El inspector Willi Kohl, sentado ante su escritorio en el sombrío Alex, intentaba comprender lo inexplicable, un juego practicado muy a menudo en los departamentos policiales del mundo entero.
Siempre había sido curioso por naturaleza; lo intrigaba, digamos, por qué la mezcla del simple carbón con azufre y nitrato producía la pólvora, cómo funcionaban los submarinos, por qué las aves se arraciman en determinados sectores de las líneas telegráficas, qué ocurría dentro del corazón humano como para que cualquier taimado nacionalsocialista, hablando en un acto público, provocara el frenesí en ciudadanos por lo demás normales.
La cuestión que ocupaba su mente en esos momentos era qué clase de hombre podía quitar la vida a otro. Y por qué.
Y desde luego, «¿quién?», tal como susurraba ahora, pensando en el dibujo hecho por el pintor ambulante de la plaza Noviembre de 1923. Janssen estaba ahora abajo, haciéndola imprimir, tal como habían hecho con la foto de la víctima. El boceto no era nada malo, se dijo Kohl. Había algunos borrones, restos del primer esbozo y las correcciones, pero la cara se veía con claridad: una apuesta mandíbula cuadrada, cuello grueso, pelo algo ondulado, una cicatriz en el mentón y una tirita en la mejilla.
—¿Quién eres? —susurró.
Willi Kohl tenía los datos: el tamaño y la edad de ese hombre, el color de su pelo, su posible nacionalidad y hasta la ciudad en que debía de residir. Pero en sus años de investigador había descubierto que para hallar a ciertos criminales se necesitaba de mucho más que de ese tipo de detalles. Para entenderlos de verdad se requería otra cosa: una penetración psicológica intuitiva. Y ese era uno de los mayores talentos de Kohl.
Su mente hacía conexiones y daba saltos que a veces resultaban sorprendentes incluso para él mismo. Pero ahora no surgía nada de eso. Algo en aquel caso no encajaba.
Se reclinó en la silla para examinar sus notas, mientras chupaba la pipa caliente (una de las ventajas de pertenecer a la excluida Kripo era que hasta allí, hasta aquellas destartaladas oficinas, no llegaba el desprecio de Hitler por los fumadores).
Aún no había obtenido resultados de sus solicitudes anteriores. El técnico del laboratorio no había podido hallar ninguna huella digital en el folleto de la Villa Olímpica encontrado en la escena de la pelea con los Camisas Pardas; el del archivo (Kohl, enfadado, recordó que aún contaba con un solo examinador) no había hallado equivalentes para las huellas del pasaje Dresden. Y del forense aún no se sabía nada. ¿Cuánto podía tardar uno en abrir a un difunto y analizarle la sangre?
Ese día la Kripo había recibido un torrente de denuncias sobre personas desaparecidas, pero ninguna correspondía a la descripción de ese hombre que, por cierto, debía de ser hijo de alguien, quizá padre, esposo, amante…
De los distritos circundantes habían llegado algunos telegramas con los nombres de compradores de pistolas Spanish Star modelo A o municiones Largo, pero la lista aún estaba tristemente incompleta. Para Kohl fue un desencanto descubrir que se había equivocado: el arma asesina no era tan rara como él pensaba. Quizá por la estrecha vinculación con las fuerzas de Franco en la guerra de España, en Alemania se habían vendido muchas de esas pistolas, potentes y efectivas. Por el momento la lista incluía a cincuenta y seis personas en Berlín y sus alrededores, aunque todavía faltaba consultar a varias armerías. Además la policía informaba que algunas tiendas no conservaban registros o estaban cerradas por ser fin de semana.
Por otra parte, si el hombre había llegado a la ciudad justo el día anterior, como ahora parecía, era muy probable que no hubiera comprado personalmente el arma. (Sin embargo esa lista aún podía resultar valiosa: el asesino podía haber cogido la pistola de la misma víctima o de un camarada que llevara algún tiempo en Berlín).
