CONCLUSIÓN

Sir Hunther, el generoso propietario del yate, recibió con los brazos abiertos a sus dos amigos Herrera y Álvaro, a quienes creía no volver ya a ver más, y a los dos valerosos marineros.

Hacía un mes que recorría las costas del golfo de Carpentaria en espera de los osados viajeros, haciendo reconocimientos en distintos lugares de aquellas tierras desiertas, con la esperanza de obtener algunas noticias suyas de los salvajes de la región.

Tres días antes ancló junto a la isla del Centro, de las Eduard Pellew, punto fijado para el encuentro, y cerca de aquella isla había recogido a Niro, el cual sin duda espiaba la llegada del yate. Sabiendo que allí habían de acudir los exploradores, el miserable se había dirigido a aquel lugar después de haber acampado su tribu en la costa, oculta detrás de las dunas.

Se presentó a sir Hunther diciéndole que sus amos estaban por llegar, y rogándole que se dirigiese a la costa, a una pequeña cala que él conocía muy bien. El inglés, que conocía a Niro y que no sospechaba que fuese un bribón tan redomado, cayó en la trampa y dejó la isla para dirigirse a la cala, dejando el timón al australiano. Niro, que trataba de apoderarse de la nave, la dirigió hacia la costa, en la que aguardaban ocultos sus súbditos, y la encalló en un banco arenoso, a tres metros de la playa.

Dos horas después, los salvajes irrumpieron en el yate mientras la tripulación había descendido a la playa para tratar de poner a flote el barco. Apenas habían tenido tiempo sir Hunther y sus hombres de refugiarse en el puente, cuando sorprendieron a Niro mientras intentaba inutilizar la pequeña artillería, para privar a los marineros de su medio de defensa más poderoso.

Sólo entonces sir Hunther se dio cuenta de la clase de traidor con quien se las había tenido que ver, y su tripulación, furiosa por haber caído en la trampa, lo había ahorcado entre cañonazos y tiros de fusil. Así terminó sus días aquel audaz bandido, que soñaba con la conquista de la Australia central para saquear las ricas ciudades de las colonias inglesas.

Sir Hunther y su tripulación dispensaron a los agotados exploradores, llegados en tan buen momento, un cordial recibimiento; Diego pudo al fin saborear una deliciosa comida, y Cardozo, que había sufrido tanta sed, pudo vaciar varias botellas de exquisita cerveza. Después de haber sufrido tanto ayuno y tanta sed, tenían derecho a estas compensaciones.

Al día siguiente, el yate, que había encallado en marea baja, se puso a flote por sí mismo y por la tarde abandonaban la costa, deslizándose sobre las aguas del golfo, iluminadas por una espléndida fosforescencia marina, transportando a los héroes de aquel gran viaje hacia las ciudades del sur. Veintiséis días después, el yate atracaba en el puerto de Adelaida. Desde Brisbane, el teléfono ya había anunciado la llegada de los dos valerosos paraguayos y la población, conmovida por las increíbles peripecias sufridas por los exploradores, acudió en masa a recibirlos.

En su honor se dieron grandes fiestas y los periódicos de todas las ciudades de Australia publicaron los retratos de los exploradores y narraron detalladamente las aventuras de aquel viaje maravilloso, que sólo el infortunado Burke lograra realizar antes.

La Sociedad Geográfica de Melbourne concedió sendas medallas de oro a los cuatro exploradores y muchos ingleses y americanos ricos hicieron llegar a Diego y Cardozo una buena cantidad de billetes de banco.

Un mes después embarcaron hacia América, y cuarenta días más tarde llegaban a Asunción.

Don Benito Herrera ha vuelto a emprender sus exploraciones; el doctor Álvaro presta de nuevo sus servicios en uno de los cruceros más hermosos de la flota fluvial, y Diego y Cardozo, con el dinero de los ingleses, han comprado un brick y navegan por su cuenta. Tras las escalofriantes experiencias habidas, han preferido renunciar a las exploraciones y dedicarse a la explotación comercial de su nave, para el transporte de cargamentos y el acomodo de algunos pasajeros que aprovechan sus singladuras como crucero de placer.