13

En la plaza Noviembre de 1923 se alzaba una estatua de bronce satinado que representaba a Hitler de pie y erguido entre soldados caídos, pero nobles. Era impresionante, pero estaba localizada en un vecindario muy diferente de los que Paul Schumann había visto en Berlín. El viento arenoso arrastraba papeles; en el aire pendía un acre olor a basura. Los vendedores ambulantes voceaban mercaderías y fruta barata; un pintor, con un carrito desvencijado, ofrecía a los viandantes hacerles un retrato por unas pocas monedas.

En los portales ganduleaban envejecidas prostitutas sin licencia o jóvenes chulos. Por las aceras pasaban, cojeando o sobre ruedas, mendigos a los que les faltaba algún miembro, provistos de estrafalarias prótesis de metal y piel. Uno de ellos tenía un letrero prendido al pecho: «Di mis piernas por mi país. ¿Qué puede darme usted?».

Era como si Paul hubiera atravesado la cortina tras la cual Hitler había barrido toda la basura, los indeseables de Berlín.

Después de franquear un herrumbroso portón de hierro, se sentó frente a la estatua del Führer; cinco o seis bancos estaban ya ocupados. Por una placa de bronce se enteró de que el monumento estaba dedicado al Putsch de la Cervecería en que, en el otoño de 1923, según la pesada prosa grabada en el metal, los nobles visionarios del nacionalsocialismo se habían hecho cargo heroicamente del corrupto Estado de Weimar, para intentar arrebatar el país de manos de los que le habían apuñalado por la espalda (el idioma alemán, como Paul bien sabía, era muy dado a combinar en una sola palabra tantas como fuera posible).

Muy pronto, aburrido por esos largos y apasionados elogios a Hitler y Göring, volvió a sentarse y se secó la cara. El sol ya estaba bajo, pero aún refulgente; el calor era inmisericorde. Apenas llevaba un par de minutos esperando cuando Reggie Morgan cruzó la calle y fue a reunirse con él.

—Ya veo que has encontrado el lugar sin dificultad. —Hablaba nuevamente en su impecable alemán. Señaló la estatua con un ademán, riendo, y bajó la voz—. Glorioso, ¿eh? La verdad es que un montón de borrachos trató de apoderarse de Munich y los aplastaron como a moscas. Al primer disparo Hitler se arrojó a tierra; sólo sobrevivió porque se cubrió con el cuerpo de un «camarada». —Luego observó a Paul de arriba abajo—. Se te ve diferente. El pelo. La ropa. —Su mirada se centró en la tirita—. ¿Qué te ha pasado?

Él le explicó lo de la pelea con los Camisas Pardas. Morgan frunció el entrecejo.

—¿Fue por lo del pasaje Dresden? ¿Iban por ti?

—No. Estaban golpeando a los dueños de una librería. Yo no quería entrometerme, pero no podía permitir que los mataran. Me he cambiado de ropa y de peinado. Pero tendré que mantenerme lejos de los Camisas Pardas.

Morgan asintió.

—No creo que haya mucho peligro. No mencionarán el asunto a la SS ni a la Gestapo; prefieren buscar venganza por sí mismos. Pero los tíos con quienes te has liado se quedarán cerca de la calle Rosenthaler. Nunca se alejan mucho. ¿No tienes más lesión que esa? La mano con que disparas… ¿está bien?

—Bien, sí.

—Me alegro. Pero anda con cuidado, Paul. Por algo así te matan. Sin preguntas, sin arresto. Podrían haberte ejecutado allí mismo.

El sicario bajó la voz.

—Tu contacto en el Ministerio de Información ¿qué ha descubierto sobre Ernst?

Su compañero frunció las cejas.

—Está sucediendo algo raro. Me ha dicho que hay reuniones secretas por toda la calle Wilhelm. Por lo general los sábados está medio desierta, pero hoy hay gente de la SS y la SD por todas partes. Dice que necesitarás tiempo. Debemos llamarlo dentro de una hora, poco más o menos. —Consultó su reloj—. Pero por ahora debemos ver al hombre del rifle, que está calle arriba. Hoy ha cerrado su tienda para atendernos, pero vive cerca. Nos espera. Voy a llamarlo. —Se levantó para echar una mirada alrededor. De los bares y los restaurantes del lugar sólo uno, la cafetería Edelweiss, anunciaba tener teléfono público.

—Volveré enseguida.

