15

El taxi pasó acelerando frente a un gran hotel, del que pendían banderas nazis negras, blancas y rojas.

Ach, ese es el Metropol —informó el conductor—. ¿Sabe usted quién está allí en estos días? ¡Lillian Harvey, la gran actriz y cantante! La he visto con mis propios ojos. ¡Ya disfrutarán ustedes de sus musicales!

—Es buena, sí. —Paul no tenía ni idea de quién era esa mujer.

—Ahora está haciendo una película en Babelsberg, para los estudios UFA. Me encantaría tenerla como pasajera, pero tiene limusina, claro.

Paul echó una mirada distraída al lujoso hotel, justo del tipo donde solían hospedarse las estrellitas de cine. Luego el Opel giró hacia el norte y el vecindario cambió abruptamente; cada manzana era más ruinosa que la anterior. Cinco minutos después Paul dijo al conductor:

—Aquí, por favor.

El hombre lo dejó ante la acera. Ya conocedor del riesgo que representaban los taxis, aguardó a que el vehículo desapareciera en el tráfico; luego caminó doscientos metros hasta la calle Dragoner Y continuó hacia la Cafetería Aria.

Una vez dentro no le costó mucho localizar a Otto Webber. El alemán estaba sentado a una mesa del bar, discutiendo con un hombre que vestía un sucio traje azul claro y un sombrero de paja. Al primer vistazo Webber irradió hacia Paul una gran sonrisa; luego se apresuró a despedir a su compañero.

—¡Venga, venga aquí, señor John Dillinger! ¿Cómo está usted, amigo? —Se había levantado para abrazarlo.

Se sentaron. Antes de que Paul hubiera tenido tiempo de desabrocharse siquiera la chaqueta, Liesl, la atraciva camarera que los había atendido la vez anterior, avanzó hacia él por entre las mesas.

—Anda, has vuelto —anunció mientras apoyaba una mano en su hombro y le estrechaba con fuerza—. ¡No has podido resistirte a mí! ¡Ya lo sabía! ¿En qué puedo servirte?

—Para mí, Pschorr —dijo Paul—. Para él una cerveza de Berlín. Al apartarse ella le rozó con los dedos la cara posterior del cuello. Webber la siguió con los ojos.

—Parece que has hecho una amiga especial. Y a decir verdad, ¿qué te trae por aquí? ¿La atracción de Liesl? ¿O has zurrado a otro grupo de Camisas de Estiércol y necesitas mi ayuda?

—He pensado que podríamos hacer negocios, después de todo.

Ach, tus palabras son como la música de Mozart para mis oídos. Ya sabía que eras listo.

Liesl trajo las cervezas de inmediato. Paul notó que había dejado sin atender cuanto menos a dos clientes que habían pedido antes. Ella miró en derredor frunciendo el ceño.

—Tengo que trabajar. De otro modo me sentaría contigo y dejaría que me pagaras un schnapps. —Se alejó con aire resentido. Webber chocó su vaso contra el de Paul.

—Gracias por esto. —Saludó con la cabeza al hombre del traje azul claro, que se había sentado ante la barra—. ¡Qué problemas los míos! Cuesta creerlo. El año pasado, en la Exposición Automotriz de Berlín, Hitler anunció un coche nuevo. Mejor que el Audi, más barato que el DKW. Se llamará Volks-Wagen. Al alcance de cualquiera. Puedes pagarlo en cuotas y retirarlo cuando hayas completado el precio. No es mala idea: la empresa puede utilizar el dinero y conservar el coche, por si no completas el pago. ¿No te parece brillante?

Paul asintió.

Ach, tuve la suerte de conseguir millares de neumáticos.

—¿Conseguir?

Webber se encogió de hombros.

—Y ahora descubro que esos condenados ingenieros han cambiado el tamaño de las ruedas de ese cochecito miserable. Mi mercancía no sirve.

—¿Cuánto has perdido?

