en cualquier puesto, el hombre más valioso es el que permite que sus colegas (especialmente sus superiores) parezcan también muy valiosos.
Esas habitaciones eran su santuario, tan privados como público era su despacho. Las habitaban aquellos que estaban más cerca de su corazón: su esposa, sus hijos y, en ocasiones, Heinrich, el novio de Charlotte (quien, por supuesto, dormía siempre en el salón).
El apartamento estaba en el segundo piso. Mientras subía las escaleras, haciendo muecas de dolor, le llegó un olor a cebolla y carne. Heidi no tenía un menú fijo para cada día. Algunos colegas de Kohl declaraban solemnemente que sábado, lunes y miércoles, por ejemplo, eran días sin carne por lealtad al Estado. La familia de Kohl, que incluía al menos a siete personas, pasaba a menudo sin carne, tanto debido a la escasez como a su coste, pero Heidi se resistía a atarse a un rito. Esa noche de sábado podía haber preparado berenjenas con beicon y salsa de nata, o budín de riñones, o sauerbraten, y hasta un plato de pasta con tomates a la italiana. Y siempre algo dulce, desde luego. A Willi Kohl le gustaban la linzertorte y el strudel.
Abrió la puerta, jadeante por el esfuerzo de subir las escaleras, justo en el momento en que Hanna, su hija de once años, corría hacia él: una rubia doncellita nórdica de pies a cabeza, aunque los padres eran morenos. Le envolvió el corpachón con los brazos.
—¡Papá! ¿Puedo llevarte la pipa?
Él sacó la meerschaum. La niña la llevó hasta el portapipas de la sala de estar, donde había varias decenas más.
—Ya he llegado —anunció en voz alta.
Heidi salió al vano de la puerta para besarlo en ambas mejillas. Era unos cuantos años más joven que su esposo; en el curso de su matrimonio se había redondeado con una suave papada y amplio busto; cada hijo le agregó unos kilos. Pero así debía ser; Kohl pensaba que uno debía crecer con su pareja en cuerpo y alma. Por sus cinco hijos Heidi había obtenido un certificado del Partido. Las mujeres con más prole recibían mejores premios; con nueve hijos se obtenía una estrella de oro; en realidad, una pareja con menos de cuatro hijos no podía presentarse como «familia». Pero Heidi había relegado furiosamente el pergamino al fondo de su escritorio. Tenía hijos porque disfrutaba de ellos en todos los sentidos: al darles vida, al criarlos y al educarlos, no porque el Hombrecillo quisiera aumentar la población de su Tercer Imperio.
Su esposa desapareció y regresó un momento después con un pequeño vaso de schnapps. Sólo le permitía beber una copita de ese potente licor antes de la cena. Él solía rezongar por el racionamiento, pero secretamente lo agradecía; eran demasiados los policías que no sabían detenerse en la segunda copa. Ni en la segunda botella.
Saludó a Hilde, su hija de diecisiete años que, como siempre, estaba perdida entre las páginas de un libro. Ella se levantó para abrazarlo y regresó al diván. La esbelta muchacha era la erudita de la familia, pero últimamente lo tenía difícil. Goebbels en persona decía que el único objetivo de una mujer era ser hermosa y poblar el Tercer Imperio. Las universidades estaban ya casi cerradas para las chicas; las que ingresaban eran admitidas tan sólo para dos carreras: la Ciencia Doméstica (que otorgaba lo que se denominaba despectivamente «el diploma budín») y la Docencia. Hilde quería estudiar Ciencias Exactas para ser profesora universitaria, pero sólo le permitirían matricularse en los cursos inferiores. Kohl estaba convencido de que sus dos hijas mayores eran inteligentes por igual, pero Hilde aprendía con más facilidad que la vivaz y atlética Charlotte, de veintiún años. A menudo se asombraba de que él y Heidi hubieran producido seres humanos tan similares y, al mismo tiempo, tan diferentes entre sí.
