14

Sentado ante una desvencijada mesa de la cafetería Edelweiss, Willi Kohl acabó el strudel y el café. «Mucho mejor», pensó. El hambre había llegado a hacer que le temblaran las manos. No era saludable pasar tanto tiempo sin comer.

Ni el gerente ni nadie habían visto a ningún hombre que respondiera a la descripción del sospechoso. Pero Kohl tenía la esperanza de que alguien, en esa desdichada zona, hubiera visto a la víctima del pasaje Dresden. Janssen, ¿tiene usted las fotos de nuestro pobre muerto?

—En el DKW, señor.

—Pues bien, tráigalas.

—Sí, señor.

El joven terminó su Coca-Cola y se dirigió hacia el coche.

Kohl lo siguió afuera, dando golpecitos distraídos a la pistola que tenía en el bolsillo. Después de enjugarse la frente miró hacia la derecha, calle arriba, donde se oía sonar otra sirena. Al oír el portazo del DKW giró otra vez hacia Janssen. En ese momento el inspector detectó un movimiento rápido a su izquierda, más allá de su ayudante.

Al parecer, un hombre de traje oscuro, que llevaba una maleta o un estuche con algún instrumento musical, se había dado la vuelta para entrar velozmente en el patio de un edificio grande y decrépito, vecino a la Edelweiss. Había algo antinatural en la brusquedad con que se apartó de la acera. También le resultó extraño ver a un hombre de traje en un lugar tan miserable.

—Janssen, ¿ha visto eso?

—¿Qué?

—Ese hombre que ha entrado en el patio.

—No muy bien. Sólo he visto unos hombres en la acera, por el rabillo del ojo.

—¿Más de uno?

—Eran dos, creo.

Kohl se dejó llevar por la intuición.

—¡Hay que investigar esto!

El edificio de apartamentos estaba adosado al de la derecha; no se veían puertas laterales en el callejón.

—Sin duda hay una puerta de servicio en la parte trasera, como en el jardín Estival. Cúbrala. Yo iré por el frente. Dé por seguro que esos hombres están armados y desesperados. Vaya pistola en mano. ¡Hala, corra! Si se da prisa puede ganarles por la mano.

El candidato a inspector partió a la carrera por el callejón. Kohl también se armó y, a paso lento, se aproximó al patio.

Atrapado.

Igual que en el apartamento de Malone.

Paul y Reggie Morgan, jadeantes por la breve carrera, se detuvieron en el patio en penumbra, lleno de basura, donde pardeaban diez o doce arbustos. Dos adolescentes de ropas polvorientas arrojaban piedras a las palomas.

—¿Los mismos policías? —Dijo Morgan—. ¿Los del jardín Estival? Imposible.

—Los mismos. —Paul no estaba seguro de que los hubieran visto, pero el oficial más joven, el del traje verde, había mirado en su dirección justo en el momento en que él arrastraba a su compañero hacia el patio. Debían suponer que los había visto.

—¿Cómo nos han encontrado?

Paul, sin prestar atención a la pregunta, miró en derredor. Corrió hasta la puerta de madera que se abría en el centro de la U del edificio; estaba cerrada con llave. Las ventanas del primer piso estaban a una altura de dos metros y medio; trepar sería difícil. Casi todas estaban cerradas, pero Paul vio una abierta; el apartamento al que daba parecía desierto. Morgan siguió la dirección de su mirada.

—Podríamos escondernos allí, sí. Cerrar las persianas. Pero ¿cómo trepamos?

El sicario llamó a uno de los chavales que estaban arrojando piedras.

—Por favor, ¿vivís aquí?

—No, señor, sólo venimos a jugar.

—¿Queréis ganaros un marco?

—¡Madre mía! —exclamó uno, abriendo mucho los ojos. Se les acercó al trote—. Sí, señor.

—Bueno. Pero debéis actuar deprisa.