Entender lo inexplicable…
Kohl todavía esperaba conseguir el listado de los pasajeros del Manhattan: había telegrafiado a las autoridades portuarias de Hamburgo y a la United States Lines, propietaria y operadora del barco, solicitando una copia del documento. Pero no tenía esperanzas: ni siquiera estaba seguro de que el jefe de puerto tuviera un ejemplar. En cuanto a la línea marítima, tendrían que localizar el documento, hacer una copia y luego enviarla por correo o teletipo a la sede de la Kripo; eso podía requerir varios días. De cualquier modo, hasta el momento no había recibido ninguna respuesta.
Incluso había enviado un telegrama a Manny’s Men’s Wear de Nueva York preguntando quiénes habían comprado recientemente un Stetson Mity-Lite. También esa solicitud permanecía sin respuesta.
Echó una mirada impaciente al reloj de bronce que tenía en el escritorio. Se estaba haciendo tarde y estaba hambriento. Deseaba hacer una pausa en el caso, o regresar a su casa, a cenar con su familia.
Konrad Janssen apareció en el vano de la puerta.
—Ya las tengo, señor.
Mostraba una hoja impresa con la obra del artista callejero, fragante de tinta.
—Bien… Lo siento, Janssen, pero esta noche aún tendrá que llevar a cabo otra tarea.
—Sí, señor, lo que usted mande.
Otra cualidad del formal Janssen era que nunca ponía reparos a trabajar mucho.
—Coja el DKW y regrese a la Villa Olímpica. Enseñe el retrato del artista a todos los que encuentre, norteamericanos o no; veamos si alguien lo reconoce. Deje allí algunos ejemplares, junto con nuestro número de teléfono. Si no hay suerte allí, lleve algunas copias al distrito de la plaza Lützow. Dígales que si por casualidad encuentran al sospechoso, deberán detenerlo sólo en calidad de testigo y llamarme de inmediato. Aunque sea a mi casa.
—Sí, señor.
—Gracias, Janssen… Espere. Esta es la primera vez que usted participa en la investigación de un homicidio, ¿verdad?
—Sí, señor.
—Pues no la olvidará jamás. Está haciendo un buen trabajo.
—Se lo agradezco, señor.
Kohl le entregó las llaves del DKW.
—Mano suave con el estárter. El aire le gusta tanto como la gasolina, si no más.
—Sí, señor.
—Si hay alguna novedad, telefonéeme a casa.
Cuando el joven se hubo ido Kohl se quitó los zapatos. Luego extrajo de un cajón del escritorio una caja con vellón de cordero y usó varios trozos para acolchar las zonas sensibles de los pies. Después de poner algunos parches estratégicos en los zapatos, volvió a calzárselos con una mueca de dolor.
Apartó la vista del retrato del sospechoso, hacia las lúgubres fotografías de los asesinatos de Gatow y Charlottenburg. No había sabido nada más sobre el informe de la escena del crimen ni sobre las entrevistas a los testigos. Probablemente no había logrado ningún efecto con el relato de esa ficticia conspiración kosi que había urdido para el inspector en jefe Horcher.
Contempló las fotos: un chico muerto, una mujer que trataba de asir la pierna a un hombre tendido casi a su alcance, un trabajador aferrado a una pala muy usada… Partían el corazón. Las miró durante algunos momentos. Sabía que era peligroso continuar con el caso. Peligroso para su carrera, desde luego, si no para su vida. Aun así no tenía opción.
Por qué, se preguntaba. Por qué sentía invariablemente esa compulsión de cerrar los casos de homicidio.
Probablemente porque, aunque pareciera irónico, en la muerte encontraba su cordura. Mejor dicho, en el proceso de poner ante la justicia a quienes causaban la muerte. Sentía que esa era su misión en la vida; ignorar un homicidio, ya fuera el del gordo del callejón o el de una familia judía, era ignorar su naturaleza y, por lo tanto, pecado.
El inspector apartó las fotografías, cogió su sombrero y salió al pasillo del viejo edificio. Recorrió toda la longitud de baldosas prusianas, piedra y madera gastada por los años, pero aun así impecable y lustrada hasta el brillo. Atravesaba cuñas de sol bajo y rojizo, que a esa altura del año era la principal fuente lumínica de la sede; con la llegada de los nacionalsocialistas, Berlín, esa gran dama, se había vuelto tacaña («Antes armas que mantequilla», proclamaba Göring una y otra vez), y los constructores de edificios hacían todo lo posible para conservar los recursos.
