11

El taxi que había cogido en la Villa Olímpica lo dejó en la plaza Lützow, un sitio muy transitado cerca de un canal pardo y estancado, al sur del Tiergarten.

Al apearse Paul olió a agua fétida y se detuvo durante un momento a orientarse, mientras miraba lentamente a su alrededor. No vio ojos insistentes que lo espiaran sobre algún periódico ni hombres furtivos de uniforme o traje pardo. Echó a andar con rumbo este. Aquel era un vecindario residencial tranquilo, con algunas casas encantadoras y otras más modestas. Como recordaba perfectamente las indicaciones de Morgan, siguió durante un rato el canal; luego lo cruzó para descender por la calle Príncipe Heinrich. Pronto llegó a una calle tranquila, el pasaje Magdeburger, bordeado de edificios residenciales de cuatro y cinco pisos; se parecía a los barrios más pintorescos del West Side de Manhattan. En casi todas las casas ondeaba una bandera, generalmente la roja, blanca y negra del nacionalsocialismo; varias tenían estandartes con los aros entrelazados de los Juegos Olímpicos. La casa que buscaba, el número 26, tenía uno de esos. Tocó el timbre. Un momento después se oyeron pisadas. La cortina de una ventana lateral se movió como por efecto de una brisa repentina. Luego, una pausa. Tras un chasquido metálico, la puerta se abrió.

Paul saludó con una inclinación de cabeza a la mujer, que lo miraba con cautela.

—Buenas tardes —dijo él en alemán.

—¿Usted es Paul Schumann?

—Sí, señora.

Ella parecía rondar los cuarenta años. Tenía una figura esbelta y llevaba un vestido floreado que Marion habría calificado de «muy poco elegante»: el bajo le llegaba por debajo de la rodilla, a la moda de dos o tres años atrás. Su pelo era rubio oscuro; lo llevaba corto y ondulado; como la mayoría de las mujeres que él había visto en Berlín, no usaba maquillaje. Tenía la piel opaca y los ojos castaños parecían cansados, pero eran detalles superficiales que habrían desaparecido bien pronto con unas cuantas comidas abundantes y un par de noches de sueño ininterrumpido. Lo curioso era que, justamente por esos pequeños defectos, la mujer que se escondía tras ellos le resultó más atractiva. No era como Marion o sus amigas, que a veces se emperifollaban al punto de que uno ya no sabía cómo eran.

—Soy Käthe Richter. Bienvenido a Berlín. —La mujer le tendió una mano enrojecida y huesuda, que estrechaba con firmeza—. No sabía cuándo debía esperarlo. El señor Morgan dijo que vendría en algún momento de este fin de semana. De todas maneras sus habitaciones ya están listas. Pase, por favor.

Él entró en el vestíbulo, que olía a naftalina y canela, con un ligero aroma de lilas; tal vez era su perfume. Después de cerrar con llave ella volvió a examinar la calle por un momento, a través de la ventana lateral. Luego se hizo cargo de la maleta y el portafolio de piel.

—No, deje usted…

—Los llevaré yo —insistió ella con firmeza—. Por aquí.

Lo condujo hasta una puerta que se abría en la mitad de un corredor oscuro, donde aún se conservaban las lámparas de gas originales junto a las eléctricas, más recientes. En las paredes se veían unas cuantas pinturas al óleo, descoloridas escenas pastorales. Käthe abrió la puerta e hizo un gesto para invitarlo a entrar. El apartamento, amplio y limpio, tenía pocos muebles. La puerta daba a la sala; atrás había un dormitorio; a la izquierda y a lo largo de la pared, una cocina pequeña, separada del resto de la sala por un manchado biombo japonés. Las mesas estaban cubiertas con estatuillas de animales, muñecas, cajas de esmalte desportillado y abanicos baratos. Había dos lámparas eléctricas poco firmes. En el rincón, un gramófono, con una gran radio al lado, que ella encendió.

—La sala de fumar está en la parte delantera. Supongo que usted está habituado a que sean sólo para hombres, pero esta es para todos; es algo en lo que me empeño.

Él no estaba habituado a salas de fumar de ningún tipo, pero asintió con la cabeza.

—Ya me dirá usted si le gustan las habitaciones. Si no, tengo otras.

Después de echar una mirada rápida al lugar, Paul dijo:

—Me va bien, sí.

—¿No quiere ver el resto? ¿Examinar los armarios, la vista desde las ventanas, hacer correr el agua?

Él había notado que estaban en la planta baja y que las ventanas no tenían rejas; podía salir de prisa por las del dormitorio o la sala; también por la puerta que daba al pasillo y conducía a otros apartamentos, otras vías de escape.

—Siempre que el agua no provenga de ese canal por el que he pasado, no dudo que estará bien —respondió a la mujer—. En cuanto al panorama, tengo demasiado trabajo como para poder disfrutarlo.

Una vez que se calentaron las lámparas de la radio, la voz de un hombre llenó la habitación. ¡Vaya, aún seguía la lección de higiene! Más cháchara sobre pantanos a secar y rociar para eliminar los mosquitos.