Willi Kohl se detuvo fuera de la entrada del patio. Después de aguardar un momento, para que Janssen pudiera apostarse en la parte trasera, viró en la esquina. No había señales del sospechoso del pasaje Dresden ni del hombre de la maleta: sólo algunos muchachos, de pie entre un montón de cajones de madera, al otro lado del patio. Los chicos levantaron hacia él una mirada intranquila y echaron a andar hacia la salida.

—¡Eh, chavales! —llamó Kohl.

Se detuvieron, intercambiando una mirada nerviosa.

—¿Diga?

—¿Habéis visto aquí a dos hombres hace un momento?

Otra mirada inquieta.

—No.

—Venid aquí.

Hubo una breve pausa. Luego, simultáneamente, echaron a correr y desaparecieron del patio, levantando nubecillas de polvo bajo los pies. Kohl ni siquiera intentó perseguirlos. Con la pistola firme en la mano, paseó la mirada por el patio. Todos los apartamentos del piso bajo tenían cortinas en las ventanas o plantas anémicas en los antepechos, lo cual hacía pensar que estaban ocupados. Uno, en cambio, se veía oscuro y sin cortinas.

Kohl se acercó lentamente. En el suelo polvoriento, bajo la ventana, vio unas marcas. De los cajones de leche, sin duda. El sospechoso y su compañero habían pagado a los niños para que llevaran los cajones hasta la ventana y los devolvieran a su sitio, una vez que ellos hubieran entrado en el apartamento.

El inspector apretó con fuerza la pistola y pulsó el botón para llamar al encargado del edificio.

Un momento después, un hombre de aspecto atribulado, enjuto y encanecido, abrió la puerta y parpadeó con un gesto nervioso al ver la pistola.

Kohl entró y miró más allá del portero, hacia el corredor oscuro. En el otro extremo vio un movimiento. Ojalá Janssen se mantuviera alerta. Él, cuanto menos, se había probado en el campo de batalla; había recibido algún disparo y, según creía, liquidado a uno o dos enemigos. Janssen, en cambio… Aunque era un tirador aventajado, hasta entonces su discípulo sólo había disparado contra blancos de papel. ¿Qué haría si llegaba el caso de liarse a balazos?

—El apartamento de este piso —susurró al encargado—, dos hacia la derecha, ¿está desocupado?

—Sí, señor. Dio un paso atrás para seguir vigilando el patio, por si los sospechosos trataban de saltar por la ventana y huir.

—A la entrada trasera hay otro oficial. Vaya por él, de inmediato.

—Sí, señor. Pero en el momento en que el hombre iba a obedecer, una anciana fornida, de vestido purpúreo y pañuelo azul en la cabeza, se les acercó caminando como un pato.

—¡Señor Greitel, señor Greitel! ¡Deprisa, llame a la policía!

Kohl giró hacia ella. El encargado explicó:

—La policía ya está aquí, señora Haeger.

Ach, ¿cómo puede ser? —se extrañó la mujer, que parpadeaba.

El inspector le preguntó:

—¿Para qué quiere a la policía?

—¡Hay ladrones!

La intuición dijo a Kohl que eso estaba relacionado con su persecución.

—Explíquese, señora. Rápido.

—Mi apartamento da al frente del edificio. Y desde mi ventana he visto a dos hombres escondidos tras ese montón de cajones que, dicho sea de paso, usted, señor Greitel, lleva diciendo que va retirar desde hace varias semanas.

—Continúe, por favor. Este asunto podría ser muy urgente.

—Esos dos estaban al acecho. Era obvio. Y hace apenas un momento los he visto incorporarse y coger dos bicicletas del soporte que está junto a la entrada principal. No sé de una, pero la otra era la de la señorita Bauer, que lleva dos años viviendo sola; estoy segura de que ella no se la ha prestado.