Puesto que había cedido su coche a Janssen y debía regresar a su casa en tranvía, Kohl descendió dos tramos de escaleras hasta una puerta trasera de la sede, un atajo hacia la parada. Al pie de la escalera había letreros indicando la dirección de las celdas, a la izquierda, y del archivo de casos antiguos, de frente. Se dirigió hacia allí, recordando que en sus tiempos de asistente había pasado mucho tiempo allí, leyendo los expedientes, no sólo para aprender lo que pudiera de los grandes detectives prusianos del pasado, sino también porque le gustaba ver la historia de Berlín narrada por sus fuerzas policiales.
Heinrich, el prometido de su hija, era funcionario civil, pero le apasionaba la labor policial. Kohl decidió traerlo algún día; así podrían hojear juntos aquellas carpetas. Quizá le mostrara algunos de los casos en que había trabajado años atrás.
Pero al cruzar la puerta se detuvo en seco: los archivos habían desaparecido. Kohl se sorprendió al encontrarse en un corredor muy iluminado en el que montaban guardia seis hombres armados. Sin embargo no vestían el uniforme verde de la Schupo, sino el negro de la SS. Casi al unísono se volvieron hacia él.
—Buenas noches, señor —dijo uno, el más próximo a Kohl. Era flaco y tenía la cara asombrosamente larga. Lo miraba con atención—. ¿Su nombre?
—Detective inspector Kohl. Y usted ¿quién es?
—Si busca los archivos, ahora están en el segundo piso.
—No. Sólo quiero utilizar la salida trasera.
Kohl iba a avanzar, pero el de la SS dio un sutil paso hacia él.
—Lamento informarle de que ya no está habilitada.
—No lo sabía.
—¿No? Pues así es desde hace varios días. Tendrá que volver a subir.
Kohl oyó un ruido extraño. ¿Qué era? Un clap clap mecánico.
El corredor se llenó con un estallido de sol: dos hombres de la SS habían abierto la puerta más alejada
y se acercaban con carritos cargados de cajas. Ambos entraron en una de las habitaciones, al final del pasillo.
Él dijo al guardia:
—Me refería a esa puerta. Parece que sí está habilitada.
—Para uso general, no. Los ruidos…
Clap, clap, clap. Y, por debajo, el ronroneo de un motor o una máquina.
Echó un vistazo a la derecha, a través de una puerta entreabierta, donde se veían varios aparatos grandes. Una mujer de chaquetilla blanca iba poniendo hojas de papel en una de ellas. Al parecer allí funcionaba una parte del departamento de Impresiones de la Kripo. Pero luego observó que no se trataba de hojas de papel, sino de tarjetas llenas de agujeros; el aparato las clasificaba.
«Ah…», comprendió Kohl. Acababa de encontrar la solución a un viejo misterio. Poco tiempo atrás le habían dicho que el Gobierno alquilaba grandes máquinas de calcular y clasificar, llamadas DeHoMags, como la empresa que las fabricaba, subsidiaria alemana de International Business Machines, una compañía norteamericana. Estos aparatos utilizaban tarjetas perforadas para analizar y comparar información. La noticia había alegrado mucho a Kohl, pues esas máquinas resultarían valiosísimas para la investigación criminalística: podían reducir cien veces el tiempo necesario para localizar categorías de huellas digitales o información balística. También podían comparar referencias de modus operandi para relacionar al criminal con el crimen y llevar un registro de reincidentes o de quienes estaban en libertad condicional.
Pero el entusiasmo del inspector se agrió muy pronto al saber que los aparatos no estarían a disposición de la Kripo. Entonces se preguntó quién los habría comprado y dónde estaban. Ahora descubría, con desagradable sorpresa, que al menos dos o tres estaban a cien metros escasos de su despacho, custodiados por la SS.
¿Qué finalidad tenían?
Se lo preguntó al guardia.
—No sabría decírselo, señor —respondió el hombre con voz seca—. No estoy informado.
