En cuanto entró en el apartamento en penumbra supo que era hombre muerto.
Se secó las palmas sudadas y echó un vistazo en derredor; el piso estaba tan silencioso como un depósito de cadáveres, salvo por el amortiguado rumor del tráfico nocturno de Hell’s Kitchen y el tremolar de los sucios visillos cuando el ventilador giratorio dirigía su hálito caliente hacia la ventana.
Sin embargo, algo no marchaba bien. Le invadió un mal presentimiento.
Supuestamente, Malone debía estar allí, borracho perdido, durmiendo la mona. Pero no estaba. No había botellas de aguardiente barato por ninguna parte; ni rastro de bourbon, lo único que bebía aquella rata, ni siquiera el olor. Y al parecer hacía ya algún tiempo que no iba por allí. En la mesa había un periódico de hacía dos días, junto a un cenicero frío y un vaso que tenía un halo azul de leche seca hasta la mitad.
Encendió la luz.
Bueno, había una puerta lateral, sí, tal como él había visto desde el pasillo el día anterior al estudiar el sitio.
Pero estaba clausurada. ¿Y la ventana que daba a la escalera de incendios? ¡Vaya!, bien cerrada con alambre de gallinero, cosa que no se veía desde el callejón. La otra ventana estaba abierta, sí, pero a doce metros de altura con respecto a los adoquines.
No había salida.
Y dónde estaba Malone, se preguntó Paul Schumann.
El tipo se había largado. O estaba en Jersey bebiendo cerveza. O era una estatua con base de cemento debajo de algún muelle.
No importaba.
Cualquiera hubiese sido la suerte de aquel borrachín, Paul se dio cuenta de que había sido sólo un cebo. Y la información de que estaría esa noche allí, pura mentira.
En el pasillo, fuera, un roce de pies. Un tintineo metálico.
Descabalado…
Paul dejó su pistola en la única mesa de la habitación y sacó el pañuelo para enjugarse la cara. El aire abrasador de esa mortífera ola de calor del Medio Oeste había llegado hasta Nueva York. Pero cuando se lleva un Colt del 45 de 1911 metido bajo el cinturón, a la espalda, no se puede andar sin americana; por eso Paul estaba condenado a usar traje. Llevaba la chaqueta de lino gris, de un solo botón. La camisa blanca de algodón estaba empapada.
Otra pisada fuera, en el pasillo, donde debían de estar preparándose para sorprenderlo. Un susurro, otro tintineo.
Paul pensó en mirar por la ventana, pero temía recibir un disparo en la cara. Quería que lo velaran a ataúd abierto y no sabía de ningún embalsamador capaz de reparar los daños causados por un disparo de bala o de perdigones.
¿Quién quería matarlo?
No podía ser Luciano, el hombre que lo había contratado para despachar a Malone. Tampoco Meyer Lansky. Eran peligrosos, sí, pero no traidores. Paul siempre les había hecho trabajos de primera, sin dejar nunca la menor pista que pudiera vincularlos con el despachado. Además, si uno u otro querían deshacerse de Paul, no necesitaban encargarle un trabajo falso: lo harían desaparecer sin más.
¿Quién, pues, le había tendido esa trampa? Si era O’Banion, o Rothstein, el de Williamsburg, o Valenti, el de Bay Ridge; en pocos minutos sería fiambre.
Si era el pulcro Tom Dewey la muerte tardaría algo más: el tiempo que hiciera falta para condenarlo y sentarlo en la silla eléctrica de Sing Sing.
Más voces en el pasillo. Más tintineos, metal contra metal. Pero visto desde un ángulo positivo, reflexionó con ironía, de momento se podía decir que todo iba como la seda: aún estaba vivo. Y muerto de sed.
Se acercó a la nevera y la abrió. Tres botellas de leche (dos cortadas), una caja de queso y una lata de melocotones en almíbar. Varias bebidas de cola. Buscó un abridor para destapar una de las botellas de refresco.
Desde algún lugar se oía una radio. Ponían Storm y Weather.
Al sentarse nuevamente ante la mesa se vio en el espejo polvoriento de la pared, sobre un lavabo de esmalte desportillado. Sus ojos azul claro no revelaban el temor que cabía esperar, se dijo. Pero su expresión era desconfiada. Era un hombre corpulento: pasaba del metro ochenta y pesaba más de noventa kilos. Había heredado el pelo de su madre, castaño rojizo; la tez clara, de los antepasados alemanes de su padre. La piel estaba un poco marcada, no por la viruela, sino por golpes con los nudillos recibidos a edad temprana y por los guantes de boxeo en tiempos más recientes. También por el cemento y la lona.