—¡No! —murmuró Kohl. Y salió precipitadamente. Ahora comprendía que el sospechoso había pagado a los chavales sólo para que dejaran caer un par de cajones bajo la ventana, a fin de dejar marcas en el polvo, y luego los devolvieran a la pila tras la cual ambos estaban escondidos. Probablemente había indicado a los chicos que se mostraran furtivos o nerviosos, a fin de hacerle pensar que los sospechosos habían entrado así en el edificio.

Salió deprisa a la calle y miró hacia ambos lados. Así pudo comprobar personalmente una estadística que, en su condición de policía diligente, conocía bien: el medio de transporte más utilizado en Berlín era la bicicleta; cientos de ellas atestaban esas calles, ocultando la fuga de los sospechosos con tanta efectividad como una nube de humo denso.

Habían abandonado las bicicletas e iban caminando por una calle transitada, a ochocientos metros de la plaza Noviembre de 1923.

Paul y Morgan buscaron otra cafetería o bar con teléfono.

—¿Cómo has sabido que estaban en la Edelweiss? —preguntó Morgan, con la respiración agitada por pedalear tan deprisa.

—Por el coche, el que estaba aparcado sobre el bordillo.

—¿El negro?

—Sí. Al principio no me llamó la atención, pero luego un resorte se ha activado en mi mente. He recordado algo que sucedió hace un par de años, cuando iba a hacer un trabajo. Resultó que yo no era el único visitante de Bo Gillette: unos policías de Brooklyn me ganaron por la mano. Pero por pereza aparcaron fuera, medio sobre la acera, suponiendo que, como el coche no tenía identificación, nadie se percataría. Pues mira, Bo se percató. Llega a la casa, cae en la cuenta de que han venido por él y desaparece. Me llevó todo un mes volver a localizarlo. En el fondo de mi mente algo me ha dicho: «Este coche es de la policía». Y cuando he visto a ese tío, el más joven, he caído en la cuenta de inmediato de que era el mismo que vi en la terraza del Jardín Estival.

—Nos han seguido desde el pasaje Dresden hasta el Jardín Estival y luego hasta aquí. ¿Cómo es posible?

Paul hizo memoria. No había dicho a Käthe Richter adónde iba; entre la pensión y la parada de taxis había comprobado diez o doce veces que nadie lo seguía. En la Villa Olímpica tampoco había dicho nada. En ese vecindario podía haberlos traicionado el de la casa de empeño, pero no podía saber lo del Jardín Estival. No: esos dos diligentes policías les habían seguido el rastro por sí solos.

—Los taxis —dijo Paul al fin.

—¿Qué dices?

—Es el único vínculo. Con el jardín Estival y con este barrio. De ahora en adelante, si no podemos ir a pie, haremos que el conductor nos deje a dos o tres calles del sitio adonde vayamos.

Continuaron alejándose de la plaza. Algunas calles más allá encontraron una cervecería con teléfono público. Mientras Morgan entraba para llamar a su contacto, Paul pidió una cerveza y se quedó montando guardia fuera, nervioso y vigilante. No le había sorprendido ver que los dos policías aparecieran por la calle, siguiéndoles el rastro. Pero ¿quiénes eran?

Morgan regresó a la mesa con cara de preocupación.

—Tenemos un problema. —Bebió un sorbo de cerveza y, después de limpiarse el bigote, se inclinó hacia delante—. No se divulga ninguna información. Órdenes de Himmler o de Heydrich (mi agente no está seguro); hasta nuevo aviso, no se puede divulgar ninguna información sobre las apariciones públicas de los funcionarios del Gobierno o del Partido. No hay conferencias de prensa. Nada. El anuncio se hizo hace apenas unas horas.

Paul tragó de una vez la mitad de la cerveza.

—¿Y qué haremos? ¿Sabes algo sobre los horarios de Ernst?

—No sé siquiera dónde vive; sólo que es en algún lugar de Charlottenburg. Podríamos acecharlo hasta que salga de la Cancillería y seguirlo desde allí. Pero sería muy difícil. Si estás a menos de quince metros de un funcionario importante, es seguro que te pedirán los documentos. Y si no les gustan, te detendrán.

