10

Lo siento, inspector Kohl, pero en el departamento estamos ocupados.

—¿Todos?

—Sí, señor —dijo el hombre, un calvo flaco, de traje ceñido, abotonado hasta muy arriba—. Hace varias horas se nos ordenó interrumpir todas las investigaciones para compilar una lista de todas las personas de origen ruso o marcado aspecto de serlo.

Estaban en el vestíbulo de la gran división de Identificación de la Kripo, donde se realizaban los análisis de huellas digitales y de antropometría.

—¿De toda la población de Berlín?

—Sí. Hay un aviso de alerta.

Ah, otra vez ese asunto de seguridad, el que Krauss había considerado demasiado insignificante como para mencionarlo a la Kripo.

¿Y utilizan expertos en huellas digitales para revisar archivos personales? ¿Nuestros propios expertos, nada menos?

—Abandonarlo todo —replicó el hombrecito de los botones—: Esas han sido las órdenes que he recibido. Del cuartel general de la Sipo.

«De nuevo Himmler», pensó Kohl.

—Por favor, Gerhard, que esto es muy importante.

—Le mostró la tarjeta con las impresiones digitales y las fotos.

—Buenas imágenes —comentó Gerhard al examinarlas—. Muy claras.

—Ponga a tres o cuatro expertos a analizarlas, por favor. Es todo lo que le pido.

Una risa demacrada cruzó la cara del funcionario.

—No puedo, inspector. ¿Tres? Imposible.

Kohl se sintió frustrado. Como estudioso de la ciencia criminalística extranjera, miraba con envidia a Estados Unidos e Inglaterra, donde la identificación forense ya se hacía casi exclusivamente por medio del análisis de las impresiones digitales. En Alemania también se las usaba para la identificación; no obstante, a diferencia de los norteamericanos, allí no tenían un sistema uniforme para el estudio de las huellas; cada zona del país lo hacía de manera diferente. Un policía de Wesfalia podía analizar una impresión de determinada manera; un oficial de la Kripo berlinesa lo haría de otro modo. Si se enviaban las muestras de un lado a otro era posible lograr una identificación, pero el procedimiento solía requerir semanas enteras. Hacía tiempo que Kohl apoyaba la unificación de ese análisis en todo el país, pero encontraba una resistencia y un letargo notables. También había instado a su supervisor a comprar a Estados Unidos algunas máquinas de telefoto, magníficos artefactos que podían, con notable claridad y en pocos minutos, transmitir por las líneas telefónicas facsímiles de fotos e imágenes, tales como las de huellas digitales. Pero eran bastante costosas; su jefe había rechazado la solicitud sin siquiera discutir el asunto con el jefe de la policía.

Más preocupante aún para Kohl era el hecho de que, desde que los nacionalsocialistas detentaban el poder, las huellas digitales tenían menos importancia que el anticuado sistema de antropometría Bertillon, por el cual se identificaba a los criminales por las medidas del cuerpo, la cara y la cabeza. Kohl, como la mayoría de los investigadores modernos, rechazaba el análisis de Bertillon por ser difícil de manejar; en verdad cada persona tenía una estructura física muy diferente de la de cualquier otra, pero se requerían decenas de mediciones exactas para categorizar a alguien. Y a diferencia de las impresiones dactilares, rara vez los delincuentes dejaban en la escena del crimen impresiones físicas suficientes como para poder vincularlo al lugar por medio de los datos de Bertillon.

Pero el interés de los nacionalsocialistas por la antropometría iba más allá de la simple identificación. Era clave para lo que ellos denominaban «ciencia» de la criminobiología: categorizar a la gente como criminal, independientemente de su conducta, sólo por sus características físicas. Cientos de hombres de la Gestapo y la SS dedicaban todo su tiempo a correlacionar el tamaño de la nariz y el tono de la piel, por ejemplo, con la proclividad a cometer un delito. El objetivo de Himmler no era poner a los criminales ante la justicia, sino eliminar el crimen antes de que se produjera.

A los ojos de Kohl, eso era tan estúpido como terrorífico.

