16

Eran días de mucho trajín.

Había muchos asuntos que podrían estar ocupando la mente de ese hombre enorme y sudoroso que, ya avanzada la tarde del sábado, seguía en su oficina, tan amplia como correspondía a su categoría, dentro del Ministerio del Aire, cuarenta mil metros cuadrados recientemente completados en el edificio de la calle Wilhelm, más grande aún que la Cancillería y las habitaciones de Hitler juntas.

Hermann Göring podría, por ejemplo, continuar trabajando en la creación del enorme imperio industrial que planeaba en esos días (y que llevaría su nombre, desde luego). Podría haber estado redactando un memorándum para las gendarmerías rurales de todo el país, a fin de recordarles que debían imponer estrictamente la Ley Estatal para la Protección de los Animales, creada por él mismo, y castigar severamente a quien pillaran cazando zorros con galgos.

También estaba ese vital asunto de su propia fiesta para celebrar las Olimpiadas, para la cual estaba construyendo su propia villa dentro del Ministerio; había logrado echar un vistazo a los planes de Goebbels para ese evento, tras lo cual se empeñó en mejorar los suyos a fin de superar a ese gusano en muchos miles de marcos. Y además, por supuesto, estaba el importantísimo problema de qué ponerse para la fiesta. Hasta podía estar reunido con sus ayudantes para tratar su actual cometido dentro del Tercer Imperio: construir la mejor fuerza aérea del mundo.

Pero Hermann Göring, que por entonces tenía cuarenta y tres años, estaba en esos momentos concentrado en una viuda que le doblaba la edad y vivía en una cabaña pequeña, a las afueras de Hamburgo.

Desde luego, no era él en persona, con la retahíla de cargos que ostentaba, quien andaba de acá para allá haciendo averiguaciones sobre la señora Ruby Kleinfeldt. Tenía a decenas de lacayos y oficiales de la Gestapo yendo y viniendo de la calle Wilhelm a Hamburgo, investigando en los archivos y entrevistando a gente.

Göring, mientras tanto, miraba por la ventana de su opulenta oficina y comía un enorme plato de espaguetis. Eran el plato favorito de Hitler; el día anterior él había visto al Führer picotear un cuenco de esa pasta, lo que le había provocado un ansia interna que fermentó hasta convertirse en un deseo potentísimo; durante ese día ya se había comido tres raciones grandes.

«¿Qué descubriremos sobre ti?», preguntó silenciosamente a la anciana, que nada sabía de esa intensa pesquisa sobre su persona. Aquella investigación parecía una digresión absurda si se tenía en cuenta la cantidad de proyectos importantísimos que tenía en su agenda. Pero ese tenía una importancia vital, pues podía conducir a la caída de Reinhard Ernst.

En el fondo, Hermann Göring era un militar; a menudo recordaba los días felices de la guerra, cuando volaba con su biplano Fokker D7, completamente blanco, sobre Francia y Bélgica, listo para lanzarse en combate con cualquier piloto aliado que cometiera la estupidez de estar cerca (una cifra confirmada de veintidós habían pagado con la vida ese error, aunque Göring estaba convencido de haber matado a muchos más). Con el tiempo se había convertido en un mastodonte que no habría cabido siquiera en la cabina de su viejo avión; su vida se componía de calmantes, comida, dinero, obras de arte y poder. Pero si se le hubiera preguntado qué era en el fondo, su respuesta habría sido: «Soy un militar».

Y un militar que sabía cómo transformar nuevamente a su país en una nación de guerreros. Había que mostrar los músculos. Nada de negociar, nada de andarse con rodeos, como el chaval que se escabulle tras el cobertizo para fumar en secreto la pipa de su padre: tal era la conducta del coronel Reinhard Ernst.

