El maltrecho Auto Union DKW de Kohl logró cubrir los veinte kilómetros hacia el oeste de la ciudad, hasta la Villa Olímpica, sin recalentarse, pese al implacable sol que obligó a los dos detectives a quitarse la americana, contra sus tendencias naturales y las reglas de la Kripo.
La ruta los llevó a través de Charlottenburg; si hubieran continuado hacia el suroeste los habría llevado hacia Gatow; eran las dos ciudades cerca de las cuales habían muerto los trabajadores polacos y las familias judías. Las terribles fotos de esos asesinatos continuaban revolviéndose en la memoria de Kohl como pescado podrido en las tripas.
Llegaron a la entrada principal de la Villa, que bullía de actividad. Allí había coches privados, taxis y autobuses, de los que bajaban atletas y gente del personal; de varios camiones se descargaban cajas, equipaje y equipos. Después de ponerse nuevamente las americanas, los detectives caminaron hasta el portón; una vez que hubieron mostrado sus credenciales a los guardias, que eran del ejército regular, se les permitió entrar a los jardines, amplios y bien cuidados. En derredor, por las amplias aceras, pasaban hombres llevando carretillas con maletas y baúles. Otros, de pantalones cortos y camisas sin mangas, corrían o se entrenaban.
—Mire —dijo Janssen, lleno de entusiasmo, señalando con la cabeza a un grupo de japoneses o chinos. A Kohl le sorprendió verlos con camisa blanca y pantalones de franela en vez de… Bueno, lo que fuera; taparrabos, quizá, o túnicas de seda bordada. A poca distancia varios deportistas morenos de Oriente Medio caminaban juntos; dos de ellos reían por lo que había dicho un tercero. Willi Kohl miraba todo aquello como un colegial. Cuando comenzaran los Juegos, la semana siguiente, disfrutaría viéndolos, desde luego, pero también ansiaba ver gente de casi todos los países de la tierra; las únicas naciones importantes que no estaban representadas eran España y Rusia.
Los policías localizaron los alojamientos de los norteamericanos. En el edificio principal había una zona de recepción. Se aproximaron al oficial de enlace del Ejército alemán.
—Teniente —dijo Kohl, guiándose por el rango que revelaba el uniforme.
El hombre se levantó de inmediato; su atención fue aún mayor cuando Kohl se identificó junto con su asistente.
—Heil Hitler. ¿Ha venido por trabajo, señor?
—En efecto. —El inspector describió al sospechoso y preguntó al oficial si había visto a algún hombre así.
—No, señor, pero sólo en la residencia para norteamericanos hay varios cientos de personas. Como usted ve, el edificio es bastante grande.
Kohl asintió.
—Necesito hablar con alguien que esté con el equipo americano. Algún funcionario.
—Sí, señor. Me ocuparé de eso.
Cinco minutos después regresó con un hombre larguirucho, de unos cuarenta años, que se identificó en inglés como jefe de entrenadores. Vestía pantalones blancos, holgados, y un chaleco blanco de punto sobre la camisa, blanca también. Kohl cayó en la cuenta de que en la zona de recepción, casi desierta un rato antes, habían entrado diez o doce personas, atletas o no, fingiendo tener algo que hacer allí. Tal como él recordaba de sus tiempos de militar, nada se divulga más deprisa que una noticia entre compañeros de alojamiento.
El oficial alemán estaba dispuesto a servir de intérprete, pero Kohl prefirió hablar directamente con quienes debía entrevistar.
—Señor —dijo en inglés vacilante—, estoy siendo policía inspector de la Policía Criminal. —Mostró su credencial.
—¿Hay algún problema?
—Todavía no estamos seguros. Pero… hum… tratamos de encontrar a un hombre con quien nos gustaría hablar. Tal vez usted lo está conociendo.
—Se trata de un asunto bastante grave —colaboró Janssen, con pronunciación perfecta. Kohl ignoraba que hablara tan bien el inglés.
—Sí, sí —continuó el inspector—. Al parecer tenía este libro que perdió. —Desplegó el pañuelo para mostrar la guía de turismo—. Es dada a personas de los Juegos Olímpicos, ¿no?
—En efecto. Pero no sólo a los atletas: a todos. Nos han repartido un millar, poco más o menos. Y hay varios países más que ofrecen también la versión inglesa, como usted sabe.
—Sí, pero hemos localizado también este sombrero y fue comprado en Nueva York. Así, muy probable, es americano.