Mientras echaba un vistazo a esa enorme sala, llena de hombres y mujeres inclinados sobre los documentos en torno a mesas largas, decidió que de nada serviría la diplomacia que había invocado durante el trayecto. Se requería una táctica diferente: el engaño.

—Muy bien. Dígame en qué fecha podrá iniciar su análisis. Necesito algo que pueda decir a Krauss. Hace horas que me importuna.

Una pausa.

—¿Pietr Krauss? ¿Nuestro Krauss?

—Krauss, el de la Gestapo, sí. Le diré… ¿Qué debo decirle, Gerhard? ¿Que esto tardará una semana, diez días?

—¿La Gestapo está involucrada?

—Krauss y yo hemos investigado juntos la escena del crimen. —Eso, al menos, era cierto. Poco más o menos.

—Es posible que este incidente esté relacionado con la situación de seguridad —reflexionó el hombre, ya intranquilo.

—Creo que sí. Estas huellas podrían ser del ruso en cuestión.

El experto no dijo nada, pero observó las fotos. ¿Por qué usaría un traje tan estrecho, si era tan flaco?

—Entregaré estas copias a un experto. Lo llamaré en cuanto tenga algún resultado, Kohl.

—Le agradezco cualquier cosa que usted pueda hacer —dijo el inspector, mientras pensaba: «Ach, un solo examinador. Será casi inútil, a menos que tenga la suerte de hallar una coincidencia».

Después de dar las gracias al técnico subió nuevamente la escalera hasta su piso. Allí entró en el despacho de Friedrich Horcher, su superior, que era el jefe de los inspectores de Berlín-Potsdam.

Ese hombre delgado y canoso, de anticuados mostachos encerados, había sido en sus primeros tiempos un buen investigador, que había capeado bien las marejadas de la reciente política alemana. Con respecto al Partido tenía una posición ambivalente; había sido miembro secreto en los días terribles de la inflación, pero luego renunció debido al extremismo de Hitler. Sólo en tiempos recientes había vuelto a incorporarse, quizá de mala gana, arrastrado inexorablemente por el curso que tomaba la nación. O quizá era un verdadero converso. Kohl no tenía ni idea de cómo eran las cosas.

—¿Cómo marcha el caso, Willi? El del pasaje Dresden.

—Lento, señor. —Añadió con aire lúgubre—: Al parecer los recursos están ocupados. Nuestros propios recursos.

—Sí, hay algo, una especie de alerta.

—Ya veo.

—¿Sabe algo de eso? —preguntó Horcher.

—No, nada.

—Aun así estamos bajo presión. Creen que todo el mundo los está mirando y que un cadáver cerca del Tiergarten puede arruinar para siempre la imagen de nuestra ciudad. —En el rango de Horcher la ironía era un lujo peligroso; Kohl no detectó nada de eso en la voz del hombre—. ¿Algún sospechoso?

—Algunos detalles de su aspecto, pequeñas claves. Eso es todo.

El jefe ordenó los papeles que tenía en el escritorio.

—Sería conveniente que el perpetrador fuera…

—¿… extranjero? —propuso Kohl.

—Exactamente.

—Ya veremos… Me gustaría hacer una cosa, señor. La víctima aún no ha sido identificada. Eso es una desventaja. Me gustaría publicar su foto en El observador del pueblo y en el Journal, para ver si alguien lo reconoce.

Horcher rio.

—¿La foto de un cadáver en el diario?

—No saber quién es la víctima es una gran desventaja para la investigación.

—Plantearé el asunto a la Oficina de Propaganda. Veremos qué dice el ministro Goebbels. Habrá que pedir su autorización.

—Gracias, señor. —Kohl se volvió para partir, pero se detuvo—. Algo más, inspector jefe. Aún espero ese informe de Gatow. Ya ha pasado una semana. Se me ha ocurrido que tal vez lo recibiera usted.

—¿Qué pasó en Gatow? Ah, ese tiroteo.

—Dos —corrigió Kohl—. Dos tiroteos.

En el primero dos familias, que almorzaban al aire libre junto al río Havel, al sudoeste de Berlín, habían sido asesinadas a disparos: siete personas, incluidos tres niños. Al día siguiente se había producido una segunda matanza: ocho trabajadores que vivían en caravanas, entre Gatow y Charlottenburg, el exclusivo barrio que se levantaba al oeste de Berlín.