Ese hombre manejaba las cosas con mano de mujer. Hasta el marica de Roehm, el jefe de las Tropas de Asalto que Göring y Hitler habían matado en el Putsch, dos años atrás, parecía un bulldog si se le comparaba con Ernst. Tratos secretos con Krupp, pero manteniendo la distancia; nerviosas transferencias de recursos de un astillero a otro; obligar al «Ejército» actual, si así podía llamarse, a entrenarse con artillería de madera, en pequeños grupos, para no llamarla atención. Y tantas otras tácticas remilgadas.

¿Por qué esa vacilación? Porque, según creía Göring, ese hombre era sospechoso en su lealtad a las opiniones del nacionalsocialismo. El Führer y Göring no eran ingenuos: sabían que no contaban con un apoyo universal. Con puños y pistolas se pueden ganar votos, pero no corazones. Y muchos corazones del país no eran devotos del nacionalsocialismo; entre ellos había personas que ocupaban los principales puestos de las Fuerzas Armadas. Ernst bien podía estar aplicando intencionadamente el freno para impedir que Hitler y Göring tuvieran esa institución que tan desesperadamente necesitaban: un Ejército fuerte. Hasta parecía que tenía esperanzas de ocupar él mismo el trono, si los dos gobernantes resultaban destituidos.

Gracias a su voz suave, su actitud razonable, sus modales elegantes, esas dos puñeteras Cruces de Hierro y otras diez o doce condecoraciones, Ernst gozaba actualmente del favor del Lobo (para sentirse más unido al Führer, a Göring le gustaba utilizar el apodo con que las mujeres solían referirse a Hitler, aunque el ministro lo hacía sólo en la intimidad de sus pensamientos).

¡Pero si bastaba ver cómo lo había atacado el coronel el día anterior, por el asunto del avión de combate Me 109 y las Olimpiadas! ¡El ministro del Aire había pasado la mitad de la noche desvelado, enfurecido por ese diálogo, viendo una y otra vez al Lobo, que volvía sus ojos azules hacia Ernst y se mostraba de acuerdo con él!

Lo invadió otro ataque de ira.

—¡Hostias! —Empujó el plato de espaguetis, que cayó al suelo y se hizo trizas. Uno de sus ordenanzas, veterano de la guerra, acudió corriendo.

—¿Sí, señor?

—¡Limpie eso!

—Iré por un cubo…

—No le he dicho que limpie el suelo. Basta con que recoja los fragmentos. Ya limpiarán esta noche. —El gordo bajó la vista a su camisa ablusada; al ver que estaba manchada de tomate, su enojo se multiplicó—. Quiero una camisa limpia. La vajilla es demasiado pequeña para esas raciones. Diga al cocinero que busque platos más grandes. El Führer tiene un juego de porcelana de Meissen verde y blanco. Quiero platos como esos.

—Sí, señor. —El hombre ya estaba agachado junto a los añicos.

—No. Primero mi camisa.

—Sí, ministro del Aire. —El ordenanza se escabulló y regresó un momento después, trayendo una percha con una camisa verde oscuro.

—¡Esa no! Ya le dije el mes pasado que con esa parezco Mussolini.

—Esa era la negra, señor. Ya la he tirado. Esta es verde.

—Pues quiero una blanca. ¡Tráigame una camisa blanca! ¡De seda!

El hombre salió una vez más y trajo una del color correcto.

Un momento después entró uno de los asistentes de Göring.

El ministro cogió la camisa y la dejó a un lado; su obesidad le inspiraba timidez; jamás se habría desvestido delante de un subordinado. Sintió otro fogonazo de cólera contra Ernst, esta vez por su físico esbelto. Mientras el ordenanza recogía los fragmentos de porcelana, el asistente dijo:

—Creo que tenemos buenas noticias, ministro del Aire.

—¿Qué pasa?

—Nuestros agentes en Hamburgo han hallado ciertas cartas que hablan de la señora Kleinfeldt. Insinúan que es judía.

—¿Lo insinúan?

—Lo prueban, señor ministro, lo prueban.

—¿Judía pura?