El inspector salió a su pequeño balcón, donde a veces se sentaba a fumar su pipa, ya avanzada la noche. Como daba al oeste, pudo contemplar fieras nubes rojas y anaranjadas, encendidas por el sol ya desaparecido. Bebió un pequeño sorbo del fuerte schnapps. El segundo fue más amable. Cómodamente sentado en la silla, se esforzó por no pensar en gordos asesinados, en las trágicas muertes de Gatow y Charlottenburg, en Pietr (perdón: Peter), en el misterioso ajetreo de las DeHoMags en el sótano de la Kripo. Trató de no pensar tampoco en su inteligente sospechoso, el de Manny’s Men’s Wear.
«¿Quién eres?».
Un clamor en el vestíbulo de entrada: regresaban los muchachos. Fuerte ruido de pisadas en las escaleras. Herman, el menor, fue el primero en cruzar la puerta y la cerró en las narices de Günter, quien la frenó e inició un forcejeo con su hermano. Al reparar en la presencia de su padre la lucha quedó interrumpida.
—¡Papá! —exclamó Herman. Y abrazó a su padre. Günter levantó la cabeza a modo de saludo. Ya tenía dieciséis años y hacía exactamente dieciocho meses que ya no abrazaba a sus padres. Probablemente los hijos varones respondían a esa planificación desde los tiempos del Sacro Imperio, si no desde siempre.
—Id a lavaros para cenar —ordenó Heidi.
—¡Pero si hemos estado nadando! En la piscina de la calle Wilhelm Marr.
—Pues entonces —apuntó su padre— id a lavaros el agua de la Piscina.
—¿Qué hay para cenar, Mutti? —preguntó Herman.
—Cuanto antes os lavéis —anunció ella—, antes lo sabréis. Los dos salieron de estampida por el pasillo, con toda su energía adolescente en marcha.
Pocos momentos después llegó Heinrich con Charlotte. A Kohl le gustaba ese chico (jamás habría permitido que una hija suya se casara con alguien que no le mereciera respeto). Pero ese apuesto rubio sentía fascinación por los asuntos policiales, lo cual lo inducía a interrogar extensamente y con entusiasmo a Kohl sobre los casos recientes. Por lo general el inspector disfrutaba con eso, pero esa noche nada deseaba menos que hablar de su jornada de trabajo. Mencionó las Olimpiadas, tema que a buen seguro acapararía la conversación. Todo el mundo había escuchado rumores diferentes sobre los equipos, los atletas favoritos, las muchas naciones representadas.
Pronto estuvieron sentados a la mesa del comedor. Kohl descorchó dos botellas de vino Saar-Ruwer y sirvió un poco a cada uno; también a los niños, en pequeña cantidad. Como sucedía siempre en esa casa, la conversación tomó varios rumbos diferentes. Para Kohl era uno de los mejores momentos del día: estar con sus seres queridos… y poder hablar con libertad. Mientras charlaban, reían y discutían, el inspector iba estudiando cara por cara, con la mirada rápida, atento a las voces, reparando en gestos y expresiones. Cualquiera habría pensado que lo hacía automáticamente, por su experiencia de policía, pero en realidad no era así: observaba a su prole y sacaba sus conclusiones porque eso formaba parte de la paternidad. Esa noche notó algo que lo preocupó, pero lo archivó en su mente, como habría podido hacerlo con algún detalle clave visto en la escena de un crimen.
La cena acabó relativamente temprano, poco más o menos en una hora; el calor mermaba el apetito de todos, salvo de Kohl y sus hijos varones. Heinrich propuso jugar a las cartas, pero el inspector negó con la cabeza.
—Yo no. Voy a fumar —anunció—. Y me remojaré los pies, creo. Günter, por favor, tráeme un hervidor con agua caliente.
—Sí, padre.