El comandante policial de Gatow, que nunca había manejado un caso así, hizo que uno de sus gendarmes llamara a la Kripo para pedir ayuda. Raul, un oficial joven y con iniciativa, habló con Kohl y le envió al Alex fotos de la escena del crimen. Willi Kohl, pese a haberse curtido en las investigaciones de homicidios, quedó espantado al ver asesinadas a madres con sus hijos. La Kripo tenía jurisdicción sobre todos los delitos de Alemania que no fueran políticos y él quería convertir esos casos en asunto prioritario.

Pero la jurisdicción local y la asignación de recursos eran dos asuntos muy diferentes, sobre todo en estos crímenes, donde las víctimas eran, según le informó Raul, respectivamente judías y polacas.

—Dejaremos que se encargue la gendarmería de Gatow —le había dicho Horcher la semana anterior.

—¿De homicidios de esta magnitud? —se había extrañado Kohl, a la vez atribulado y escéptico. Los gendarmes suburbanos y rurales investigaban accidentes de tráfico y robos de ganado. Y Wilhelm Meyerhoff, el jefe de la policía de esa comarca, era un funcionario perezoso y tonto, incapaz de encontrar sin ayuda el zwieback de su desayuno.

Por eso Kohl había insistido hasta obtener de Horcher permiso para revisar siquiera el informe sobre la escena del crimen. Llamó a Raul, lo informó sobre técnicas básicas de investigación y le pidió que entrevistara a los testigos. El gendarme había prometido enviarle un mensaje en cuanto su superior lo aprobara. Kohl había recibido sólo las fotografías, sin ningún otro material.

Horcher le dijo:

—No me he enterado de nada, Willi. Pero ¡hombre! ¿Judíos? ¿Polacos? Tenemos otras prioridades.

Kohl respondió, pensativo:

—Por supuesto, señor. Comprendo. Sólo me preocupa que los kosis se nos escapen.

—¿Los comunistas? ¿Qué tiene que ver esto con ellos?

—La idea no se me ocurrió hasta que vi las fotografías. Pero observé que había algo organizado en esas muertes… y no hubo ningún intento de cubrirlas. A mi modo de ver, los homicidios fueron demasiado obvios. Casi parecían escenificados.

Horcher analizó aquello.

—¿Cree usted que los kosis querían presentar las cosas como si detrás de los homicidios estuvieran la SS o la Gestapo? Sí, es una idea interesante, Willi. Esos rojos cabrones serían muy capaces de rebajarse a tanto.

Kohl añadió:

—Sobre todo con toda la prensa extranjera en la ciudad, por las Olimpiadas. A los kosis les encantaría mancillar nuestra imagen a los ojos del mundo.

—Miraré ese informe, Willi. Y haré algunas llamadas. Buena idea.

—Gracias, señor.

—Ahora vaya a resolver ese caso del pasaje Dresden. Si nuestro jefe de policía quiere una ciudad libre de máculas, la tendrá.

Kohl regresó a su despacho y se sentó pesadamente en la silla; mientras se masajeaba los pies miró fijamente las fotografías de las dos familias asesinadas.

Lo que había dicho a Horcher era una tontería. Fuera lo que fuese lo que había pasado en Gatow no era una conspiración comunista. Pero los nacionalsocialistas tendían a las conspiraciones como los cerdos al lodo. Había que entrar en esos juegos. Ach, qué tristes lecciones había recibido desde enero del año treinta y tres!

Volvió a poner las fotos en la carpeta rotulada Gatow/Charlottenburg y la dejó a un lado. Luego guardó en una caja los sobres con las pistas recogidas esa tarde y escribió en ella: Incidente Pasaje Dresden. Agregó las fotografías de las huellas digitales, de la escena del crimen y la víctima, y puso la caja en un sitio visible de su despacho.

Cuando llamó al médico forense le dijeron que el doctor había salido por un café. Su asistente le dijo que ya había llegado desde el pasaje Dresden el cadáver sin identificar A 25-73-6Q, pero que no sabía cuándo lo examinarían. Esa noche, posiblemente. Kohl hizo un gesto ceñudo. Había albergado la esperanza de que la autopsia estuviera cuanto menos en marcha, si no acabada. Cortó.