La mujer de blanco miró desde dentro. Se detuvo y habló con alguien. Kohl no pudo oír lo que decía ni ver a la otra persona. La puerta se cerró lentamente, como por arte de magia.
El guardia de la cara alargada pasó junto a Kohl para abrir la que conducía a la escalera.
—Le repito, inspector, que por aquí no se puede salir. Si sube un tramo de escaleras encontrará otra puerta por donde…
—Conozco bien el edificio —replicó Kohl, irritado. Y regresó a la escalera.
—Le he traído algo —dijo él.
De pie en el salón de Paul, en la pensión del pasaje Magdeburger, Käthe Richter cogió el pequeño paquete con curiosidad y un sobrecogimiento cauteloso, como si llevara años sin recibir un regalo. Frotó los pulgares en el papel castaño que Otto Webber le había conseguido.
—¡Oh! —Hubo una leve exhalación al ver el volumen encuadernado en piel, en cuya cubierta ponía:
Obra poética completa de Johann Wolfgang von Goethe.
—Mi amigo me ha dicho que no es ilegal, pero tampoco legal. Eso significa que lo prohibirán pronto.
—Está en el limbo —asintió ella—. Lo mismo sucedió durante un tiempo con el jazz norteamericano; ahora está prohibido. —Sin dejar de sonreír, Käthe dio vueltas al libro entre las manos.
—No sabía que en mi familia usábamos los nombres de Goethe. La mujer levantó una mirada de interrogación.
—Mi abuelo se llamaba Wolfgang. Mi padre, Johann.
Käthe, sonriendo ante la coincidencia, se puso a hojear el libro. Él dijo:
—Estaba pensando… Si no está muy ocupada, ¿podríamos cenar?
Ella se puso muy seria.
—Ya le he explicado que sólo puedo servir el desayuno…
Paul se echó a reír.
—No, no. Quiero invitarla a cenar. Podríamos visitar algunos lugares de Berlín.
—Usted quiere…
—Me gustaría salir con usted.
—Yo… No, no, no puedo.
—Ah, está casada… tiene un amigo… —Él no había visto que llevara anillo, pero no sabía cómo se manifestaba el compromiso en Alemania—. Invítelo también, por favor.
Käthe se había quedado sin palabras. Por fin dijo:
—No, no, no tengo a nadie, pero…
—Nada de peros —replicó él con firmeza—. No me quedaré mucho tiempo en Berlín. Me gustaría que alguien me enseñara la ciudad. —Con una sonrisa añadió en inglés—: Y sepa, señorita, que no acepto negativas.
—Hace mucho tiempo que no entro en un restaurante —reconoció ella—. Tal vez sería agradable.
Paul frunció el entrecejo.
—Ha conjugado mal un verbo.
—¿Sí? ¿Cuál? —preguntó ella.
—Ha debido decir «será agradable», no «sería».
Ella rio con suavidad y aceptó reunirse con él en media hora. Regresó a su cuarto, mientras Paul se duchaba y se vestía.
Treinta minutos después, un toque a la puerta. Al abrirla él parpadeó: Käthe era una persona muy diferente.
Lucía un vestido negro que hasta Marion, la diosa de la moda, habría aprobado. Ceñido, hecho de una tela brillante, con una audaz abertura al costado y mangas diminutas que apenas le cubrían los hombros. La prenda olía vagamente a naftalina. Ella parecía algo incómoda, casi abochornada por vestir con tanta elegancia, como si en tiempos recientes no hubiera usado más que batas de andar por casa. Pero le brillaban los ojos. Como antes, él notó cuánta belleza sutil, cuánta pasión contenida irradiaba de su interior, contradiciendo por completo la piel mate, los nudillos huesudos, la tez pálida y la frente surcada de arrugas.
En cuanto a Paul, mantenía el pelo oscurecido con loción, pero se había hecho otro peinado (y cuando salieran lo ocultaría con un sombrero muy diferente de su Stetson pardo: un sombrero de fieltro oscuro, de ala ancha, que había comprado esa tarde, tras separarse de Morgan). Vestía un traje de lino azul marino, de chaqueta cruzada, y una corbata plateada sobre la camisa blanca Arrow. Junto con el sombrero había comprado también más maquillaje para cubrir el moratón y el corte. Ya no llevaba la tirita.