El alemán observó la espuma de su cerveza.

—En realidad no he perdido dinero. Pero tampoco tendré ganancia. Tan malo es lo uno como lo otro. Los automóviles son una de las cosas que este país ha hecho bien. El Hombrecillo ha reconstruido todas las carreteras. Pero aquí circula un chascarrillo: «Puedes viajar a cualquier parte del país cómodamente y a gran velocidad, pero ¿para qué hacerlo? En el otro extremo del camino sólo encontrarás más nacionalsocialistas». —Y bramó de risa.

Desde el otro lado del salón Liesl miraba a Paul con aire de expectación. ¿Qué buscaba? ¿Que le pidiera otra cerveza, un revolcón o una propuesta de casamiento? Él se volvió hacia Webber.

—Admito que tenías razón, Otto. No soy un simple cronista de deportes.

—Ni simple ni complicado.

—Quiero hacerte una proposición.

—Estupendo. Pero hablemos entre cuatro ojos. ¿Sabes qué significa eso? A solas tú y yo. Hay un sitio mejor para eso. Y tengo que entregar algo.

Cuando acabaron la bebida Paul dejó algunos marcos sobre la mesa. Webber recogió una bolsa de la compra de tela, que tenía impresas al costado las palabras KaDeWe - La mejor tienda del mundo. Escaparon sin despedirse de Liesl.

—Por aquí.

Ya fuera giraron hacia el norte para alejarse del centro de la ciudad, de las tiendas, del lujoso hotel Metropol, y se zambulleron en ese vecindario, cada vez más indigno. Allí había varios cabarés y clubes nocturnos, pero todos estaban clausurados.

Ach, mira esto. Mi antiguo barrio. Todo ha desaparecido. Escuche, señor John Dillinger: he de contarle que yo era muy famoso en Berlín. Como esas mafias de las que hablan las novelas de crímenes, nosotros también teníamos nuestro Ringvereine.

Paul no conocía esa palabra, cuya traducción literal era «asociación del anillo», pero que, a tenor de las palabras de Webber, significaba en realidad «pandilla de delincuentes».

—Sí, teníamos muchas —continuó Webber—. Muy poderosas. La mía se llamaba Los Vaqueros, como en vuestro Salvaje Oeste —dijo, utilizando la expresión inglesa—. Durante un tiempo yo fui el presidente. Presidente, sí. ¿Te sorprende? Es que elegíamos a nuestros jefes por votación.

—Una democracia.

Webber se puso serio.

—Debes recordar que en ese tiempo éramos una república. El Gobierno alemán tenía al presidente Hindenburg. Nuestras pandillas estaban muy bien dirigidas. Eran grandiosas. Poseíamos edificios y restaurantes; organizábamos fiestas elegantes, hasta bailes de disfraces. Invitábamos a políticos y a funcionarios de la policía. Éramos delincuentes, sí, pero respetables. Gente orgullosa. Y hábiles también. Algún día te contaré mis mejores estafas.

»No sé mucho de vuestras mafias, señor John Dillinger: ese Al Capone, ese Dutch Schultz. Pero las nuestras comenzaron como clubes de boxeo. Los obreros, después del trabajo, se reunían para boxear; luego organizaron pandillas de protección. Después de la guerra hubo años de rebelión y disturbios civiles; se luchaba contra los kosis. Una locura. Y luego esa temible inflación… Resultaba más barato calentarse quemando dinero en billetes que usarlos para comprar leña. Uno de vuestros dólares valía miles de millones de marcos. Fueron tiempos terribles. En este país tenemos una expresión: «En el bolsillo vacío juega el diablo». Y todos teníamos los bolsillos vacíos. Fue así como el Hombrecillo subió al poder. Y así también fue como tuve éxito. El mundo era regateo y mercado negro. Ese clima me hizo florecer.