Al menos las charlas junto al fuego de Roosevelt eran breves y dulces. Paul se acercó al receptor e hizo girar el dial en busca de música. No la había. Apagó.

—No la ofendo, ¿verdad?

Está usted en su habitación. Puede hacer lo que guste. —Ella echó un vistazo inseguro a la radio silenciosa. Luego comentó—: El señor Morgan dijo que usted es norteamericano, pero habla alemán muy bien.

—Gracias a mis padres y abuelos. —Él cogió la maleta. Luego entró en el dormitorio y la puso en la cama. Al ver que se hundía en el colchón se preguntó si estaría relleno de plumas. Su abuela contaba que en Nuremberg, antes de emigrar a Nueva York, ella tenía un lecho de plumas; de niño a Paul le fascinaba la idea de dormir entre plumas de ave.

Cuando regresó a la sala Käthe dijo:

—De siete a ocho de la mañana sirvo un desayuno ligero al otro lado del vestíbulo. Por favor, hágame saber la noche anterior a qué hora quiere que se lo sirva. Y por la tarde hay café, desde luego. En el dormitorio encontrará una jofaina. El cuarto de baño está algo más allá por el pasillo. Es compartido, pero por ahora usted es nuestro único huésped. Cuando se acerquen las Olimpiadas habrá muchos más. Hoy usted es el rey del número veintiséis. El castillo es todo suyo. —Se dirigió hacia la puerta—. Ahora prepararé el café de la tarde.

—No es necesario. En realidad…

—Sí, claro que sí. Está incluido en el precio.

Cuando ella salió al pasillo Paul volvió al dormitorio; diez o doce escarabajos negros merodeaban por el suelo. Abrió el portafolio para poner en la estantería el ejemplar de Mein Kampf que contenía los rublos y el pasaporte falso. Luego se quitó el jersey y, tras arremangarse la camisa de tenis, se lavó las manos y usó la raída toalla para secarse.

Un momento después Käthe regresó con una bandeja en la que llevaba una cafetera de plata abollada, una taza y un plato pequeño cubierto con un tapete de encaje. La puso en la mesa, frente a un sofá muy gastado.

—Siéntese, por favor.

Él obedeció. Mientras se abotonaba los puños preguntó:

—¿Reggie Morgan y usted son amigos?

—No; él respondió a un anuncio donde se ofrecían habitaciones y me pagó por adelantado.

Era la respuesta que Paul esperaba. Fue un alivio saber que no era la mujer quien se había puesto en contacto con Morgan; eso la habría hecho sospechosa. Por el rabillo del ojo vio que ella le miraba la mejilla.

—¿Está herido?

—Soy alto. Siempre me golpeo la cabeza. —Paul se tocó levemente la cara, como golpeándose, para ilustrar sus palabras. Como la pantomima lo hizo sentir estúpido, bajó la mano.

Ella se levantó.

—Espere, por favor. —Pocos minutos después regresó con una tirita y se la ofreció.

—Gracias.

—Pero no tengo yodo. Ya he buscado.

Schumann pasó al dormitorio; de pie frente al espejo, detrás del lavabo, se aplicó la tirita a la cara.

—Aquí no correrá peligro —aseguró ella—. Los techos no son bajos.

—¿Este edificio es suyo? —preguntó Paul al regresar.

—No. Es de un hombre que actualmente está en Holanda. Yo se lo administro a cambio de techo y comida.

—¿Él está relacionado con las Olimpíadas?

—¿Con las Olimpiadas? No, ¿por qué?

—Es que en la calle casi todo el mundo tiene la bandera nazi… nacionalsocialista, quiero decir. Pero la de aquí es la olímpica.

—Sí, sí. —Ella sonrió—. Nos dejamos entusiasmar por los Juegos, ¿no?

Hablaba el alemán con una gramática impecable y se expresaba con mucha claridad; era obvio que en otros tiempos había ejercido un oficio diferente, mucho mejor, aunque las manos arruinadas, las uñas rotas y esos ojos tan cansados hablaban de dificultades recientes. Pero también se percibía en ella una energía interior, la decisión de llevar la vida adelante hacia tiempos mejores. Paul decidió que a eso se debía, en parte, la atracción que experimentaba.

Ella le sirvió café.

—En estos momentos no hay azúcar. En las tiendas se ha acabado.

—Lo tomo sin azúcar.

—Pero tengo strudel. Lo hice antes de que escasearan las provisiones. —Ella descubrió el plato, en el que había cuatro pequeños trozos de pastel—. ¿Sabe qué es el strudel?

—Mi madre lo hacía todos los sábados. Mis hermanos la ayudaban. Estiraban la masa hasta dejarla tan fina que se podía leer a través de ella

—Sí, sí —confirmó ella, entusiasta—; así lo hago yo también. Y usted, ¿no ayudaba a estirar la masa?

—No, nunca. No tengo mucho talento para la cocina. —Paul cogió un trozo—. Pero lo comía en cantidades, sí… Este es muy bueno. —Señaló la cafetera con la cabeza—. ¿Quiere café? Le serviré un poco.