Käthe recogió el libro de poemas, que había dejado en el cuarto de Paul para ir a cambiarse, y lo hojeó.
—Este es uno de mis favoritos. Se llama Proximidad del amado cerca de la amada. —Lo leyó en voz alta.
Pienso en ti cuando
el brillo del sol
refulge sobre el mar;
pienso en ti cuando
en la fuente riela
el resplandor lunar.
A ti te veo cuando
allá en el camino,
el polvo se levanta;
y cuando en la campiña
todo está silencioso,
algún viandante pasa.
Oigo tu voz cuando
en quedo murmullo
las olas se alborotan;
y cuando en la campiña
todo está silencioso,
tu voz acecho grata.
Leía en voz baja; Paul la imaginó frente a su clase, hechizados los estudiantes por su evidente amor por las palabras.
Käthe, riendo, alzó los ojos brillantes.
—Ha sido usted muy amable. —Luego cogió el libro con manos fuertes, le arrancó la cubierta de piel y la arrojó a la papelera.
Él la miraba con el ceño fruncido. La mujer sonrió con tristeza.
—Conservaré los poemas, pero debo eliminar la parte donde el título y el nombre del poeta son más evidentes. De esa manera ningún visitante o huésped podrá ver por casualidad quién lo escribió y no sentirá la tentación de denunciarme. ¡Qué tiempos los que estamos viviendo! Y por ahora lo dejaré en su cuarto, señor Schumman. Es mejor no llevar estas cosas por la calle, aunque sea un libro desnudo. ¡Bien, vamos! —añadió con entusiasmo juvenil. Y pasó al inglés para decir—: Vamos a gozar de la ciudad. Es así como se dice, ¿no?
—Sí. Gozar de la ciudad. ¿Adónde quiere ir…? Pero tengo dos condiciones.
—¿Cuáles, por favor?
—En primer lugar, tengo hambre y como mucho. Segundo, me gustaría ver esa famosa calle Wilhelm.
Ella quedó inexpresiva durante un instante.
—Ach, la sede de nuestro Gobierno.
Paul supuso que, perseguida como estaba por los nacionalsocialistas, no disfrutaría mucho de ese panorama. Pero él necesitaba buscar el mejor lugar para despachar a Ernst y sabía que un hombre solo despierta muchas más sospechas que si lleva del brazo a una mujer. Esa había sido la segunda misión cumplida ese día por Reggie Morgan: no sólo investigar el pasado de Otto Webber, sino también el de Käthe Richter. Era cierto que la habían expulsado de su cátedra y que estaba marcada como intelectual y pacifista. No había evidencias de que hubiera sido nunca informante de los nacionalsocialistas.
Al verla contemplar el libro de poesía sintió remordimientos por utilizarla así, pero se consoló pensando que ella no sentía ningún afecto por los nazis y, al colaborar con él sin saberlo, colaboraría en impedir la guerra que Hitler planeaba.
Ella dijo:
—Sí, por supuesto. Se la mostraré. Y en cuanto a la primera condición, sé cuál es el mejor restaurante. Le gustará. —Y agregó con una sonrisa misteriosa—: Es el lugar perfecto para gente como usted y yo.
«Usted y yo»…
Paul se preguntó qué querría decir.
Salieron a la noche cálida. A él le divirtió notar que, en cuanto dieron el primer paso hacia la acera, ambos giraron la cabeza de un lado a otro para ver si alguien los vigilaba.
Mientras caminaban conversaron sobre el vecindario, el clima, la escasez de cosas, la inflación. Sobre la familia de Käthe: sus padres habían fallecido y tenía una sola hermana, casada y con cuatro hijos, que vivía cerca de Spandau. Ella también le hizo preguntas sobre su vida, pero el cauteloso sicario sólo daba respuestas vagas y desviaba la conversación hacia ella.