Bebió un poco de refresco. Era más sabroso que la Coca-Cola. Le gustó.
Paul estudió su situación. Si aquello era cosa de O’Banion, Rothstein o Valenti… Bueno, a ninguno de ellos le importaba un comino Malone, un loco que trabajaba como remachador en los astilleros, metido a pandillero, que había matado a la esposa de un policía de una manera bastante desagradable. Después amenazó con más de lo mismo a cualquiera de la pasma que le causara problemas. Aun si alguno de ellos quería despachar a Paul, ¿por qué no esperar a que hubiera cepillado a Malone?
Todo eso significaba que debía de ser Dewey.
Lo deprimía la idea de quedar encerrado en el calabozo hasta que lo ejecutaran. Sin embargo, a decir verdad, en el fondo no lo afligía demasiado que le echaran el guante. Como cuando era niño y se lanzaba impulsivamente a pelear contra dos o tres chavales más grandes que él, sabiendo que tarde o temprano acabaría con un hueso roto por meterse con quien no debía. Desde un principio había tenido muy claros los riesgos que conllevaba su oficio actual: que en algún momento un tío como Dewey o O’Banion le pararía los pies.
Pensó en una de las expresiones favoritas de su padre: «En el mejor de los días y en el peor, el sol finalmente se pone». Y su viejo añadía, haciendo restallar sus coloridos tirantes: «Anímate, que mañana habrá otra carrera de caballos».
El timbre del teléfono lo hizo saltar.
Paul quedó un instante largo mirando el aparato de baquelita negra. Atendió al séptimo u octavo timbrazo:
—¿Diga?
—Paul. —Una voz nítida, joven. Sin acento de arrabal.
—Sabes quién soy.
—Estoy en otro apartamento del mismo bloque. Somos seis. En la calle hay otra media docena.
¿Doce? Paul se sintió extrañamente sereno. Contra doce no podía hacer nada. Lo atraparían, de una manera u otra. Bebió otro poco de refresco. ¡Qué sed de mierda! El ventilador no servía más que para mover el calor de un lado a otro de la habitación.
—¿Trabajáis para los muchachos de Brooklyn o los del West Side? —preguntó—. Por pura curiosidad.
—Escúchame, Paul. Te diré lo que debes hacer. Sólo tienes dos revólveres, ¿verdad? El Colt y ese pequeño veintidós. Los otros los has dejado en tu apartamento, ¿no?
Él rio.
—Así es.
—Los descargas y echas el seguro del Colt. Luego caminas hasta la ventana que no está clausurada y los tiras a la calle. Después te quitas la americana, la dejas caer al suelo, abres la puerta y te quedas de pie en medio de la habitación, con las manos en alto. Los brazos bien estirados hacia arriba.
—Me dispararéis —dijo él.
—De cualquier manera tienes los días contados, Paul. Pero si haces lo que te he dicho es posible que vivas un poco más.
El que había llamado cortó.
Él dejó caer el auricular en la horquilla. Permaneció un momento inmóvil, recordando una noche muy agradable, algunas semanas atrás. Marion y él habían ido a Coney Island para escapar del calor; jugaron a minigolf y comieron salchichas con cerveza. Ella, entre risas, lo arrastró hasta una adivina del parque de atracciones. La falsa gitana, después de tirarle las cartas, le dijo muchas cosas. Pero a la mujer se le había pasado por alto este acontecimiento, que debería haber aparecido en la lectura de cualquier adivina que se precie.
Marion… Él nunca le había dicho de qué vivía. Sólo que era dueño de un gimnasio y que de vez en cuando hacía negocios con ciertos tíos de pasado dudoso. Pero nunca pasó de allí. De pronto cayó en la cuenta de que esperaba que esa relación tuviera algún futuro. La chica era bailarina de un club barato del West Side, y durante el día estudiaba diseño de modas. Ahora debía de estar trabajando; por lo general no salía hasta la una o las dos de la mañana. ¿Cómo se enteraría de lo que le pasara?
Si era Dewey, probablemente le permitirían llamarla.
Si eran los muchachos de Williamsburg, no habría llamada. Nada.