—Sí, está claro —dijo Paul. Luego señaló un cabaré clausurado—. Pero los nacionalsocialistas lo han limpiado todo.

—Pues mira, eso depende de lo que signifique para ti «limpiar». El Hombrecillo no está bien de la cabeza. No bebe, no fuma, no le gustan las mujeres. Ni los hombres. ¿Has visto que en los actos públicos se pone el sombrero contra la entrepierna? Aquí decimos que es para proteger al último parado alemán. —Webber rio con ganas. Luego la sonrisa se esfumó—. Pero esto no es broma. Gracias a él los prisioneros se han apoderado de la cárcel.

Por un rato caminaron en silencio. Luego Webber se detuvo y señaló orgullosamente un edificio decrépito.

—Hemos llegado, amigo mío. Mira ese nombre.

En el letrero descolorido ponía en inglés «The Texas Club».

—Esta era la sede central. De mi pandilla, Los Vaqueros, como te decía. En aquellos tiempos las cosas eran muchísimo mejores. Mira bien dónde pisas, señor John Dillinger. A veces hay gente que duerme la mona en el portal. Ach, ¿te he dicho ya cómo han cambiado los tiempos?

Webber entregó al camarero su misteriosa bolsa de tela y recibió a cambio un sobre.

La sala estaba llena de humo y apestaba a basura y a ajo. El suelo se encontraba sembrado de colillas, cigarros y cigarrillos apurados hasta dejar sólo un resto diminuto.

—Aquí pide sólo cerveza —advirtió Webber—. Es imposible adulterar los toneles, que vienen sellados por la fábrica. En cuanto a lo demás… Pues mira, mezclan el schnapps con alcohol etílico y restos de comida. El vino… Ach, no quieras saberlo. Y en cuanto a la comida… —Señaló con un gesto los juegos de cuchillos, tenedores y cucharas encadenados a la pared, junto a cada mesa. Un joven de ropa andrajosa caminaba por la sala, enjuagando los usados en un cubo grasiento—. Es mucho mejor salir de aquí con hambre que no salir nunca más.

Pidieron las bebidas y buscaron asiento. El camarero trajo cervezas, sin dejar de mirar tenebrosamente a Paul. Los dos hombres limpiaron el borde del vaso antes de beber. Webber, por casualidad, miró hacia abajo y, ceñudo, apoyó una pierna maciza en la otra rodilla para examinar los pantalones. El bajo estaba completamente raído, con hilachas colgando.

Ach. ¡Y estos pantalones eran ingleses! ¡De Bond Street! Bueno, haré que una de mis chicas los arregle.

—¿Qué chicas? ¿Tienes hijas?

—Tal vez. Varones también, quizá. No sé. Pero me refería a una de las mujeres con quienes vivo.

—¿Mujeres? ¿Todas juntas?

—No, hombre —dijo Webber—. A veces estoy en el apartamento de una, a veces en el de otra. Una semana aquí, otra allá. Una de ellas es una cocinera que parece poseída por el espíritu de Escoffier; otra cose tal como Miguel Ángel esculpía; otra es muy experimentada en la cama. Sí, son perlas, cada una a su modo.

—¿Y cada una sabe…?

—¿… que hay otras? —El alemán se encogió de hombros—. Puede que sí, puede que no. Ellas no preguntan, yo no digo nada. —Se inclinó hacia delante—. Pero veamos, señor John Dillinger, ¿qué puedo hacer por usted?

—Voy a decirte algo, Otto. Puedes levantarte y salir de aquí. Si lo haces lo entenderé. O puedes quedarte y escucharme hasta al final. En ese caso, y si puedes ayudarme, habrá una buena suma de dinero para ti.

—¡Qué intriga! Continúa.

—En Berlín tengo un socio. Él ha hecho que un contacto suyo te investigara un poco.

—¿A mí? ¡Qué honor! —Y en verdad parecía tomarlo así.