Paul reflexionó durante un momento. Luego dijo:

—Tengo una idea. Tal vez pueda conseguir alguna información.

—¿Sobre qué?

—Sobre Ernst.

—¿Tú? —se extrañó Morgan.

—Pero necesitaré unos doscientos marcos.

—Los tengo, sí. —Contó los billetes y se los entregó.

—Tu agente en el Ministerio de Información, ¿podría averiguar algo sobre una persona que no es funcionario?

Morgan se encogió de hombros.

—No puedo asegurártelo. Pero de algo no me cabe duda: si los nacionalsocialistas son hábiles en algo es para reunir información sobre sus ciudadanos.

Janssen y Kohl salieron del patio.

La señora Haeger no podía darles ninguna descripción de los sospechosos; resultaba irónico, pero su ceguera no era política, sino literal. Las cataratas habían permitido a esa entrometida ver a los hombres cuando se ocultaban y cuando huían con las bicicletas, pero le impedían ofrecer más detalles.

Los policías, desalentados, regresaron a la plaza Noviembre de 1923 para reanudar la búsqueda. Recorrieron la calle hacia arriba y hacia abajo para interrogar a vendedores y camareros, mostrarla foto de la víctima y preguntar por el sospechoso.

No tuvieron éxito alguno… hasta que llegaron a una panadería escondida a la sombra de la estatua de Hitler.

Un hombre gordo, con un polvoriento delantal blanco, admitió ante Kohl que había visto detenerse un taxi al otro lado de la calle, hacía más o menos una hora. No era común ver taxis allí, según dijo, pues los vecinos no podían permitirse el gasto y nadie que no fuera del barrio tenía motivos para ir allí, al menos en taxi.

El dependiente había visto apearse a un hombre corpulento, peinado con fijador, que miró a su alrededor y luego se acercó a la estatua. Después de permanecer un breve rato sentado en un banco, se había ido.

—¿Cómo vestía?

—Ropa clara. No he visto bien.

—¿Algún otro detalle que le llamara la atención?

—No, señor. Estaba atendiendo a una clienta.

—¿Traía una maleta o un portafolio?

—Creo que no, señor.

Kohl se dijo que su deducción era correcta: lo más probable es que el hombre se hospedara cerca de la plaza Lützow y estuviera allí por alguna diligencia.

—¿Hacia dónde ha ido?

—No lo he visto, señor. Lo siento.

Ceguera, desde luego. Pero al menos eso confirmaba que el sospechoso había estado recientemente allí.

En ese momento un Mercedes negro viró en la esquina y frenó al lado,

—Vaya —murmuró Kohl, al ver que del vehículo se apeaba Peter Krauss, mirando en derredor. Sabía cómo lo había localizado: cada vez que uno salía del Alex en horas de trabajo, debía informar a los recepcionistas del departamento y especificar dónde estaría. Ese día él había estado a punto de no revelar esa información, pero le costaba desobedecer los reglamentos. Antes de salir había apuntado «Plaza Noviembre 1923» y la hora a la que pensaba regresar.

Krauss lo saludó con un gesto.

—Estoy haciendo la ronda, Willi. Sentía curiosidad por saber cómo marcha el caso.

—¿Qué caso? —preguntó Kohl, sólo por petulancia.

—El del cadáver del pasaje Dresden, claro.

—Ah, parece que nuestro departamento tiene menos recursos. —Y añadió en tono irónico—: Por motivos desconocidos. Pero creo que el sospechoso puede haber estado hace un rato aquí.

—He consultado con mis contactos, tal como te dije. Me complace confirmarte que, según datos dignos de toda confianza de mi informante, el asesino sí es extranjero.

Kohl sacó libreta y lápiz.

—¿Y cuál es el nombre del sospechoso?

—Eso no lo sabe.

—¿Su nacionalidad?

—No ha podido decírmela.