—¿De veras? —inquirió el entrenador, cauteloso—. ¿Su sombrero?
Kohl continuó:
—Está siendo un hombre grande, nos parece, con pelo rojo, negro pardo.
—¿Negro pardo?
Frustrado por su propia falta de vocabulario extranjero, Kohl dirigió una mirada a Janssen, quien explicó:
—Su pelo es castaño oscuro, lacio, con un tinte rojizo.
—Usa un traje gris claro y este sombrero y corbata. —Kohl hizo una señal a su ayudante, que sacó las pruebas de su portafolio. El entrenador los miró sin comprometerse y se encogió de hombros.
—Tal vez si me dijeran de qué se trata…
Kohl reflexionó otra vez en lo diferente que era la vida en Estados Unidos: ningún alemán se habría atrevido a preguntar a un policía para qué quería saber algo.
—Es un asunto de seguridad de Estado.
—Seguridad de Estado. Ajá. Bien, me gustaría colaborar, claro que sí. Pero si no pueden darme más datos…
El inspector miró alrededor.
—Tal vez alguna persona aquí pueda estar conociendo a este hombre.
El entrenador alzó la voz.
—Oíd, muchachos, ¿alguno de vosotros sabe a quién pertenecen estas cosas?
Hubo meneos de cabeza y murmullos negativos.
—Tal vez entonces yo tengo la esperanza de que usted tiene un… sí, sí, una lista de personas que vinieron con usted aquí. Y direcciones. Para ver quién viviría en Nueva York.
—La tenemos, pero sólo de los miembros del equipo y sus entrenadores. No sugerirá usted que…
—No, no. —Kohl no creía que el asesino estuviera en el equipo. Los atletas eran demasiado visibles; era improbable que alguno de ellos se hubiera escabullido sin ser visto el primer día para ir a Berlín, asesinar a un hombre, visitar diversos lugares de la ciudad como si cumpliera una misión y luego regresar sin despertar sospechas—. Estoy dudando que este hombre es un atleta.
—Pues en ese caso temo que no puedo serle de mucha ayuda. —El entrenador se cruzó de brazos—. Escuche, oficial: supongo que el Departamento de Inmigración ha de tener información sobre las direcciones de los visitantes. ¿Verdad que llevan un registro de todas las llegadas y salidas del país? Se dice que los alemanes son expertos en eso.
—Sí, sí, lo que pensaba. Pero desgraciadamente la información no presenta la dirección de una persona en su patria. Sólo su nacionalidad.
—Vaya, qué lástima.
Kohl insistió.
—Lo que también estoy esperando: ¿tal vez un manifiesto del barco, la lista de pasajeros del Manhattan? A menudo está dando direcciones.
—Pues sí, eso lo tenemos, sin duda. Pero comprenderá usted que a bordo veníamos cerca de mil personas.
—Por favor, comprendo. Pero aún estaría muy esperanzado de verla.
—Sin duda. Sólo que… Vea, oficial, me sabe mal ponerle dificultades, pero creo que la residencia… creo que tenemos privilegios diplomáticos, ¿sabe? Soberanía territorial. Me parece que necesitará una orden.
Kohl recordaba los tiempos en que se requería la aprobación de un juez para inspeccionar la casa de un sospechoso o exigir la entrega de pruebas. La Constitución de Weimar, que después de la guerra había creado la República de Alemania, tenía muchas garantías de esa clase, en su mayoría copiadas de la norteamericana. (Sin embargo contenía un solo punto débil, bastante significativo, que Hitler aprovechó inmediatamente: el privilegio presidencial de suspender indefinidamente todos los derechos civiles).
—Oh, sólo estoy mirando unos pocos asuntos aquí. No estoy teniendo orden.
—En verdad me sentiría más tranquilo si trajera una.
—Este asunto tiene cierta urgencia.
—No lo dudo, pero ¡hombre!, tal vez sea mejor para usted también. No conviene agitar las aguas. En el sentido diplomático. Agitar las aguas; ¿comprende lo que quiero decir?
—Comprendo las palabras.
—¿Por qué no hace que su jefe llame a la Embajada o a la Comisión Olímpica? Si ellos me dan el visto bueno, le daré lo que me pida en bandeja de plata.
—El visto bueno. Sí, sí. —Era probable que la Embajada de Estados Unidos accediera, reflexionó Kohl, si presentaba bien la solicitud. Los norteamericanos no querrían que circularan rumores sobre un asesino que había entrado en Alemania con su equipo olímpico—. Muy bien, señor. Estaré contactando la Embajada y la Comisión, como usted sugiere.