—No. Mestiza. Pero por la rama materna, o sea que es indiscutible.

Las Leyes de Nuremberg sobre Ciudadanía y Raza, promulgadas el año anterior, retiraban la ciudadanía alemana a los judíos y los convertían en «súbditos», además de sancionar como delito el matrimonio o la relación sexual entre judíos y arios. También definían con exactitud quién era judío en caso de matrimonio interracial de los ancestros. La señora Kleinfeldt, con dos abuelos judíos y dos no judíos, se consideraba mestiza.

Eso no era tan condenatorio, pero el descubrimiento encantó a Göring pues la señora Kleinfeldt era la abuela del doctor-profesor Ludwig Keitel, socio de Reinhard Ernst en el Estudio Waltham. Göring aún no sabía de qué trataba ese misterioso informe, pero los hechos resultaban suficientemente condenatorios: Ernst trabajaba con un hombre de ascendencia judía y ambos utilizaban los escritos del doctor judío Freud. Aún peor era el hecho de que el coronel hubiera ocultado la investigación a las dos personas más importantes del Gobierno: él mismo y el Lobo.

A Göring le sorprendía que Ernst lo hubiera subestimado al suponer que el ministro del Aire no tenía pinchados los teléfonos de las cafeterías que rodeaban el edificio de la calle Wilhelm. ¿No sabía el plenipotenciario que, en ese distrito donde más que en ningún otro lugar reinaba la paranoia, esos eran justamente los aparatos de los que se sacaba la mejor información? Göring tenía en su poder la transcripción de la llamada que Ernst había hecho esa mañana a Keitel para solicitarle urgentemente una entrevista.

Lo que sucediera en ese encuentro no tenía importancia. Lo fundamental era que Göring había descubierto el nombre del buen profesor y, ahora, que tenía sangre judía en las venas. ¿Las consecuencias de todo aquello? Dependían en gran parte de lo que Göring deseara. Keitel, intelectual medio judío, sería enviado al campo de Oranienburg; sobre eso no cabían dudas. Pero Ernst… El ministro del Aire decidió que sería mejor mantenerlo visible. Sería expulsado de los estratos superiores del Gobierno, pero retenido en algún puesto servil. Sí: hacia la próxima semana el hombre podría sentirse agradecido si se le utilizaba para corretear tras el ministro de Defensa, llevándole la cartera al calvo Von Blomberg.

Ya eufórico, Göring tragó varios calmantes más, pidió a gritos otro plato de espaguetis y se premió por tan victoriosa intriga volviendo a concentrarse en su fiesta olímpica. Se preguntó si aparecería disfrazado de cazador alemán, de jeque árabe o de Robin Hood, con carcaj y arco al hombro.

A veces decidirse resultaba casi imposible.

Reggie Morgan estaba preocupado.

—No tengo autoridad para aprobar un pago de mil dólares. ¡Hombre! ¿Mil?

Caminaban por el Tiergarten; dejaron atrás a un Camisa Parda que, subido a una caja a modo de tarima, sudaba abundantemente mientras arengaba a un pequeño grupo con voz ronca. Era obvio que algunos habrían preferido estar en cualquier otro lugar; otros lo miraban con desdén. Pero algunos estaban hechizados. Paul recordó a Heinsler, el del barco.

«Quiero al Führer y haría cualquier cosa por él y por el Partido…».

—¿La amenaza ha dado resultado? —preguntó Morgan

—Oh, sí. De hecho creo que me respeta más por haberlo amenazado.

—¿Y puede conseguirnos información útil?

—Si no puede él, no podrá nadie. Conozco a los de su clase. En cuanto les pones delante un billete demuestran tener unos recursos asombrosos.

—Bien, ya veremos si se puede conseguir algo de dinero.

Al salir del parque giraron al sur por la Puerta de Brandenburgo. Varias calles más allá pasaron junto al recargado palacio que, reparados los daños del incendio, se convertiría en la Embajada de Estados Unidos.