Regresó Janssen.

—Los teletipos ya han sido enviados a los distritos, señor. He dicho que era urgente.

—Gracias.

Sonó su teléfono y él atendió. Era nuevamente Horcher.

—Willi, el ministro Goebbels ha dicho que no podemos publicar en el diario la foto del muerto. He intentado convencerlo empleando toda mi persuasión, se lo aseguro. Creía poder lograrlo, pero al fin no he tenido éxito.

—Vaya, gracias, inspector jefe. —Cortó, pensando cínicamente: «Toda su persuasión, sí, claro». Hasta dudaba de que hubiera hecho esa llamada.

Kohl repitió al aspirante a inspector lo que había dicho el jefe.

Ach, y pasarán días, semanas quizá, hasta que algún experto en huellas digitales pueda siquiera reducir posibilidades sobre las huellas que hemos encontrado. Janssen, coja esa fotografía de la víctima… No, no, la otra, esa en que no parece tan muerto. Llévela al departamento de impresión. Que impriman quinientas copias. Dígales que tenemos muchísima prisa. Que es un caso conjunto de la Kripo y la Gestapo.

Al menos sacaremos provecho del inspector Krauss, ya que nos ha hecho llegar tarde al Jardín Estival. Cosa que aún me tiene perturbado, debo reconocerlo.

—Sí, señor.

Diez minutos después, cuando su ayudante acababa de regresar, zumbó el teléfono una vez más. Kohl levantó el auricular.

—Sí, aquí Kohl.

—Soy Georg Jaeger. ¿Cómo estás?

—¡Georg! Estoy bien. Trabajando en sábado, aunque esperaba ir con mi familia al Lustgarten. Pero así son las cosas. ¿Y tú?

—También trabajando. Siempre trabajando.

Algunos años antes Jaeger había sido el protegido de Kohl. Era un detective de mucha valía; al llegar el Partido al poder lo habían invitado a incorporarse a la Gestapo. Él se negó; al parecer, su rotundo rechazo había ofendido a algunos funcionarios: lo mandaron nuevamente a la uniformada Policía del Orden; para un detective de la Kripo era bajar un peldaño. Sin embargo, Jaeger destacó también en ese nuevo trabajo y pronto ascendió hasta la jefatura del distrito Orpo, la zona norte del Berlín central; lo irónico era que se lo veía mucho más feliz en ese territorio olvidado que en el Alex, plagado de intrigas.

—Te llamo con la esperanza de brindarte una ayuda, profesor.

Kohl rio, recordando que así lo llamaba Jaeger en los tiempos en que trabajaban juntos.

—¿De qué se trata?

—Acabamos de recibir un telegrama sobre el sospechoso de un caso en el que estás trabajando.

—Sí, sí, Georg. ¿Has hallado ya alguna armería que haya vendido un Star Modelo A?

—No, pero me he enterado de que unos SA se han quejado de que un hombre los atacó en una librería de la calle Rosenthaler, no hace mucho. Responde a la descripción de tu mensaje.

Ach, Georg, esto sí que es una ayuda. ¿Puedes pedirles que se reúnan conmigo en el sitio del ataque?

—No querrán colaborar, los muy estúpidos, pero si están en mi distrito los mantengo a raya. Me encargaré de que vayan. ¿Cuándo?

—Ahora. Inmediatamente.

—A tus órdenes, profesor. —Jaeger le dio la dirección de la calle Rosenthaler. Luego preguntó—: Oye, ¿cómo marchan las cosas en el Alex?

—Sería mejor reservar esa conversación para otra oportunidad, bebiendo schnapps y cerveza.

—Sí, por supuesto —aceptó el comandante de la Orpo, intuyendo sin duda que Kohl no quería discutir ciertos asuntos por teléfono.

Y así era, en verdad. Sin embargo, los motivos que tenía el inspector para poner fin a la llamada no se relacionaban tanto con intrigas como con su urgente necesidad de hallar al hombre que usaba el sombrero de Göring.