—Bien. A sus órdenes. Ah, y buena suerte en los Juegos. Sus muchachos nos lo pondrán bien difícil.
—Estaré presente —dijo el inspector—. Tengo mis entradas desde más de todo un año.
Salió con el candidato a inspector.
—Llamaremos a Horcher por la radio del coche, Janssen. Sin duda él podrá ponerse en contacto con la Embajada estadounidense. Esto podría ser… —Kohl se interrumpió. Había detectado un olor penetrante. Aunque familiar, allí estaba fuera de lugar—. Esto no me gusta.
—¿Qué pa…?
—Por aquí. ¡Pronto! —Echó a andar deprisa, rodeando la parte trasera del edificio principal entre los que ocupaban los americanos. Olía a humo, pero no era el de las barbacoas que se percibe a menudo en verano, sino humo de leña, algo raro en julio—. ¿Qué palabra es esa, Janssen? ¿La que pone en el letrero? No entiendo.
—Pone «Duchas/sala de vapor».
—¡No!
—¿Qué pasa, señor?
Kohl cruzó precipitadamente la puerta hacia una amplia zona alicatada. A la izquierda estaban los lavabos; las duchas, a la derecha; una puerta aparte conducía a la sala de vapor. Hacia allí corrió Kohl y la abrió de par en par. Dentro había una estufa sobre la cual se veía una bandeja grande, llena de piedras. A un costado, cubos de agua que se podían verter sobre las piedras calientes, a fin de producir vapor. Junto a la estufa, que tenía el fuego encendido, había dos negros jóvenes, de chándal azul marino. El que estaba inclinado hacia la portezuela tenía cara redonda, facciones atractivas y frente alta; el otro era más delgado, de pelo espeso, que le nacía más abajo, sobre la frente. El carirredondo cerró la portezuela metálica y giró hacia el inspector, enarcando una ceja con una sonrisa simpática.
—Buenas tardes, señores —dijo Kohl, nuevamente en su terrible inglés—. Estoy…
—Sí, ya sabemos. ¿Cómo está, inspector? Estupendo el lugar que nos han hecho ustedes aquí. Me refiero a la Villa.
—He olido humo y tenía preocupación.
—Sólo estamos encendiendo el fuego.
—Para los músculos doloridos no hay como el vapor —añadió su amigo.
Kohl echó un vistazo a la portezuela traslúcida de la estufa. Tenía el regulador bien abierto y las llamas eran muy altas. Dentro se rizaban algunas hojas de papel blanco.
—Señor —comenzó Janssen ásperamente en alemán—, ¿qué están…?
Pero su jefe lo interrumpió con una sacudida de cabeza. Luego miró al primero que había hablado.
—¿Usted es…? —Entornó los ojos; luego los abrió de par en par—. Sí, sí, usted es Jesse Owens, el gran corredor. —Con su fuerte acento alemán, el nombre sonó «Yessa Ovens».
El deportista, sorprendido, extendió la mano sudorosa. Mientras la estrechaba con firmeza, el inspector miró al otro.
—Ralph Metcalfe —se presentó el atleta. Un segundo apretón de manos.
—Él también está en el equipo —explicó Owens.
—Sí, sí, he oído de usted también. Usted ganó en Los Ángeles en el Estado de California en los últimos Juegos. Bienvenido usted también. —Kohl bajó la vista al fuego—. ¿Ustedes toman el baño de vapor antes del ejercicio?
—A veces antes, a veces después —dijo Owens.
—¿Le gusta el vapor, inspector? —preguntó Metcalfe.
—Sí, sí, de vez en cuando. Pero ahora mayormente hago baños de pies.
—¡Si sabré lo que es el dolor de pies! —Comentó el corredor, haciendo una mueca—. Oiga, inspector, ¿por qué no salimos? Fuera se está mucho más fresco.
Y sostuvo la puerta para que salieran Kohl y Janssen. Después de una breve vacilación, los hombres de la Kripo siguieron a Metcalfe al prado que se extendía detrás de la residencia.
—Su país es muy bello, inspector —elogió Metcalfe.
—Sí, sí, es verdad. —El detective observaba el humo que surgía del conducto metálico, sobre la sala de vapor.
—Ojalá que encuentre al tío que está buscando —añadió Owens.