Mientras Morgan cruzaba la calle Paul lo siguió con la vista. Uno de los veteranos mutilados cruzó la terraza del restaurante, mendigando limosnas. Un camarero fornido se acercó a la barandilla para ahuyentarlo.

Un hombre de mediana edad, que se había sentado varios bancos más allá, fue a sentarse junto a Paul, con una mueca que puso al descubierto dientes oscuros.

—¿Ha visto usted eso? —rezongó—. Es un crimen, el trato que reciben los héroes por parte de alguna gente.

—Sí, es cierto. —Paul se preguntó qué debía hacer. Quizá resultara más sospechoso levantarse y salir de allí. Ojalá ese hombre se callara.

Pero el alemán lo miró con atención.

—Usted tiene edad como para haber combatido.

No era una pregunta. Probablemente se habían requerido circunstancias extraordinarias para que los alemanes veinteañeros se libraran de combatir en la guerra.

—Sí, por supuesto —respondió, pensando a toda prisa.

—¿En qué batalla le hicieron eso? —El hombre señalaba con un gesto la cicatriz que Paul tenía en la barbilla.

Esa herida no se debía a ninguna acción militar; el enemigo había sido un sádico sicario llamado Morris Starble, quien se la produjo con un puñal en la taberna de Hell’s Kitchen, tras lo cual él mismo había muerto cinco minutos después.

El hombre lo miraba con aire de expectación. Como era preciso decir algo, Paul mencionó una batalla con la que estaba íntimamente familiarizado:

—En St. Mihiel.

Durante cuatro días, en septiembre de 1918, él y sus compañeros de la Primera División de Infantería, Cuarto Cuerpo, avanzaron lentamente entre la lluvia torrencial y una sopa de lodo, para atacar las trincheras alemanas, que tenían dos metros y medio de profundidad y estaban protegidas por alambres y nidos de ametralladoras.

—¡Sí, sí! ¡Yo estuve en esa! —El hombre, radiante, le estrechó calurosamente la mano.

—¡Qué coincidencia! ¡Camarada!

«He elegido muy bien», pensó Paul amargamente.

¿Cuántas eran las posibilidades de que ocurriera algo así? Pero trató de mostrarse agradablemente sorprendido por la casualidad. Y el alemán continuó diciendo a su compañero de armas:

—¡Conque formabas parte del Destacamento C! ¡Qué lluvia aquella! Nunca antes ni después he visto llover así. ¿Dónde estabas?

—En la cara oeste del saliente.

—Yo me enfrenté al Segundo Cuerpo Colonial Francés.

—Nosotros a los norteamericanos —informó Paul, buscando deprisa entre los recuerdos de dos décadas atrás.

—¡Ah, el coronel George Patton! ¡Qué loco brillante era! Tenía a las tropas corriendo por todo el campo de batalla. ¡Y esos tanques suyos! Aparecían de improviso, como por arte de magia. Uno nunca sabía dónde atacaría la siguiente vez. Yo nunca me preocupaba por los de infantería, pero los tanques… —Meneó la cabeza con una mueca.

—Sí, fue una gran batalla.

—Pues ya tuviste suerte, si esa fue tu única herida.

—Dios estaba conmigo, es cierto. —Paul preguntó—: Y tú, ¿saliste herido?

—Un poco de metralla en la pantorrilla. Todavía la tengo. Se la enseño a mi sobrino: una herida en forma de reloj de arena. Él toca la cicatriz brillante y ríe de placer. ¡Hombre, qué tiempos aquellos! —Bebió un sorbo de una petaca—. Son muchos los que perdieron amigos en St. Mihiel. Yo no. Los míos ya habían muerto todos.

Se quedó en silencio. Luego ofreció la petaca a Paul, quien negó con la cabeza. Morgan, que salía de la cafetería, lo llamó con un gesto.

—Debo irme —dijo él—. Ha sido un placer encontrarme con un compañero veterano y compartir estas palabras.

—Sí.

—Buenos días, señor. Heil Hitler.

Ach, sí, Heil Hitler.

Paul se reunió con Morgan, quien le dijo:

—Puede recibirnos ahora mismo.

—¿No le has mencionado para qué necesito el arma?

—No; al menos no le he dicho la verdad. Cree que eres alemán y que la quieres para matar al jefe de una banda de delincuentes de Francfort, que te engañó.