—Pues bien, ¿quién es ese informante? —interrogó Kohl, exasperado.

—Hombre, no puedo revelarlo.

—Necesito entrevistarlo, Peter. Si es testigo…

—No es testigo. Tiene sus propias fuentes, que son…

—… también confidenciales.

—Evidentemente. Te digo esto sólo porque ha sido alentador descubrir que tus sospechas eran acertadas.

—¿Mis sospechas?

—De que no era alemán.

—Yo nunca he dicho eso.

—¿Quién es usted? —preguntó Krauss, volviéndose hacia el panadero.

—El inspector, aquí presente, me interrogaba sobre un hombre que he visto.

—¿Tu sospechoso? —preguntó Peter.

—Podría ser.

Ach, sí que eres bueno, Willi. Estamos a varios kilómetros del pasaje Dresden, pero has seguido al sospechoso hasta esta pocilga. —Echó un vistazo al testigo—. ¿Coopera este?

El panadero aseguró con voz trémula:

—No he visto nada, señor. De verdad. Sólo a un hombre que bajaba de un taxi.

—¿Dónde estaba?

—No lo…

—¿Dónde? —bramó Krauss.

—Al otro lado de la calle. De verdad, señor. No he visto nada. Estaba de espaldas a mí. No…

—¡Mentiroso!

—Lo juro por… Lo juro por el Führer.

—Quien jura en falso sigue siendo mentiroso. —Peter señaló a uno de sus jóvenes ayudantes, un oficial carirredondo—. Lo llevaremos a la calle Príncipe Albrecht. Después de pasar un día allí nos dará la descripción completa.

—No, señor, por favor. Pero si quiero ayudar, se lo aseguro.

Willi Kohl se encogió de hombros:

—El hecho es que no nos ha ayudado.

—Pero si le he dicho…

Kohl pidió al hombre su carné de identidad. El panadero se lo entregó con mano trémula; él lo abrió para examinarlo.

Krauss miró nuevamente a su ayudante.

—Espóselo. Llévelo a la sede central.

El joven oficial de la Gestapo cogió las manos del hombre y le puso las esposas a la espalda. Al testigo se le llenaron los ojos de lágrimas.

—He tratado de recordar. Con toda sinceridad…

—Pues ya recordará, se lo aseguro.

Kohl le dijo:

—Estamos atendiendo asuntos de gran importancia. Preferiría que usted colaborara ahora mismo. Pero si mi colega quiere llevarlo a la calle Príncipe Albrecht… —El inspector miró al aterrorizado hombre enarcando una ceja—. A usted le irá muy mal, señor Heydrich. Muy mal.

El panadero, parpadeando, se enjugó las lágrimas.

—Pero, señor…

—Sí, sí, ya lo creo… —Kohl dejó que su voz se apagara y volvió a estudiar el carné—. Usted es… ¿Dónde nació?

—En Göttburg, a las afueras de Munich, señor.

—Ah. —Mantenía una expresión plácida y asentía con lentitud. Krauss le echó un vistazo.

—Pero señor, me parece que…

—¿Y la ciudad es pequeña?

—Sí, señor. Yo…

—Silencio, por favor. —Kohl seguía con la vista fija en el documento.

Por fin Krauss preguntó:

—¿Qué pasa, Willi?

Su colega se lo llevó aparte para susurrarle:

—Creo que la Kripo ya no tiene interés en este hombre. Puedes hacer lo que gustes con él.

Peter guardó silencio por un momento, tratando de encontrar sentido a ese repentino cambio de idea.

—¿Por qué?

—Y te lo pido por favor: no menciones que Janssen y yo lo hemos detenido.

—Debo preguntártelo otra vez: ¿por qué, Willi? Después de una pausa, Kohl dijo:

—Heydrich, el de la SD, es también de Göttburg.