—Naciste en Berlín en 1886; cuando tenías doce años te mudaste a Colonia y luego aquí, tres años después, cuando te expulsaron de la escuela.

Webber frunció las cejas.

—Me salí voluntariamente, aunque a menudo ese episodio se cuenta mal.

—Por robar cosas de la cocina y enredarte con una camarera.

—La seductora fue ella y…

—Te han arrestado siete veces y has cumplido un total de trece meses en Moabit.

Sonrió, radiante:

—Sentencias tan cortas para tantos arrestos. Eso demuestra los buenos contactos que tengo con el poder.

Paul concluyó:

—Y los británicos no están muy contentos contigo, por ese aceite rancio que le vendiste el año pasado a la cocinera de la Embajada. Los franceses tampoco, pues les hiciste pasar carne de caballo por cordero. Han puesto un letrero prohibiendo volver a negociar contigo.

Ach, los franceses —se burló él—. Bien, lo que dices es que quieres asegurarte de poder confiar en mí, saber que soy un delincuente sagaz, tal como me presento, y no un delincuente estúpido, un espía nacionalsocialista. No es más que prudencia por tu parte. No tengo por qué sentirme insultado.

—No, pero podrías sentirte insultado porque mi socio ha hecho que cierta gente de Berlín, gente del Gobierno, sepa de tu existencia. Si decides no tener nada más que ver conmigo, para mí será una desilusión, pero lo comprenderé. Pero si decides ayudarnos y me traicionas esta gente te buscará. Y las consecuencias serán muy desagradables. ¿Comprendes lo que te digo?

Soborno y amenaza: las piedras fundamentales de la confianza en Berlín, tal como había dicho Reggie Morgan.

Webber se limpió la cara y bajó la vista, murmurando:

—Te salvo la vida ¿y así me tratas?

Paul suspiró. Ese hombre imposible no sólo le gustaba, sino que además no veía otro medio de saber dónde encontrar a Ernst. De cualquier manera no había podido evitar que los contactos de Morgan investigaran los antecedentes de Webber y tomaran medidas para evitar que los traicionara. Eran precauciones vitales en una ciudad tan peligrosa.

—Está bien. Supongo que acabaremos la cerveza en silencio y luego cada uno seguirá su camino.

No obstante, un momento después la cara de Webber se abrió en una sonrisa.

—Admito que no me siento tan insultado como correspondería, señor Schumann.

Paul parpadeó. Nunca había revelado su nombre a Webber.

—Mira, es que yo también tenía mis dudas. En la Cafetería Aria, durante nuestro primer encuentro, cuando te alejaste para retocarte el maquillaje, como dirían mis chicas, te birlé el pasaporte para echarle un vistazo. Ach, no parecías nacionalsocialista, pero tal como has dicho, en esta ciudad de locos la prudencia nunca es demasiada. Ya ves, yo también he hecho averiguaciones sobre ti. Mi propio contacto no ha podido descubrir nada que te vincule con la calle Wilhelm. A propósito, ¿qué tal lo hice? No sentiste nada, ¿verdad? Cuando te quité el pasaporte.

—No —reconoció Paul con una sonrisa melancólica.

—Pues bien, ahora que hemos alcanzado un mutuo respeto —el alemán rio irónicamente—, creo que podemos analizar esa proposición comercial. Continúe, señor John Dillinger, por favor. Dígame qué es lo que tiene en mente.

Paul contó cien de los marcos que le había dado Morgan y se los pasó. Webber enarcó una ceja.

—¿Qué quieres comprar?

—Necesito información.

—Ah, información. Sí, sí. Eso podría costar cien marcos. O mucho más. ¿Información sobre qué o sobre quién?

Paul estudió los ojos oscuros del hombre que tenía enfrente.

—Sobre Reinhard Ernst.

Webber proyectó el labio inferior, con la cabeza inclinada hacia un lado.