El teléfono volvió a sonar.
Paul lo ignoró. Después de abrir el cargador del revólver grande, retiró la bala que ya estaba en el receptor; luego sacó todos los cartuchos. Se acercó a la ventana y arrojó las pistolas, una por una. No las oyó golpear contra el suelo.
Cuando acabó el refresco, se quitó la chaqueta y la dejó caer al suelo. Dio un paso hacia la puerta, pero se detuvo. Regresó a la nevera a por otra soda y se la bebió toda. Después de enjugarse nuevamente la cara, abrió la puerta de entrada y dio un paso atrás, con los brazos en alto.
El teléfono dejó de sonar.
—Esto se llama La Habitación —dijo el hombre de pelo gris y uniforme blanco bien planchado, mientras se sentaba en un diván pequeño.
—Nunca has estado aquí —añadió, con una alegre seguridad, indicadora de que el asunto estaba fuera de cuestión—. Y tampoco has oído hablar de ella.
Eran las once de la noche. Habían llevado a Paul allí directamente desde el apartamento de Malone. Era una casa particular, situada en la parte alta del East Side, aunque casi todas las habitaciones del piso bajo contenían escritorios, teléfonos y teletipos, como si aquello fuera una oficina. Sólo en aquella estancia había divanes y butacas. En las paredes se veían cuadros de buques de la Marina, tanto nuevos como antiguos. En el rincón, un globo terráqueo. Roosevelt los miraba desde su sitio, encima de la repisa de mármol. El ambiente estaba deliciosamente fresco. Una casa particular con aire acondicionado, imagínate.
Paul, todavía esposado, había sido depositado en una cómoda butaca de piel. A su lado, algo más atrás, se sentaron dos hombres más jóvenes, también de uniforme blanco, que lo habían sacado del apartamento de Malone. El que había llamado por teléfono se llamaba Andrew Avery; tenía las mejillas rosadas y ojos penetrantes, decididos. Ojos de pugilista, aunque Paul estaba seguro de que nunca en su vida se había liado a puñetazos. El otro era Vincent Manielli y era moreno; por su voz, Paul dedujo que ambos se habían criado en el mismo barrio de Brooklyn. No parecían mucho mayores que los chavales que jugaban a la pelota frente a su casa, pero eran tenientes de la Marina, nada menos.
Los tenientes a cuyas órdenes Paul había servido en Francia eran todos hombres hechos y derechos.
Mantenían las pistolas enfundadas, pero con la mano cerca de las cartucheras desabrochadas.
El hombre de más edad, sentado en la butaca de enfrente, tenía un grado bastante alto: comandante de la Marina, a menos que en esos veinte años hubieran cambiado las insignias del uniforme.
Se abrió la puerta para dar paso a una mujer atractiva, que vestía el uniforme blanco de la Marina. El nombre que llevaba en la blusa era Ruth Willets. Ella le entregó una carpeta.
—Está todo aquí.
—Gracias, recluta.
Mientras ella se retiraba, sin haber echado un solo vistazo a Paul, el oficial abrió la carpeta para extraer de ella dos hojas de papel fino y las leyó con atención. Al terminar levantó la vista.
—Soy James Gordon, oficial de la Inteligencia Naval. Me llaman Bull.
—¿Este es su cuartel general? —preguntó Paul—. ¿La Habitación?
El hombre, sin prestarle atención, miró a los otros dos.
—¿Ustedes ya se han presentado?
—Sí, señor.
—¿No ha habido problemas?
—Ninguno, señor. —Era Avery quien respondía.
—Quítele las esposas.
Mientras Avery lo hacía, Manielli mantuvo la mano cerca de su pistola, observando con nerviosismo los nudillos torcidos de Paul. Él también tenía manos de luchador. Las del teniente eran rosadas, como las de un dependiente de alguna tienda fina.
La puerta volvió a abrirse y entró otro hombre. Aunque sesentón, era delgado y alto como ese actor joven que había visto con Marion en un par de películas: Jimmy Stewart. Paul frunció el entrecejo: conocía esa cara por haberla visto en artículos del Times y del Herald Tribune.
—¿Senador?
El hombre respondió, pero dirigiéndose a Gordon.
—Usted me dijo que era inteligente. No sabía que además estuviera bien informado —dijo como si le disgustara que lo hubiera reconocido. El senador lo miró de arriba abajo y, después de sentarse, encendió un puro corto.