Los dos continuaron caminando calle arriba seis o siete manzanas más, por un vecindario cada vez más mísero, hasta llegar a la casa de empeño. Instrumentos musicales, maletas, navajas de afeitar, joyas, muñecas y otros cientos de artículos colmaban los cochambrosos escaparates enrejados. En la puerta había un letrero, «Cerrado». Aguardaron en el vestíbulo sólo unos pocos minutos antes de que apareciera un hombre bajo, que se estaba quedando calvo. Saludó a Morgan con una inclinación de cabeza y miró de soslayo, sin prestar atención a Paul; luego los hizo pasar. Después de echar otra mirada hacia atrás, cerró la puerta con llave y bajó la cortina.

Se adentraron en aquella tienda mohosa, llena de polvo.

—Por aquí. —El tendero los condujo a través de dos gruesas puertas, a las que echó el cerrojo; luego, por una larga escalera que descendía hasta un sótano húmedo, iluminado sólo por dos pequeñas bombillas amarillentas. Cuando la vista se habituó a esa escasa luz, Paul notó que había veinte o veinticinco rifles puestos en armeros contra la pared.

El hombre le entregó uno que tenía mira telescópica.

—Es un máuser Karabiner, de 7.92 milímetros. Se desarma con facilidad, de modo que puedes llevarlo en una maleta. Mira la lente. No la hay mejor en el mundo.

Accionó un interruptor y se iluminó un túnel de unos treinta metros de longitud, en cuyo extremo había bolsas de arena, una de las cuales tenía prendido un blanco de papel.

—Este lugar está completamente insonorizado. Es un túnel de aprovisionamiento que se cavó en el suelo hace años.

Paul cogió el rifle. Percibió la suavidad de la culata, de madera pulida y barnizada, el aroma del aceite, la creosota y la piel de la correa. Rara vez utilizaba rifles para su trabajo; esa combinación de olores, madera maciza y metal, lo llevó hacia atrás en el tiempo. Podía olfatear el barro de las trincheras, la mierda, los vapores del queroseno. Y el hedor de la muerte, como de cartón mojado y podrido.

—Además, estas son balas especiales, ahuecadas en el extremo, como puedes ver. Para matar son más efectivas que las comunes.

Paul disparó sin carga varias veces, para acostumbrarse al gatillo. Luego puso balas en el cargador y se sentó en un banco, con el rifle apoyado en un bloque de madera cubierto de paño. Comenzó a disparar. El ruido era ensordecedor, pero apenas lo notó. No hacía más que mirar a través de la lente, concentrado en los puntos negros del blanco. Después de hacer algunos ajustes a la mira, disparó lentamente las veinte balas que quedaban en la caja.

—Bien —dijo a gritos, pues tenía el oído entumecido—. Buena arma.

Y se la devolvió al hombre, quien la desarmó para limpiarla y guardó el rifle y las municiones en una maltrecha maleta de cartón.

Morgan cogió el estuche y entregó un sobre al tendero, quien apagó las luces de la galería y los condujo arriba. Una mirada a la calle, una señal de que todo estaba despejado. Pronto estaban nuevamente fuera, caminando por la acera. Paul oyó una voz metálica que llenaba la calle y se echó a reír.

—No hay modo de escapar de ella. —Al otro lado de la calle, en la parada del tranvía, había un altavoz, por el cual una voz masculina hablaba y hablaba monótonamente: más información sobre la salud pública—. ¿No se callan nunca?

—No —dijo Morgan—. Cuando se haga memoria, esa será la contribución del nacionalsocialismo a la cultura: edificios feos, malas esculturas de bronce y discursos interminables. —Señaló con la cabeza la maleta que contenía el máuser—. Ahora volvamos a la plaza, que debo llamar a mi contacto. Veamos si tiene suficiente información para que puedas utilizar esta bonita muestra de maquinaria alemana.

El polvoriento DKW giró hacia la plaza Noviembre de 1923 y, al no hallar sitio para aparcar en esa calle frenética, esquivó por un pelo a un vendedor de fruta dudosa y subió a medias a la acera.

—Bien, ya hemos llegado, Janssen —dijo Willi Kohl, enjugándose la cara—. ¿Tiene la pistola a mano?

—Sí, señor.

—Pues salgamos de caza.

Y se apearon.

La finalidad de haberse desviado al salir de la residencia norteamericana era entrevistar a los conductores de taxis aparcados ante la Villa Olímpica.