—Por fin la cosa cobra sentido. Has venido para un nuevo deporte olímpico, muy interesante. Caza mayor. Y has elegido bien la presa, amigo mío.

—¿Sí?

—Sí, sí. El coronel está haciendo aquí muchos cambios. Y no en bien del país. Nos está preparando para una diablura. El Hombrecillo está loco, pero se rodea de gente muy sagaz. Y Ernst es uno de los más sagaces.

Webber encendió uno de sus horribles puros. Paul, un Chesterfield; esta vez rompió sólo dos cerillas baratas antes de obtener una llama. Su compañero tenía la mirada perdida.

—Serví al káiser durante tres años, hasta la rendición. Créeme que estuve en cosas heroicas. Una vez mi compañía avanzó más de cien metros contra los británicos en sólo dos meses. Con eso ganamos algunas medallas… los que logramos sobrevivir, claro. En algunas aldeas han puesto placas que sólo dicen: «A los caídos»; no tenían con qué pagar tanto bronce como para poner los nombres de todos los muertos —meneó la cabeza—. Ustedes, los yanquis, tenían esos Maxim. Nosotros, la ametralladora. Era igual que el Maxim; no recuerdo si os robamos el diseño o si nos lo robasteis vosotros. Pero los británicos, ach, ellos tenían el Vicker, refrigerado por agua. Eso sí que era una picadora de carne. ¡Qué máquina…! No, no queremos otra guerra. El Hombrecillo puede decir otra cosa, pero nadie la quiere. Sería el final de todo. Y eso es lo que el coronel se trae entre manos. —Webber se guardó los cien marcos en el bolsillo y dio una calada a su horrible puro ersatz—. ¿Qué quieres saber?

—Sus horarios en la calle Wilhelm: a qué hora llega, cuándo sale, qué tipo de coche conduce, dónde lo aparca, si estará allí mañana, el lunes o el martes, qué ruta coge, qué cafeterías prefiere en esa zona.

—Todo eso se puede averiguar. Sólo hace falta tiempo. Y huevo.

—¿Huevo?

Se tocó el bolsillo.

—Dinero. Seré franco, señor John Dillinger. Aquí no estamos hablando de vender trucha de canal pasada como si fuera de lago y fresca. Este asunto requerirá que me retire por un tiempo. Habrá graves represalias y tendré que desaparecer. Habrá…

—Dime simplemente cuánto, Otto.

—Muy peligroso… Además, ¿qué es un poco de dinero para vosotros, los americanos? Tenéis a ese Roosevelt. —Y añadió en inglés—: Tenéis pasta ganso.

—Gansa —corrigió Paul—. ¿Cuánto?

—Mil dólares.

—¡Qué!

—Nada de marcos. Dicen que la inflación se ha acabado, pero eso no se lo cree nadie que haya vivido en esos tiempos. Hombre, si en el año veintiocho un litro de gasolina costaba quinientos mil marcos. Y en…

Paul sacudió la cabeza.

—Es demasiado.

En realidad no, si te consigo la información. Y te aseguro que la conseguiré. Sólo tendrás que pagarme la mitad por adelantado.

El sicario señaló el bolsillo de Webber, donde residían los marcos.

—Ahí tienes el pago adelantado.

—Pero…

—Se te pagará el resto cuando saquemos provecho de la información, si acaso sirve. Y siempre que me autoricen.

—Tendré gastos.

Paul le entregó los cien restantes.

—Ahí tienes.

—Apenas es suficiente, pero ya me arreglaré. —Luego miró al norteamericano con atención—. Siento curiosidad.

—¿Sobre qué?

—Sobre ti, señor John Dillinger. ¿Cuál es tu historia?

—No hay ninguna historia.

Ach, siempre la hay. Anda, cuéntale la tuya a Otto. Ahora somos socios. Más íntimos que si nos acostáramos juntos. Y recuerda que él lo ve todo: la verdad y las mentiras. No pareces buen candidato para este trabajo. Pero tal vez por eso te han escogido para visitar nuestra bella ciudad: porque no lo pareces. ¿Cómo te has metido en esa noble profesión?