—Sí, sí. Supongo que no es útil preguntar si conocen a alguien que usa sombrero Stetson y corbata verde. ¿Un hombre de gran tamaño?
—Lo siento, pero no conozco a nadie así. —Echó una mirada a Metcalfe, quien también meneó la cabeza.
Janssen preguntó:
—¿Saben de alguien que haya venido con el equipo y se haya marchado enseguida? ¿Para ir a Berlín o a algún otro lugar? Los hombres intercambiaron una mirada.
—Pues no, me temo que no —respondió Owens.
—Yo tampoco, seguro —añadió Metcalfe.
—Ach, bien… ha estado un honor conocerlos.
—Gracias, señor.
—Yo seguía noticias de sus carreras en… ¿era el Estado de Michigan? ¿El año pasado, las pruebas?
—Ann Arbor. ¿Aquí os enterasteis de eso? —Owens rio, otra vez sorprendido.
—Sí, sí. Récords mundiales. Triste, ahora no estamos recibiendo muchas noticias de América. No obstante tengo ansias de los Juegos. Pero tengo cuatro entradas y cinco hijos y mi esposa y mi yerno futuro. Estaremos presentes y asistiendo en… ¿turnos, se dice? ¿El calor no los molestará?
—Me crie corriendo en el Medio Oeste. Más o menos el mismo clima.
Con súbita seriedad, Janssen dijo:
—Les diré que en Alemania mucha gente desea que ustedes no ganen.
Metcalfe frunció el entrecejo.
—¿Por las gil… por lo que dice Hitler de la gente de color?
—No —dijo el joven asistente. Luego su cara se abrió en una sonrisa—. Porque si nuestros agentes aceptan apuestas a favor de extranjeros se los arresta. Sólo podemos apostar por los atletas alemanes.
Owens se mostró divertido.
—¿Conque apostáis contra nosotros?
—Apostaríamos por ustedes —dijo Kohl—. Pero no, no podemos.
—¿Porque es ilegal?
—No, porque somos sólo pobres policías sin dinero. Así, corran como el Luft, el viento, dicen ustedes los norteamericanos, ¿no? Corran como el viento, Herr Owens y Herr Metcalfe. Yo estaré en las gradas y animándolos, aunque tal vez en silencio… Vamos, Janssen. —Kohl se alejó varios pasos, pero regresó—. Debo preguntar otra vez: ¿están ustedes seguros que nadie ha usado el sombrero Stetson pardo…? No, no, claro que no, o me lo habrían decido. Buen día.
Rodearon el edificio hasta el frente y luego se dirigieron hacia la salida de la Villa.
—¿Era el listado del barco, con el nombre de nuestro asesino, señor? Lo que esos negros quemaban en la estufa.
—Es posible. Pero recuerde decir «sospechoso», no asesino.
El olor a papel quemado flotaba en el aire caliente e irritaba la nariz de Kohl, de manera provocadora, aumentando su frustración.
—¿Y qué podemos hacer?
—Nada —respondió simplemente el jefe. Y suspiró con enfado—. No podemos hacer nada. Y ha sido culpa mía.
—¿Por qué culpa suya, señor?
—Ach, las sutilezas de nuestro oficio, Janssen… No quería revelar ni pizca de nuestro objetivo; por eso he dicho que deseábamos hablar con este hombre por un asunto de «seguridad de Estado», frase que en la actualidad utilizamos con demasiada facilidad. Esas palabras han dado a entender que el delito no era el homicidio de una víctima inocente, sino quizá una ofensa contra el Gobierno… que, naturalmente, hace menos de veinte años estaba en guerra con el país de esta gente. Sin duda muchos de estos atletas perdieron familiares, tal vez incluso al padre, a manos del Ejército del káiser; bien pueden sentir un interés patriótico en proteger a un hombre así. Y ahora ya es demasiado tarde para retirar lo que dije con tanto descuido.
Al llegar a la calle, frente a la Villa, Janssen giró hacia el sitio donde habían aparcado el DKW, pero su jefe preguntó:
—¿Adónde va?
—¿No regresamos a Berlín?
—Todavía no. Se nos ha negado el listado de pasajeros. Pero la destrucción de pruebas implica un motivo para destruirlas. Y ese motivo, lógicamente, se podría encontrar cerca del punto de su pérdida. Por lo tanto, continuaremos investigando. Debemos seguir la pista de la manera más difícil, utilizando nuestros pobres pies… Ach, qué bien huele esa comida, ¿no? Cocinan bien para los atletas. Recuerdo que hace años, cuando nadaba todos los días… ¡hombre, podía comer cuanto se me antojaba y no aumentaba ni un gramo! Pero esos días han quedado muy atrás, por desgracia. Aquí a la derecha, Janssen, a la derecha.