Con la previsión que caracterizaba a los nacionalsocialistas, sólo podían servir en esa zona los conductores que fueran multilingües; eso significaba que su número era limitado y, además, que cada uno regresaba a la parada tras dejar a un pasajero. Y esto, a su vez, según razonó Kohl, quería decir que alguno de ellos podía haber llevado al sospechoso a alguna parte.

Una vez que se hubieron repartido a los taxis y tras hablar con veinte o veinticinco conductores, Janssen descubrió a uno cuyo relato interesó mucho a Kohl. Poco antes un pasajero había abandonado la Villa Olímpica con una maleta y un viejo portafolio marrón. Era un hombre fornido, que hablaba con leve acento. Su pelo no parecía tan largo ni tenía tinte rojizo, sino oscuro y bien alisado hacia atrás; Kohl se dijo que eso podía deberse a aceites o lociones. El conductor explicó que no iba de traje, sino con ropa informal, de colores claros, que él no pudo describir en detalle.

El hombre se había apeado en la Lützowplatz, tras lo cual desapareció entre la multitud. Esa era una de las intersecciones más congestionadas de la ciudad; cabían pocas esperanzas de encontrar allí el rastro del sospechoso. Sin embargo, el conductor añadió que su pasajero había pedido indicaciones para llegar a la plaza Noviembre de 1923; también quiso saber si se podía ir andando desde allí.

—¿Ha preguntado algo más sobre la plaza? ¿Algo específico? ¿Para qué iba? ¿Con quién esperaba encontrarse? ¿Algo?

—No, inspector. Nada. Le he dicho que la caminata hasta allí era muy larga. Él me ha dado las gracias y se ha bajado. Eso ha sido todo. Yo no lo he mirado a la cara —explicó—. Estaba atento a la calle.

«Ceguera, por supuesto», pensó Kohl con amargura.

De regreso en la sede central, habían recogido folletos sobre la víctima del pasaje Dresden. Luego fueron deprisa al monumento en honor del fracasado Putsch de 1923 (solamente los nacionalsocialistas podían convertir una derrota bochornosa como esa en una gran victoria). Si la Lützowplatz era demasiado grande para realizar una búsqueda efectiva, esta, en cambio, era mucho más pequeña y se la podía cubrir con más facilidad.

Kohl paseó una mirada por la gente: mendigos, vendedores ambulantes, prostitutas, compradores, hombres y mujeres sin empleo, en pequeñas cafeterías. Inhaló el aire penetrante, cargado de olor a basura, y preguntó:

—¿Percibe, Janssen, la proximidad de nuestra presa?

—Yo… —El ayudante pareció incómodo ante ese comentario.

—Es una sensación —dijo el inspector, mientras observaba la calle desde la sombra de un valeroso y desafiante Hitler de bronce—. Yo mismo no creo en el ocultismo. ¿Y usted?

—A decir verdad, no, señor. No soy religioso, si a eso se refiere.

—Bueno, yo no me he alejado por completo de la religión. Heidi no lo aprobaría. Pero me refiero a la ilusión de lo espiritual sobre la base de nuestras precepciones y experiencias. Esa es la sensación que tengo en este momento: que él está cerca.

—Sí, señor —dijo el candidato a inspector—. ¿Por qué lo dice?

Una pregunta adecuada, pensó Kohl. Él era de la opinión de que los detectives jóvenes siempre debían interrogar a sus mentores. Explicó:

—Porque ese vecindario formaba parte de Berlín Norte. Allí se encontraban en gran número heridos de guerra, pobres, parados, comunistas y socialistas clandestinos, bandas de adversarios del Partido, ladronzuelos y sindicalistas que se ocultaban desde que se habían prohibido los sindicatos. Los alemanes que lo poblaban echaban tristemente de menos los viejos tiempos: no los de Weimar, desde luego (a nadie le gustaba la República), pero sí la gloria de Prusia, de Bismarck, de Guillermo, del Segundo Imperio. Eso significaba que habría pocos miembros o simpatizantes del Partido. Por lo tanto, pocos dispuestos a correr con la denuncia a la Gestapo o al local de las Tropas de Asalto.

—Cualquiera sea su objetivo, es en lugares como este donde hallará apoyo y camaradas. Retroceda un poco, Janssen. Siempre es más fácil reparar en una persona que busca a un sospechoso, como nosotros, que en el sospechoso mismo.