Kohl fue a por la palangana y las sales. Luego se dejó caer en el sillón de piel de la sala de estar, el mismo que antes usaba su padre, tras una larga jornada en los campos. Cargó una pipa y la encendió. Pocos minutos después entró su hijo mayor, llevando fácilmente con una mano un hervidor humeante que bien debía de pesar diez kilos. Mientras él llenaba la palangana, Kohl se arremangó, se quitó los calcetines y, evitando mirar los juanetes torcidos y los callos amarillentos, introdujo los pies en el agua caliente, en la que echó algunas sales.
—Ach, sí.
El chico se volvió para retirarse, pero él le dijo:
—Espera un momento, Günter.
—Sí, padre.
—Siéntate.
El chico obedeció, cauteloso, y dejó el hervidor en el suelo. En sus ojos había un destello de culpa adolescente. Kohl se preguntó, divertido, qué transgresiones aleteaban en la mente de su hijo: ¿un cigarrillo, un poco de schnapps, alguna torpe exploración entre las prendas interiores de la joven Lisa Wagner?
—¿Qué te pasa, Günter? Te he visto preocupado durante la cena.
—Nada, padre.
—¿Nada?
—No.
Con voz suave pero firme, Willi Kohl dijo:
—Dime.
El chico examinó el suelo. Por fin respondió:
—Pronto comenzarán las clases.
—Falta un mes.
—Aun así… Me gustaría, padre… ¿Podría cambiarme a otra escuela?
—Pero ¿por qué? La Hindenburg es una de las mejores de la ciudad. Al director Muntz se lo respeta mucho.
—Por favor.
—¿Cuál es el problema?
—No sé, pero no me gusta.
—Tienes buenas notas. Tus profesores dicen que eres buen estudiante.
El chico no dijo nada.
—¿Es por algo que no tiene relación con los estudios?
—No sé.
¿Qué podría ser?
Günter se encogió de hombros.
—Por favor, ¿no me permitirías ir a otra escuela hasta diciembre?
—¿Por qué hasta entonces?
El chico, sin responder, evitó mirar a su padre.
—Dímelo —insistió Kohl, amable.
—Porque…
—Continúa.
—Porque en diciembre todo el mundo debe incorporarse a las Juventudes Hitlerianas. Y entonces… bueno, tú no me lo permitirás.
Ah, eso otra vez. Un problema recurrente. Pero ¿sería verdad esa nueva información? ¿Sería obligatorio asociarse? La idea daba miedo. Los nacionalsocialistas, al asumir el poder, habían unificado a los numerosos grupos juveniles en las Juventudes Hitlerianas; ahora las otras estaban prohibidas. Kohl era partidario de que los chicos se organizaran (en su adolescencia le había encantado pertenecer a clubes de natación y montañismo), pero la de Hitler no era más que un organismo para el entrenamiento militar, manejado por los mismos jóvenes; cuanto más rabiosamente nacionalsocialistas fueran los líderes, tanto mejor.
—¿Y tú quieres participar?
—No sé. Todo el mundo se burla de mí por no ser miembro. Hoy, en el partido de fútbol, estaba Helmut Gruber, que es nuestro líder de las Juventudes Hitlerianas. Me dijo que haría bien en afiliarme pronto.
—Pero no debes de ser el único que no se ha incorporado.
—Cada día son más los que se les unen —replicó Günter—. A los que no somos miembros nos tratan mal. Cuando jugamos a arios y judíos, en el patio de la escuela, siempre me toca ser judío.
—¿A qué dices que jugáis? —Kohl frunció el entrecejo. Nunca había oído hablar de eso.
—Pues a eso, padre, a arios y judíos. Ellos nos persiguen. Se supone que no deberían hacernos daño; el doctor-profesor Klindst dice que no nos hacen nada. Se supone que es como jugar al pilla pilla. Pero cuando él no mira nos empujan y nos tiran al suelo.
—Tú eres un chico fuerte y te he enseñado a defenderte. ¿No contraatacas?
—A veces sí. Pero los que hacen de arios son muchos más.
—Pues mira, me temo que no puedes ir a otra escuela —dijo Kohl.