—Mira eso —dijo Morgan—. Es magnífico, ¿verdad?

O lo será.

Aunque el edificio no albergaba aún oficialmente la Embajada, en la fachada pendía una bandera estadounidense. Paul, al verla, se sintió conmovido, más tranquilo y a gusto.

Pensó en las Juventudes Hitlerianas, allá en la Villa Olímpica.

«Y el negro… la cruz gamada. Esvástica, diría usted… Ach, sin duda usted sabe… Sin duda usted sabe…».

Morgan giró hacia una callejuela; luego por otra; después de echar una mirada atrás, sacó la llave para abrir la puerta. Penetraron en el edificio, silencioso y oscuro. Tras recorrer varios pasillos entraron por una puerta pequeña, junto a la cocina. La habitación en penumbra contenía poca cosa: un escritorio, varias sillas y un gran transmisor de radio, el más grande que Paul hubiera visto nunca. Morgan la encendió; al calentarse los tubos la unidad comenzó a zumbar.

—Se escuchan todas las transmisiones transatlánticas de onda corta —advirtió Morgan—. Por eso transmitiremos por medio de relés: a Ámsterdam y luego a Londres; desde allí nos conectarán por línea telefónica con Estados Unidos. Los nazis tardarán un rato en localizar la frecuencia. —Se puso los auriculares—. Pero por si tuvieran suerte, debes suponer que te están escuchando. No olvides eso, digas lo que digas.

—Está bien.

—Tendremos que ser rápidos. ¿Listo?

Paul hizo un gesto afirmativo y cogió los auriculares que Morgan le ofrecía. Luego conectó el grueso enchufe al sitio que él le indicaba. Por fin se encendió una luz verde en la parte frontal de la unidad. Morgan fue hacia una ventana y, tras echar un vistazo al callejón, dejó caer la cortina. Con el micrófono bien cerca de la boca, oprimió el botón del mango.

—Necesito una conexión transatlántica con nuestro amigo del sur. —Lo dijo dos veces; luego soltó el botón de transmisión y explicó a Paul—: «Nuestro amigo del sur» es Bull Gordon. Por Washington, ¿sabes? «Nuestro amigo del norte» es el senador.

—Afirmativo —dijo una voz joven. Era la de Avery—. Un momento. Espere. Efectuando la llamada.

—Cómo estás —saludó Paul. Una pausa.

—Hola —respondió Avery—. ¿Cómo te trata la vida?

—Oh, bastante bien. Me alegra oírte. —A Paul le parecía increíble haberse despedido de él sólo el día anterior. Parecía que hubiesen pasado ya varios meses—. ¿Cómo está tu otra mitad?

—No se ha metido en problemas.

—Me cuesta creerlo. —Paul se preguntó si Manielli sería tan bocazas entre los soldados holandeses como en Estados Unidos.

—Estás saliendo por un altavoz —se oyó la voz irritada de Manielli—. Sólo para que lo sepas.

El sicario se echó a reír.

Luego, silencio lleno de interferencias.

—¿Qué hora es en Washington? —preguntó Paul a Morgan.

—Hora de almorzar.

—Es sábado. ¿Dónde está Gordon?

—No te preocupes por eso. Ya lo localizarán. Por el auricular, una voz de mujer dijo:

—Un momento, por favor. Paso la llamada.

Segundos después Paul oyó el sonido de un teléfono. Luego, otra voz de mujer:

—¿Diga?

—Con su esposo, por favor —dijo Morgan—. Disculpe la molestia.

—No cuelgue —contestó ella, como si supiera que no debía preguntar quién llamaba.

Un momento después, Gordon inquirió:

—¿Sí?

—Somos nosotros, señor —dijo Morgan.

—Adelante.

—Inconvenientes en lo dispuesto. Hemos debido pedir información a alguien del lugar.

Gordon calló durante un momento.