La calle Wilhelm, según explicó Käthe, quedaba demasiado lejos como para ir caminando. Paul lo sabía, pues recordaba el mapa. Aún desconfiaba de los taxis, pero resultó que no había ninguno disponible: era el fin de semana previo al comienzo de las Olimpiadas y estaba llegando gente a raudales. Ella sugirió coger un autobús de dos pisos. Subieron al vehículo y se sentaron muy juntos en un inmaculado asiento de piel del piso superior. Paul miró atentamente en derredor, pero nadie les prestaba atención en especial (aunque casi esperaba ver aparecer a los dos policías que lo habían estado buscando todo el día, el gordo del traje blanco y el delgado de verde).
Al cruzar la Puerta de Brandenburgo el autobús se bamboleó hasta casi tocar los costados de piedra; muchos de los pasajeros soltaron una exclamación divertida de alarma, como en la montaña rusa de Coney Island; probablemente esa reacción era una tradición berlinesa.
Käthe tiró de la cuerda para bajarse en Unter den Linden a la altura de la calle Wilhelm; desde allí caminaron con rumbo sur a lo largo de la amplia avenida, centro del Gobierno nazi. Era un lugar sin estilo, con monolíticos bloques de piedra gris a cada lado. La calle, limpia y aséptica, exudaba un poder inquietante. Paul había visto fotos de la Casa Blanca y el Congreso: parecían edificios pintorescos y amistosos, mientras que en aquella calle berlinesa, las fachadas y los ventanucos, en hileras y más hileras de oficinas de piedra y cemento, resultaban lúgubres.
Y algo que esa noche resultaba más importante: estaban fuertemente custodiadas. Él nunca había visto tanta seguridad.
—¿Dónde está la Cancillería? —preguntó.
—Allí. —Käthe señaló un edificio viejo y ornamentado, la mayor parte de cuya fachada estaba cubierta de andamios.
Paul, desalentado, estudió el lugar con ojos rápidos. Guardias armados al frente. Patrullaban la calle decenas de hombres de la SS y de lo que parecía ser el Ejército regular, deteniendo a los transeúntes para pedirles los papeles. En lo alto de cada edificio había más soldados armados con pistolas. Debía de haber un centenar de uniformados en las cercanías. Hallar un sitio para disparar sería virtualmente imposible. Y aun si pudiera hacerlo, sin duda lo capturarían o lo matarían cuando tratara de escapar.
Aminoró el paso.
—Creo que ya he visto bastante. —Miraba de reojo a varios tipos corpulentos de uniforme negro, que exigían la documentación a dos hombres, de pie en la acera.
—¿No es tan pintoresco como usted esperaba? —Ella, riendo, iba a decir algo más; tal vez: «Se lo dije», pero lo pensó mejor—. Si tiene tiempo, no se preocupe; puedo mostrarle muchas partes de nuestra ciudad que son muy bellas. ¿Vamos ya a cenar?
—Sí, vamos.
Lo condujo hasta una parada de tranvías en Under den Linden. Se subieron a uno y, después de un breve trayecto, ella indicó que debían bajar.
Käthe le preguntó qué le había parecido Berlín en el poco tiempo que llevaba allí. Nuevamente Paul dio algunas respuestas inocuas y desvió la conversación hacia ella:
—¿Sales con alguien?
—¿Que si salgo?
Había traducido literalmente.
—Es decir, ¿tienes alguna relación romántica? Ella respondió con sinceridad:
—Hasta hace muy poco tenía un amante. Ya no estamos juntos. Pero gran parte de mi corazón sigue perteneciéndole.
—¿En qué trabaja? —preguntó él.
—Es periodista. Como tú.
—En realidad yo no soy periodista. Escribo artículos y trato de venderlos. Temas de interés humano, digamos.
—¿Y escribes sobre política?
—¿Sobre política? No. Deportes.
—Deportes. —La voz de Käthe era algo despectiva.
—¿No te gustan los deportes?
—Lamento decir que me disgustan.
—¿Por qué?
—Porque hay tantas cuestiones importantes a las que debemos enfrentarnos… No sólo aquí, sino en el mundo entero. Y los deportes son… pues mira, son frívolos.
Paul replicó:
—También lo es pasear por las calles de Berlín en una bonita noche de verano. Pero es lo que estamos haciendo.