Reinhard Heydrich, jefe de la División de Inteligencia de la SS y número dos de Himmler, tenía fama de ser el hombre más implacable del Tercer Reich (Imperio). Era una máquina sin corazón; cierta vez había abandonado a una muchacha después de embarazarla, pues detestaba a las mujeres de moral laxa. Se decía que a Hitler le disgustaba infligir dolor, pero toleraba su empleo si convenía a sus fines. Heinrich Himmler, por su parte, disfrutaba al infligir dolor, pero era un completo inepto cuando se trataba de utilizarlo para lograr un objetivo. Heydrich, en cambio, disfrutaba al causarlo y era experto en su aplicación.

Krauss echó un vistazo al panadero y preguntó, inquieto:

—¿Son…? ¿Crees que puedan ser parientes?

—Prefiero no correr el riesgo. Vosotros, los de la Gestapo, os lleváis mucho mejor con la SD que la Kripo. Podéis interrogarlo sin temer mucho las consecuencias. Pero si allí ven mi nombre relacionado con él en una investigación, eso bien podría ser el fin de mi carrera.

—Aun así… interrogar a un pariente de Heydrich… —Krauss bajó la vista a la acera—. ¿Crees que puede saber algo valioso?

Kohl estudió al miserable panadero.

—Creo que sabe algo más de lo que dice, pero nada que nos sea muy útil. Tengo la sensación de que si se muestra tan evasivo es sólo porque acostumbra mezclar serrín con la harina o porque compra mantequilla en el mercado negro. —El inspector paseó una mirada por el vecindario—. Supongo que Janssen y yo, con un poco de empeño, podemos averiguar más detalles sobre el incidente del pasaje Dresden y al mismo tiempo —bajó la voz— conservar nuestro empleo.

Krauss se paseaba, quizá tratando de recordar si había mencionado su propio nombre ante ese hombre, quien a su vez podía revelarlo a su primo Heydrich.

—Quítele las esposas —dijo abruptamente. Mientras el joven oficial obedecía, añadió—: Necesitamos un informe sobre el asunto del pasaje Dresden, Willi; cuanto antes.

—Por supuesto.

Heil Hitler.

Heil.

Los dos oficiales de la Gestapo subieron al Mercedes y, después de rodear la estatua del Führer, se perdieron a gran velocidad en el tráfico.

Cuando el coche hubo desaparecido Kohl devolvió al panadero su carné.

—Tome usted, señor Rosenbaum. Ya puede volver a su trabajo. No lo molestaremos más.

—Gracias, muchísimas gracias —exclamó el hombre, efusivo. Le temblaban las manos y las lágrimas le corrían por las arrugas que rodeaban la boca—. Que Dios lo bendiga, señor.

—Chist —lo acalló el inspector, irritado por lo indiscreto de su gratitud—. Ahora regrese a su tienda.

—Sí, señor. ¿Una hogaza de pan? ¿Un poco de strudel?

—No, no. A su tienda, hombre.

El panadero entró precipitadamente. Mientras regresaban hacia el coche, Janssen preguntó:

—¿No se llamaba Heydrich? ¿Era Rosenbaum?

—Con respecto a este asunto, Janssen, es mejor que no haga preguntas. No le servirán para ser mejor inspector.

—Sí, señor. —El joven asintió con aire conspirador.

—Ahora bien: sabemos que nuestro sospechoso ha bajado de un taxi en este sitio y se ha sentado en la plaza durante un rato antes de continuar con su misión, cualquiera que fuese. Preguntemos a estos holgazanes si han visto algo.

No tuvieron suerte con la gente sentada en los bancos; tal como Kohl había explicado a su ayudante, allí había muchos que no simpatizaban en absoluto con el Partido ni con la policía. Es decir: no tuvieron suerte hasta que llegaron a un hombre sentado a la sombra del Führer de bronce. A la primera mirada Kohl lo reconoció como soldado, ya fuera del Ejército regular o del Cuerpo Libre, la milicia informal que se había formado después de la guerra.

Cuando le preguntó por el sospechoso el hombre asintió enérgicamente:

—Ah, sí, sí. Ya sé a quién se refiere.