Por un momento Paul no dijo nada. Luego contestó:

—Mi abuelo emigró a Estados Unidos hace años. Había combatido en la guerra franco-prusiana y no quería más luchas. Allí fundó una imprenta.

—¿Cómo se llamaba?

—Wolfgang. Decía que por las venas le corría tinta en vez de sangre. Aseguraba que sus antepasados eran de Maguncia y que allí habían trabajado con Gutenberg.

—Batallitas del abuelo —asintió Webber—. El mío decía ser primo de Bismarck.

—La empresa estaba en el Lower East Side de Nueva York, en la zona germanoamericana de la ciudad. En 1904 hubo una tragedia: se incendió un barco que hacía excursiones por el río East, el General Slocum, y murieron más de un millar de personas.

—Vaya, qué triste.

—Mis abuelos iban en ese barco. No murieron, pero él sufrió quemaduras graves por rescatar a otra gente y ya no pudo continuar trabajando. Entonces la mayor parte de la comunidad alemana se mudó a Yorkville, más hacia el norte de Manhattan. Con tanto dolor no querían quedarse en la Pequeña Alemania. La imprenta empezó a decaer, pues el abuelo estaba muy enfermo y había menos vecinos que encargaran trabajos. Entonces mi padre se hizo cargo. Él no quería ser impresor: quería jugar al béisbol. ¿Sabes qué es el béisbol?

—Sí, desde luego.

—Pero no había otra opción. Tenía que alimentar a una esposa, tres hijos y ahora también a sus padres. Pero se puso a la altura de las circunstancias. Se mudó a Brooklyn, comenzó a imprimir también en inglés y expandió la empresa. La convirtió en un gran éxito. Durante la guerra, mi hermano no pudo ingresar en el Ejército y trabajó con él mientras yo estaba en Francia. A mi regreso me uní a ellos y dimos un gran impulso a la empresa. —Paul rio—. Mira, no sé si estás enterado de esto, pero en nuestro país hubo algo que se llamó Prohibición…

—Sí, sí, claro. Recuerda que leo novelas de crímenes. ¡Beber licor era ilegal! ¡Qué locura!

—La imprenta de mi padre estaba en Brooklyn, junto al río; tenía muelle y un depósito grande para el papel y para guardar los trabajos terminados. Una de las pandillas quería utilizarla para almacenar el whisky con el que hacían contrabando desde el puerto. Mi padre dijo que no. Un día vinieron un par de matones y golpearon a mi hermano. Como mi padre aún se resistía, le pusieron los brazos en la prensa grande.

—¡Atiza!

Paul continuó:

—Quedó gravemente mutilado y murió pocos días después. Al día siguiente, mi hermano y mi madre vendieron la planta a la pandilla, por cien dólares.

—Y así, al quedarte sin trabajo, te enredaste con los chicos malos —adivinó Weber.

—No, no fue así —dijo Paul en voz baja—. Fui a la policía. No tenían ningún interés en ayudarme a encontrar a esos asesinos. ¿Comprendes?

—¿Me preguntas si sé lo que es la corrupción policial?

Webber rio con ganas.

—Entonces cogí mi viejo Colt del Ejército, mi pistola. Averigüé quiénes eran los asesinos. Los seguí durante toda una semana. Cuando lo supe todo sobre ellos, los despaché.

—¿Los qué?

Paul había traducido literalmente la expresión; en alemán no tenía sentido.

—Les metí una bala en la nuca.

Ach, sí —susurró su compañero, ya sin sonreír—. Aquí diríamos «apagar».

—Bueno. También sabía para quién trabajaban, quién era el contrabandista que había mandado torturar a mi padre. También lo despaché.

Webber se quedó en silencio. Paul cayó en la cuenta de que nunca hasta entonces había contado aquella historia.