—Ach —exclamó ella, irritada—. Actualmente, en Alemania, la educación sólo busca fortalecer el cuerpo, no la mente. Nuestros muchachos practican juegos de guerra, se pasan las horas muertas desfilando. ¿Sabes que se ha iniciado el reclutamiento?
Paul recordó que Bull Gordon le había hablado del nuevo llamamiento de los alemanes, pero respondió que no.
—De cada tres muchachos, uno es rechazado porque tiene pies planos, de tanto como los hacen desfilar en la escuela. Es una vergüenza.
—Bueno, todo tiene su medida —señaló él—. A mí me gustan los deportes.
—Sí, pareces atlético. ¿Sueles entrenar?
—Un poco. Sobre todo practico boxeo.
—¿Boxeo? ¿Del tipo en que se golpean unos a otros?
Él rio:
—Es el único tipo de boxeo que existe.
—Cosa de bárbaros.
—Puede serlo… si bajas la guardia.
—Bromeas, pero ¿cómo les puede gustar a dos personas golpearse mutuamente?
—No podría explicártelo. Pero me gusta. Es divertido.
—¡Divertido! —bufó ella.
—Divertido, sí. —Paul también empezaba a enfadarse—. La vida es difícil. A veces uno necesita aferrarse a algo divertido, si el resto del mundo se está haciendo mierda a tu alrededor. ¿Por qué no vas a ver una pelea alguna vez? Ve a ver a Max Schmeling, bebe un poco de cerveza, grita hasta quedar ronca. Tal vez te guste.
—Kakfif —replicó ella, sin rodeos.
—¿Qué?
—Kakfif —repitió Käthe—. Es apócope de «absolutamente imposible».
—Como te parezca.
Por un momento ella guardó silencio. Luego dijo:
—Como te decía hoy, soy pacifista. Todos los amigos que tengo en Berlín son pacifistas. No podemos casar la idea de diversión con la de hacer daño a la gente.
—Yo no voy por ahí como los Camisas Pardas, golpeando a inocentes. Los tíos con los que entreno lo hacen por voluntad propia.
—Pero ayudas a que se cause dolor.
—No: impido que alguien me lo cause a mí. De eso se trata el box.
—Como niños —murmuró ella—. Sois como niños.
—Tú no lo comprendes.
—¿Por qué lo dices? ¿Porque soy mujer? —le espetó ella.
—Tal vez. Sí, tal vez sea por eso.
—No soy estúpida.
—No he hablado de inteligencia. Sólo he querido decir que a las mujeres no les gusta luchar.
—No nos gusta agredir. Pero luchamos cuando se trata de proteger el hogar.
—A veces el lobo no está dentro de tu casa. ¿No sales a matarlo primero?
—No.
—¿Lo ignoras, con la esperanza de que se vaya?
—Sí. Exactamente. Y le enseñas que no tiene por qué ser destructivo.
—Eso es ridículo —adujo Paul—. No se puede convencer al lobo de que se convierta en oveja.
—Yo creo que sí se puede, si se quiere. Y si se pone empeño en lograrlo. Sin embargo hay muchos hombres que no quieren eso. Quieren pelear. Quieren destruir porque eso les produce placer.
Durante un largo momento se hizo entre ellos un silencio denso. Luego ella dijo, suavizando la voz:
—Ach, perdona, Paul, por favor. Estás conmigo, me acompañas a gozar de la ciudad, después de tantos meses… Y yo te pago comportándome como una fiera. ¿Las norteamericanas son tan fieras como yo?
—Algunas sí, otras no. Pero tú no lo eres.
—Soy una compañía difícil. Debes comprender, Paul, que en Berlín muchas somos así. No nos queda otro remedio. Después de la guerra no quedaban hombres en el país. Tuvimos que convertirnos en hombres y ser tan duras como ellos. Te pido perdón.
—No tienes por qué. Me gusta discutir. Es otra manera de boxear.
—¡Ach, boxear! ¡Y yo, pacifista! —Käthe rio con aire juvenil.
—¿Qué dirían tus amigos?
—Sí, qué dirían. —Y lo cogió del brazo para cruzar la calle.