Ach —murmuró el Camisa Parda, sarcástico—, ¿un detective de la Kripo viene a ayudarnos? ¡Mirad, camaradas! ¡Esto sí que es raro!

El hombre medía más de dos metros y, como tantos de ese cuerpo, era bastante fornido: tanto por haber sido jornalero antes de incorporarse a la SA como por la incesante y estúpida práctica de desfilar que ahora hacía. Estaba sentado en el bordillo de la acera, con el sombrero pardo en forma de lata colgándole de los dedos.

Otro Camisa Parda, más bajo pero igualmente fornido, esperaba apoyado contra la fachada de una pequeña tienda de comestibles. El letrero del escaparate anunciaba: «Hoy no hay mantequilla ni carne». Al lado había una librería con el escaparate destrozado. La acera estaba sembrada de cristales y libros rotos. El segundo hombre, con una mueca de dolor, se apretó la muñeca vendada. Un tercero permanecía sentado aparte, mohíno, con manchas de sangre seca en la pechera de la camisa.

—¿Qué le ha hecho salir de su despacho, inspector? —continuó el primero de los Camisas Pardas—. No ha de ser por nosotros, sin duda. Los comunistas podrían habernos acribillado como a Horst Wessel y usted no se habría separado de su café con pastas, allá en la Alexanderplatz.

Janssen se puso rígido ante lo ofensivo de esas palabras, pero Kohl lo contuvo con una mirada y observó a aquellos hombres con expresión solidaria. Su rango le habría permitido insultar a esos Camisas Pardas en sus barbas sin sufrir consecuencias, pero necesitaba de su colaboración.

—Vaya, señores míos, no hay motivos para que se quejen así. La Kripo se preocupa por ustedes tanto como por cualquiera. Cuéntenme lo de la emboscada, por favor.

—Sí, tiene razón, inspector —dijo el hombre corpulento, saludando con un gesto la palabra que Kohl había escogido tan cuidadosamente—. Ha sido una cobarde encerrona, sí. Ese miserable nos ha atacado desde atrás mientras aplicábamos la ley contra libros indecorosos.

—¿Su nombre…?

—Hugo Felstedt. Soy comandante del Castillo de Berlín.

Kohl sabía que se trataba del almacén de una cervecería abandonada, que veinte o veinticinco Camisas Pardas habían ocupado. Lo de «castillo» se podía interpretar como «tugurio».

—Y allí ¿quién había? —preguntó, señalando la librería con la cabeza.

Una pareja. Parecían marido y mujer.

Kohl miró en derredor, esforzándose por conservar la expresión de interés.

—¿Ellos también han escapado?

—En efecto.

Por fin habló el tercero de los Camisas Pardas, a través de un hueco en la dentadura.

—Estaba todo planeado, por supuesto. Esos dos nos distrajeron y el tercero nos atacó por la espalda. Con una cachiporra.

—Comprendo. ¿Y usaba un sombrero Stetson? ¿Cómo los del ministro Göring? ¿Y corbata verde?

—Sí —confirmó el más alto—. Una corbata chillona, judía.

—¿Le han visto la cara?

—Tenía una nariz enorme y mandíbulas carnosas.

—Cejas pobladas. Y labios gruesos.

—Era bastante gordo —contribuyó Felstedt—. Como el que ponían en el Stormer de la semana pasada. ¿Lo vio usted? Era igual al hombre de la portada.

Se trataba de una revista que publicaba Julius Streicher, pornográfica y antisemita, con artículos inventados sobre crímenes cometidos por judíos y tonterías sobre su inferioridad racial. Las portadas presentaban grotescas caricaturas de judíos. A la mayoría de los nacionalsocialistas les resultaba bochornosa, pero se la publicaba porque Hitler disfrutaba con ese tabloide.

—Por desgracia, me la perdí —respondió Kohl, seco—. ¿Y hablaba alemán?

—Sí.

—¿Con acento?

—Acento judío.

—Sí, sí, pero algún otro acento. ¿De Bavaria, de Westfalia, de Sajonia?

—Puede ser. —El alto asintió con la cabeza—. Sí, creo que sí. Verá usted, no habría podido hacernos daño si nos hubiera atacado de frente, como un hombre, no cobardem…

Kohl lo interrumpió:

—¿Es posible que su acento fuera extranjero?