Reinhard Ernst dejó caer el auricular en su horquilla y, cerrando los ojos, se reclinó en la pesada silla de su despacho de la Cancillería. Por primera vez en varios días se sentía contento; no: se sentía lleno de gozo. Lo invadía una sensación de victoria, tan potente como cuando, con sus sesenta hombres supervivientes, logró defender con éxito el reducto noroccidental contra trescientos de los Aliados, cerca de Verdún. Así había ganado la Cruz de Hierro de primera clase… y una mirada de admiración de Guillermo II (y si el káiser no le prendió personalmente la condecoración fue sólo por su brazo marchito). Pero el triunfo de ese día, a pesar de que no tendría el reconocimiento público, por supuesto, era mucho más dulce.
Uno de los grandes problemas a los que se había enfrentado al reconstruir la Marina del país era esa parte del Tratado de Versalles que prohibía a Alemania tener submarinos y limitaba el número de naves de combate a seis acorazados, seis cruceros, doce destructores y doce torpederos.
Absurdo, naturalmente, incluso para la defensa básica.
Pero el año anterior Ernst había orquestado un golpe. Junto con el audaz embajador Joachim von Ribbentrop, había negociado el Tratado Naval Anglogermano, que permitía la construcción de submarinos y elevaba el número de barcos alemanes al treinta y cinco por ciento de la Marina inglesa. Pero la parte más importante del pacto sólo ahora se ponía a prueba. Ernst había tenido la idea de hacer que Ribbentrop negociara el porcentaje, no en términos de números de barcos, como en Versalles, sino en tonelaje.
Ahora Alemania tenía legalmente derecho a construir aún más barcos que los que tenía Gran Bretaña, siempre que el tonelaje total no excediera ese mágico treinta y cinco por ciento. Más aún: durante todo ese tiempo Ernst y Erich Raeder, comandante en jefe de la Marina, habían tenido por objetivo la creación de naves de combate más livianas, más ágiles y mortíferas, a diferencia de los mastodontes que componían la mayor parte de la flota de guerra británica, barcos vulnerables al ataque de aviones y submarinos.
Sólo quedaba por ver si Inglaterra alzaba su protesta cuando, al estudiar los informes de construcción de los astilleros, cayera en la cuenta de que la Marina alemana sería mucho más grande de lo que se esperaba.
Pero el diplomático alemán que acababa de llamarlo desde Londres informaba de que el Gobierno británico, vistas las cifras, las había aprobado sin pensarlo dos veces.
¡Qué éxito!
Escribió una nota para dar la buena noticia al Führer e hizo que un mensajero se la entregara en mano.
En el momento en que el reloj de pared daba las cuatro entró en su despacho un hombre de mediana edad y calvo, vestido con americana de tweed marrón y pantalones holgados.
—Coronel, he…
Ernst sacudió la cabeza y se llevó el dedo a los labios para acallar al doctor-profesor Ludwig Keitel. Luego giró en redondo para echar un vistazo por la ventana.
—Qué tarde tan bella, ¿verdad?
Keitel arrugó el entrecejo; era uno de los días más calurosos del año; hacía cerca de treinta y cuatro grados y el viento venía cargado de arenilla. Pero guardó silencio, con una ceja enarcada.
Al ver que el coronel señalaba la puerta, hizo un gesto de asentimiento y salió con él al pasillo; luego abandonaron la Cancillería. Giraron al norte por la calle Wilhelm y continuaron hasta Unter den Linden; luego viraron hacia el oeste, charlando sobre el tiempo, las Olimpiadas y una película estadounidense que, al parecer, se estrenaría pronto. Ambos, como el Führer, admiraban a Greta Garbo, la actriz norteamericana. En Alemania acababan de aprobar su película Anna Karenina, pese a estar ambientada en Rusia y ser de una moralidad cuestionable. Mientras discutían sus últimas actuaciones, entraron en el Tiergarten, cerca de la Puerta de Brandenburgo.
Por fin Keitel miró en derredor, por si los seguían o vigilaban.
—¿A qué viene esto, Reinhard?
—Hay locos entre nosotros, doctor. —Ernst suspiró.
—¡No! ¿Es una broma? —preguntó el profesor, sarcástico.