—¿Yo? —Käthe parpadeó—. Oh, no.

Él bebió un sorbo del brebaje, que era bastante flojo. Estaba hecho con granos ya usados.

—Hablaremos su idioma —anunció ella. Y se lanzó en inglés—. Nunca he estado en su país, pero me gustaría mucho ir allá.

Él apenas detectó un leve acento en el sonido inglés más difícil para los alemanes.

—Habla buen inglés —dijo Paul.

—Ha querido decir «bien» —espetó ella con una sonrisa, creyendo haberlo pillado en un error.

—No —explicó Paul—. Usted habla buen inglés. Usted habla inglés bien. «Bueno» es adjetivo. «Bien» es adverbio.

Ella frunció el entrecejo.

—Déjeme pensar… Sí, sí, tiene razón. Qué vergüenza… El señor Morgan dijo que usted es escritor. Y ha ido a la universidad, claro está.

Dos años de estudios superiores en una pequeña universidad de Brooklyn, que había abandonado al enrolarse para combatir en Francia. Nunca había llegado a completar la carrera. Fue al regresar cuando se le complicó la vida y los estudios quedaron a un lado. En realidad, trabajando en la imprenta para su padre y su abuelo había aprendido más de palabras y libros de lo que creía haber podido aprender en la universidad. Pero no dijo nada de eso.

—Yo soy maestra. Es decir, lo fui. Enseñaba literatura a adolescentes. Y también la diferencia entre «ser» y «estar», «deber» y «deber de»… y también entre «bueno» y «bien». Por eso me siento avergonzada.

—¿Literatura inglesa?

—No, alemana. Pero me encantan muchos libros ingleses.

Por un momento se hizo el silencio. Paul sacó el pasaporte del bolsillo y se lo entregó. Ella, frunciendo las cejas, le dio vueltas en la mano.

—En verdad soy quien digo ser.

—No comprendo.

—El idioma… Usted me pidió que habláramos en inglés para ver si soy realmente norteamericano, no un informante nacionalsocialista. ¿Me equivoco?

—Pues… —Los ojos pardos bajaron deprisa al suelo. Estaba abochornada.

—No me molesta. Mírelo. La foto.

Ella iba a devolvérselo, pero se detuvo. Luego lo abrió para comparar la foto con su cara. Paul aceptó de nuevo el documento.

—Sí, tiene razón. Espero que me perdone, señor Schumann.

—Paul.

Una sonrisa.

—Ha de ser muy buen periodista para ser tan… ¿«perceptivo», se dice?

—Sí, así se dice.

—Supongo que el Partido no es tan diligente ni tiene tantos fondos como para contratar a un norteamericano para que espíe a gente sin importancia como yo. Por lo tanto, puedo decirle que he caído en desgracia. —Un suspiro—. Culpa mía. No reflexioné. En una clase sobre Goethe, el poeta, dije simplemente que lo respetaba por la valentía de prohibir a su hijo que combatiera en la guerra. En la Alemania actual el pacifismo es delito. Por decir eso me expulsaron y me confiscaron todos los libros. —Hizo un gesto con la mano—. Me estoy quejando. Perdone. ¿Lo ha leído? ¿A Goethe?

—Creo que no.

—Le gustaría. Es brillante. Hila colores con las palabras. De todos los libros que me quitaron, los que más echo de menos son los suyos. —Käthe echó una mirada hambrienta al plato de strudel. No lo había probado. Paul se lo acercó—. No, no, gracias.

—Si no come un trozo pensaré que usted es la agente nacionalsocialista y que trata de envenenarme.

Ella miró el postre y cogió un trozo, que comió de prisa. Cuando Paul bajó la vista para coger su taza de café, vio por el rabillo del ojo que tocaba con la punta de un dedo las migajas caídas en la mesa para llevárselas a la boca, alerta por si él estuviera observando.

Cuando Paul volvió a levantar la cabeza, ella dijo:

—Mira que hemos sido descuidados, usted y yo, como suele suceder en el primer encuentro. Debemos tener más cautela. Ahora que recuerdo… —señaló el teléfono—, manténgalo siempre desconectado. Tenga en cuenta que hay aparatos para escuchar. Y cuando haga una llamada, dé por seguro que está compartiendo su conversación con un lacayo nacionalsocialista. Esto vale sobre todo para cualquier llamada de larga distancia que haga desde la oficina de correos; en cambio dicen que las cabinas telefónicas de la calle ofrecen una relativa privacidad.

—Gracias —dijo Paul—. Pero si alguien escuchara mis conversaciones se aburriría bastante: qué población tiene Berlín, cuántos bistecs comen los atletas, cuánto tiempo se requirió para construir el estadio… Cosas así.

Ach —murmuró Käthe, mientras se levantaba para retirarse—, lo que hemos dicho usted y yo esta tarde sería aburrido para muchos, pero haría que mereciéramos una visita de la Gestapo. O algo peor.