Los tres se miraron mutuamente.

—No podemos saberlo. Nunca hemos salido de Berlín.

—Tal vez de Palestina —insinuó uno—. Eso podría ser.

—Pues bien, los ha atacado por la espalda y con una cachiporra.

—Y también con esto. —El tercero mostraba un par de manillas de bronce.

—¿Esas son de él?

—No, son mías. Él se ha llevado las suyas.

—Ya veo, ya veo. Los ha atacado desde atrás. Pero a usted le sangra la nariz.

—Es que el golpe me ha hecho caer de bruces.

—¿Y dónde ha sucedido eso exactamente?

—Por allí. —El hombre señaló un pequeño jardín que asomaba a la acera—. Uno de nuestros camaradas fue en busca de ayuda. A su regreso el judío huyó cobardemente, como un conejo.

—¿Hacia dónde?

—Hacia allí. Varios callejones más al este. Se lo enseñaré.

—Un momento —dijo el inspector—. ¿Tenía un portafolio?

—Sí.

—¿Y lo ha llevado consigo?

—En efecto. Allí escondía las cachiporras.

Kohl señaló el jardín con la cabeza. Janssen lo acompañó hasta allí.

—Eso no tenía sentido —susurró el asistente—. Atacados por un judío enorme con cachiporras y manillas de bronce. Sin duda lo acompañaban cincuenta hombres del Pueblo Elegido.

—En mi opinión, Janssen, el relato de un testigo o un sospechoso es como el humo: a menudo las palabras no tienen sentido por sí solas, pero pueden guiarte hasta el fuego.

Recorrieron el jardín, revisando minuciosamente el suelo.

—Aquí, señor —anunció Janssen, entusiasmado. Había hallado una pequeña guía turística de la Villa Olímpica, escrita en inglés.

Kohl se sintió alentado. Era raro que hubiera un turista extranjero en ese vecindario y, por coincidencia, perdiera el folleto justo en el escenario de la pelea. Las páginas estaban secas y limpias, lo cual revelaba que llevaba poco tiempo en el césped. La recogió con un pañuelo (a veces era posible recoger huellas dactilares del papel) y la abrió con cuidado. Las páginas no contenían ninguna anotación que pudiera servir de pista para descubrir la identidad de su dueño. Después de envolverlo se lo guardó en el bolsillo.

—Acérquense, por favor —pidió a los Camisas Pardas. Los tres hombres entraron en el jardín.

—Fórmense aquí, en hilera. —El inspector señaló un sector de tierra descubierta.

Ellos se alinearon con precisión, tarea para la que las Tropas de Asalto estaban muy bien preparadas. Kohl examinó sus botas y comparó el tamaño y la forma con las pisadas del suelo. Así supo que el atacante tenía los pies más grandes y que sus tacones estaban muy gastados.

—Bien. —Luego se dirigió a Felstedt—. Muéstrenos hasta dónde lo han perseguido. Los otros ya pueden retirarse.

El hombre de la cara ensangrentada alzó la voz:

—Cuando lo encuentre, inspector, avísenos. En nuestros cuarteles tenemos una celda. Allí ajustaremos cuentas con él.

—Sí, sí, quizá podamos hacer algo así. Y les daré tiempo de sobra, para que no tengan que enfrentarse a él los tres solos.

El Camisa Parda vaciló, preguntándose si aquello era un insulto. Echó un vistazo a las manchas carmesíes de su camisa.

—Mire esto. Ach, cuando lo cojamos no le quedará una gota de sangre. Vamos, camarada.

Los dos se alejaron calle abajo.

—Por aquí. Ha huido por aquí. —Felstedt condujo al inspector y a Janssen hasta la transitada calle Gormann—. Estábamos seguros de que había entrado por uno de esos dos callejones anteriores. Los teníamos cubiertos por los otros extremos. Pero desapareció.

Kohl inspeccionó el lugar. De la calle partían varias callejuelas; una de ellas no tenía salida; las otras desembocaban en diferentes calles.

—Muy bien, señor, ahora nos haremos cargo de todo.