—¿Cómo se llama usted, señor?

—Helmut Gershner. Fui cabo del Ejército del káiser Guillermo.

—¿Y qué puede decirnos, cabo?

—Hace escasamente tres cuartos de hora he estado hablando con ese hombre. Responde a su descripción.

Kohl sintió que se le aceleraba el corazón.

—¿Sabe usted si aún está por aquí?

—Por lo que he visto, no.

—Vale. Cuéntenos lo que sepa.

—Sí, inspector. Estábamos hablando de la guerra. Al principio me ha parecido que fuimos camaradas, pero luego he percibido que había algo extraño.

—¿El qué, señor?

—Ha mencionado la batalla de St. Mihiel. Pero sin afligirse.

—¿Sin afligirse?

El hombre meneó la cabeza.

—En esa batalla nos capturaron a quince mil hombres y tuvimos muchísimos muertos. Para mí fue el día más triste para mi unidad, el Destacamento C. ¡Qué tragedia! Los americanos y los franceses nos obligaron a retroceder hasta la Línea Hindenburg. Él parecía saber mucho del combate. Sospecho que estuvo allí. Sin embargo, para él la batalla no fue un horror. He visto por su mirada que recordaba esos días terribles como si tal cosa. Además… —Los ojos del hombre se dilataron de indignación—… no ha querido compartir mi petaca en honor de los muertos. No sé por qué lo buscan, pero ha bastado esa reacción para que yo desconfiara. Sospecho que fue un desertor. O un cobarde. Hasta es posible que fuera un traidor.

«O tal vez el enemigo», pensó Kohl, irónico. Y preguntó:

—¿Ha dicho qué lo traía por aquí? ¿O donde fuera?

—No, señor, nada de eso. Sólo hemos conversado un momento.

—¿Estaba solo?

—Creo que no. Me parece que se le ha unido otro hombre, algo más bajo que él. Pero no he visto con claridad. Lo siento. No estaba prestando atención, señor.

—Está muy bien, soldado —dijo Janssen. Y agregó, dirigiéndose a su jefe—: Tal vez el hombre que hemos visto en el patio era su colega. Traje oscuro, más bajo.

Kohl asintió.

—Posiblemente. Uno de los que le acompañaban en el Jardín Estival. —Y preguntó al veterano—: ¿Qué edad tenía el hombrón?

—Unos cuarenta, año más, año menos. Igual que yo.

—¿Ha podido usted verlo bien?

—Pues sí, señor. Estaba tan cerca de él como de usted ahora. Puedo describirlo a la perfección.

«Bendito sea Dios», pensó Kohl, «ha acabado la plaga de la ceguera». Miró calle arriba, en busca de alguien a quien había visto al inspeccionar la zona, media hora antes. Luego cogió al veterano por un brazo y, con una mano en alto para detener el tráfico, lo condujo al otro lado de la calle.

—Señor —le dijo a un hombre cubierto con un delantal manchado de pintura, sentado junto a un carro barato donde exhibía algunos cuadros. El artista ambulante apartó la vista del bodegón de flores que estaba pintando. Al ver la credencial de Kohl dejó su pincel para levantarse, alarmado.

—Lo siento, inspector. Le aseguro que he intentado muchas veces obtener un permiso, pero…

Kohl le espetó:

—¿Sabe usar el lápiz o sólo pintura?

—Yo…

—¡El lápiz! ¿Sabe dibujar a lápiz?

—Sí, señor. A menudo comienzo por hacer un esbozo preliminar a lápiz y luego…

—Sí, sí, está bien. Veamos: tengo un trabajo para usted. —Kohl depositó al cabo cojo en la raída silla de lona y plantó un bloc de papel ante el artista.

—¿Quiere que retrate a este hombre? —preguntó el pintor, confundido aunque bien dispuesto.

—No: quiero que haga un dibujo del hombre que él va a describir.