Su hijo contempló la nube de humo que se elevaba desde la pipa al techo. De pronto le brillaron los ojos.
—Podría denunciar a alguien. Tal vez así me permitirían hacer de ario.
Él hizo un gesto ceñudo. La denuncia: otra de las plagas nacionalsocialistas.
—No denunciarás a nadie —dijo con firmeza—. El denunciado iría a la cárcel. Podrían torturarlo. O matarlo.
Günter frunció el ceño ante la reacción de su padre.
—Pero sólo denunciaría a un judío, padre.
Kohl se encontró sin palabras, con las manos trémulas y el corazón acelerado. Por fin preguntó, con calma forzada:
—¿Denunciarías a un judío sin motivo alguno?
El chico pareció confundido.
—No, por supuesto. Lo denunciaría por ser judío. He estado pensando… El padre de Helen Morrell trabaja en los grandes almacenes de Karstadt. Su jefe es judío, aunque lo niega. Habría que denunciarlo.
Kohl aspiró hondo y sopesó las palabras como un carnicero en tiempos de racionamiento:
—Vivimos una época muy difícil, hijo. Todo es muy confuso. Si lo es para mí, para ti ha de serlo mucho más. Lo único que no debes olvidar jamás, pero tampoco decirlo a nadie, es que cada uno decide por sí mismo lo que está bien y lo que está mal. Lo sabe por lo que ve de la vida, de cómo vive y actúa la gente, por lo que siente. En el fondo uno siempre sabe lo que es bueno y lo que es malo.
—Pero los judíos son malos. Si eso no fuera verdad no nos lo enseñarían en la escuela.
Al inspector se le estremeció el alma de ira y dolor al oír eso.
—No denunciarás a nadie, Günter —dijo con severidad—. Eso es lo que espero de ti.
—De acuerdo, padre. —El chico se alejó.
—Günter. —Se detuvo ante la puerta—. ¿Cuántos hay en tu escuela que no se hayan afiliado a las Juventudes?
—No sé, padre. Pero cada día son más los que se apuntan. Pronto sólo quedaré yo para hacer de judío.
El restaurante que Käthe había escogido era el Lutter y Wegner; según explicó, tenía más de cien años y era toda una institución en Berlín. Los salones, medio en penumbra, eran íntimos y acogedores y estaban llenos de humo. Y el lugar se encontraba libre de Camisas Pardas, agentes de la SS y hombres de traje con brazaletes rojos y la temible cruz gamada.
—Te he traído aquí porque, como te he dicho, solía ser el refugio de gente como tú y yo.
—¿Tú y yo?
—Sí. Bohemios. Pacifistas, pensadores. Y escritores, como tú.
—Ah, escritores. Sí.
—Aquí buscaba inspiración E. T. A. Hoffmann. Bebía champán copiosamente, botellas enteras. Y luego se pasaba toda la noche escribiendo. Habrás leído su obra, por supuesto.
No era así, pero Paul hizo un gesto afirmativo.
—¿Sabes de algún otro mejor entre los escritores del romanticismo alemán? Yo no. El cascanueces y el rey de los ratones… mucho más tenebroso y real que lo que hizo Tchaikovsky después con el cuento. El ballet es pura espuma, ¿no te parece?
—Claro que sí —convino Paul. Lo había visto una vez en Navidad, de niño. Lamentó no haber leído el libro para poder hablar del tema con inteligencia. ¡Cómo le gustaba conversar con ella! Mientras bebían los cócteles a pequeños sorbos, reflexionó sobre el sparring que había hecho con Käthe en el trayecto hacia allí. Había sido sincero al decir que le gustaba discutir con ella. Era estimulante. En tantos meses como llevaba saliendo con Marion no recordaba un solo desacuerdo entre ellos. Ni siquiera recordaba que ella se hubiera enfadado alguna vez. En ocasiones, al descubrir una carrera en el par de medias nuevas, dejaba escapar un «¡Caramba!»; luego se llevaba los dedos a la boca, como si fuera a lanzar un beso… y se disculpaba con una risita.