En ausencia de sus camaradas Felstedt se mostró más sincero.

—El hombre es peligroso, inspector —dijo en voz baja.

—¿Está usted seguro de que su descripción es exacta?

Una vacilación. Luego:

—Judío. Obviamente era judío, sí. Pelo rizado como de etíope, nariz de judío, ojos de judío. —El hombre cepilló con la mano la mancha de su camisa y se alejó con aire arrogante.

—Cretino —murmuró Janssen.

Y echó una mirada cauta a su jefe, quien añadió:

—Es poco decir. —El inspector recorría los callejones con la vista—. Sin embargo, pese a esa ceguera suya, creo que el «comandante» Felstedt nos ha dicho la verdad. Nuestro sospechoso estaba acorralado, sí, pero logró escapar… y de muchos hombres de la SA. Buscaremos en los cubos de basura de los callejones, Janssen.

—Sí, señor. ¿Cree usted que se ha deshecho de alguna prenda o del portafolio para poder escapar?

—Es lógico.

Inspeccionaron cada una de esas callejuelas, mirando dentro de los cubos; sólo había cartones viejos, papeles, latas, botellas y comida en putrefacción. Kohl se detuvo por un momento a mirar en derredor, con los brazos en jarras. Luego preguntó:

—¿Quién le lava las camisas, Janssen?

—¿Las camisas?

—Las tiene siempre impecablemente lavadas y planchadas.

—Mi esposa, por supuesto.

—En ese caso transmítale mis excusas cuando deba limpiar y remendar la que usted tiene puesta ahora.

—¿Por qué tendrá que remendarla?

—Porque usted va a tenderse boca abajo y meterá el brazo por esa alcantarilla.

—Pero…

—Sí, sí, ya sé. Es que yo lo he hecho muchas veces. Y la edad trae sus privilegios, Janssen. Hala, quítese la americana. Es de seda muy buena. No hay necesidad de arruinarla también.

El joven entregó a Kohl su chaqueta verde oscuro. Era muy bonita, sí. La familia de Janssen era adinerada y él contaba con algún dinero, aparte de su sueldo de aspirante a inspector; era una suerte, puesto que los detectives de la Kripo recibían una retribución miserable. Se arrodilló en los adoquines y, apoyado en una mano, introdujo la otra en la sombría abertura.

En realidad la camisa no se ensució tanto, pues apenas un momento después el joven exclamó:

—¡Aquí hay algo, señor! —Se incorporó para exhibir un objeto pardo, abollado. El sombrero de Göring. Y, por añadidura, dentro estaba la corbata: el verde era chillón, desde luego.

Janssen explicó que habían quedado en un saliente, apenas a medio metro de la rejilla. Continuó rebuscando, pero no había nada más.

—Ya tenemos algunas respuestas, Janssen —dijo su jefe, mientras examinaba el interior del sombrero. El rótulo del fabricante decía: «Stetson Mity-Lite». Otro había sido agregado por la tienda: «Manny’s Men’s Wear, New York City».

—Más para añadir a nuestro retrato del sospechoso. —Kohl sacó el monóculo del bolsillo de su chaleco y, después de sujetarlo contra el ojo, examinó algunos cabellos atrapados en la banda—. Tiene pelo castaño oscuro, algo rojizo, medianamente largo. No es negro ni rizado, en absoluto: lacio. Y no hay manchas de crema ni de aceite para el pelo.

Después de entregar la corbata y el sombrero a su ayudante, lamió la punta del lápiz para apuntar esas nuevas observaciones. Luego cerró la libreta.

—¿Y ahora, señor? ¿Regresamos al Alex?

—¿Y qué podríamos hacer allí? ¿Tomar café con pastas, como dicen nuestros camaradas de la SA que hacemos todo el día? ¿Ver cómo la Gestapo se lleva nuestros recursos para detener a todos los rusos de la ciudad? No, creo que daremos un paseo en coche. Esperemos que el DKW no se vuelva a recalentar. La última vez que llevé a Heidi y a los niños al campo tuvimos que pasar dos horas sentados a las afueras de Falkenhagen, sin otra cosa que hacer que contemplar las vacas.