—Ayer el Führer me pidió un informe sobre el Estudio Waltham.
Keitel tardó un momento en asimilar esa información.
—¿El Führer? ¿En persona?
—Yo confiaba que se olvidaría, ocupado como ha estado con las Olimpiadas. Pero al parecer no ha sido así. —El coronel mostró la nota de Hitler; luego explicó de qué modo se había enterado el Führer de la existencia de ese estudio—. Gracias al hombre de muchos títulos y más kilos.
—Hermann el Gordo —completó Keitel en voz alta, con un suspiro de enfado.
—Chist —pidió Ernst—. Hable a través de flores.
En esos días era una expresión frecuente; significaba: «Cuando mencione públicamente el nombre de un funcionario del Partido, diga sólo cosas buenas».
El profesor se encogió de hombros, pero continuó en voz más baja:
—¿Qué interés puede tener en nosotros?
El coronel no tenía tiempo ni energías para explicar las maquinaciones del Gobierno nacionalsocialista a un hombre que llevaba una vida esencialmente académica.
Pues bien, amigo mío —dijo Keitel—, ¿qué haremos?
—He decidido pasar a la ofensiva. Contraatacar con fuerza. Les entregaremos un informe. El lunes. Un informe detallado.
—¿Dos días? —Bufó Keitel—. Sólo tenemos datos en bruto. Y aun eso es muy limitado. ¿Y si le dijera que dentro de unos meses tendremos un análisis mejor? Podríamos…
—No, doctor —aseguró Ernst, riendo. Si no era posible hablar entre flores, se recurría al susurro—. Al Führer no se le pide que espere unos meses. Ni unos días. Ni unos minutos. No, es mejor que actuemos ahora. Un golpe relámpago: eso es lo que debemos hacer. Göring continuará con sus intrigas; puede entrometerse hasta tal punto que el Führer profundice. Y si no le gusta lo que ve, parará el estudio por completo. La carpeta que robó era uno de los escritos de Freud. Eso es lo que mencionó en la reunión de ayer. Creo que su expresión fue «médico judío que se dedica a la mente». ¡Si hubiera visto usted la cara del Führer! Pensé que me enviaría a Oranienburg.
—Freud es brillante —susurró Keitel—. Las ideas son importantes.
—Podemos utilizar sus ideas. Y las de los otros psicólogos. Pero…
—Freud es un psicoanalista.
«Ach, estos académicos», pensó Ernst. Eran peor que los políticos.
—Pero en nuestro estudio no mencionaremos sus nombres.
—Eso es deshonestidad intelectual —protestó Keitel, mohíno—. Es importante mantener la integridad moral.
—En estas circunstancias no —fue la firme respuesta del coronel—. El trabajo no es para publicar en algún periódico universitario. No se trata de eso.
—Bueno, está bien —dijo el profesor, impaciente—. Pero mi objeción sigue en pie. No tenemos datos suficientes.
—Ya lo sé. He decidido que debemos conseguir más voluntarios. Diez o doce. Será el grupo más numeroso de todos, para impresionar al Führer y lograr que ignore a Göring.
—Es que no tenemos tiempo —descartó el doctor—. ¿Para el lunes por la mañana? No, no, no se puede.
—Sí que se puede. Es preciso. Nuestra obra es demasiado importante como para perderse en esta escaramuza. Mañana por la tarde habrá otra sesión en la universidad. Redactaré para el Führer nuestra magnífica visión del nuevo Ejército alemán. En mi mejor prosa diplomática. Sé qué palabras utilizar. —Miró a su alrededor. Luego, otro susurro—: Cortaremos las piernas a ese gordo ministro del Aire.
—Podemos intentarlo, supongo —dijo Keitel, inseguro.
—No: lo haremos —aseguró Ernst—. Eso de «intentar» no existe. Se triunfa o no se triunfa. —Al caer en la cuenta de que estaba hablando como oficial que sermonea a un subordinado, sonrió con melancolía—. Esto no me gusta más que a usted, Ludwig. Tenía esperanzas de pasar este fin de semana descansando. Quería dedicar algún tiempo a mi nieto. Íbamos a tallar juntos un barco. Pero ya habrá tiempo para recrearse. —Y el coronel añadió—: Cuando muramos.
Keitel no dijo nada, pero Ernst percibió que giraba la cabeza hacia él, inseguro.
—Es una broma, amigo mío —aseguró—. Y ahora permítame darle una noticia estupenda sobre nuestra Marina.