El joven se puso a la sombra de una pescadería, cuyas hediondas cubetas estaban casi vacías. Lo único que tenía a la venta eran esforzadas anguilas, carpas y enfermizas truchas de canal. Por algunos momentos los oficiales estudiaron las calles en busca de su presa.

—Pensemos un poco, Janssen. Él se ha bajado del taxi con su maleta (y el portafolio incriminatorio) en esta plaza. Si no ha hecho que el conductor lo trajera directamente hasta aquí puede ser porque ha dejado su equipaje en su alojamiento actual y ha venido aquí con alguna otra finalidad. ¿Para qué? ¿Para encontrarse con alguien? ¿Para entregar algo, tal vez el portafolio? ¿O para recoger algo o a alguien? Ha estado en la Villa Olímpica, en el pasaje Dresden, en el Jardín Estival, en la calle Rosenthaler, en la Lützowplatz y ahora aquí. ¿Qué vincula a todos estos sitios? Eso es lo que me pregunto.

—¿Inspeccionamos todas las tiendas?

—Creo que es necesario. Pero escuche, Janssen: el problema de la privación de comida se está tornando grave. Hasta me siento mareado. Buscaremos primero en las cafeterías y, al mismo tiempo, nos brindaremos algún sustento.

Kohl flexionó los dedos dentro de los zapatos para aliviar el dolor. La lana de cordero se había movido y nuevamente le ardían los pies. Señaló con la cabeza el restaurante más próximo, el mismo frente al cual habían estacionado: la cafetería Edelweiss. Allí entraron.

Era un sitio oscuro. Kohl notó que se desviaban las miradas, cosa que anunciaba típicamente la aparición de un funcionario. Cuando acabaron de observar a los parroquianos, por si acaso el sospechoso de Manny’s Men’s Wear pudiera estar allí, el inspector mostró su credencial a un camarero, quien se cuadró instantáneamente.

Heil Hitler. ¿En qué puedo serles útil?

Era dudoso que en ese agujero lleno de humo conocieran siquiera la existencia de los jefes de camareros; por lo tanto, Kohl preguntó por el gerente.

—El señor Grolle, sí, señor. Lo traeré de inmediato. Por favor, señores, ocupen esta mesa. Y si desean café y algo para comer, no tienen más que pedírmelo.

—Tomaré un café y strudel de manzana. Doble porción, por favor. ¿Y mi colega? —Miró a Janssen con una ceja enarcada.

—Sólo una Coca-Cola.

—El strudel, ¿con nata montada? —preguntó el camarero.

—Por supuesto —exclamó Willi en tono de sorpresa, como si fuera un sacrilegio servirlo sin ella.

Mientras regresaban con el arma a la cafetería Edelweiss, desde donde a Morgan llamaría a su contacto en el Ministerio de Información, Paul preguntó:

—¿Qué nos conseguirá sobre el paradero de Ernst?

—Me ha dicho que Goebbels siempre quiere saber en qué actos públicos se presentarán los mandamases principales. Así puede decidir si es importante enviar a un fotógrafo o un equipo de filmación para que registren el evento. —Soltó una risa agria—. Si vas a ver Motín a bordo, digamos, antes de ponerte siquiera una imagen de Mickey Mouse tendrás veinte minutos de aburridas filmaciones de Hitler acariciando bebés y Göring desfilando con sus ridículos uniformes ante un millar de hombres en el Servicio Laboral.

—¿Y Ernst estará en esa lista?

—Eso es lo que espero. Dicen que el coronel no tiene mucha paciencia para la propaganda y que detesta a Goebbels tanto como a Göring. Pero ha aprendido a seguir el juego. En estos tiempos, para triunfar en el Gobierno hay que saber jugarlo.

Al acercarse a la cafetería Edelweiss Paul reparó en un humilde coche negro detenido sobre el bordillo, junto a la estatua de Hitler, frente al restaurante. Aunque se veían algunos bonitos modelos de Mercedes y BMW, la mayoría de los vehículos de Berlín eran como ese: cuadrados y maltrechos. Cuando regresara a Estados Unidos y cobrara sus diez de los grandes se compraría el automóvil de sus sueños: un Lincoln negro refulgente. Marion quedaría muy bien en un coche así.

De pronto Paul sintió mucha sed. Decidió que, mientras Morgan hacía su llamada, él ocuparía una mesa. El restaurante parecía estar especializado en café y pasteles, pero en un día tan caluroso eso no lo atraía. No: decidió continuar sus investigaciones en el bello arte de la cerveza alemana.