El camarero les trajo la carta. Ordenaron manitas de cerdo, coles, spaetzle y pan («¡Ach, mantequilla de verdad!», susurró ella, atónita, fija la vista en los diminutos rectángulos amarillos). Para beber ella escogió un vino dulce y dorado. Comieron sin prisa, sin dejar de conversar y reír. Cuando hubieron terminado Paul encendió un cigarrillo. Notó que ella parecía estar indecisa. Al fin dijo, como si se dirigiera a sus estudiantes:
—Hoy estamos demasiado serios. Te contaré un chiste. —Su voz se redujo a un susurro—. ¿Sabes quién es Hermann Göring?
—¿Algún funcionario del Gobierno?
—Sí, sí, el más íntimo de los camaradas de Hitler. Es un hombre extraño. Muy obeso. Y se exhibe por allí con disfraces ridículos, en compañía de famosos y mujeres hermosas. Pues bien, el año pasado se casó, por fin.
—¿Ese es el chiste?
—No, todavía no. Se casó de verdad. El chiste es este —Käthe hizo un mohín exagerado—: ¿Te has enterado de que la esposa de Göring ha abandonado la religión, pobrecilla? Debes preguntarme por qué.
—Dime, por favor: ¿por qué ha abandonado la religión la señora Göring?
—Porque tras la noche de bodas perdió la fe en la resurrección de la carne.
Los dos rieron con ganas. Él notó que Käthe se había ruborizado hasta el carmesí.
—Ay, Paul, qué cosa. Yo contando chistes verdes a un hombre que no conozco. Y por un chascarrillo así podríamos acabar los dos en la cárcel.
—Los dos no —corrigió él, muy serio—. Sólo tú. No he sido yo quien lo ha contado.
—Pues sólo por haberte reído te arrestarían.
Él pagó la cuenta y salieron. En vez de coger el tranvía regresaron a la pensión a pie, a lo largo de una acera que bordeaba el Tiergarten por el lado sur. Paul estaba algo achispado por el vino, que rara vez bebía. La sensación era agradable, mejor que la del whisky. La brisa cálida resultaba agradable. Y también la presión del brazo de Käthe contra el suyo.
Mientras caminaban hablaron sobre libros y política, un poco discutiendo y un poco riendo; eran una rara pareja paseando por las calles de esa ciudad inmaculada.
Paul oyó voces de hombres que se acercaban. Unos treinta metros más adelante vio a tres Camisas Pardas. Bromeaban ruidosamente. Con los uniformes marrones y las caras juveniles parecían traviesos escolares. A diferencia de los belicosos matones con quienes se había enfrentado en la librería, ese trío sólo parecía pensar en disfrutar de la noche. No prestaban atención a nadie.
Al sentir que Käthe aminoraba el paso se volvió a mirarla. Su cara era una máscara, su brazo comenzaba a temblar.
—¿Qué sucede?
—No quiero pasar junto a ellos.
—No tienes nada que temer.
Käthe lanzó una mirada a la izquierda, presa del pánico. El tráfico era denso y el cruce para peatones estaba a varios cientos de metros. Para evitar a los Camisas Pardas sólo tenían una opción: el Tiergarten.
—¡Pero si no corres ningún peligro! —insistió él—. No tienes por qué preocuparte.
—Siento tu brazo, Paul. Siento que estás listo para pelear con ellos.
—Por eso no corres peligro.
—No. —Ella miró hacia el portón que conducía al parque—. Por aquí.
Entraron. El denso follaje apagaba en gran parte el ruido del tráfico; pronto llenaron la noche el cric-cric de los insectos y la voz de barítono de las ranas. Los Camisas Pardas continuaron por la acera, ajenos a todo lo que no fuera su bulliciosa conversación y sus cantos. Pasaron sin echar siquiera una mirada al interior del parque. Aun así Käthe mantuvo la cabeza gacha. La rigidez con que caminaba hizo que Paul recordara sus propios movimientos después de haberse roto una costilla en un entrenamiento de boxeo.