Pasado un momento entró un hombre más; aparentaba la misma edad que el senador y vestía un graje de lino blanco, muy arrugado. El cuerpo que estaba embutido en él era grande y blando. Usaba un bastón. Echó a Paul una sola mirada; luego, sin decir una palabra a nadie, se retiró al rincón. El recién llegado también le resultaba conocido, pero no logró identificarlo.
—Bien —continuó Gordon—. Te explicaré la situación, Paul. Sabemos que has trabajado para Luciano, para Lansky y para dos o tres de los otros. Y sabemos qué tipo de trabajo les haces.
—¿Sí? ¿Cuál?
—Eres un sicario, Paul —manifestó Manielli alegremente, como si hubiera estado deseando decirlo.
Gordon prosiguió:
—El marzo pasado Jimmy Coughlin te vio… —Frunció la frente—. ¿Cómo lo decís, en vez de «matar»?
Paul se quedó pensando: algunos decían «cepillar». Por su parte prefería «despachar». Era el verbo que utilizaba el sargento Alvin York para describir la eliminación de soldados enemigos durante la guerra. Paul se sentía menos delincuente si utilizaba el mismo término que un héroe de guerra. Claro que, en esos momentos, Paul Schumann no dijo nada de eso.
Gordon continuó:
—El trece de marzo, en un almacén del Hudson, Jimmy te vio matar a Arch Dimici.
Antes de que Dimici apareciera Paul había pasado cuatro horas vigilando el lugar. Tenía la certeza de que el hombre estaba solo. Jimmy debía de haber estado durmiendo la mona detrás de algunas cajas.
—Ahora bien: por lo que me dicen, Jimmy no es un testigo muy digno de confianza. Pero tenemos algunas pruebas más firmes. Unos agentes fiscales lo detuvieron por vender licor clandestino y él aceptó denunciarte. Al parecer recogió un casquillo de bala en la escena del crimen y la conservó a modo de seguro. No tiene impresiones digitales; eres demasiado astuto como para dejarlas. Pero la gente de Hoover ha hecho una prueba con tu Colt. Las marcas coinciden.
¿Hoover? ¿El FBI estaba metido en eso? Y ya habían hecho una prueba del arma. No hacía aún una hora que él la había arrojado por la ventana de Malone.
Paul entrechocó los dientes de arriba contra los de abajo. Estaba furioso consigo mismo. Después de la faena con Dimici había pasado media hora buscando ese condenado casquillo, hasta llegar a la conclusión de que había caído al Hudson por alguna de las grietas del suelo.
—Pues bien, hicimos averiguaciones y nos enteramos de que se te pagarían quinientos dólares por… —Gordon vaciló.
Despachar.
—… Eliminar a Malone, esta noche.
—¡Qué disparate! —exclamó Paul, riendo—. Alguien les ha dado una información falsa. He ido sólo a hacerle una visita. A propósito, ¿dónde está?
El comandante hizo una pausa.
—El señor Malone ha dejado de ser una amenaza para la policía y los ciudadanos de Nueva York.
—Se diría que alguien les debe cinco billetes de cien.
Bull Gordon no rio.
—Estás metido en un lío, Paul, y no te puedes librar. He aquí lo que te ofrecemos. ¡Esto es una excepción, recuérdalo! Sólo lo haremos esta vez, como dicen esos anuncios de Studebakers de segunda mano. Lo aceptas o lo rechazas. No negociaremos.
Por fin habló el senador.
—Tom Dewey te la tiene tan jurada como a los otros mafiosos de su lista.
El fiscal especial estaba convencido de que tenía la misión divina de acabar con el crimen organizado en la ciudad de Nueva York. Sus objetivos principales eran el jefe Lucky Luciano, las Cinco Familias italianas de la ciudad y el sindicato judío de Meyer Lansky. Dewey tenía tesón y era muy sagaz; iba obteniendo una condena tras otra.
—Pero en lo que a ti respecta, ha aceptado cedernos el derecho de pernada.
—Olvídense. No soy un soplón.
Gordon dijo:
—¡Pero si no te pedimos que lo seas! No se trata de eso.
—Pues bien, ¿qué es lo que quieren de mí?
Una pausa momentánea. El senador hizo una señal afirmativa a Gordon, quien explicó:
—Eres un sicario, Paul. ¿No te lo imaginas? Queremos que mates a alguien.