—¿Recuperaste tu empresa?

—Pues no. Los federales, el Gobierno, ya habían invadido y confiscado el local. En cuanto a mí, desaparecí en Hell’s Kitchen, un barrio de Manhattan, y me preparé para morir.

—¿Para morir?

—Había matado a un hombre muy importante, un jefe de la mafia. Sabía que sus socios o algún otro vendrían por mí para matarme. Había cubierto muy bien mi rastro; la policía no pudo descubrirme. Pero las pandillas sabían que había sido yo. No quería poner en peligro a mi familia. Aunque por entonces mi hermano había instalado su propia imprenta, en vez de asociarme con él conseguí empleo en un gimnasio, donde servía de sparring y hacía la limpieza a cambio de alojamiento.

—Y esperabas que te mataran. Pero veo que aún estás vivito y coleando, señor John Dillinger. ¿Cómo sucedió?

—Otros hombres…

—Jefes de banda.

—… se enteraron de lo que yo había hecho. No estaban de acuerdo con el tipo al que yo había matado; no les gustaba su manera de trabajar, como lo de torturar a mi padre y matar policías. Ellos pensaban que los criminales debían ser profesionales, caballeros.

—Como yo —dijo Webber, dándose una palmada en el pecho.

—Sabían cómo había matado a ese mafioso y a sus hombres. Limpiamente, sin dejar pruebas. Sin que saliera herido un solo inocente. Me pidieron que hiciera lo mismo con otro hombre, que también era muy malo. Yo no quería, pero me enteré de lo que había hecho: había matado a un testigo y a toda su familia, incluidos dos niños. Entonces acepté. Y lo despaché a él también.

Me pagaron muchísimo dinero. Después maté a alguien más. Con lo que me pagaron compré un pequeño gimnasio. Quería dejar aquello. Pero ¿sabes lo que significa «quedar encasillado»?

—Sí, desde luego.

—Pues esa casilla ha sido mi vida desde hace años. —Paul calló—. Bueno, esa es mi historia. La pura verdad, sin mentiras.

Por fin Webber preguntó:

—¿Te molesta? ¿Ganarte la vida así?

Hubo una pausa.

—Creo que debería molestarme más. Me sentía peor durante la guerra, cuando despachaba a vuestros chicos. En Nueva York sólo liquido a otros asesinos. A los malos, los que actúan como aquellos otros con mi padre —rio—. Suelo decir que sólo corrijo los errores de Dios.

—Eso me gusta, señor John Dillinger —asintió Webber—. Los errores de Dios. Pues mira, aquí tenemos unos cuantos de esos, ya lo creo. —Acabó su cerveza—. Oye, hoy es sábado, día difícil para conseguir información. Espérame mañana por la mañana en el Tiergarten. Al final del pasaje Stern hay un lago pequeño, en el lado del sur. ¿A qué hora te va bien?

—Temprano. A las ocho, digamos.

—Muy bien. —Webber arrugó la frente—. Sí que es temprano. Pero seré puntual.

—Necesito algo más —dijo Paul.

—¿Qué? ¿Whisky, tabaco? Puedo conseguirte hasta algo de cocaína, aunque no queda mucha en la ciudad.

—No es para mí. Es para una mujer. Un regalo. Webber sonrió ampliamente.

Ach, señor John Dillinger, ¡enhorabuena! Con tan poco tiempo como llevas en Berlín y tu corazón ya ha hablado. O tal vez la voz proviene de otra parte de tu cuerpo. Oye, ¿le gustaría a tu amiga un bonito liguero, con medias a juego? Francesas, por supuesto. ¿Un sostén rojo y negro? O quizá es más recatada. Un jersey de cachemira. Algunos bombones belgas, tal vez. O encaje. Perfume: eso siempre viene bien. Y por ser para ti, amigo mío, te haré un precio muy especial, desde luego.