—¿Te sientes bien? —preguntó.
Silencio. Ella miró a su alrededor, estremecida.
—¿Te da miedo este lugar? ¿Quieres que salgamos? Seguía sin decir nada. Llegaron a un cruce de caminos; el de la izquierda los conduciría hacia el sur, fuera del parque y de regreso a la pensión. Käthe se detuvo. Pasado un momento dijo:
—Ven. Por aquí. —Y lo condujo hacia el norte, por senderos serpenteantes que se adentraban en el parque. Por fin llegaron a un estanque donde había decenas de botes para alquilar, boca abajo y alineados uno contra otro. En esa noche calurosa la zona estaba desierta.
—Hacía tres años que no entraba en el Tiergarten —susurró ella.
Paul no dijo nada. Por fin ella continuó.
—Ese hombre, el dueño de mi corazón…
—Sí, tu amigo, el periodista,
—Michael Klein. Era cronista del Munich Post. Hitler comenzó en Munich. Michael cubrió su ascenso y escribió mucho sobre él y sus tácticas: la intimidación, las palizas, los asesinatos. Llevaba la cuenta de los homicidios no resueltos de quienes se oponían al Partido. Hasta creía que Hitler había hecho matar a su propia sobrina, en el año treinta y dos, pues estaba obsesionado por ella y la chica amaba a otro.
»El Partido y los Camisas Pardas lo amenazaron, a él y también a todos los que trabajaban en el Post. Decían que el periódico era «una cocina de veneno». Pero mientras los nacionalsocialistas no asumieron el poder no sufrió ningún daño. Luego se produjo el incendio del Reichstag… Mira, allí se ve. —Señaló hacia el noreste. Paul distinguió un edificio alto, acabado en una cúpula—. Nuestro Parlamento. Alguien lo incendió desde el interior, apenas unas semanas después de que Hitler fuera nombrado canciller. Él y Göring culparon a los comunistas y detuvieron a varios millares, tanto entre ellos como entre los socialdemócratas. Los arrestaron basándose en un decreto de emergencia. Entre ellos estaba Michael. Lo enviaron a una de las cárceles provisonales instaladas en los alrededores de la ciudad; allí lo retuvieron durante semanas enteras. Yo estaba desesperada. Nadie me decía qué pasaba, dónde lo retenían. Era terrible. Más adelante él me dijo que lo golpeaban, le daban de comer a lo sumo una vez al día y lo obligaban a dormir desnudo en el suelo de cemento. Por fin un juez lo dejó en libertad, puesto que no había cometido ningún delito.
»Cuando lo liberaron me reuní con él en su apartamento, no lejos de aquí. Fue en un bello día de mayo, a las dos de la tarde. Íbamos a alquilar un bote aquí mismo, en este lago. Yo había traído un poco de pan duro para dar de comer a los pájaros. Mientras estábamos aquí vinieron cuatro Camisas Pardas y me arrojaron al suelo. Nos habían seguido. Dijeron que lo vigilaban desde que había salido. Que el juez había actuado ilegalmente al liberarlo y que iban a ejecutar la sentencia. —Por un momento se sofocó—. Lo mataron a golpes delante de mí. Aquí mismo. Yo oía el ruido de sus huesos al quebrarse ¿Ves…?
—Ah, Käthe, no…
—¿… ves esa baldosa de cemento? Allí cayó. En esa, la cuarta a partir del césped. Allí quedó la cabeza de Michael mientras moría.
Él la rodeó con un brazo. Käthe no se resistió, pero tampoco encontró ningún consuelo en el contacto: estaba petrificada.
—Ahora mayo es el peor de los meses —susurró. Luego contempló el dosel de los árboles estivales—. Este parque se llama Tiergarten.
—Sí, lo sé.