—¿Quién es? En términos generales.

El agente hizo un gesto a Paul, quien intervino:

—Conoce a alguien que puede acercarnos a nuestro cliente.

Su compañero aprobó con una inclinación de cabeza las palabras utilizadas. Luego agregó:

—Mi proveedor se ha quedado sin mercancía.

El comandante preguntó:

—Ese hombre, ¿trabaja para la otra empresa?

—No. Es independiente.

—¿Qué otras opciones tenemos?

—Sólo sentarnos a esperar y rezar para que todo salga bien.

—¿Confiáis en él?

Tras un momento Paul respondió:

—Sí. Es de los nuestros.

—¿De los nuestros?

—Como yo. Trabaja en lo mismo. Hemos… hum… alcanzado cierta confianza mutua.

—¿Hace falta dinero? Morgan explicó:

—Por eso llamamos. Quiere mucho. De inmediato.

—¿Cuánto es mucho?

—Mil. De vuestra moneda. Una pausa.

—Ahí podría haber un problema.

—No tenemos alternativa —dijo Paul—. Tendrá que resolverlo usted.

—Podríamos hacer que regresaras anticipadamente.

—No, no conviene —le aseguró el sicario, rotundo.

El ruido de la radio podía ser una interferencia o un suspiro de Bull Gordon.

—Esperad. Me pondré en contacto con vosotros en cuanto pueda.

—¿Y qué recibiríamos a cambio de mi dinero?

—No conozco los detalles —dijo Bull Gordon a Cyrus Adam Clayborn, quien estaba en Nueva York, en el otro extremo de la línea—. No pudieron dármelos. Temían que alguien estuviera escuchando, ¿comprende? Pero al parecer los nazis han cortado el acceso a la información que Schumann necesita para localizar a Ernst. Eso es lo que interpreto.

Clayborn gruñó.

Gordon se descubrió asombrosamente tranquilo, teniendo en cuenta que el hombre con quien estaba hablando era el cuarto o quinto en el orden de las grandes fortunas del país. (Había ocupado el segundo puesto, pero el derrumbe bursátil lo bajó un par de puntos en la lista). Ambos eran muy diferentes, pero compartían dos características vitales: llevaban el Ejército en la sangre y eran patriotas. Eso compensaba la gran distancia en cuanto a sus bienes y posición social.

—¿Mil? ¿En efectivo?

—Sí, señor.

—Ese Schumann me agrada. Su comentario sobre la reelección fue bastante agudo. Roosevelt está más asustado que un conejo. —Clayborn rio entre dientes—. Pensé que el senador se cagaría allí mismo.

—Eso parecía, sí.

—De acuerdo. Dispondré los fondos.

—Gracias, señor.

Clayborn se adelantó a la siguiente pregunta de Gordon.

—Pero en el país de los hunos es sábado y ya tarde. Y él necesita el dinero ahora mismo, ¿verdad?

—En efecto.

—No corte.

Tres largos minutos después el magnate reapareció en la línea.

—Dígales que vean a nuestro hombre en el sitio de entrega habitual para Berlín. Morgan sabe cuál es. El Maritime Bank of the America’s, en la calle Unten den Linden o como diablos se llame. Nunca lo digo bien.

—Unter den Linden. Significa «bajo los tilos».

—Está bien, está bien. El guardia llevará el paquete.

—Gracias, señor.

—Oiga, Bull…

—¿Diga, señor?

—A este país le faltan héroes. Quiero que ese muchacho vuelva sano y salvo. Teniendo en cuenta nuestros recursos… —Los hombres como Clayborn nunca decían «mi dinero». El empresario continuó—: Teniendo en cuenta nuestros recursos, ¿qué podemos hacer para mejorar sus posibilidades?

Gordon estudió la pregunta. Sólo se le ocurrió una cosa:

—Rezar —respondió. Y apretó la horquilla del teléfono. Luego esperó un segundo antes de soltarla otra vez.