Ella explicó en inglés:
—Tier significa «animal», «fiera». Y Garten es «jardín», por supuesto. Esto es el Jardín de las Fieras, el sitio donde cazaban las familias reales de la Alemania imperial. Pero en nuestra jerga Tier también significa «matón», «criminal». Eso eran los que mataron a mi amante: criminales. —Su voz se tornó fría—. Aquí mismo, en el Jardín de las Fieras.
Él ciñó su abrazo. Käthe miró una vez más hacia el estanque y el cuadrado de cemento. El cuarto a partir del césped. A continuación dijo:
—Llévame a casa, Paul, por favor.
Se detuvieron en el pasillo, frente a la puerta de Paul.
Él deslizó la mano en el bolsillo en busca de la llave. Käthe mantenía la vista clavada en el suelo.
—Buenas noches —susurró el norteamericano.
—He olvidado tantas cosas… —Ella alzó los ojos—. Pasear por la ciudad, ver parejas de enamorados en las cafeterías, contar chistes verdes, sentarme en las sillas que antes ocupaban escritores y pensadores famosos… El placer de esas cosas. He olvidado cómo es. He olvidado tanto…
La mano de Paul fue hacia la diminuta pieza de tela que le cubría el hombro; luego le tocó el cuello; sintió moverse la piel contra sus huesos. «Qué delgada», pensó. «Qué delgada».
Con la otra mano le apartó el pelo de la cara. Luego la besó.
Käthe se puso tensa repentinamente. Paul comprendió que había cometido un error. Ella estaba vulnerable; acababa de ver el sitio donde había muerto su amante, de caminar por el Jardín de las Fieras. Iba a apartarse, pero de pronto ella lo abrazó para besarlo con violencia; sus dientes le golpearon el labio; sintió sabor a sangre.
—Oh, perdona —dijo, espantada.
Pero Paul rio con suavidad. Entonces ella lo imitó.
—He olvidado mucho, como te decía —susurró—. Parece que esta es otra cosa que mi memoria ha perdido.
Él la atrajo hacia sí. Seguían de pie en el pasillo, a oscuras, frenéticos los labios y las manos. Las imágenes pasaban como destellos: un halo alrededor de su pelo dorado, creado por la lámpara de atrás; el encaje color crema de la enagua sobre el encaje más claro del sostén; su mano al descubrir la cicatriz dejada por la bala del Derringer de Albert Reilly: sólo una 22 milímetros, pero al tocar el hueso se había desviado y acabó saliendo por el costado del bíceps; su gemido agudo, su aliento caliente, el roce de la seda, del algodón; la mano de Paul que se deslizaba hacia abajo y encontraba los dedos de ella, listos para guiarlo entre complicadas capas de tela y tirantes; el liguero raído y vuelto a coser.
—A mi cuarto —susurró él.
En pocos segundos abrieron la puerta y entraron a trompicones. El aire parecía aún más caldeado que en el corredor.
La cama estaba a kilómetros de distancia, pero de pronto encontraron bajo ellos el sofá color rosa, de altos reposabrazos. Él cayó hacia atrás contra los cojines; se oyó un crujido de madera. Käthe estaba sobre él y lo sujetaba por los brazos con la fuerza de una morsa; se habría dicho que, si lo soltaba, él se hundiría en el agua oscura del canal Landwehr.
Un beso feroz; luego la cara de Käthe buscó su cuello. Paul la oyó susurrar para él, para sí misma, para nadie:
—¿Cuánto tiempo ha pasado? —Comenzaba a desabrocharle frenéticamente la camisa—. Ach, años y años.
Bueno, en el caso de Paul no era tanto tiempo, pensó él. Pero mientras le quitaba el vestido con un solo movimiento, deslizando la mano hacia la cintura sudorosa, cayó en la cuenta de que, si bien había estado con otras mujeres no hacía mucho, hacía años que no sentía algo así.
Luego le sujetó la cara entre las manos para acercarla más y más; al perderse por completo en ella se corrigió una vez más. Tal vez hacía una eternidad.